Discursos 1998

JUAN PABLO II


ENCUENTRO CON LOS OBISPOS CUBANOS


La Habana, 25 de enero de 1998.


Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Siento una gran alegría al poder estar con Ustedes, Obispos de la Iglesia católica en Cuba, en estos momentos de serena reflexión y encuentro fraterno, compartiendo los gozos y esperanzas, los anhelos y aspiraciones de esta porción del Pueblo de Dios que peregrina en estas tierras. He podido visitar cuatro de las diócesis del País, aunque de corazón he estado en todas ellas. En estos días he comprobado la vitalidad de las comunidades eclesiales, su capacidad de convocatoria, fruto también de la credibilidad que ha alcanzado la Iglesia con su testimonio perseverante y su palabra oportuna. Las limitaciones de años pasados la empobrecieron en medios y agentes de pastoral, pero esas mismas pruebas la han enriquecido, impulsándola a la creatividad y al sacrificio en el desempeño de su servicio.

Doy gracias a Dios porque la cruz ha sido fecunda en esta tierra, pues de la Cruz de Cristo brota la esperanza que no defrauda, sino que da fruto abundante. Durante mucho tiempo la fe en Cuba ha estado sometida a diversas pruebas, que han sido sobrellevadas con ánimo firme y solícita caridad, sabiendo que con esfuerzo y entrega se recorre el camino de la cruz, siguiendo las huellas de Cristo, que nunca olvida a su pueblo. En esta hora de la historia nos alegramos, no porque la cosecha esté concluida, sino porque, alzando los ojos, podemos contemplar los frutos de evangelización que crecen en Cuba.

2. Hace poco más de cinco siglos la Cruz de Cristo fue plantada en estas bellas y fecundas tierras, de modo que su luz, que brilla en medio de las tinieblas, hizo posible que la fe católica y apostólica arraigara en ellas. En efecto, esta fe forma realmente parte de la identidad y cultura cubanas. Ello impulsa a muchos ciudadanos a reconocer a la Iglesia como a su Madre, la cual, desde su misión espiritual y mediante el mensaje evangélico y su doctrina social, promueve el desarrollo integral de las personas y la convivencia humana, basada en los principios éticos y en los auténticos valores morales. Las circunstancias para la acción de la Iglesia han ido cambiando progresivamente, y esto inspira esperanza creciente para el futuro. Hay, sin embargo, algunas concepciones reduccionistas, que intentan situar a la Iglesia católica al mismo nivel de ciertas manifestaciones culturales de religiosidad, al modo de los cultos sincretistas que, aunque merecedores de respeto, no pueden ser considerados como una religión propiamente dicha, sino como un conjunto de tradiciones y creencias.

Muchas son las expectativas y grande es la confianza que el pueblo cubano ha depositado en la Iglesia, como he podido comprobar durante estos días. Es verdad que algunas de estas expectativas sobrepasan la misión misma de la Iglesia, pero es también cierto que todas deben ser escuchadas, en la medida de lo posible, por la comunidad eclesial. Ustedes, queridos Hermanos, permaneciendo al lado de todos, son testigos privilegiados de esa esperanza del pueblo, muchos de cuyos miembros creen verdaderamente en Cristo, Hijo de Dios, y creen en su Iglesia, que ha permanecido fiel aun en medio de no pocas dificultades.

3. Como Pastores sé cuánto les preocupa que la Iglesia en Cuba se vea cada vez más desbordada y apremiada por quienes, en número creciente, solicitan sus más variados servicios. Sé que Ustedes no pueden dejar de responder a esos apremios ni dejar de buscar los medios que les permitan hacerlo con eficacia y solícita caridad. Ello no los mueve a exigir para la Iglesia una posición hegemónica o excluyente, sino a reclamar el lugar que por derecho le corresponde en el entramado social donde se desarrolla la vida del pueblo, contando con los espacios necesarios y suficientes para servir a sus hermanos. Busquen estos espacios de forma insistente, no con el fin de alcanzar un poder —lo cual es ajeno a su misión—, sino para acrecentar su capacidad de servicio. Y en este empeño, con espíritu ecuménico, procuren la sana cooperación de las demás confesiones cristianas, y mantengan, tratando de incrementar su extensión y profundidad, un diálogo franco con las instituciones del Estado y las organizaciones autónomas de la sociedad civil.

