Discursos 1997 251

251 4. Vuestro congreso no es sólo un encuentro de religiosos y religiosas jóvenes; es también una proclamación y un testimonio proféticos para todos. Habéis venido de todas las partes del mundo para reflexionar en los temas centrales de la vida consagrada: vocación, espiritualidad, comunión y misión. Además, queréis compartir vuestras experiencias en un marco de oración y fraternidad gozosa. De esta manera, la vida consagrada resplandece vivamente como parte del espíritu perennemente juvenil de la Iglesia.

Dado que sois numerosos y jóvenes, dais una imagen viva y actual de la vida consagrada. Ciertamente, todos vosotros sois conscientes de los retos que afronta esta vida, especialmente en ciertos países. Entre ellos se puede citar la elevada media de edad de los religiosos y religiosas, la reorganización de los apostolados, la presencia cada vez menor y la disminución del número de las vocaciones. Con todo, estoy convencido de que el Espíritu Santo no dejará de suscitar y alentar en muchos jóvenes, como vosotros, la llamada a una entrega total a Dios en las formas tradicionales de la vida religiosa, así como en formas nuevas y originales.

5. Queridos amigos, os agradezco que hayáis venido a verme. Por el entusiasmo y la alegría que manifestáis, más aún que por vuestra edad, rejuvenecéis a la Iglesia. Quisiera que leyerais en mi corazón el afecto y la estima que siento hacia cada uno de vosotros. El Papa os ama, confía en vosotros, ora por vosotros y está seguro de que no sólo seréis capaces de recordar y de narrar la gloriosa historia anterior a vosotros, sino también de seguir construyéndola a lo largo del futuro que el Espíritu prepara para vosotros (cf. Vita consecrata
VC 110).

Mientras nos preparamos a entrar en el año dedicado al Espíritu Santo como preparación para el gran jubileo del año 2000, encomendamos precisamente al Espíritu del Padre y del Hijo el gran don de la vida consagrada y a todos los que, en todos los rincones de la tierra, se consagran generosamente a seguir a Cristo casto, pobre y obediente. Con este fin invocamos la intercesión de los santos fundadores y fundadoras de vuestros institutos; invocamos, sobre todo, la ayuda de María, la Virgen consagrada.

6. María, joven hija de Israel, tú que respondiste inmediatamente «sí» a la propuesta del Padre, haz que estos jóvenes estén atentos a la voluntad de Dios y la cumplan. Tú que viviste la virginidad como acogida total del amor divino, haz que descubran la belleza y la libertad de una existencia virgen. Tú que no poseíste nada, para ser rica sólo en Dios y en su palabra, aparta de su corazón todo apego mundano, para que el reino de Dios sea su único tesoro, su única pasión.

Joven hija de Sión, que permaneciste siempre virgen en tu corazón enamorado de Dios, mantén en ellos y en todos nosotros la perenne juventud del espíritu y del amor. Virgen de los dolores, que permaneciste al pie de la cruz de tu Hijo, engendra en cada uno de tus hijos, como en el apóstol Juan, el amor más fuerte que la muerte. Virgen Madre del Resucitado, haznos a todos testigos de la alegría del Cristo que vive para siempre.

Os bendigo a todos de corazón.


Octubre de 1997



MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

AL OBISPO DE LEIRÍA-FÁTIMA EN EL 80 ANIVERSARIO

DE LAS APARICIONES DE LA VIRGEN




Venerado hermano
Mons. SERAFIM DE SOUSA FERREIRA E SILVA
Obispo de Leiría-Fátima

¡Saludos fraternos en Cristo Señor!

252 El octogésimo aniversario de aquel día 13 de octubre de 1917, cuando se produjo en el cielo la prodigiosa «danza del sol», es una ocasión propicia para dirigirme espiritualmente, dada la imposibilidad de hacerlo físicamente, a ese santuario con una oración a la Madre de Dios por la preparación del pueblo cristiano y, en cierto modo, de toda la humanidad, para el gran jubileo del año 2000, y con una exhortación a las familias y a las comunidades eclesiales para que recen diariamente el rosario.

