Discursos 1998 - Jueves 15 de enero de 1998


A LOS CIUDADANOS ROMANOS


DESDE EL PALACIO SENATORIAL DEL CAPITOLIO


Jueves 15 de enero de 1998




Amadísimos hermanos y hermanas;
ciudadanos romanos:

1. Acabo de encontrarme en el palacio Senatorial con quienes, en diferentes sectores, prestan servicio en la Administración municipal. Ahora, desde la cima de esta escalinata diseñada por Miguel Ángel, en esta colina que Cicerón consideraba la «roca de todas las gentes» (Catil. 4, 6, 11), quisiera unirme a toda la ciudad de Roma en un abrazo entrañable y cordial.

Amadísimos romanos, con razón podemos definir histórica esta visita: estamos escribiendo juntos otra página de proyectos y esperanzas en los anales de Roma, capital civil y espiritual a la que mira toda la humanidad. Gracias por vuestra presencia y por vuestra acogida, que confirma y enriquece nuestra amistad. Gracias por el saludo afectuoso y entusiasta que dais al Papa, que ha venido a visitar el Capitolio, la casa de todos los romanos y, por tanto, también suya. El Señor, que ha querido que sea el jefe de la Iglesia católica, lo ha hecho por ello «romano», «civis romanus», partícipe de las alegrías y los sufrimientos, de las expectativas y las realizaciones de esta espléndida ciudad.

«Totius orbis urbs celeberrima». En Cracovia se decía: «Cracovia totius Poloniae urbs celeberrima». Aquí se debe decir: «Totius orbis, orbis terrarum, urbs celeberrima». Pero, ¿se conoce hoy bien la lengua latina?

2. Mi pensamiento va a todos los romanos y, ante todo, a vosotros, muchachos y muchachas, que sois el futuro de Roma. Os digo: amad vuestra ciudad. Sentíos orgullosos de su historia y de su vocación espiritual; estad dispuestos a construir un futuro digno de su glorioso pasado.

Os saludo con afecto a vosotros, los que vivís momentos difíciles, con sufrimientos físicos o espirituales; ¡ojalá que encontréis apoyo en el tradicional espíritu de solidaridad que distingue a la población de la Urbe!

Os saludo cordialmente a vosotros, ciudadanos romanos pertenecientes a otras tradiciones religiosas: a vosotros, judíos, herederos de la fe de Abraham, que participáis desde hace siglos en los acontecimientos históricos y civiles de Roma; a vosotros, hermanos de otras confesiones cristianas; y a vosotros, creyentes de religión musulmana. La adoración común del Altísimo impulse el respeto recíproco y nos haga a todos laboriosos constructores de una sociedad abierta y solidaria.

Os saludo con deferencia a vosotros, hermanos que afirmáis tener una visión no religiosa de la vida, y a cuantos con vosotros buscan el sentido de la existencia. Ojalá que el amor a la verdad, el rigor moral y la confrontación serena con los creyentes contribuyan a hacer de Roma un modelo de convivencia respetuosa entre los hombres y las mujeres de religiones y de ideas diversas.

Pienso con amistad en vosotros, hermanos y hermanas que, a pesar de proceder de países lejanos, os habéis insertado recientemente en la vida ciudadana. Ojalá que vuestra presencia enriquezca el rostro acogedor y pacífico de la Urbe.

Por último, os dirijo mi saludo paterno a vosotros, hermanos y hermanas romanos, y a vuestras familias: permaneced fieles a los valores imperecederos de nuestra civilización, vivificada por la fe católica.

Mientras nos preparamos para cruzar el umbral del gran jubileo, nos sostenga el recuerdo de los mártires, de los santos y de cuantos han construido a lo largo de los siglos la grandeza de Roma. Es un recuerdo de libertad, de fidelidad y de civilización. Debe seguir viviendo en el corazón de los habitantes de la Roma del tercer milenio. Este es el deseo, esta es la oración que elevo a Dios, invocando su protección sobre este pueblo al que amo y bendigo de todo corazón.

Roma felix! ¡Roma feliz






A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DE LA COMISIÓN PONTIFICIA DE ARQUEOLOGÍA SACRA


Viernes 16 de enero de 1998




Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la asamblea plenaria de la Comisión pontificia de arqueología sacra. Os saludo cordialmente a cada uno y agradezco, en particular, a monseñor Francesco Marchisano las palabras con que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos y ha presentado el importante objeto de vuestros trabajos: Las catacumbas cristianas y el Año santo.

Deseo, ante todo, expresar mi aprecio y mi gratitud por el importante servicio que estáis realizando y que, con vistas al jubileo, se ha hecho más intenso aún. Me refiero a los descubrimientos arqueológicos y a las restauraciones, así como a las iniciativas orientadas directamente al Año santo. Las catacumbas, como se ha subrayado muchas veces, revisten gran importancia en relación con el jubileo del año 2000.