La Iglesia recibió de su divino Fundador la misión de conducir a los hombres a dar culto al Dios vivo y verdadero, cantando sus alabanzas y proclamando sus maravillas, confesando que hay «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ep 4,5). Pero el sacrificio agradable a Dios es —como dice el profeta Isaías«abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos... partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo... Entonces nacerá una luz como la aurora y tus heridas sanarán rápidamente; delante de ti te abrirá camino la justicia y detrás irá la gloria de Dios» (58, 7-8). En efecto, la misión cultual, profética y caritativa de la Iglesia están estrechamente unidas, pues la palabra profética en defensa del oprimido y el servicio caritativo dan autenticidad y coherencia al culto.

El respeto de la libertad religiosa debe garantizar los espacios, obras y medios para llevar a cabo estas tres dimensiones de la misión de la Iglesia, de modo que, además del culto, la Iglesia pueda dedicarse al anuncio del Evangelio, a la defensa de la justicia y de la paz, al mismo tiempo que promueve el desarrollo integral de las personas. Ninguna de estas dimensiones debe verse restringida, pues ninguna es excluyente de las demás ni debe ser privilegiada a costa de las otras.

Cuando la Iglesia reclama la libertad religiosa no solicita una dádiva, un privilegio, una licencia que depende de situaciones contingentes, de estrategias políticas o de la voluntad de las autoridades, sino que está pidiendo el reconocimiento efectivo de un derecho inalienable. Este derecho no puede estar condicionado por el comportamiento de Pastores y fieles, ni por la renuncia al ejercicio de alguna de las dimensiones de su misión, ni menos aún, por razones ideológicas o económicas: no se trata sólo de un derecho de la Iglesia como institución, se trata además de un derecho de cada persona y de cada pueblo. Todos los hombres y todos los pueblos se verán enriquecidos en su dimensión espiritual en la medida en que la libertad religiosa sea reconocida y practicada.

Además, como ya tuve ocasión de afirmar: «La libertad religiosa es un factor importante para reforzar la cohesión moral de un pueblo. La sociedad civil puede contar con los creyentes que, por sus profundas convicciones, no sólo no se dejarán dominar fácilmente por ideologías o corrientes totalizadoras, sino que se esforzarán por actuar de acuerdo con sus aspiraciones hacia todo lo que es verdadero y justo» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988, 3).

4. Por eso, queridos Hermanos, pongan todo su empeño en promover cuanto pueda favorecer la dignidad y el progresivo perfeccionamiento del ser humano, que es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión (cf. Redemptor hominis RH 14). Ustedes, queridos Obispos de Cuba, han predicado la verdad sobre el hombre, que pertenece al núcleo fundamental de la fe cristiana y está indisolublemente unida a la verdad sobre Cristo y sobre la Iglesia. De muchas maneras han sabido dar un testimonio coherente de Cristo. Cada vez que han sostenido que la dignidad del hombre está por encima de toda estructura social, económica o política, han anunciado una verdad moral que eleva al hombre y lo conduce, por los inescrutables caminos de Dios, al encuentro con Jesucristo Salvador. Es al hombre a quien debemos servir con libertad en nombre de Cristo, sin que este servicio se vea obstaculizado por las coyunturas históricas o incluso, en ciertas ocasiones, por la arbitrariedad o el desorden.

Cuando se invierte la escala de valores y la política, la economía y toda la acción social, en vez de ponerse al servicio de la persona, la consideran como un medio en lugar de respetarla como centro y fin de todo quehacer, se causa un daño en su existencia y en su dimensión trascendente. El ser humano pasa a ser entonces un simple consumidor, con un sentido de la libertad muy individualista y reductivo, o un simple productor con muy poco espacio para sus libertades civiles y políticas. Ninguno de estos modelos socio-políticos favorece un clima de apertura a la trascendencia de la persona que busca libremente a Dios.

Los animo, pues, a continuar en su servicio de defensa y promoción de la dignidad humana, predicando con perseverante empeño que «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (Gaudium et spes GS 22). Esto forma parte de la misión de la Iglesia, que «no puede permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco puede permanecerindiferentealoque lo amenaza»(Redemptor hominis RH 14).

5. Conozco bien su sensibilidad de Pastores, que los impulsa a afrontar con caridad pastoral las situaciones en las que se ve amenazada la vida humana y su dignidad. Luchen siempre por crear entre sus fieles y en todo el pueblo cubano el aprecio por la vida desde el seno materno, que excluye siempre el recurso al aborto, acto criminal. Trabajen por la promoción y defensa de la familia, proclamando la santidad e indisolubilidad del matrimonio cristiano frente a los males del divorcio y la separación, que son fuente de tantos sufrimientos. Sostengan con caridad pastoral a los jóvenes, que anhelan mejores condiciones para desarrollar su proyecto de vida personal y social basado en los auténticos valores. A este sector de la población hay que cuidarlo con esmero, facilitándole una adecuada formación catequética, moral y cívica que complete en los jóvenes el necesario «suplemento del alma» que les permita remediar la pérdida de valores y de sentido en sus vidas con una sólida educación humana y cristiana.