En el umbral del tercer milenio, observando los signos de los tiempos en este siglo XX, Fátima es, ciertamente, uno de los mayores, entre otras cosas porque anuncia en su mensaje muchos de los signos sucesivos e invita a vivir sus llamamientos; signos como las dos guerras mundiales, pero también grandes asambleas de naciones y pueblos marcadas para entablar el diálogo y buscar la paz; la opresión y las perturbaciones sociales sufridas por diversas naciones y pueblos, pero también la voz y las oportunidades dadas a poblaciones y a personas que mientras tanto se habían levantado en el panorama internacional; las crisis, las deserciones y los numerosos sufrimientos de los miembros de la Iglesia, pero también un renovado e intenso sentido de solidaridad y mutua dependencia en el Cuerpo místico de Cristo, que va consolidándose en todos los bautizados, de acuerdo con su vocación y misión; el alejamiento y el abandono de Dios por parte de personas y sociedades, pero también una irrupción del Espíritu de verdad en los corazones y en las comunidades, hasta llegar a la inmolación y al martirio para salvar «la imagen y la semejanza de Dios en el hombre » (cf. Gn
Gn 1,27), para salvar al hombre del hombre. Entre estos y otros signos de los tiempos, como decía, destaca Fátima, que nos ayuda a ver la mano de Dios, guía providencial y Padre paciente y compasivo también de este siglo XX.

Analizando, a partir de Fátima, el alejamiento humano de Dios, conviene recordar que no es la primera vez que él, sintiéndose rechazado y despreciado por el hombre, nos da la sensación de alejarse, respetando la libertad de los hombres, con el consiguiente oscurecimiento de la vida, que hace caer sobre la historia la noche, pero después de proporcionarnos un refugio. Ya sucedió así en el Calvario, cuando Dios encarnado fue crucificado y murió por manos de los hombres. ¿Y qué hizo Cristo? Después de invocar la clemencia del cielo con las palabras: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), confió la humanidad a María, su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Una lectura simbólica de este cuadro evangélico permitiría ver reflejada en él la escena final de la experiencia, conocida y frecuente, del hijo que, sintiéndose incomprendido, confundido y rebelde, abandona la casa paterna para adentrarse en la noche... Y el manto de la madre viene a cubrirlo del frío durante su sueño, ayudándole a superar su desesperación y su soledad. Bajo el manto materno que, desde Fátima, se extiende a toda la tierra, la humanidad siente que le vuelve la nostalgia de la casa del Padre y de su pan (cf. Lc Lc 15,17). Amados peregrinos, como si pudiera abrazar a toda la humanidad, os pido que, en su nombre y por ella, digáis: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios. No deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».

«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Así habló Jesús a su Madre, pensando en Juan, el discípulo amado, que también estaba al pie de la cruz. ¿Quién no tiene su cruz? Llevarla día tras día, siguiendo los pasos del Maestro, es la condición que nos im pone el Evangelio (cf. Lc Lc 9,23), ciertamente como una bendición de salvación (cf. 1Co 1,23-24). El secreto está en no perder de vista al primer Crucificado, a quien el Padre respondió con la gloria de la resurrección, y que inició esta peregrinación de bienaventurados. Esta contemplación ha tomado la forma sencilla y eficaz de la meditación de los misterios del rosario, consagrada popularmente y recomendada con gran insistencia por el Magisterio de la Iglesia. Amadísimos hermanos y hermanas, rezad el rosario todos los días. Exhorto encarecidamente a los pastores a que recen y enseñen a rezar el rosario en sus comunidades cristianas. Para el fiel y valiente cumplimiento de los deberes humanos y cristianos propios del estado de cada uno, ayudad al pueblo de Dios a volver al rezo diario del rosario, ese dulce coloquio de hijos con la Madre que «han acogido en su casa» (cf. Jn Jn 19,27).

Uniéndome a este coloquio y haciendo mías las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de cada uno, saludo fraternalmente a cuantos toman parte, física o espiritualmente, en esta peregrinación de octubre, invocando para todos, pero de modo especial para los que sufren, el consuelo y la fuerza de Dios, a fin de que acepten «completar en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (cf. Col Col 1,24), recordando el «misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante », es decir, que «la salvación de muchos depende de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la cooperación que pastores y fieles, singularmente los padres y madres de familia, han de ofrecer a nuestro divino Salvador» (Pío XII, Mystici Corporis, 19). A todos, pastores y fieles, sirva de aliento mi bendición apostólica.