2. Ya desde hace algunos años estáis trabajando en la restauración y preparación de numerosas catacumbas cristianas situadas en el territorio italiano. Los trabajos se han realizado especialmente en las catacumbas de Roma abiertas al público, es decir, las de San Calixto, San Sebastián, Domitila, Priscila y Santa Inés, donde se han efectuado o están a punto de efectuarse intervenciones que facilitarán la afluencia de peregrinos. Además, para aumentar las posibilidades de los cementerios visitables, se están llevando a cabo los trámites a fin de abrir una sexta catacumba, la de San Pedro y San Marcelino en la vía Casilina.

Vuestra atención se dirige oportunamente a la valoración pastoral de esos insignes monumentos de la antigüedad cristiana. Con esa finalidad, se está preparando de manera adecuada a los guías de los peregrinos. En efecto, las visitas, ilustradas con apropiadas explicaciones, exactas y actualizadas en el aspecto didáctico, científico y espiritual, se convierten también en un eficacísimo momento de catequesis, capaz de suscitar una profunda reflexión sobre el mensaje evangélico. Este regreso a los orígenes, a través de los más antiguos cementerios ideados por los primeros cristianos, se enmarca perfectamente en el proyecto de la «nueva evangelización», en el que está comprometida toda la Iglesia en el camino hacia el tercer milenio.

3. Las catacumbas, a la vez que presentan el rostro elocuente de la vida cristiana de los primeros siglos, constituyen una perenne escuela de fe, esperanza y caridad.

Al recorrer las galerías, se respira una atmósfera sugestiva y conmovedora. La mirada se detiene en la innumerable serie de sepulturas y en la sencillez que las caracteriza. Sobre las tumbas se lee el nombre de bautismo de los difuntos. Cuando se leen esos nombres, se tiene la impresión de oír otras tantas voces que responden a una llamada escatológica, y vienen a la memoria las palabras de Lactancio: «Entre nosotros no hay ni siervos ni señores; el único motivo por el que nos llamamos hermanos es que nos consideramos todos iguales» (Divinae Instit., 5, 15).

Las catacumbas hablan de la solidaridad que unía a los hermanos en la fe: las ofrendas de cada uno permitían la sepultura de todos los difuntos, incluso de los más indigentes, que no podían afrontar el gasto de la compra o la preparación de la tumba. Esta caridad colectiva representó una de las características fundamentales de las comunidades cristianas de los primeros siglos y una defensa contra la tentación de volver a las antiguas formas religiosas.

4. Las catacumbas, por consiguiente, sugieren al peregrino este sentimiento de solidaridad unido indisolublemente a la fe y a la esperanza. La misma definición de coemeteria, «dormitorios», aclara que las catacumbas se consideraban verdaderos lugares comunitarios de descanso, donde todos los hermanos cristianos, independientemente de su clase y de su profesión, descansaban en un amplio abrazo solidario, esperando la resurrección final. Por eso, no eran lugares tristes, sino que se decoraban con frescos, mosaicos y esculturas, como queriendo alegrar los rincones oscuros y anticipar, con las imágenes de flores, pájaros y árboles, la visión del paraíso esperado al fin de los tiempos. La significativa fórmula «in pace», que aparece a menudo sobre los sepulcros de los cristianos, sintetiza bien su esperanza.

Los símbolos sobre las losas que cubrían las tumbas son sencillos y, a la vez, llenos de significado. El ancla, la barca y el pez expresan la firmeza de la fe en Cristo. Se ve la vida del cristiano como una travesía por un mar tempestuoso, hasta el puerto añorado de la eternidad. El pez se identifica con Cristo y alude al sacramento del bautismo, como lo recuerda Tertuliano, quien compara a los fieles con los pececillos (pisciculi), que logran la salvación naciendo y permaneciendo en el agua (De baptismo, 1, 3).

5. Las catacumbas conservan, entre otras cosas, las tumbas de los primeros mártires, testigos de una fe límpida y solidísima, que los llevó, como «atletas de Dios», a salir victoriosos de la prueba suprema. Muchos sepulcros de los mártires se conservan aún dentro de las catacumbas, y generaciones de fieles se han recogido en oración delante de ellos.

También los peregrinos del jubileo del año 2000 irán a las tumbas de los mártires y, elevando sus oraciones a los antiguos campeones de la fe, dirigirán su pensamiento a los «nuevos mártires», a los cristianos que en el pasado próximo y también en nuestros días sufren violencias, abusos e incomprensiones, porque quieren permanecer fieles a Cristo y a su Evangelio.

En el silencio de las catacumbas, el peregrino del año 2000 puede reencontrar o reavivar su identidad religiosa en una especie de itinerario espiritual que, partiendo de los primeros testimonios de la fe, lo lleve hasta las razones y las exigencias de la nueva evangelización.

