Discursos 1997 230


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE SUDÁN

EN VISITA «AD LIMINA»


Jueves 18 de septiembre de 1997



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Al daros la bienvenida a vosotros, los obispos de Sudán, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, recuerdo mi visita a vuestro país, hace cuatro años. Con gran alegría y satisfacción fui a Jartum, aunque no pude viajar a otros lugares, pues era importante para mí dirigir el mensaje de reconciliación y esperanza, el mensaje que está en el centro mismo del Evangelio, a todo el pueblo sudanés, independientemente de las diferencias de religión o de origen étnico. Fui especialmente feliz porque tuve la oportunidad de animar a los ciudadanos de vuestro país, que son hijos e hijas de la Iglesia, y cuya aspiración profunda es vivir en paz y trabajar junto con sus compatriotas en la construcción de una sociedad mejor para todos. A la vez que doy gracias a Dios porque me permitió hacer esa visita, le agradezco también «la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús (...), pues os fortalecerá hasta el fin» (1Co 1,4 1Co 1,8).

2. Por desgracia, Sudán se encuentra aún en medio de un gran torbellino. La tormenta de una guerra civil, que ha causado miseria, sufrimiento y muerte indescriptibles, especialmente en el sur, sigue afectando al país y consumiendo la vida y las energías de vuestro pueblo. Vuestras comunidades están profundamente afectadas por la ruptura de las buenas relaciones que deberían existir entre cristianos y musulmanes. A pesar de la pobreza de vuestro pueblo y de su consiguiente debilidad con respecto al nivel del mundo, el Señor no os abandonará. Por boca del profeta Isaías sigue diciéndoos: «Yo no os olvido» (Is 49,15).

El Señor escucha la voz de las víctimas inocentes, de los débiles e indefensos que le piden ayuda, justicia y respeto de la dignidad que Dios les ha dado como seres humanos, de sus derechos humanos básicos y de su libertad de creer y practicar su religión sin miedo o discriminación. La fe cristiana nos enseña que nuestras oraciones y nuestros sufrimientos se unen a los de Cristo mismo, quien, como sumo Sacerdote del pueblo santo de Dios, entró en el Santuario para interceder en nuestro favor (cf. Hb He 9,11-12). Y, como hizo una vez en la tierra, así también ahora, desde la casa del Padre, nos dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11,28). Y, mientras las palabras de esta invitación resuenan en nuestros oídos, añade: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29).

231 Estas son las palabras de Cristo, el único que conoce al Padre y el único a quien el Padre conoce como Hijo unigénito. Hoy, os repito estas palabras a vosotros, obispos de Sudán, y a través de vosotros a todos los fieles encomendados a vuestro cuidado. Como escribí el año pasado a las diócesis del sur de Sudán: «Sabed que el Sucesor de Pedro está cerca de vosotros y pide a Dios que os conceda la fuerza de avanzar "enraizados y edificados en Jesucristo" (Col 2,7)» (Mensaje a los católicos del sur de Sudán, 24 de octubre de 1996: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de noviembre de 1996, p. 10). Os renuevo estos sentimientos y os aliento a permanecer firmes y a tener valor. El Señor está a vuestro lado. Nunca os abandonará. Os acompañan las oraciones de toda la Iglesia.

3. A pesar de las graves dificultades y sufrimientos que la comunidad cristiana está afrontando, la Iglesia en Sudán sigue desarrollándose, con muchos signos de vitalidad. Con el salmista, exclamamos: «Esta ha sido la obra del Señor, una maravilla a nuestros ojos» (Ps 118,23). Verdaderamente es como dice el Señor: «Mi gracia te basta, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2Co 12,9). Por esta razón, como san Pablo, sois capaces de aceptar flaquezas, injurias, privaciones, persecuciones y angustias; pues, cuando somos débiles, entonces es cuando somos fuertes (cf. 2Co 12,10).