Vaticano, 1 de octubre de 1997

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL CARDENAL ETCHEGARAY CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO «HOMBRES Y RELIGIÓN»



Al venerado hermano cardenal

ROGER ETCHEGARAY

Presidente del Consejo pontificio Justicia y paz

1. Me complace enviar, a través de usted, mi cordial saludo y la expresión de mi estima a los ilustres representantes de las Iglesias y comunidades cristianas y de las grandes religiones mundiales, reunidos con ocasión del encuentro internacional de oración que tiene por tema: «La paz es el nombre de Dios».

Han pasado doce años desde que se celebró en Asís, a fines del mes de octubre, la histórica jornada de oración por la paz. Deseé mucho ese encuentro. Frente al drama de un mundo dividido y sujeto a la terrible amenaza de la guerra, no podía menos de brotar del corazón de los creyentes una súplica unánime al Dios de la paz. Reunidos en el monte de Asís, todos oramos por un futuro mejor para toda la humanidad.

Al día siguiente de esa significativa jornada, exhorté a todos a perseverar en la difusión del mensaje de paz y en el compromiso de vivir el «espíritu de Asís», de modo que constituyera el comienzo de un camino de reconciliación cada vez más amplio y participado.

253 2. Me alegra constatar hoy cómo el deseo de paz, que recibió en Asís un singular impulso, ha crecido en amplitud y profundidad. Doy las gracias de corazón a la comunidad de San Egidio que, con entusiasmo y fidelidad, ha recogido el «espíritu de Asís» y lo ha seguido promoviendo en creyentes de todas las religiones y de todos los continentes, invitándolos a reflexionar y a orar por la paz. Así, se ha formado y consolidado una peregrinación de personas de buena voluntad, deseosas de mostrar a sus hermanos el nombre pacífico de Dios, que quiere salvaguardar y promover la vida de toda criatura racional.

En este año, las etapas de esta marcha simbólica de la paz serán primero Padua y luego Venecia. Me uno espiritualmente a ella y dirijo, ante todo, un afectuoso saludo al cardenal Marco Cè, patriarca de Venecia, y a monseñor Antonio Mattiazzo, arzobispo-obispo de Padua, que acogen esta iniciativa tan importante. Saludo, asimismo, a las comunidades cristianas del Véneto, que a lo largo de los siglos han desempeñado una importante función de puente entre Oriente y Occidente. La historia enseña cuán valioso y provechoso es el encuentro entre los pueblos, y cuán importante es eliminar con voluntad decidida los conflictos, las divisiones y los contrastes, para instaurar la cultura de la tolerancia, de la acogida y de la solidaridad.

Este proceso de paz se debe acelerar ahora que faltan solamente dos años para el alba del nuevo milenio. En la perspectiva de esa fecha histórica, la espera está marcada por la reflexión y la esperanza. Si consideramos los siglos pasados y, sobre todo, estos últimos cien años, es fácil vislumbrar, junto a las luces, algunas sombras. ¿Cómo no recordar las terribles tragedias que han afectado a la humanidad durante el siglo que está a punto de terminar? Está vivo aún el recuerdo de las dos guerras mundiales, con los atroces exterminios que causaron. Y todavía hoy, desgraciadamente, se producen violentas y crueles matanzas de hombres, mujeres y niños indefensos. Para el creyente, como para todo hombre de buena voluntad, todo esto es inaceptable. ¿Podemos quedar indiferentes frente a esos dramas? Constituyen para todo hombre y toda mujer de buen criterio una apremiante exhortación al compromiso de oración y de testimonio en favor de la paz.

3. Tenía bien presentes en mi corazón estas preocupantes situaciones cuando, en el mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año, escribí: «Es hora de decidirse a emprender juntos y con ánimo resuelto una verdadera peregrinación de paz, cada uno desde su propia situación. Las dificultades son a veces muy grandes: el origen étnico, la lengua, la cultura y el credo religioso son, con frecuencia, obstáculos. Caminar juntos, cuando se arrastran experiencias traumáticas o incluso divisiones seculares, no es fácil» (n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de diciembre de 1996, p. 10).