Queridos hermanos, la conciencia de estos valores apenas esbozados, pero que vosotros conocéis bien, os sostenga en vuestro característico servicio eclesial y cultural.

Con esta finalidad, a la vez que invoco sobre vosotros la asistencia solícita de María santísima, os imparto de corazón a todos una especial bendición apostólica, que extiendo también a vuestros seres queridos.





DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS POLACOS

EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 16 de enero de 1998



Queridos hermanos en el ministerio episcopal:

1. Os doy mi cordial bienvenida a la sede pontificia, en la que los obispos son familiares más que huéspedes. Saludo al señor cardenal Henryk Gulbinowicz, arzobispo metropolitano de Wroclaw, y a los arzobispos metropolitanos de Gdansk, Gniezno, Poznan y Szczecin- Kamien; a los obispos residenciales de las diócesis de Kalisz, Koszalin-Kolobrzeg, Legnica, Pelplin, Torun, Wloclawek y Zielona Góra-Gorzów. Saludo también a los obispos auxiliares de las metrópolis y de las diócesis antes mencionadas. Me alegra celebrar este encuentro y los que tendrán lugar durante las próximas semanas con los sucesivos grupos de obispos polacos que vienen a la ciudad eterna ad limina Apostolorum. Testimonian la profunda unidad en la fe y en la caridad con el Sucesor de san Pedro. El vínculo recíproco que se manifiesta durante esta visita es el signo visible de la unidad y la expresión de la obediencia al único Maestro y Señor, Jesucristo, que nos ha llamado y nos ha hecho servidores de la verdad revelada a su pueblo.

Han pasado cinco años desde la última visita ad limina del Episcopado polaco. Han sido años de intensos contactos, durante los cuales he experimentado vuestra generosa colaboración y he podido compartir las preocupaciones y las alegrías de vuestras Iglesias particulares. Están presentes entre vosotros algunos obispos llamados al servicio pastoral durante estos últimos años. Les doy una bienvenida particularmente cordial. Ojalá que esta primera visita a las tumbas de los Apóstoles intensifique su deseo de imitar de modo más pleno al buen Pastor, que «da la vida por sus ovejas» (cf. Jn Jn 10,15), y los consolide en su testimonio al pueblo de Dios confiado a su cuidado pastoral. Aprovecho esta ocasión también para recordar a nuestros hermanos en el episcopado que en el curso de los últimos cinco años han pasado a la eternidad. En nuestra oración los encomendamos a la misericordia divina.

2. Esta visita de los obispos polacos al Obispo de Roma es, en cierto sentido, una devolución, porque tiene lugar pocos meses después de mi peregrinación a nuestra amada patria, que realicé entre mayo y junio del año pasado, durante la cual pude servir a la Iglesia que está en Polonia y a todos mis compatriotas. Nuestro encuentro renueva su vivo eco y constituye un complemento «sui generis» de esa visita pastoral. Gracias a los inescrutables designios de la divina Providencia, el Obispo de Roma no sólo tiene hoy la posibilidad de recibir en su propia casa a los obispos de todo el mundo, sino también de visitar sus Iglesias. Se encuentra con los fieles, comparte con ellos sus alegrías y sus preocupaciones. Es una nueva y moderna expresión de comunión y responsabilidad colegial por la Iglesia cum Petro et sub Petro. Una vez más, en vuestra presencia, quiero dar gracias a Dios por el admirable intercambio de dones que tuvo lugar en esos días para mí memorables. En las diversas etapas de mi peregrinación experimentamos comunitariamente la presencia de Cristo, al redescubrir el lugar que ocupa en la existencia de cada hombre, así como en la vida de la Iglesia y de la nación. Nos dimos cuenta, una vez más, de que Cristo es nuestro único camino hacia «la casa del Padre» (cf. Jn Jn 14,6). Comprendimos que, en este camino, la Iglesia tiene un papel particular que desempeñar, es decir, servir al hombre, a todo hombre, para que pueda reencontrarse plenamente a sí mismo en Cristo, en su misterio de la encarnación y de la redención. Solamente «Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerza por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse» (Gaudium et spes GS 10).