En la actual situación política y social, podéis fácilmente quedar aislados unos de otros. Por esta razón, debéis aprovechar todas las oportunidades para expresar la responsabilidad colegial y la comunión que os une en el servicio a la única «familia de Dios» (Ep 2,19). Os exhorto a hacer todo lo que esté a vuestro alcance para fomentar entre vosotros mismos un verdadero espíritu de confianza mutua y cooperación, a fin de que podáis desarrollar —siempre que las difíciles circunstancias lo permitan— un plan común de iniciativas pastorales para afrontar los graves desafíos actuales. Dichas iniciativas piden que se preste atención pastoral en los lugares desprovistos de sacerdotes, se evangelice y se imparta una catequesis y una formación cristiana adecuadas, se promueva la celebración del sacramento del matrimonio entre los fieles y se fortalezca la vida familiar. Vuestro ministerio como guías y pastores de almas será tanto más eficaz cuanto más capaces seáis de identificar las necesidades comunes de vuestras diócesis y coordinar programas conjuntos para afrontarlas. También sigue siendo urgente que la Conferencia asegure la administración responsable de los recursos, tanto los propios como los que provienen de donantes y bienhechores del extranjero.

No puedo menos de expresar mi aprecio por todo lo que estáis haciendo para defender y fortalecer la fe de vuestros hermanos y hermanas católicos; y deseo particularmente apoyar los diversos esfuerzos y programas orientados a afrontar las necesidades de los numerosos refugiados y desplazados. Sudanaid, el fondo de asistencia administrado por vuestra Conferencia episcopal, proporciona ayuda y alivio a los que sufren, y ya ha conseguido una gran estima. Así, a pesar de las duras limitaciones que encuentra, la Iglesia es capaz de proseguir valientemente su misión de servicio.

4. Vuestros colaboradores inmediatos en la construcción del Cuerpo de Cristo son vuestros sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, sudaneses y misioneros. Han sido consagrados para este servicio, y Dios os los ha dado. Todos los sacerdotes han recibido una llamada, sometida a prueba y a discernimiento durante los años de preparación para la ordenación sacerdotal. Después de orar, y confiando en la gracia indefectible de Dios, han aceptado renunciar a la posibilidad de tener un hogar, una esposa, unos hijos, una posición social y riquezas (cf. Mt Mt 19,29). Y no lo han hecho de mala gana, sino con alegría, para el servicio del Reino y para consagrarse a sus hermanos y hermanas en Cristo. Me uno a vosotros para pedir a Jesús, sumo Sacerdote, que otorgue a vuestros sacerdotes la gracia y la perseverancia, así como la alegría íntima, que brotan de la fidelidad a las exigencias de su vocación.

Puesto que la configuración sacramental con Cristo, Pastor y Cabeza de la Iglesia, no puede separarse de la imitación diaria de su ejemplo de amor abnegado, todos los sacerdotes están llamados a cultivar un ascetismo genuino. Para permanecer fieles al don del celibato, en perfecta continencia, es esencial —como afirma el concilio Vaticano II— que recen con humildad, recurran constantemente a todos los medios de que disponen para este fin, y observen las prudentes normas de autodisciplina recomendadas por la larga experiencia de la Iglesia (cf. Presbyterorum ordinis PO 16). Con respecto a la soledad que a veces puede acompañar al ministerio pastoral, animad a vuestros sacerdotes, en la medida en que la situación local lo permita, a vivir en común y orientar totalmente sus esfuerzos hacia el ministerio sagrado. Conviene que se reúnan lo más a menudo posible, para realizar un intercambio fraterno de ideas, consejos y experiencias (cf. Pastores dabo vobis PDV 74).

Los seminaristas también han de ser una de vuestras prioridades principales. Es vital que los futuros ministros del Evangelio no sólo estén instruidos desde el punto de vista académico; también, en un nivel más profundo, se han de dedicar totalmente al cuidado de las almas, deseosos de guiar a sus hermanos y hermanas por los caminos de la salvación. Quienes se dedican a la formación deben estar en condiciones de asistir a los candidatos en su crecimiento hacia la nueva «identidad» conferida durante la ordenación. Han de ser modelos ejemplares de conducta sacerdotal. Deben ser claros acerca del comportamiento que se espera de los candidatos al sacerdocio, porque sería una injusticia permitir que los seminaristas se encaminaran hacia la ordenación sin haber asimilado en su interior y conscientemente las exigencias objetivas del oficio que deberán desempeñar.