Con los sacerdotes —sus primeros y predilectos colaboradores— y los religiosos y religiosas que trabajan en Cuba, sigan desarrollando la misión de llevar la Buena Nueva de Jesucristo a los que experimentan sed de amor, de verdad y de justicia. A los seminaristas acójanlos con confianza, ayudándolos a adquirir una sólida formación intelectual, humana y espiritual, que les permita configurarse con Cristo, Buen Pastor, y a amar a la Iglesia y al pueblo, al que deberán servir como ministros con generosidad y entusiasmo el día de mañana; que sean ellos los primeros en beneficiarse de este espíritu misionero.

Animen a los fieles laicos a vivir su vocación con valentía y perseverancia, estando presentes en todos los sectores de la vida social, dando testimonio de la verdad sobre Cristo y sobre el hombre; buscando, en unión con las demás personas de buena voluntad, soluciones a los diversos problemas morales, sociales, políticos, económicos, culturales y espirituales que debe afrontar la sociedad; participando con eficacia y humildad en los esfuerzos para superar las situaciones a veces críticas que conciernen a todos, a fin de que la Nación alcance condiciones de vida cada vez más humanas. Los fieles católicos, al igual que los demás ciudadanos, tienen el deber y el derecho de contribuir al progreso del País. El diálogo cívico y la participación responsable pueden abrir nuevos cauces a la acción del laicado y es de desear que los laicos comprometidos continúen preparándose con el estudio y la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia para iluminar con ella todos los ambientes.

Sé que su atención pastoral no ha descuidado a quienes, por diversas circunstancias, han salido de la Patria pero se sienten hijos de Cuba. En la medida en que se consideran cubanos, éstos deben colaborar también, con serenidad y espíritu constructivo y respetuoso, al progreso de la Nación, evitando confrontaciones inútiles y fomentando un clima de positivo diálogo y recíproco entendimiento. Ayúdenles, desde la predicación de los altos valores del espíritu, con la colaboración de otros Episcopados, a ser promotores de paz y concordia, de reconciliación y esperanza, a hacer efectiva la solidaridad generosa con sus hermanos cubanos más necesitados, demostrando también así una profunda vinculación con su tierra de origen.

Espero que en su acción pastoral los Obispos católicos de Cuba lleguen a alcanzar un acceso progresivo a los medios modernos adecuados para llevar a cabo su misión evangelizadora y educadora. Un Estado laico no debe temer, sino más bien apreciar, el aporte moral y formativo de la Iglesia. En este contexto es normal que la Iglesia tenga acceso a los medios de comunicación social: radio, prensa y televisión, y que pueda contar con sus propios recursos en estos campos para realizar el anuncio del Dios vivo y verdadero a todos los hombres. En esta labor evangelizadora deben ser consolidadas y enriquecidas las publicaciones católicas que puedan servir más eficazmente al anuncio de la verdad, no sólo a los hijos de la Iglesia sino también a todo el pueblo cubano.

6. Mi visita pastoral tiene lugar en un momento muy especial para la vida de toda la Iglesia, como es la preparación al Gran Jubileo del Año 2000. Como Pastores de esta porción del Pueblo de Dios que peregrina en Cuba, Ustedes participan de este espíritu y mediante el Plan de Pastoral Global alientan a todas las comunidades a vivir «la nueva primavera de vida cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo» (Tertio millennio adveniente TMA 18). Que este mismo Plan dé continuidad a los contenidos de mi visita y a la experiencia de Iglesia encarnada, participativa y profética que quiere ponerse al servicio de la promoción integral del hombre cubano. Esto requiere una adecuada formación que —como Ustedes han augurado— «restaure al hombre como persona en sus valores humanos, éticos, cívicos y religiosos y lo capacite para realizar su misión en la Iglesia y en la sociedad» (II ENEC, Memoria, p. 38), para lo cual es necesaria «la creación y renovación de las diócesis, parroquias y pequeñas comunidades que propicien la participación y corresponsabilidad y vivan, en la solidaridad y el servicio, su misión evangelizadora» (Ibíd.).