3. Algunas semanas después de mi partida, la población de las regiones y ciudades occidentales de Polonia que visité durante mi última peregrinación, se vio sometida a la gran prueba de las inundaciones. Todos nos quedamos profundamente impresionados por la fuerza inaudita de ese poderoso elemento de la naturaleza, que acabó con la vida de muchos seres humanos, puso en peligro las bases de la existencia de numerosísimas familias y comunidades, y destruyó o dañó muchas casas, puestos de trabajo, hospitales, escuelas, monumentos de arte y calles. Pero, al mismo tiempo, los largos días que duraron esas inundaciones pusieron en marcha un gran empeño de bien, de auténtica solidaridad, de generosidad, y de capacidad de organización para prestarse ayuda recíprocamente. Los medios de comunicación social, especialmente las radios locales, entre otros, desempeñaron un papel especial para unirlos a todos, a fin de trabajar juntos en los territorios afectados por la catástrofe de las inundaciones, estimular la sensibilidad ante la suerte de los damnificados y coordinar las ayudas. Damos gracias a Dios y a los hombres por todo el bien realizado en esos memorables y, a la vez, dolorosos días de julio. Al mismo tiempo, como pastores de la Iglesia, deberíais seguir trabajando, en la medida de vuestras fuerzas y vuestras posibilidades, para que con el paso del tiempo no se olvide a los habitantes de los territorios afectados por esas inundaciones. La divina Providencia no deja de dar a los hombres de buena voluntad ocasiones para un amor activo, que prepara de modo particular sus corazones para acoger el Evangelio.

4. Mi peregrinación a nuestra patria se enmarcó en la preparación de toda la Iglesia universal para el gran jubileo del año 2000. La Iglesia en Polonia y, de modo especial la archidiócesis de Wroclaw, en vísperas del milenio de su fundación, brindó un servicio a la Iglesia universal, al organizar el XLVI Congreso eucarístico internacional. Allí toda la Iglesia católica, en presencia de nuestros hermanos de otras Iglesias y de las comunidades eclesiales unidas por la gracia del santo bautismo, adorando con fervor el misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vivió y proclamó la gran verdad de que «Jesucristo es el único Salvador del mundo ayer, hoy y siempre» (cf. Hb He 13,8). La vivió como un fuerte impulso a la unidad de todos los discípulos de Cristo, a quienes no basta ahora la tolerancia y la aceptación recíproca y, por eso, desean un testimonio común de la unidad. Ésta puede y debe convertirse para la familia humana en el signo de que la reconciliación es posible. El mundo contemporáneo experimenta las consecuencias de profundas divisiones, herencia de grandes dramas del milenio que está a punto de terminar; necesita y espera ese testimonio de los discípulos de Cristo.

La misión de la Iglesia consiste en anunciar a todos los hombres la salvación en Cristo. Para cumplir ese mandato, no necesita ningún privilegio; sólo necesita libertad para anunciar el Evangelio. La sostiene, ante todo, la gracia de Cristo que vive por los siglos, una gracia que fructifica con el testimonio de la vida de los creyentes, a menudo heroico. Una dimensión muy importante de dicho testimonio es la unidad y la constante aspiración a ese ideal. La unidad de la Iglesia se basa en la verdad y en el amor a Dios y al hombre, del que da testimonio. La verdad que une a la Iglesia y hace libre al hombre por la esperanza de la vida eterna es Cristo vivo, enviado por el Padre en virtud del Espíritu Santo, para que el mundo crea que Dios es amor. El amor, fundamento de la unidad de la Iglesia, es el amor de Cristo derramado en nuestros corazones, que reúne a los hijos de Dios dispersos. La comunidad de verdad y amor enraizada en Cristo, «abre a todos las puertas de la esperanza del reino de Dios» (cf. prefacio de la V Plegaria eucarística). Esa unidad, cuyos ministros son el Papa y los obispos, es el fin ardientemente anhelado por todos los que creen en Cristo. Más aún: ¡es la voluntad y el don de Cristo mismo!

Quiero subrayar aquí el compromiso activo de la Iglesia en Polonia en el campo ecuménico. Expreso mi viva gratitud por la concreta y magnánima contribución que ha dado al desarrollo del movimiento ecuménico. Ya mencioné algunas iniciativas en el discurso pronunciado durante el memorable encuentro de Wroclaw. La actividad ecuménica no puede limitarse a la oración por la unidad de los cristianos durante el mes de enero; exige un esfuerzo continuo, impulsado por la benevolencia y la disponibilidad a dar un testimonio cristiano común en el actual mundo pluralista. Es preciso orar juntos, dialogar, crear un clima sincero de comprensión humana, tanto en el ámbito individual como en el institucional. Hay que emprender iniciativas concretas, para que el espíritu ecuménico, que se manifiesta en varias ocasiones, impregne cada vez más toda la vida de la Iglesia. Entonces será más visible lo que se puede y se debe hacer en común, para mostrar nuestra unidad en Cristo. Es necesario que los cristianos, también en Polonia, entren juntos en el tercer milenio, si no perfectamente unidos, por lo menos más abiertos recíprocamente, más sensibles y más decididos en el camino hacia la reconciliación.