5. En la tarea de extender el reino de Dios, los religiosos y las religiosas desempeñan un papel vital en vuestras Iglesias particulares. De igual modo, los sacerdotes misioneros, las hermanas y los hermanos que comparten con vosotros el ministerio pastoral en vuestras diócesis son intrépidos servidores del Evangelio, y su presencia y dedicación generosa es una gran fuente de aliento para los fieles. En ellos se ven efectivamente la universalidad de la Iglesia y la solidaridad que caracteriza la comunión de las Iglesias particulares entre sí.

En Sudán, donde realmente no hay suficientes sacerdotes para predicar el Evangelio y realizar el ministerio pastoral, los catequistas desempeñan un papel esencial para afrontar las necesidades espirituales de vuestras comunidades. Por eso, necesitan tener una profunda conciencia de su misión y se les debería ayudar, de todas las maneras posibles, a cumplir sus responsabilidades y obligaciones con respecto a sus propias familias.

6. A pesar de las numerosas dificultades que debéis afrontar, la Iglesia en Sudán participa activamente en el campo de la educación. Las escuelas católicas gozan de buena reputación y ofrecen un elevado nivel de instrucción, de modo que mucha gente procura inscribir en ellas a sus hijos. La preocupación de la Iglesia por la formación moral y cívica de los jóvenes y los adultos, impartida en clases organizadas por las tardes en muchas de vuestras escuelas parroquiales, es una contribución cada vez más importante al futuro de la comunidad cristiana y de la sociedad en su conjunto. Esta actividad educativa puede brindar una gran ayuda para superar las tensiones étnicas, ya que reúne a personas de diferentes orígenes tribales y sociales.

Dado que la legislación local establece la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, la Iglesia en Sudán debe asegurar que los estudiantes católicos puedan gozar de esta oportunidad y, por tanto, tiene que proporcionar profesores católicos formados convenientemente, para presentar la fe a los estudiantes cristianos. Vuestros sacerdotes y los miembros de las comunidades religiosas son particularmente idóneos para esta tarea, y deberían recibir el estímulo y la preparación necesaria a fin de realizar este importante apostolado.

232 Durante mi visita a Jartum en 1993, expresé la esperanza de que llegara una nueva época de diálogo constructivo y de buena voluntad entre cristianos y musulmanes. En el mejor de los casos, el diálogo interreligioso no es una tarea fácil. En vuestro país es un gesto valiente de esperanza para un Sudán mejor y para un futuro mejor para su pueblo. Como afirmé en mi exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, un tema esencial para el diálogo entre musulmanes y cristianos debería ser el principio de libertad religiosa, con todo lo que supone, incluyendo las manifestaciones exteriores y públicas de fe (cf. n. 66). Os exhorto a no cejar en vuestro esfuerzo por entablar y llevar adelante dicho diálogo en todos sus niveles.

7. Queridos hermanos en el episcopado, no cabe duda de que las circunstancias en que debéis ejercer vuestro ministerio pastoral son sumamente difíciles. Los pensamientos que comparto econ vosotros hoy quieren ser una fuente de aliento cuando procuráis «confirmar a muchos en la fe, fortalecer a quienes dudan y llamar nuevamente a quienes han perdido el camino» (Carta pastoral de los obispos sudaneses, He Should Be Supreme in Every Way, octubre de 1995). Los cristianos de Sudán están presentes todos los días en mis pensamientos y en mis oraciones. Toda la Iglesia siente una profunda solidaridad con las víctimas de la injusticia, de los conflictos y del hambre, con los numerosos refugiados y desplazados, con los sufrimientos de los enfermos y los heridos. Cada uno de nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos, hombres y mujeres laicos, estamos llamados a ser uno con el misterio pascual de la muerte y resurrección de nuestro Señor, a pasar de la muerte a la vida, y a aceptar las pruebas que nos purifican y ayudan a vivir lo que es verdaderamente esencial: el mensaje evangélico de Jesucristo, que nos asegura: «Yo he vencido al mundo» (
Jn 16,33).