7. Queridos Hermanos, al final de estas reflexiones quiero asegurarles que regreso a Roma con mucha esperanza en el futuro, viendo la vitalidad de esta Iglesia local. Soy consciente de la magnitud de los desafíos que tienen por delante, pero también del buen espíritu que les anima y de su capacidad para afrontarlos. Confiado en ello, les aliento a seguir siendo «ministros de la reconciliación» (2Co 5,18), para que el pueblo que les ha sido encomendado, superando las dificultades del pasado, avance por los caminos de la reconciliación entre todos los cubanos sin excepción. Ustedes saben bien que el perdón no es incompatible con la justicia y que el futuro del País se debe construir en la paz, que es fruto de la misma justicia y del perdón ofrecido y recibido.

Prosigan como «mensajeros que anuncian la paz» (Is 52,7) para que se consolide una convivencia justa y digna, en la que todos encuentren un clima de tolerancia y respeto recíproco. Como colaboradores del Señor, Ustedes son el campo de Dios, la edificación de Dios (cf. 1Co 1Co 3,9) para que los fieles encuentren en Ustedes auténticos maestros de la verdad y guías solícitos de su pueblo, empeñados en alcanzar su bien material, moral y espiritual, teniendo en cuenta la exhortación del Apóstol San Pablo: «¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1Co 3,10-11).

Con la mirada fija, pues, en nuestro Salvador, que «es el mismo ayer, hoy y siempre» (He 13,8), y poniendo todos los anhelos y esperanzas en la Madre de Cristo y de la Iglesia, aquí venerada con el dulcísimo título de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, como prueba de afecto y signo de la gracia que les acompaña en su ministerio, les imparto de corazón la Bendición Apostólica.





JUAN PABLO II


ENCUENTRO CATEDRAL METROPOLITANA


25 de enero de 1998


Amados Hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio,
amadísimos religiosos y religiosas,
seminaristas y fieles:

1. Cuando faltan pocas horas para concluir esta Visita pastoral, me llena de alegría tener este encuentro con todos Ustedes, que representan a quienes, con gozo y esperanza, con cruces y sacrificios, tienen la apasionante tarea de la evangelización en esta tierra, caracterizada por una historia tan singular.

Agradezco las amables palabras que me ha dirigido el Señor Cardenal Jaime Lucas Ortega y Alamino, Arzobispo de La Habana, haciéndose portavoz de los sentimientos de afecto y estima que nutren Ustedes hacia el Sucesor del Apóstol Pedro, y quiero corresponder a ello renovándoles mi gran aprecio en el Señor, que extiendo a todos los hijos e hijas de esta Isla.

2. Nos congregamos en esta Catedral Metropolitana, dedicada a la Inmaculada Concepción, en el día en que la liturgia celebra la Conversión de San Pablo, quien, camino de Damasco, recibió la visita del Señor Resucitado y se convirtió de perseguidor de los cristianos en intrépido e infatigable apóstol de Jesucristo. Su ejemplo luminoso y sus enseñanzas deben servirles como guía para afrontar y vencer cada día los múltiples obstáculos en el desempeño de su misión, a fin de que no se debiliten las energías ni el entusiasmo por la extensión del Reino de Dios.

En la historia nacional son numerosos los pastores que, desde la inquebrantable fidelidad a Cristo y a su Iglesia, han acompañado al pueblo en todas las vicisitudes. El testimonio de su entrega generosa, sus palabras en el anuncio del Evangelio y la defensa de la dignidad y los derechos inalienables de las personas, así como la promoción del bien integral de la Nación, son un precioso patrimonio espiritual digno de ser conservado y enriquecido. Entre ellos, me he referido en estos días al Siervo de Dios Padre Félix Varela, fiel a su sacerdocio y activo promotor del bien común de todo el pueblo cubano. Recuerdo también al Siervo de Dios José Olallo, de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, testigo de la misericordia, cuya vida ejemplar en el servicio a los más necesitados es un fecundo ejemplo de vida consagrada al Señor. Esperamos que sus procesos de canonización se concluyan pronto y puedan ser invocados por los fieles. Otros muchos cubanos, hombres y mujeres, han dado asimismo muestras de fe, de perseverancia en su misión, de consagración a la causa del Evangelio desde su condición sacerdotal, religiosa o laical.

3. Queridos sacerdotes: el Señor bendice abundantemente su entrega diaria al servicio de la Iglesia y del pueblo, incluso cuando surgen obstáculos y sinsabores. Por eso aprecio y agradezco su correspondencia a la gracia divina, que les llamó a ser pescadores de hombres (cf. Mc Mc 1,17), sin dejarse vencer por el cansancio o el desánimo producidos por el vasto campo de trabajo apostólico, debido al reducido número de sacerdotes y a las muchas necesidades pastorales de los fieles que abren su corazón al Evangelio, como se ha visto en la reciente misión preparatoria de mi Visita.