5. El ministerio de la reconciliación de Cristo no se refiere sólo a la acción ecuménica; abarca también a la Iglesia y a toda la nación. En este particular momento histórico, en el que muchos pueblos y países, y entre estos nuestra nación, dan gracias a Dios por el extraordinario don de la libertad, pero al mismo tiempo se resienten dolorosamente de las profundas heridas que han dejado en las almas de los hombres las más antiguas y las más recientes experiencias de hostilidad y humillaciones del pasado, el papel de la Iglesia es insustituible. La Iglesia, con la fuerza de la fe en la misericordia divina experimentada diariamente, cura con amor las heridas de los pecados y enseña a construir la unidad sobre los cimientos del perdón y de la reconciliación. También en la sociedad polaca la caída del sistema comunista, basado en la lucha de clases, ha puesto al descubierto barreras de divisiones hasta ahora poco visibles, de antiguas desconfianzas y miedos que anidan en el corazón de los hombres. Ha descubierto, asimismo, las heridas de las conciencias que, sometidas a veces a fuertes presiones, no han resistido la prueba a la que estaban expuestas. Dichas heridas sólo pueden curarse gracias al amor divino y humano, cuyo signo es el corazón de Cristo traspasado en la cruz.

Es preciso que el Episcopado polaco siga guiando con valentía este ministerio de la reconciliación de Cristo. Será una contribución insustituible a la edificación de un orden moral, basado en Dios y en sus mandamientos, exigencia de la libertad reconquistada. El camino hacia la renovación de la sociedad pasa por la renovación del corazón del hombre. En este proceso no puede faltar el testimonio de una metanoia interior de los hijos de la Iglesia. Cristo mismo nos ha dejado los medios eficaces para realizarlo: los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía. En el sacramento de la penitencia, Cristo nos reconcilia a nosotros, pecadores, con el Padre, rico en misericordia, que está en el cielo, y con nuestros hermanos y hermanas, con quienes vivimos aquí en la tierra. En la Eucaristía, nos santifica con su poder y nos reúne en una familia de invitados a participar en el banquete celestial en la casa del Padre. El don de la libertad y el esfuerzo de edificación del orden moral que lo acompaña, impulsan a la reconciliación y al perdón. Sin embargo, tienen su fuente en la bondad del corazón de Cristo y en la generosidad del corazón humano, dispuesto a entregarse a ejemplo de nuestro Redentor, que murió por todos, incluso por quienes lo habían crucificado. Polonia necesita hombres formados en la escuela del amor de Cristo, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Sólo los hombres dispuestos al sacrificio y fortalecidos por el Espíritu Santo pueden entregarse con generosidad y son capaces de construir el orden evangélico de la libertad. Los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía les dan la fuerza para luchar contra el pecado y contra cualquier tipo de mal en su vida personal y social: la fuerza para no caer en el desaliento y la resignación, en la indiferencia y el pesimismo. Para la Iglesia, el servicio de la reconciliación en la verdad y en el amor no es una tarea limitada a una sola ocasión, sino que constituye una parte integrante de su misión evangélica al servicio de todos los hombres y de toda la nación. La Iglesia en Polonia debería hacer todo lo posible para que esta obra dé frutos abundantes en el corazón de cada hombre y en todos los ámbitos de la vida de nuestra sociedad.

6. En el contexto de lo que he dicho, resulta claro el lugar y el papel de la Iglesia en la vida política de la sociedad. Quisiera recordar aquí, una vez más, la enseñanza siempre actual del concilio Vaticano II que, en la constitución pastoral Gaudium et spes, se pronuncia de modo muy explícito: «La Iglesia, en razón de su función y de su competencia, no se confunde de ningún modo con la comunidad política y no está ligada a ningún sistema político (...). Alaba y tiene como digna de consideración la obra de aquellos que para servicio de los hombres se consagran al bien del Estado y aceptan las cargas de este deber (...). Respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política de los ciudadanos» (nn. 75-76). Conviene tener siempre presente que el aspecto exterior de la vida de la sociedad terrena, de la estructura del Estado o el poder político, pertenecen a las cosas de este mundo, mudables y que siempre pueden mejorar. Las estructuras que las sociedades se dan a sí mismas no poseen jamás un valor supremo; ni siquiera pueden garantizar por sí solas todos los bienes que el hombre desea. Y, en particular, no pueden sustituir la voz de su conciencia, ni apagar su sed de verdad y de absoluto. La Iglesia es plenamente consciente de que la aceptación del evangelio de la salvación produce efectos benéficos también en la dimensión pública de la vida de las sociedades y de las personas, y es capaz de transformar profundamente la faz de esta tierra, haciéndola más humana. Más aún, la vocación del cristiano es la profesión pública de la fe y una presencia activa en todos los sectores de la vida civil. Por eso, la Iglesia, formada libremente por quienes creen en Cristo, exige, por lo que respecta a la legislación terrena, que se garantice «igualmente a todos los ciudadanos el derecho de vivir de acuerdo con su conciencia y de no contradecir las normas del orden moral natural reconocidas por la razón» (Discurso al Parlamento europeo, 11 de octubre de 1988, n. 8: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de noviembre de 1988, p. 20).