Os encomiendo a vosotros y a la Iglesia en Sudán a la intercesión de la beata Josefina Bakhita y del beato Daniel Comboni, patronos celestiales cuya vida y testimonio del Evangelio están tan íntimamente unidos a vuestro país, e invoco sobre todos vosotros los dones divinos de esperanza y confianza. Como prenda de paz y fuerza en el Señor, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE OBISPOS DE LENGUA FRANCESA

Viernes 19 de septiembre de 1997



Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:

1. Me alegra acogeros al término de una sesión intensa, destinada a la información y a la reflexión sobre los múltiples aspectos de vuestra misión episcopal. Doy las gracias al señor cardenal Jozef Tomko y a sus colaboradores de la Congregación para la evangelización de los pueblos, que han organizado estas semanas de reflexión. Os saludo a todos cordialmente, a los obispos de África, los más numerosos, pero igualmente a los de América Latina y a los de Oceanía. Mi pensamiento se dirige también a vuestros hermanos de Vietnam, a quienes esperábamos, pero que, lo lamento, no han podido unirse a vosotros.

2. Me alegra este encuentro, puesto que manifiesta el affectus collegialis que une a los pastores de la Iglesia universal en torno al Obispo de Roma. Durante estas jornadas de estudio, habéis podido reflexionar sobre los diferentes aspectos de vuestro ministerio. Es verdad que, a veces, puede pareceros pesado de llevar en su complejidad. Quisiera alentaros a afrontarlo, en nombre mismo del Espíritu Santo, que habéis recibido en el momento de vuestra ordenación episcopal. El obispo que os confirió la plenitud del sacramento del orden imploró al Señor así: «Infunde ahora sobre este siervo tuyo que has elegido la fuerza que de ti procede: el Espíritu de sabiduría que diste a tu amado Hijo Jesucristo» (Ritual de las ordenaciones, 26).

La misión episcopal tiene una gran amplitud; desde el punto de vista humano, es casi imposible. Pero, aunque requiere una entrega total de vuestra persona, no se os deja sin apoyo. En el Espíritu de Cristo se os hace servidores de su Cuerpo, que es la Iglesia, la Iglesia particular encomendada a cada uno, y la Iglesia universal, con el Sucesor de Pedro, «fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión» (Lumen gentium LG 18).

3. Os invito a meditar frecuentemente el mensaje del Nuevo Testamento sobre el Espíritu Santo, particularmente lo que dicen de él los apóstoles Juan y Pablo. Os servirá siempre de gran consuelo redescubrir la riqueza de los dones del Espíritu. Os dirijo gustoso las palabras de san Pablo: «Poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu» (Ep 4,3-5). En efecto, gracias al Espíritu sois el fundamento de la unidad en la comunidad diocesana, de la unidad del presbiterio y de la unidad de todos los bautizados: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ep 4,5). Discerniendo la presencia del Espíritu en la diversidad de las personas y de las situaciones, tratad siempre de afirmar la unidad de la diócesis, empezando por mostrar una constante solicitud para con los sacerdotes, vuestros colaboradores inmediatos. Que todos, disponibles a la acción de Dios en ellos (cf. Flp Ph 2,13), se entreguen totalmente a la misión común, cada uno en su papel de ministro, de persona consagrada o de fiel laico.