No pierdan la esperanza ante la falta de medios materiales para la misión, ni por la escasez de recursos, que hace sufrir a gran parte de este pueblo. Prosigan acogiendo la invitación del Señor a trabajar por el Reino de Dios y su justicia, que lo demás vendrá por añadidura (cf. Lc Lc 12,31). En cuanto depende de Ustedes, en estrecha unión con sus Obispos y como expresión de la viva comunión eclesial que ha caracterizado a esta Iglesia, continúen iluminando las conciencias en el desarrollo de los valores humanos, éticos y religiosos, cuya ausencia afecta a amplios sectores de la sociedad, especialmente a los jóvenes, que por eso son más vulnerables.

Los esperanzadores datos sobre el aumento de vocaciones sacerdotales y el ingreso en el País de nuevos misioneros, que deseamos ardientemente que se facilite, harán que la labor apostólica pueda ser más capilar, con el consiguiente beneficio para todos.

Conscientes de que «el auxilio nos viene del Señor» (Ps 120,2), de que sólo Él es nuestro sostén y ayuda, los aliento a no dejar nunca la oración personal diaria y prolongada, configurándose cada vez más con Cristo, Buen Pastor, pues en Él se encuentran la fuerza principal y el verdadero descanso (cf. Mt Mt 11,30). Así podrán afrontar con alegría el peso del «día y del calor» (cf. Mt Mt 20,12), y ofrecer el mejor testimonio para la promoción de las vocaciones sacerdotales y religiosas, que son tan necesarias.

El ministerio sacerdotal, además de la predicación de la Palabra de Dios y la celebración de los Sacramentos, que constituyen su misión profética y cultual, se extiende asimismo al servicio caritativo, de asistencia y promoción humana. Para ello cuenta también con el ministerio de los diáconos y la ayuda de los miembros de diversos institutos religiosos y asociaciones eclesiales. Quiera el Señor que puedan siempre recibir y distribuir con facilidad los recursos que tantas Iglesias hermanas desean compartir con Ustedes, así como encontrar los modos más apropiados para aliviar las necesidades de los hermanos, y que esta labor sea cada vez más comprendida y valorada.

4. Agradezco la presencia en esta tierra de personas consagradas de diversos Institutos. Desde hace varias décadas han tenido que vivir la propia vocación en situaciones muy particulares y, sin renunciar a lo específico de su carisma, han debido adaptarse a las circunstancias reinantes y responder a las necesidades pastorales de las diócesis. Les estoy agradecido también por el meritorio y reconocido trabajo pastoral y por el servicio prestado a Cristo en los pobres, los enfermos y los ancianos. Es de desear que en un futuro no lejano la Iglesia pueda asumir su papel en la enseñanza, tarea que los Institutos religiosos llevan a cabo en muchas partes del mundo con tanto empeño y con gran beneficio también para la sociedad civil.

De todos Ustedes la Iglesia espera el testimonio de una existencia transfigurada por la profesión de los consejos evangélicos (cf. Vita consecrata VC 20), siendo testigos del amor a través de la castidad que agranda el corazón, de la pobreza que elimina las barreras y de la obediencia que construye comunión en la comunidad, en la Iglesia y en el mundo.

La fe del pueblo cubano, al que Ustedes sirven, ha sido fuente y savia de la cultura de esta Nación. Como consagrados, busquen y promuevan un genuino proceso de inculturación de la fe que facilite a todos el anuncio, acogida y vivencia del Evangelio.

5. Queridos seminaristas, novicios y novicias: anhelen una sólida formación humana y cristiana, en la que la vida espiritual ocupe un lugar preferencial. Así se prepararán mejor para desempeñar el apostolado que más adelante se les confíe. Miren con esperanza el futuro en el que tendrán especiales responsabilidades. Para ello, afiancen la fidelidad a Cristo y a su Evangelio, el amor a la Iglesia, la dedicación a su pueblo.

Los dos Seminarios, que ya van siendo insuficientes en su capacidad, han contribuido notablemente a la conciencia de la nacionalidad cubana. Que en esos insignes claustros se continúe fomentando la fecunda síntesis entre piedad y virtud, entre fe y cultura, entre amor a Cristo y a su Iglesia y amor al pueblo.