En este campo, a los pastores de la Iglesia les corresponde el papel, muy importante y a la vez delicado, de formar una recta conciencia, obediente a los dictámenes del Evangelio y a las enseñanzas de la Iglesia; una conciencia capaz de una acción sabia y responsable al servicio de la sociedad, de modo que el compromiso político no divida, sino que actúe en la verdad, en la justicia, en el amor y en el respeto a la dignidad del hombre, teniendo presente un único fin: la promoción del bien común. En este campo, a los laicos toca desempeñar un papel particular, en armonía con los carismas y los dones que el Espíritu Santo les concede para el cumplimiento de su misión. En la exhortación apostólica Christifideles laici escribí: «Para animar cristianamente el orden temporal ?en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad?, los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la "política"; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común. Su tarea urgente y responsable consiste en testimoniar los valores humanos y evangélicos» (n. 42).

7. Queridos hermanos en el episcopado, las tareas que he recordado no son nuevas. Sin embargo, son indispensables para que, en la actual situación histórica de nuestra nación, el Evangelio pueda influir más eficazmente en toda la vida de la sociedad y dar su necesaria contribución a la reconstrucción de una visión integral y global del hombre y del mundo, que se oponga a la cultura de la muerte, de la desconfianza y de la secularización de la vida. Todos queremos que el Evangelio ejerza una influencia salvífica y más profunda que nunca en los comportamientos morales y en la organización de la sociedad polaca, conforme a su milenaria tradición cristiana. Por tanto, debemos hacer todo lo posible para que la verdad del Evangelio se abra camino en las conciencias, de modo correspondiente a su importancia, que es esencial para el hombre de hoy.

Me congratulo con vosotros por el hecho de que la Iglesia en Polonia es cada vez más consciente de su misión y de su papel en las nuevas condiciones. Soy testigo del gran esfuerzo pastoral de los obispos, los sacerdotes, los consagrados y los innumerables laicos que trabajan incansablemente para que no se pierda nada del gran patrimonio cristiano, fruto de sacrificios y renuncias por parte de muchas generaciones. Es preciso continuar el gran esfuerzo de evangelización de toda la Iglesia, el trabajo formativo organizado y realizado con coherencia en todos los campos de la pastoral, a fin de que nuestros hermanos realicen plenamente su vocación en la Iglesia y en la sociedad. Es necesario ayudar a los laicos para que, con espíritu de unidad y mediante un servicio honrado y desinteresado, en colaboración con todos, sepan conservar y desarrollar en el ámbito sociopolítico la tradición y la cultura cristianas. La doctrina social de la Iglesia, con su patrimonio, sus contenidos esenciales y sus consecuencias, debería ser objeto de una profunda reflexión, de estudio y de enseñanza. Tenéis el deber de avivar la fe en la presencia del Salvador, que es fuente de esperanza y aliento para todos los hombres y para todas las naciones, y también velar e inspirar constantemente la renovación de los pensamientos y los corazones. En este esfuerzo evangélico, tened gran confianza en la acción del Espíritu Santo, «aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos» (Tertio millennio adveniente TMA 45).

Estos son sólo algunos de los problemas que deseaba presentaros, queridos hermanos que habéis venido ad limina Apostolorum. Espero que sean objeto de vuestra común solicitud pastoral y de vuestra ferviente oración ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Encomiendo a la intercesión y protección de la santísima Virgen María y de los santos patronos de nuestra patria a las diócesis confiadas a vosotros y vuestra obra de evangelización. Recibid mi bendición apostólica, con la que abrazo a todos los fieles de vuestras Iglesias particulares.






A LOS OFICIALES Y ABOGADOS


DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA


EN LA APERTURA DEL AÑO JUDICIAL


Sábado17 de enero de 1998




1. He escuchado con interés las palabras con las que usted, venerado hermano, en calidad de decano de la Rota romana, ha interpretado los sentimientos de los prelados auditores, los oficiales mayores y menores del Tribunal, los defensores del vínculo, los abogados rotales, los alumnos del Estudio rotal y sus respectivos familiares, presentes en esta audiencia especial, con ocasión de la inauguración del año judicial. A la vez que le agradezco los sentimientos expresados, deseo renovarle, también en esta circunstancia, mis felicitaciones por la elevación a la dignidad arzobispal, que constituye una manifestación de estima a su persona y de aprecio por la actividad del secular Tribunal de la Rota romana.

Conozco bien la competente colaboración que vuestro Tribunal presta al Sucesor de Pedro en la realización de sus tareas en el ámbito judicial. Se trata de una obra valiosa, realizada con sacrificio por personas muy cualificadas en el campo jurídico, que se sienten impulsadas por la constante preocupación de adecuar la actividad del Tribunal a las necesidades pastorales de nuestros tiempos.