4. En la conversación de Jesús con los Apóstoles después de la cena, es grande la insistencia en la promesa del Espíritu, «el Espíritu de la verdad, [que] os guiará hasta la verdad completa » (Jn 16,13). En él se funda su ministerio de anuncio de la buena nueva y de enseñanza de la doctrina de la salvación. Como sucesores de los Apóstoles, tenéis que promover, y a veces defender, la autenticidad del mensaje cristiano. La verdadera referencia, a través de toda la tradición de la Iglesia y de su magisterio, es en realidad el Espíritu, que nos abre a la comprensión de la verdad revelada integralmente en el Hijo encarnado. Poniéndoos personalmente a su escucha, mediante la oración y el estudio, os sentiréis más seguros y convencidos, en la medida en que vosotros mismos seáis más dóciles al Espíritu.

233 5. «El amor de Dios —nos dice san Pablo— ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Habitados por el Espíritu, consagrad todo vuestro ministerio a poner en práctica el mandamiento nuevo que corona la enseñanza del Señor (cf. Jn Jn 13,34). Conquistados por el amor inseparable a Dios y a los hombres, animad incansablemente el servicio de la caridad, la comunión en favor de los más necesitados, la ayuda a los extraviados o a los desesperados, el apoyo a los hogares que deben madurar su amor, reconociendo en él el don de Dios, una pastoral llena de afecto por los jóvenes que hay que educar, las iniciativas de conciliación cuando surgen contrastes, y el diálogo con nuestros hermanos y hermanas de otras tradiciones religiosas. Así, la presencia del Espíritu, fuente de esperanza, se manifestará a través de vuestra acción.

6. Queridos hermanos que vivís los primeros años de vuestro episcopado, con estas reflexiones deseo, ante todo, animaros a servir «con un espíritu nuevo » (Rm 7,6) al pueblo de Dios, al que está destinada vuestra tarea de guiar y enseñar, y que cuenta con vosotros «como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1P 4,10). Apoyaos incesantemente en el Paráclito, consolador y defensor. Os sostendrá para dar todo su dinamismo a vuestra misión de evangelizadores. En vuestras Iglesias particulares, en el seno de vuestros pueblos, la tarea es inmensa. El Papa confía en vosotros, para que la prosigáis con el vigor del Espíritu de verdad y amor.

Invocando para vosotros y para todos los fieles de vuestras diócesis la intercesión de la Virgen María y de los santos Apóstoles, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE MILITARES

Domingo 21 de septiembre de 1997



Queridísimos oficiales y suboficiales de la 31ª escuadrilla de la Aeronáutica militar:

1. Me alegra particularmente acogeros hoy, junto con vuestros familiares. El tradicional y cordial saludo, que acostumbráis dirigirme en esta circunstancia, me ofrece la oportunidad de manifestaros mi gratitud por el servicio preciso y atento que garantizáis al Papa durante sus viajes aéreos por todo el territorio italiano.

En particular, le agradezco a usted, señor coronel, el significativo regalo y las amables palabras, con las que ha querido interpretar los sentimientos de los presentes. Sus palabras me permiten saber que es inminente la conclusión de su servicio como comandante de la 31ª escuadrilla. A la vez que le manifiesto mi profundo aprecio por la obra realizada y la cortés disponibilidad constantemente demostrada, formulo fervientes votos para las nuevas responsabilidades que se le encomienden.

2. Como gesto de gratitud hacia toda la escuadrilla, deseo ahora conceder a algunos de vosotros distinciones pontificias, como signo de aprecio y estima.

La delicada tarea que estáis llamados a realizar os ofrece a menudo la posibilidad de separaros físicamente de la tierra y volar por los cielos abiertos, en los que la mirada se extiende a lo lejos y se puede uno sumergir en una atmósfera límpida y pura. Esta experiencia ayuda a ver con una mirada diversa las cosas y a liberarse de una visión estrecha de los acontecimientos diarios. Invita, además, a considerar la grandeza de Dios, que la fe sitúa simbólicamente en el cielo, aunque afirma que todo el universo es incapaz de contener su inmensidad.

Señalando el cielo, la Iglesia exhorta a todo hombre a considerar con respetuoso desapego, aunque con amorosa solicitud, las cosas del mundo que pasa, teniendo presente siempre, en la mente y en el corazón, la común y definitiva patria celestial, en la que se encuentra Cristo, sentado a la diestra del Padre.