6. A los laicos aquí presentes, que representan a tantos otros, les agradezco su fidelidad cotidiana por mantener la llama de la fe en el seno de sus familias, venciendo así los obstáculos y trabajando con valor para encarnar el espíritu evangélico en la sociedad. Los invito a alimentar la fe mediante una formación continua, bíblica y catequética, lo cual los ayudará a perseverar en el testimonio de Cristo, perdonando las ofensas, ejerciendo el derecho a servir al pueblo desde su condición de creyentes católicos en todos los ámbitos ya abiertos, y esforzándose por lograr el acceso a los que todavía están cerrados. La tarea de un laicado católico comprometido es precisamente abrir los ambientes de la cultura, la economía, la política y los medios de comunicación social para transmitir, a través de los mismos, la verdad y la esperanza sobre Cristo y el hombre. En este sentido, es de desear que las publicaciones católicas y otras iniciativas puedan disponer de los medios necesarios para servir mejor a toda la sociedad cubana. Los animo a proseguir en este camino, que es expresión de la vitalidad de los fieles y de su genuina vocación cristiana al servicio de la verdad y de Cuba.

7. Queridos hermanos: el pueblo cubano los necesita porque necesita a Dios, que es la razón fundamental de sus vidas. Formando parte de este pueblo, manifiéstenle que sólo Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida, que sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn Jn 6,68-69). El Papa está cerca de Ustedes, los acompaña con su oración y su afecto, y los encomienda a la protección maternal de la Santísima Virgen de la Caridad del Cobre, Madre de todos los cubanos. A Ella, Estrella de la nueva Evangelización, le confío el trabajo de todos Ustedes y el bienestar de esta querida Nación.

Terminamos esta visita el día 25 de enero, que es la fiesta de la conversión de San Pablo. La última Eucaristía, celebrada en la Plaza de la Revolución, es muy significativa, porque la conversión de Pablo es la más profunda, continua y más santa revolución de todos los tiempos.





JUAN PABLO II


DESPEDIDA EN LA HABANA


25 de enero de 1998


Señor Presidente,
Señor Cardenal y Hermanos en el Episcopado,
Excelentísimas Autoridades,
Amadísimos hermanos y hermanas de Cuba:

1. He vivido unas densas y emotivas jornadas con el Pueblo de Dios que peregrina en las bellas tierras de Cuba, lo cual ha dejado en mí una profunda huella. Me llevo el recuerdo de los rostros de tantas personas, que he encontrado a lo largo de estos días. Les estoy agradecido por su cordial hospitalidad, expresión genuina del alma cubana, y sobre todo por haber podido compartir con Ustedes intensos momentos de oración y de reflexión en las celebraciones de la Santa Misa en Santa Clara, en Camagüey, en Santiago de Cuba y aquí en La Habana, en los encuentros con el mundo de la cultura y con el mundo del dolor, así como en la visita de hace apenas unas horas a la Catedral Metropolitana.

2. Pido a Dios que bendiga y recompense a todos los que han cooperado en la realización de esta Visita, tanto tiempo deseada. Agradezco a Usted, Señor Presidente, y también a las demás autoridades de la Nación, su presencia aquí, así como la cooperación brindada en el desarrollo de esta Visita, en la que han participado tantas personas como ha sido posible, ya sea asistiendo a las celebraciones o siguiéndolas a través de los medios de comunicación social. Estoy muy reconocido a mis Hermanos Obispos de Cuba por los esfuerzos y la solicitud pastoral con que han preparado tanto mi Visita como la misión popular que la ha precedido, cuyos frutos inmediatos se han puesto de manifiesto en la calurosa acogida dispensada, y que de alguna manera debe tener continuidad.

3. Como Sucesor del Apóstol Pedro y siguiendo el mandato del Señor he venido, como mensajero de la verdad y de la esperanza, a confirmarlos en la fe y dejarles un mensaje de paz y reconciliación en Cristo. Por eso, los aliento a seguir trabajando juntos, animados por los principios morales más elevados, para que el conocido dinamismo que distingue a este noble pueblo produzca abundantes frutos de bienestar y prosperidad espiritual y material en beneficio de todos.

4. Antes de abandonar esta Capital, quiero decir un emocionado adiós a todos los hijos de este País: a los que habitan en las ciudades y en los campos; a los niños, jóvenes y ancianos; a las familias y a cada persona, confiando en que continuarán conservando y promoviendo los valores más genuinos del alma cubana que, fiel a la herencia de sus mayores, ha de saber mostrar, aun en medio de las dificultades, su confianza en Dios, su fe cristiana, su vinculación a la Iglesia, su amor a la cultura y las tradiciones patrias, su vocación de justicia y de libertad. En ese proceso, todos los cubanos están llamados a contribuir al bien común, en un clima de respeto mutuo y con profundo sentido de la solidaridad.