El monseñor decano ha recordado oportunamente que en este año 1998 se cumple el 90° aniversario de la constitución Sapienti consilio, con la que mi venerado predecesor san Pío X, al reorganizar la Curia romana, proveía también a la redefinición de la función, la jurisdicción y la competencia de vuestro Tribunal. Ha hecho usted bien en recordar este aniversario, inspirándose en él para hacer una breve alusión al pasado y, sobre todo, para delinear los compromisos futuros en la perspectiva de las exigencias que se van presentando.

2. Hoy quiero proponeros algunas reflexiones, en primer lugar, sobre la configuración y disposición de la administración de la justicia, y consiguientemente, del juez en la Iglesia; y, en segundo lugar, sobre algunos problemas relacionados más concreta y directamente con vuestro trabajo judicial.

Para comprender el sentido del derecho y de la potestad judicial en la Iglesia, en cuyo misterio de comunión la sociedad visible y el Cuerpo místico de Cristo constituyen una sola realidad (cf. Lumen gentium LG 8), parece conveniente, en este encuentro, reafirmar en primer lugar la naturaleza sobrenatural de la Iglesia y su finalidad esencial e irrenunciable. El Señor la ha constituido como prolongación y realización, a lo largo de los siglos, de su obra salvífica universal, que recupera también la dignidad originaria del hombre como ser racional, creado a imagen y semejanza de Dios. Todo tiene sentido, todo tiene razón, todo tiene valor en la obra del Cuerpo místico de Cristo exclusivamente en la línea directiva y en la finalidad de la redención de todos los hombres.

En la vida de comunión de la «societas » eclesial, signo en el tiempo de la vida eterna que late en la Trinidad, sus miembros son elevados, por don del amor divino, al estado sobrenatural, conseguido y siempre recobrado por la eficacia de los méritos infinitos de Cristo, Verbo hecho carne.

Fiel a la enseñanza del concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia católica, al afirmar que la Iglesia es una en virtud de su fuente, nos recuerda: «El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas» (n. 813). Pero, el mismo Catecismo afirma también: «Todos los hijos de Dios y miembros de una misma familia en Cristo, al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia » (n. 959).

Así pues, el juez eclesiástico, auténtico «sacerdos iuris» en la sociedad eclesial, no puede menos de ser llamado a realizar un verdadero «officium caritatis et unitatis». ¡Qué delicada es, pues, vuestra misión y, al mismo tiempo, qué alto valor espiritual tiene, al convertiros vosotros mismos en artífices efectivos de una singular diaconía para todo hombre y, más aún, para el «christifidelis»!

Precisamente la aplicación correcta del Derecho canónico, que supone la gracia de la vida sacramental, favorece esta unidad en la caridad, porque el derecho en la Iglesia no podría tener otra interpretación, otro significado y otro valor, sin contradecir la finalidad esencial de la Iglesia misma. Ninguna actividad judicial que se realice ante este Tribunal puede prescindir de esta perspectiva y de este fin supremo.

3. Esto vale a partir de los procesos penales, en los que la restauración de la unidad eclesial significa el restablecimiento de una plena comunión en la caridad, para llegar, a través de los pleitos en materia contenciosa, a los procesos vitales y complejos relativos al estado personal y, en primer lugar, a la validez del vínculo matrimonial.

Sería superfluo recordar aquí que también el «modus», con el que se llevan a cabo los procesos eclesiásticos, debe traducirse en comportamientos idóneos para expresar ese anhelo de caridad. ¡Cómo no pensar en la imagen del buen Pastor, que se inclina hacia la oveja perdida y herida, cuando queremos representar al juez que, en nombre de la Iglesia, encuentra, trata y juzga la condición de un fiel que con confianza se ha dirigido a él!

Pero también, en el fondo, el mismo espíritu del Derecho canónico expresa y realiza esta finalidad de la unidad en la caridad: hay que tener en cuenta esto tanto en la interpretación y aplicación de sus varios cánones como ?y sobre todo? en la adhesión fiel a los principios doctrinales que, como substrato necesario, dan significado y contenido a los cánones. En ese sentido, en la constitución Sacrae disciplinae leges, con la que promulgué el Código de derecho canónico de 1983, escribí: «Aun cuando sea imposible traducir perfectamente a lenguaje canónico la imagen de la Iglesia descrita por la doctrina del Concilio, sin embargo el Código debe encontrar siempre su punto principal de referencia en esa imagen cuyas líneas debe reflejar en sí según su propia naturaleza, dentro de lo posible» (AAS 75, 1983, p. XI: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1983, p. 16).

4. A este propósito, el pensamiento no puede dejar de dirigirse particularmente a las causas que tienen preponderancia en los procesos sometidos al examen de la Rota romana y de los Tribunales de toda la Iglesia: me refiero a las causas de nulidad de matrimonio.