Queridos hermanos, moviéndoos en los amplios horizontes del cielo, cultivad en vosotros estos sentimientos de fe, que sugieren la justa actitud con la que hay que afrontar las realidades terrenas. Que Dios os ilumine siempre y os proteja en cada uno de vuestros trabajos.

234 Ecomendándoos a vosotros y a vuestros seres queridos a la protección materna de la santísima Virgen de Loreto, patrona de los aviadores, os imparto de corazón a vosotros y a vuestras familias la bendición apostólica.

PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UNA DELEGACIÓN DE LA AUTORIDAD PALESTINA

Castelgandolfo

Lunes 22 de septiembre de 1997

: Distinguidos miembros de la Autoridad palestina:

Es para mí una particular alegría recibiros hoy y, a través de vosotros, saludar a vuestras autoridades y a todo el pueblo palestino.

Pensar en este querido pueblo significa siempre, desgraciadamente, pensar en una triste realidad: injusticia, violencia y miedo al futuro son aún el pan de cada día de vuestros hermanos y hermanas.

La Santa Sede y el Papa nunca han dejado de hacer oír su voz, para que nadie se olvide de las tragedias que han marcado vuestra historia y de vuestros sufrimientos. Nadie puede desinteresarse del destino de tantos hermanos y hermanas en la humanidad, cuyos derechos muy a menudo se desconocen e, incluso, muchas veces se desprecian. La Santa Sede también se ha referido frecuentemente a la seguridad del Estado de Israel, pues está profundamente convencida de que la seguridad, la justicia y la paz van unidas.

Quisiera, una vez más, recordar a quienes viven en Oriente Medio y a aquellos que en esa área tienen cualquier tipo de responsabilidad política, social o religiosa que se ha puesto en marcha un proceso de paz, que ya se ha trazado el camino de la reconciliación, que los pueblos han expresado su deseo de justicia, y que enteras familias esperan un futuro de paz para sus hijos.

Más que la razón o los intereses políticos, es Dios mismo quien pide a toda persona que tenga la valentía de la hermandad, del diálogo, de la perseverancia y de la paz.

Imploro a Dios que bendiga a todos aquellos a quienes representáis y a quienes viven en esa tierra que, para nosotros, sigue siendo la «Tierra Santa».

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PADRES CAPITULARES DE LOS MISIONEROS

HIJOS DEL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA




Al superior general
235 y a los padres capitulares
de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María

1. Es muy grato para mí tener este encuentro con vosotros, que ya estáis terminando el XXII capítulo general, en el que habéis estudiado vuestra participación en la misión evangelizadora de la Iglesia, mirando hacia el futuro con gran esperanza, para vivir vuestro carisma en bien de las comunidades eclesiales y de la humanidad.

Ante todo, saludo con afecto al padre Aquilino Bocos, reelegido como superior general, a los nuevos consejeros y también a los religiosos que representáis a todas las provincias de la congregación, actualmente presente en Europa, América, Asia y África. A través vuestro quiero hacer llegar mi aprecio y estima a los demás religiosos que, con sus oraciones, piden por la feliz y fructuosa culminación de los trabajos capitulares.

2. Vuestra congregación, más que centenaria, nació por inspiración de san Antonio María Claret, el cual, después de haber recorrido durante años Cataluña predicando misiones populares, fue nombrado arzobispo de Santiago de Cuba, ministerio al que se entregó de lleno para la salvación de las almas. A su regreso a España, hubo de afrontar muchos sufrimientos por el bien de la Iglesia, hasta morir en el exilio de Fontfroide (Francia) en 1870. No obstante, su vida estuvo siempre marcada por la perentoria exhortación paulina «Nos apremia el amor de Cristo» (
2Co 5,14).