Desde luego, la fe, don de Dios, no hace que los creyentes se desinteresen de las dificultades de la historia. Por el contrario, los impulsa a trabajar con todos los medios para que aumente la conciencia de la responsabilidad común en la construcción de la paz. Es más necesario que nunca abandonar la «cultura de la guerra», para desarrollar una «cultura de la paz» sólida y duradera. Los creyentes están llamados a ofrecer su contribución peculiar en esta empresa. Nunca hay que olvidar que las guerras son siempre tragedias, con secuelas de víctimas y destrucción, odios y venganzas, incluso cuando pretenden dirimir las contiendas y resolver los conflictos.

4. A este respecto, los responsables de las diferentes religiones pueden dar una contribución determinante, elevando su voz contra las guerras y afrontando valientemente los riesgos que derivan de ellas. Además, pueden rechazar los brotes de violencia que se manifiestan periódicamente, sin secundar a cuantos promueven enfrentamientos entre los seguidores de creencias diversas y tratando de extirpar las raíces amargas de la desconfianza, el odio y la enemistad. Estos son precisamente los sentimientos que están en el origen de muchos conflictos. Nacen y prosperan en el terreno de la indiferencia, y en este ámbito es preciso intervenir con decisión y valentía.

Superar las numerosas incomprensiones que separan y oponen a los hombres entre sí es la tarea urgente a la que están llamadas todas las religiones. La reconciliación sincera y duradera es el camino que hay que seguir para dar vida a una paz auténtica, fundada en el respeto y la comprensión recíproca. Ser constructores solícitos de la paz es el compromiso de todo creyente, especialmente en la fase histórica que la humanidad está viviendo, ya en el umbral del tercer milenio.

Venecia representa en estos días una singular etapa de esperanza en la obra de construcción de la paz. Que el Dios de la justicia y de la paz bendiga y proteja a cuantos se esfuerzan durante estos días por testimoniar el «espíritu de Asís» entre las queridas poblaciones del Véneto, convirtiéndose en constructores de solidaridad para un mundo más justo y fraterno.

Le ruego, señor cardenal, que exprese mi más profunda solidaridad a los ilustres representantes procedentes de las diversas partes del mundo y a todos los participantes en ese importante encuentro y le aseguro un particular recuerdo en mi oración. Saludo cordialmente a todos.

Vaticano, 1 de octubre de 1997

VIAJE APOSTÓLICO A RÍO DE JANEIRO


DURANTE LA CEREMONIA DE BIENVENIDA


EN LA BASE AÉREA DE GALEÃO


Río de Janeiro, jueves 2 de octubre de 1997


Señor presidente:

254 1. Me alegra presentar a su excelencia, en su calidad de jefe y representante supremo de la gran nación brasileña, mi respetuoso saludo. Le agradezco de corazón la amabilidad que ha tenido al darme la bienvenida. Es para mí un honor y un placer encontrarme de nuevo en Brasil, en medio de este pueblo, cuya admirable hospitalidad y contagiosa alegría conozco muy bien.

Os saludo también a vosotros, venerables hermanos en el episcopado. En primer lugar, al señor cardenal arzobispo de San Sebastián de Río de Janeiro y a sus obispos auxiliares, cuya archidiócesis me brinda acogida en el marco del II Encuentro mundial del Sucesor de Pedro con las familias. Saludo, igualmente, al presidente del Consejo pontificio para la familia y a todo el Consejo episcopal latinoamericano, así como a la presidencia de la Conferencia nacional de los obispos de Brasil que, con un gesto de solidaridad fraterna, han venido para colaborar y recoger los frutos de estos días de fraternidad y, con la ayuda de Dios, llevarlos a los países en los que desempeñan su ministerio. Mi saludo afectuoso va también a los miembros representantes de la Pastoral familiar, que han acudido para acogerme con este simpático grupo de niños y jóvenes. En verdad, permitidme que os lo diga: estoy aquí por vosotros, he venido para estar con vosotros, y con vosotros deseo estar.

Saludo con inmenso afecto a los representantes del pueblo brasileño, a los miembros del Gobierno, a las personalidades civiles y militares, y a todos los que se hallan aquí reunidos. Os doy las gracias por haber querido acogerme con tanta amabilidad a mi llegada, en esta peregrinación apostólica, que considero parte de mi ministerio universal. El dinamismo de nuestra fe despierta cada vez más el sentido de fraternidad y colaboración armoniosa, para una convivencia pacífica, con el fin de impulsar y consolidar los esfuerzos en favor de un progreso ordenado, que alcance a todas las familias y a todas las clases sociales, de acuerdo con los principios de la justicia y de la caridad cristianas.