En nuestros días ninguna nación puede vivir sola. Por eso, el pueblo cubano no puede verse privado de los vínculos con los otros pueblos, que son necesarios para el desarrollo económico, social y cultural, especialmente cuando el aislamiento provocado repercute de manera indiscriminada en la población, acrecentando las dificultades de los más débiles en aspectos básicos como la alimentación, la sanidad o la educación. Todos pueden y deben dar pasos concretos para un cambio en este sentido. Que las Naciones, y especialmente las que comparten el mismo patrimonio cristiano y la misma lengua, trabajen eficazmente por extender los beneficios de la unidad y la concordia, por aunar esfuerzos y superar obstáculos para que el pueblo cubano, protagonista de su historia, mantenga relaciones internacionales que favorezcan siempre el bien común. De este modo se contribuirá a superar la angustia causada por la pobreza, material y moral, cuyas causas pueden ser, entre otras, las desigualdades injustas, las limitaciones de las libertades fundamentales, la despersonalización y el desaliento de los individuos y las medidas económicas restrictivas impuestas desde fuera del País, injustas y éticamente inaceptables.

5. Queridos cubanos, al dejar esta amada tierra, llevo conmigo un recuerdo imborrable de estos días y una gran confianza en el futuro de su Patria. Constrúyanlo con ilusión, guiados por la luz de la fe, con el vigor de la esperanza y la generosidad del amor fraterno, capaces de crear un ambiente de mayor libertad y pluralismo, con la certeza de que Dios los ama intensamente y permanece fiel a sus promesas. En efecto, «si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo, que es el Salvador de todos los hombres» (1Tm 4,10). Que Él les colme de sus bendiciones y les haga sentir su cercanía en todo momento.

¡Alabado sea Jesucristo!

Una última palabra sobre la lluvia. Ahora ha cesado, pero, después de mi visita a la Catedral de La Habana, llovió bastante fuerte. Me hice la pregunta de por qué, después de estos días calurosos, después de Santiago de Cuba, donde hacía tanto calor, llegó la lluvia. Esto podría ser un signo: el cielo cubano llora porque el Papa se va, porque nos está dejando. Esto sería una hermenéutica superficial. Cuando nosotros cantamos en la liturgia: «Rorate coeli desuper et nubes pluant iustum», es el Adviento. Esto me parece una hermenéutica más profunda.

Esta lluvia de las últimas horas de mi permanencia en Cuba puede significar un Adviento. Quiero expresar mis votos para que esta lluvia sea un signo bueno de un nuevo Adviento en vuestra historia. Muchas gracias.






A LOS MIEMBROS DE LA JUNTA


Y DEL CONSEJO DE LA REGIÓN LACIO


Sábado 31 de enero de 2004





Señor presidente de la Junta regional;
señor presidente del Consejo regional;
ilustres miembros de la Junta y del Consejo;
gentiles señoras y señores:

1. Siguiendo una grata costumbre, al comienzo de cada nuevo año tengo la alegría de acoger a la Administración regional del Lacio en las personas de sus representantes, para un intercambio de felicitaciones que expresa el profundo vínculo existente entre la Región y el Obispo de Roma. Os formulo los mejores votos de serenidad y prosperidad a cada uno de vosotros y a vuestros familiares, y os deseo un provechoso cumplimiento de la misión institucional que se os ha confiado. Saludo, en particular, al presidente del Consejo regional, honorable Luca Borgomeo. Expreso, asimismo, mi gratitud al señor presidente de la Junta, honorable Piero Badaloni, por las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y os agradezco a todos vuestra presencia.

2. Ya faltan menos de dos años para el gran jubileo del año 2000.Con profundo aprecio he escuchado las palabras sobre el empeño con que estáis trabajando en la preparación de esta histórica meta, y os doy las gracias por todo lo que estáis realizando en los diversos sectores de vuestra competencia. Haced lo posible para que, también gracias a vuestra contribución, los peregrinos y los visitantes, pero en primer lugar los habitantes de la región, puedan vivir ese acontecimiento extraordinario como ocasión de renovación espiritual y social.

El Año santo constituye una ocasión providencial, también en la esfera civil, para promover una sociedad más justa, que jamás pierda de vista a la persona humana, con sus derechos y sus deberes, como he recordado en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año, quincuagésimo aniversario de la Declaración universal de derechos del hombre. La persona debe ocupar el centro de todo proyecto social (cf. n. 3). Los grandes retos a nivel mundial se observan también, con las debidas proporciones, en el ámbito de vuestra competencia. Pienso, por ejemplo, en los desafíos de asegurar una globalización en la solidaridad (cf. ib.), promover la cultura de la legalidad y contrastar la corrupción (cf. n. 5), prevenir y combatir la usura (cf. n. 6).