La Iglesia tiene en gran estima el servicio de la Palabra que realizáis en la misión «ad gentes», en sectores populares y entre marginados; en la formación de nuevos evangelizadores, tanto religiosos como seglares; en la promoción de la vida religiosa; en las tareas educativas y en la renovación de comunidades cristianas; fomentando el diálogo de fe con quienes buscan a Dios.

Con ello tratáis de ser fieles a vuestro fundador y padre, el cual, sintiendo que debía darse enteramente a los demás, os proponía utilizar todos los medios posibles a vuestro alcance —pastoral parroquial, publicaciones, misiones populares, predicación de ejercicios y retiros espirituales—, en el anuncio del Evangelio a todas las gentes (cf. Const. CMF nn. 6 y 48).

De este modo, con espíritu de entrega a Dios, a la Iglesia y a la humanidad, desarrolláis vuestra vocación, dando testimonio de amor a Cristo a través de la proclamación constante de la buena nueva y de la solidaridad sincera y eficaz, especialmente con los más pobres, los enfermos, los ancianos y los alejados.

3. En estos años, el acercamiento a la experiencia espiritual de Claret misionero os ha llevado a poner la palabra de Dios en el centro de vuestra vida personal y comunitaria. Como María, deseáis acoger esta Palabra salvífica en vuestro corazón, para meditarla y comunicarla después a los demás. Ciertamente, queridos misioneros, esta Palabra, viva y eficaz (cf. Hb He 4,12), os confirmará en vuestra vocación, os consolará y os dará esperanza en las fatigas y sufrimientos (cf. Rm Rm 15,4) y, a la vez, hará fructífera vuestra labor pastoral. Ante las dificultades de vuestro ministerio, recordad lo que os decía el fundador: «No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre y de vuestra Madre es el que hablará en vosotros» (Aut. 687).

4. Es para mí motivo de especial satisfacción constatar que, en el umbral del tercer milenio, vuestro capítulo se ha propuesto profundizar en la dimensión profética del servicio de la Palabra. Con ello, a la vez que reflexionáis sobre las orientaciones y pautas de los capítulos anteriores, teniendo como centro la figura de Jesús, ungido y enviado por el Padre para anunciar la buena nueva a los pobres (cf. Lc Lc 4,18 Aut Lc 687), habéis querido responder a la llamada que dirigí a todos los consagrados en la exhortación apostólica Vita consecrata (cf. nn. 84-95). Lo que se espera de la Iglesia, en esta hora de profundos cambios sociales y culturales, es que la palabra clara y oportuna del enviado vaya acompañada de la transparencia de vida del «hombre de Dios». Cuando el dolor, la soledad y las exclusiones asedian el corazón humano, se espera de los consagrados una nueva y luminosa propuesta de amor a través de una castidad que agranda el corazón, de una pobreza que elimina barreras y de una obediencia que construye comunión en la comunidad, en la Iglesia y en el mundo. De esta manera la actitud profética llevará esperanza a todos, porque por medio de vosotros Dios seguirá visitando a su pueblo (cf. Lc Lc 7,16).

Estáis llamados también a ser —en comunión con los obispos de cada lugar— «fermento evangélico y evangelizador de las culturas del tercer milenio y de los ordenamientos sociales de los pueblos» (Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor, 2 de febrero de 1992, n. 5). Para ello habréis de cultivar una profunda intimidad con Cristo mediante la oración, la asidua escucha de su Palabra y la Eucaristía. Fomentad la formación permanente con el estudio y discernimiento de los desafíos de la hora presente, y haced que vuestro corazón sea cada vez más generoso para ir al encuentro del prójimo que necesita amor y esperanza.

236 Vuestro ejemplo y entrega ha de ser igualmente una invitación y estímulo para otros, sobre todo los jóvenes, que, a pesar de la actual escasez de vocaciones en algunas partes, quieran unirse a la comunidad fraterna y misionera, que estáis llamados a formar, para de este modo seguir a Jesús y ser enviados a predicar (cf. Mc Mc 3,14). Vuestros hermanos, los 51 beatos mártires de Barbastro, como tantos otros mártires, «en este mismo siglo han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida » (cf. Vita consecrata VC 86). Por ello, suplico al Señor que la sangre derramada haga germinar la semilla de muchas vocaciones misioneras para vuestra Congregación, las cuales habrán de contar con buenos y santos formadores.