2. Hoy vengo de nuevo a Brasil, para celebrar el II Encuentro mundial de las familias. Agradezco a la Providencia que me haya permitido estar aquí, en este país con dimensiones de continente, que, gracias a las riquezas de su suelo y su subsuelo, y al talento emprendedor de su pueblo, está en la vanguardia entre las mayores potencias del mundo. La tradición cultural y la fe de su gente han marcado la evolución de su historia que, en vísperas del tercer milenio, lleva a esperar en un futuro prometedor. Ciertamente, los desequilibrios sociales, la desigual e injusta distribución de los recursos económicos, que genera conflictos en las ciudades y en las zonas rurales, la necesidad de una amplia difusión de las estructuras sanitarias y culturales básicas, los problemas de la infancia abandonada de las grandes ciudades, por no citar otros, constituyen para sus gobernantes un desafío de proporciones enormes. Espero que los valores del patrimonio cultural y religioso de la nación brasileña sirvan de base para promover decisiones justas en defensa de los valores de la familia y de la patria.

En este contexto, deseo extender también la expresión de mi estima y mi afecto a dos sectores del país. En primer lugar, a los pueblos indígenas descendientes de los primeros habitantes de esta tierra, antes de que llegaran los descubridores y colonizadores. Con su cultura, han contribuido a infundir en la cultura brasileña un profundo sentido de la familia, del respeto a los antepasados, de la intimidad y el afecto hogareño. Merecen toda nuestra atención, para que puedan vivir con dignidad su cultura.
Expreso los mismos sentimientos a la parte afro-brasileña —numerosa y muy significativa— de la población de esta tierra. Por su notable presencia en la historia y en la formación cultural de este país, estos brasileños de origen africano merecen, tienen derecho y pueden, con razón, pedir y esperar el máximo respeto a los rasgos fundamentales de su cultura, para que, con ellos, sigan enriqueciendo la cultura de la nación, en la que están perfectamente integrados como ciudadanos de pleno derecho.

Hermanos y hermanas de Brasil, de América y del mundo entero, invoco sobre todos la abundancia de la gracia divina: que Dios os bendiga y derrame sobre las naciones de todos los continentes paz y prosperidad. Cristo Redentor, que desde la cima del Corcovado abre sus brazos en forma de cruz, ilumine a las familias, a las comunidades eclesiales y a toda la sociedad temporal con la luz que viene de lo alto, y conceda a todos, por intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de América Latina, todos los bienes que desea su corazón. ¡Muchas gracias!





VIAJE APOSTÓLICO A RÍO DE JANEIRO


AL CONGRESO TEOLÓGICO-PASTORAL


DEL II ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS


3 de octubre de 1997


Venerables hermanos en el episcopado;
queridos congresistas:

1. Siento una gran alegría al reunirme con las familias que participaron, en representación de varias naciones, en este Congreso teológico-pastoral celebrado con vistas al II Encuentro mundial de las familias. Os saludo a vosotros, venerables hermanos en el episcopado de Brasil, de América Latina y del mundo entero, y saludo igualmente a las familias presentes y a todas aquellas a las que representan. A la vez que pido al Todopoderoso abundantes gracias de sabiduría y fortaleza, que sirvan de estímulo para reafirmar con fe el lema: «La familia: don y compromiso, esperanza de la humanidad», quisiera reflexionar con vosotros sobre varios aspectos y exigencias del trabajo apostólico y pastoral con las familias que debéis realizar.

255 Algunas de las consideraciones, que os propongo de modo particular a vosotros los obispos, maestros de la fe y pastores de la grey —llamados a infundir un renovado dinamismo a la pastoral familiar—, ya han sido objeto de atento estudio en el Congreso teológico-pastoral. Agradezco al cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo pontificio para la familia, el saludo que me ha dirigido e invito a los participantes —delegados de las Conferencias episcopales, los movimientos, las asociaciones y los grupos—, procedentes de todo el mundo, a profundizar y difundir con entusiasmo los frutos de este trabajo, emprendido con plena fidelidad al Magisterio de la Iglesia.