«Todos: personas, familias, comunidades, naciones, están llamados a vivir en la justicia y a trabajar por la paz. Nadie puede eximirse de esta responsabilidad» (n. 1). Además, quien desempeña una función de gobierno tiene una oportunidad especial para dar su contribución a la realización de estos importantes objetivos y, por consiguiente, al desarrollo de una auténtica democracia. En efecto, ésta «es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la "subjetividad" de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad » (Centesimus annus CA 46).

3. Durante nuestras citas anuales ha llegado a ser casi un deber abordar la cuestión del trabajo, que constituye la prioridad en la agenda de los gobiernos de las naciones europeas, y absorbe también buena parte de vuestras energías.

Para conseguir un empleo pleno y digno, la autoridad pública debe contribuir tanto directa como indirectamente. Indirectamente y según el principio de subsidiariedad, creando las condiciones favorables para el libre ejercicio de la actividad económica, a fin de llevar a una amplia oferta de oportunidades de empleos y de fuentes de riqueza. Directamente y según el principio de solidaridad, poniendo en defensa del más débil algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un mínimo vital al trabajador sin empleo.

«Los jóvenes que la sociedad margina, incluso los numerosos inmigrantes y los que son esclavos de peligrosas desviaciones, deben ser dirigidos hacia el camino del trabajo, a fin de que el valor de su humanidad sea promovido y respetado» (Discurso del Santo Padre a los participantes en el congreso sobre «Formación profesional y solidaridad social en el centenario de la Rerum novarum»: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 1990, p. 19). Espero que tanto la iniciativa privada como las instituciones públicas presten la debida atención al compromiso de los centros de formación profesional de inspiración cristiana, que cumplen siempre una función muy importante para la educación de la juventud.

4. Otro sector delicado hacia el que quiero atraer vuestra atención es el de la sanidad y, de modo particular, el de la colaboración entre la administración pública y las instituciones católicas.

La Iglesia, fiel al ejemplo y al mandato de Cristo, ha manifestado siempre una solicitud especial por los enfermos. En todas las épocas la comunidad eclesial ha creado múltiples instituciones de servicio y ha asegurado una presencia cualificada en los hospitales públicos. Es muy importante que esta colaboración activa prosiga y, más aún, se desarrolle en Roma y en el Lacio. Es deber de la administración regional sostener estas beneméritas instituciones, que prestan un gran servicio en favor de la sociedad, concediéndoles los debidos subsidios y permitiéndoles continuar trabajando con serenidad de acuerdo con sus inspiraciones ideales.

5. Aprovecho, asimismo, la ocasión de este encuentro con vosotros para renovar un llamamiento en favor de la familia. Sabéis cuánto me preocupa esta célula primaria de la sociedad, estructura fundamental de la civilización y de la vida de una nación. Todo buen administrador público, con mayor razón si toma como punto de referencia la ética cristiana, no puede dejar de considerar a la familia, por decirlo así, como «prisma » a través del cual conviene analizar todos los problemas sociales.

Reafirmo, por tanto, que «es urgente promover iniciativas políticas no sólo en favor de la familia, sino también políticas sociales que tengan como objetivo principal a la familia misma, ayudándola mediante la asignación de recursos adecuados e instrumentos eficaces de ayuda, bien sea para la educación de los hijos, bien sea para la atención de los ancianos, evitando su alejamiento del núcleo familiar y consolidando las relaciones entre las generaciones» (Centesimus annus CA 49).

Al llamamiento en favor de la familia se une luego, lógicamente, el correlativo llamamiento en favor de la escuela, que las familias tienen el derecho de elegir para sus hijos. La Iglesia no se cansará jamás de recordar este derecho de los padres y, por tanto, el deber de las autoridades públicas de aplicar dicho derecho, favoreciendo y sosteniendo una auténtica igualdad escolar.

6. Ilustres señoras y señores, espero que en todos los campos exista siempre la más amplia colaboración entre la Administración regional y las autoridades eclesiásticas en todos los niveles. Deseo, asimismo, que todos los creyentes den generosamente su contribución a la construcción de un futuro de real dimensión humana.

Os renuevo de todo corazón mis mejores deseos, pidiéndoos que los transmitáis a vuestras familias y a vuestros colaboradores, y sobre todos invoco de buen grado la bendición del Señor.






Discursos 1998