En ellas el «officium caritatis et unitatis », confiado a vosotros, debe ejercerse tanto en el campo doctrinal como en el más propiamente procesal. Es fundamental en este ámbito la función específica de la Rota romana, como agente de una sabia y unívoca jurisprudencia a la que, como a un modelo autorizado, deben adecuarse los demás tribunales eclesiásticos. Tampoco tendría diverso sentido la ya oportuna publicación de vuestras decisiones judiciales, que se refieren a materias de derecho sustancial y a problemáticas procesales.

Las sentencias de la Rota, más allá del valor de los juicios individuales en relación con las partes interesadas, contribuyen a entender correctamente y a profundizar el derecho matrimonial. Por tanto, se justifica la continua exhortación, que se encuentra en ellas, a los principios irrenunciables de la doctrina católica, por lo que concierne al mismo concepto natural del matrimonio, con sus obligaciones y derechos propios, y más aún por lo que atañe a su realidad sacramental, cuando se celebra entre bautizados. Es útil aquí la exhortación de Pablo a Timoteo: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo (...) Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana » (2Tm 4,2-3). Se trata de una recomendación indudablemente válida también en nuestros días.

5. No está ausente de mi corazón de pastor el angustioso y dramático problema que viven los fieles cuyo matrimonio no ha naufragado por culpa suya y que, incluso antes de obtener una eventual sentencia eclesiástica que declare legítimamente su nulidad, entablan nuevas uniones, que desean sean bendecidas y consagradas ante el ministro de la Iglesia.

Ya otras veces he llamado vuestra atención sobre la necesidad de que ninguna norma procesal, meramente formal, debe representar un obstáculo para la solución, con caridad y equidad, de esas situaciones: el espíritu y la letra del Código de derecho canónico vigente van en esta dirección. Pero, con la misma preocupación pastoral, tengo presente la necesidad de que las causas matrimoniales se lleven a cabo con la seriedad y la rapidez que exige su propia naturaleza.

A este propósito, para favorecer una administración cada vez mejor de la justicia, tanto en sus aspectos sustanciales como en los procesales, he instituido una Comisión interdiscasterial encargada de preparar un proyecto de Instrucción sobre el desarrollo de los procesos relativos a las causas matrimoniales.

6. Aun con estas imprescindibles exigencias de verdad y justicia, el «officium caritatis et unitatis», en el que he enmarcado las reflexiones que he hecho hasta aquí, jamás podrá significar un estado de inercia intelectual, por el que se tenga de la persona objeto de vuestros juicios una concepción separada de la realidad histórica y antropológica, limitada y, más aún, invalidada por una visi ón asociada culturalmente a una parte u otra del mundo.

Los problemas en campo matrimonial, a los que aludía al comienzo el monseñor decano, exigen de vuestra parte, principalmente de los que componéis este Tribunal ordinario de apelación de la Santa Sede, una atención inteligente al progreso de las ciencias humanas, a la luz de la Revelación cristiana, de la Tradición y del Magisterio auténtico de la Iglesia. Conservad con veneración la sana cultura y la doctrina que el pasado nos ha transmitido, pero también acoged con discernimiento todo lo bueno y justo que nos ofrece el presente. Más aún, siempre os ha de guiar sólo el supremo criterio de la búsqueda de la verdad, sin pensar que la exactitud de las soluciones va unida a la mera conservación de aspectos humanos contingentes ni al deseo frívolo de novedad, que no está en armonía con la verdad.

En particular, el recto entendimiento del «consentimiento matrimonial», fundamento y causa del pacto nupcial, en todos sus aspectos y en todas sus implicaciones no puede reducirse exclusivamente a esquemas ya adquiridos, válidos indudablemente aún hoy, pero que pueden perfeccionarse con el progreso en la profundización de las ciencias antropológicas y jurídicas. Aun en su autonomía y especificidad epistemológica y doctrinal, el Derecho canónico, sobre todo hoy, debe servirse de la aportación de las otras disciplinas morales, históricas y religiosas.

En este delicado proceso interdisciplinar, la fidelidad a la verdad revelada sobre el matrimonio y la familia, interpretada auténticamente por el Magisterio de la Iglesia, constituye siempre el punto de referencia definitivo y el verdadero impulso para una renovación profunda de este sector de la vida eclesial.

Así, la celebración de los noventa años de actividad de la Rota reorganizada se convierte en motivo de nuevo impulso hacia el futuro, en la espera ideal de que se realice también de modo visible en el pueblo de Dios, que es la Iglesia, la unidad en la caridad.

Que el Espíritu de verdad os ilumine en vuestro arduo oficio, que es servicio a los hermanos que recurren a vosotros, y que mi bendición, que os imparto con afecto, sea voto y prenda de la continua y providente asistencia divina.






Discursos 1998 - Jueves 15 de enero de 1998