El proyecto original de Dios Padre

2. El hombre es el camino de la Iglesia. Y la familia es la expresión primordial de este camino. Como escribí en la Carta a las familias, «el misterio divino de la encarnación del Verbo está (...) en estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación "se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (Gaudium et spes
GS 22). Siguiendo a Cristo, "que vino" al mundo "para servir" (Mt 20,28), la Iglesia considera el servicio a la familia humana una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen "el camino de la Iglesia"» (Gratissimam sane, 2).

Así pues, el Evangelio ilumina la dignidad del hombre y redime todo lo que puede empobrecer la visión del hombre y de su verdad. Es en Cristo donde el hombre percibe la grandeza de su llamada como imagen e hijo de Dios; es en él donde se manifiesta en todo su esplendor el proyecto original de Dios Padre sobre el hombre; y es en Cristo donde ese proyecto alcanzará su plena realización. Asimismo, es en Cristo donde esta primera y privilegiada expresión de la sociedad humana, que es la familia, encuentra la luz y la plena capacidad de realización, de acuerdo con los planes de amor del Padre.

«Si Cristo "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre", lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer» (ib.). Cristo, lumen gentium, luz de los pueblos, ilumina los caminos de los hombres; e ilumina, sobre todo, la íntima comunión de vida y amor de los cónyuges, que en la vida de los hombres y de los pueblos es la encrucijada necesaria donde Dios siempre les sale a su encuentro.

Este es el sentido sagrado del matrimonio, presente de alguna manera en todas las culturas, a pesar de las sombras debidas al pecado original, y que adquiere una grandeza y un valor eminentes con la Revelación: «De la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo con una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos. Permanece, además, con ellos para que, como él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella, así también los cónyuges, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad» (Gaudium et spes GS 48).

La gran batalla de la dignidad del hombre

3. La familia no es para el hombre una estructura accesoria y extrínseca, que impida su desarrollo y su dinámica interior. «El hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» (ib.,12). La familia, lejos de ser un obstáculo para el desarrollo y el crecimiento de la persona, es el ámbito privilegiado para hacer crecer todas las potencialidades personales y sociales que el hombre lleva inscritas en su ser.

La familia, fundada en el amor y vivificada por él, es el lugar en donde cada persona está llamada a experimentar, hacer propio y participar en el amor sin el cual el hombre no podría existir y toda su vida carecería de sentido (cf. Redemptoris missio RMi 10 Familiaris consortio, 18).

Las tinieblas que hoy afectan a la misma concepción del hombre atacan en primer lugar y directamente la realidad y las expresiones que le son connaturales. La persona y la familia corren parejas en la estima y en el reconocimiento de su dignidad, así como en los ataques y en los intentos de disgregación. La grandeza y la sabiduría de Dios se manifiestan en sus obras. Con todo, parece que hoy los enemigos de Dios, más que atacar de frente al Autor de la creación, prefieren herirlo en sus obras. El hombre es el culmen, la cima de sus criaturas visibles. «Gloria enim Dei, vivens homo; vita autem hominis, visio Dei» (San Ireneo, Adv. haer. IV, 20, 7).

Entre las verdades ofuscadas en el corazón del hombre, a causa de la creciente secularización y del hedonismo dominante, se ven especialmente afectadas todas las que se relacionan con la familia. En torno a la familia y a la vida se libra hoy la batalla fundamental de la dignidad del hombre. En primer lugar, la comunión conyugal no es reconocida ni respetada en sus elementos de igualdad en la dignidad de los esposos, y de necesaria diversidad y complementariedad sexual. La misma fidelidad conyugal y el respeto a la vida, en todas las fases de su existencia, se ven subvertidos por una cultura que no admite la trascendencia del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Cuando las fuerzas disgregadoras del mal logran separar el matrimonio de su misión con respecto a la vida humana, atentan contra la humanidad, privándola de una de las garantías esenciales de su futuro.

256 Urgencia y prioridad de la pastoral familiar

4. El Papa ha querido venir a Río de Janeiro para saludaros con los brazos abiertos, como el Cristo Redentor que domina esta ciudad maravillosa desde la cima del Corcovado. Y ha venido para confirmaros en la fe, para sostener vuestro esfuerzo por testimoniar los valores evangélicos. Así pues, ante los problemas centrales de la persona y de su vocación, la actividad pastoral de la Iglesia no puede responder con una acción sectorial de su apostolado. Es necesario emprender una acción pastoral en la que las verdades centrales de la fe irradien su fuerza evangelizadora en los diversos sectores de la existencia, especialmente en los relativos a la familia. Se trata de una tarea prioritaria, fundada en «la certeza de que la evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia doméstica» (Familiaris consortio
FC 65). Es preciso despertar y presentar un frente común, inspirado y apoyado en las verdades centrales de la Revelación, que tenga como interlocutor a la persona y como agente a la familia.