5. Encomiendo vuestro capítulo y la congregación entera a la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia. Que su Corazón materno sea para todos escuela de íntima adhesión a Jesús, de escucha de su Palabra y de cordial amor a todos los hombres. En este mismo Corazón habréis de continuar inspirándoos para anunciar al mundo la misericordia del Señor y amarlo como ella lo amó. Que su intercesión os sostenga también en las diversas obras de apostolado en las que estáis comprometidos. Con estos vivos sentimientos, os imparto con afecto a vosotros y a todos los Misioneros Claretianos, Hijos del Inmaculado Corazón de María, la bendición apostólica.

Vaticano, 22 de septiembre de 1997

MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN EL XVI CAPÍTULO GENERAL

DE LOS MISIONEROS COMBONIANOS DEL CORAZÓN DE JESÚS




Al reverendo padre

MANUEL AUGUSTO LOPES FERREIRA

superior general de los Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús

1. Me dirijo a usted con alegría, con ocasión del capítulo general, que constituye un momento privilegiado de profundización y crecimiento de la vida de esa familia religiosa, y aprovecho con gusto esta ocasión para expresarle mi felicitación y mis mejores deseos de éxito en la delicada tarea a la que ha sido llamado por la confianza de sus hermanos. Que el Señor lo asista en el desempeño de este nuevo cargo, en el que lo acompaña mi oración.

Saludo, asimismo, a los miembros del consejo general y a los participantes en la asamblea capitular. Deseo de corazón que los intensos trabajos de estos días produzcan abundantes frutos de bien en la comunidad comboniana, en favor de la actividad misionera de la Iglesia. Extiendo mi saludo afectuoso a todos los misioneros combonianos que trabajan, con frecuencia en condiciones difíciles, en cuatro continentes, y los animo a proseguir con generosa fidelidad en su esfuerzo de misión ad gentes.

El XV capítulo general se celebra entre dos momentos significativos de la vida de vuestro instituto: el primero es la beatificación del fundador, monseñor Daniel Comboni, a quien tuve la alegría de elevar al honor de los altares el año pasado; y el segundo, la celebración del gran jubileo del año 2000, cuya preparación requiere la participación de todos los miembros del pueblo de Dios. Estos dos acontecimientos estimulan a vuestra congregación religiosa a profundizar su carisma, para proyectarse con renovado impulso en la obra de la evangelización, en la perspectiva del tercer milenio cristiano.

2. Mientras con gozo alabo al Señor por el bien que vosotros, misioneros combonianos, vais realizando en el mundo, quisiera exhortaros a poner en práctica un atento discernimiento acerca de la situación de los pueblos en medio de los cuales realizáis vuestra acción pastoral. Dios os llama a llevar consuelo a poblaciones que a menudo están afectadas por una gran pobreza y un sufrimiento prolongado y agudo, como por ejemplo en Sudán, Uganda, Congo-Kinshasa, República Centroafricana y en diversas partes del mundo. Dejaos interpelar continuamente por las difíciles situaciones con las que entráis en contacto, y tratad de dar, de modo adecuado, el testimonio de la caridad que el Espíritu infunde en vuestros corazones (cf. Rm Rm 5,5).

La vida de los misioneros combonianos, jalonada de alegrías y dolores, de luces y sombras, se ha caracterizado y ha sido fecunda también durante estos últimos años por la cruz de Cristo. ¿Cómo no recordar aquí a los hermanos que han coronado su servicio misionero con el sacrificio supremo de su vida?

¡Ojalá que su opción evangélica radical ilumine vuestro compromiso misionero y os aliente a todos a proseguir, con renovada generosidad, en vuestra misión típica en la Iglesia!


Discursos 1997 230