Por eso, los pastores deben tomar cada vez mayor conciencia de que la pastoral familiar exige agentes con una esmerada preparación y, además, estructuras ágiles y adecuadas en las Conferencias episcopales y en las diócesis, que sirvan como centros dinámicos de evangelización, de diálogo y de acciones organizadas conjuntamente, con proyectos bien elaborados y planes pastorales.

Al mismo tiempo, deseo apoyar todo esfuerzo encaminado a promover estructuras organizativas adecuadas, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, que asuman la tarea de entablar un diálogo constructivo con las instancias políticas, de las que depende en buena medida el destino de la familia y de su misión al servicio de la vida. Encontrar los caminos oportunos para seguir proponiendo con eficacia al mundo los valores fundamentales del plan de Dios, significa comprometerse en la defensa del futuro de la humanidad.

Una nueva evangelización

5. Además de iluminar y reforzar la presencia de la Iglesia como levadura, luz y sal de la tierra, para que no se descomponga la vida de los hombres, es necesario dar prioridad a programas de pastoral que promuevan la formación de hogares plenamente cristianos, y acrecienten en los esposos la generosidad de encarnar en sus propias vidas las verdades que la Iglesia propone para la familia humana.

La concepción cristiana del matrimonio y de la familia no modifica la realidad creatural, sino que eleva aquellos componentes esenciales de la sociedad conyugal: comunión de los esposos que generan nuevas vidas, las educan e integran en la sociedad, y comunión de las personas como vínculo firme entre los miembros de la familia.

6. Hoy, en este Centro de congresos —Río Centro—, invoco sobre vosotros, cardenales, arzobispos y obispos, representantes de las diversas Conferencias episcopales del mundo entero, y sobre los delegados del Congreso teológico-pastoral y sus familias, la luz y el calor del Espíritu Santo. A él se dirige la Iglesia, para que infunda en todos su presencia santificadora y renueve en la Esposa de Cristo «el celo misionero a fin de que todos lleguen a conocer a Cristo, verdadero Hijo de Dios y verdadero Hijo del hombre» (cf. Oración para el primer año de preparación al gran jubileo del año 2000). Mañana celebraremos en el estadio de Maracaná el Acto de testimonio, junto con todos vosotros que habéis traído aquí la inmensa riqueza, las preocupaciones y las esperanzas de vuestras Iglesias y vuestros pueblos, y que servirá de marco para la eucaristía del domingo, en la explanada de Flamengo, durante la cual viviremos, a la luz de la fe, el misterio del Pan vivo que bajó del cielo, el maná de las familias que van en peregrinación hacia Dios.

Hago votos para que, por la mediación de la santísima Virgen María, los frutos de este encuentro hallen corazones bien dispuestos a acoger las luces del Altísimo, con renovado celo misionero, de cara a una nueva evangelización de la familia y de toda la sociedad humana. Que el Espíritu del Padre y del Hijo, que es también el Espíritu-Amor, nos conceda a todos la bendición y la gracia que deseo transmitir a los hijos e hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.





VIAJE APOSTÓLICO A RÍO DE JANEIRO


DURANTE EL ENCUENTRO CON LAS FAMILIAS


EN EL ESTADIO MARACANÁ


Río de Janeiro, 4 de octubre de 1997


1. Queridas familias reunidas aquí, en Río de Janeiro, procedentes de todos los pueblos y de todas las naciones; amadas familias del mundo entero que, a través de la radio y la televisión, seguís este encuentro, os doy la bienvenida y os saludo a todas con particular cariño y os bendigo.

257 Os agradezco sinceramente esta calurosa manifestación de fe y alegría que nos habéis querido ofrecer hoy, para ayudarnos a reflexionar en el hecho de que la familia es realmente don y compromiso en defensa de la persona y de la vida, así como esperanza de la humanidad. También el arte es un instrumento al servicio del mensaje del amor comprometido y de la vida, maravilloso don de Dios. Nos habéis hecho partícipes de lo que Dios, autor del matrimonio y Señor de la vida, ha realizado en vosotros. Y también habéis dado testimonio de lo que habéis conseguido con su gracia.
¿No es verdad que el Señor, en las más diversas situaciones, incluso en medio de las tribulaciones y las dificultades, siempre os ha acompañado? Sí. El Señor de la alianza, que vino a buscaros y os ha encontrado, siempre os ha acompañado en vuestro camino. Dios nuestro Señor, el autor del matrimonio que os ha unido, os ha colmado abundantemente con la riqueza de su amor, para vuestra felicidad.

Quisiera recoger aquí, en una breve síntesis, los temas sobre los que habéis reflexionado, después de una intensa preparación catequística de acuerdo con el Magisterio de la Iglesia, en las reuniones de familias, en las diócesis, en las parroquias, en los movimientos y en las asociaciones. Sin duda, ha sido una preparación estupenda, cuyos frutos traéis hoy aquí, para provecho y alegría de todos.

La auténtica felicidad

2. La familia es patrimonio de la humanidad, porque a través de ella, de acuerdo con el designio de Dios, se debe prolongar la presencia del hombre sobre la tierra. En las familias cristianas, fundadas en el sacramento del matrimonio, la fe nos hace ver de modo admirable el rostro de Cristo, esplendor de la verdad, que colma de luz y alegría los hogares que viven de acuerdo con el Evangelio.

Por desgracia, hoy se está difundiendo en el mundo un engañoso mensaje de felicidad imposible e inconsistente, que conlleva sólo desolación y amargura. La felicidad no se consigue por el camino de la libertad sin la verdad, porque se trata del camino del egoísmo irresponsable, que divide y corroe a la familia y a la sociedad.

¡No es verdad que los esposos, como si fueran esclavos condenados a su propia fragilidad, no pueden permanecer fieles a su entrega total, hasta la muerte! El Señor, que os llama a vivir en la unidad de «una sola carne», unidad de cuerpo y alma, unidad de la vida entera, os da la fuerza para una fidelidad que ennoblece y hace que vuestra unión no corra el peligro de una traición, que priva de la dignidad y de la felicidad e introduce en el hogar división y amargura, cuyas principales víctimas son los hijos. La mejor defensa del hogar está en la fidelidad, que es un don de Dios, fiel y misericordioso, en un amor redimido por él.

Defensa de la familia

3. Quisiera, una vez más, lanzar aquí un clamor de esperanza y de liberación.

Familias de América Latina y del mundo entero, no os dejéis seducir por ese mensaje de mentira que degrada a los pueblos, atenta contra sus mejores tradiciones y valores, y hace caer sobre los hijos un cúmulo de sufrimientos y de infelicidad. La causa de la familia dignifica al mundo y lo libera en la auténtica verdad del ser humano, del misterio de la vida, don de Dios, del hombre y la mujer, imágenes de Dios. Hay que luchar por esa causa para asegurar vuestra felicidad y el futuro de la familia humana.

Desde aquí, en esta tarde, en que familias de todas las partes del mundo estrechan sus manos, como en una inmensa corona de amor y de fidelidad, lanzo esta invitación a cuantos trabajan en la edificación de una nueva sociedad en la que reine la civilización del amor: defended, como don precioso e insustituible, ¡don precioso e insustituible!, vuestras familias; protegedlas con leyes justas que combatan la miseria y el azote del desempleo y que, a la vez, permitan a los padres que cumplan con su misión. ¿Cómo pueden los jóvenes crear una familia si no tienen con qué mantenerla? La miseria destruye la familia, impide el acceso a la cultura y a la educación básica, corrompe las costumbres, daña en su propia raíz la salud de los jóvenes y los adultos. ¡Ayudadlas! En esto se juega vuestro futuro.

258 Existen en la historia moderna numerosos fenómenos sociales que nos invitan a hacer un examen de conciencia sobre la familia. En muchos casos hay que reconocer con vergüenza que se han producido errores y desvaríos. ¿Cómo no denunciar aquellos comportamientos, motivados por el desenfreno y la irresponsabilidad, que conducen a tratar a los seres humanos como a simples cosas o instrumentos del placer pasajero y vacío? ¿Cómo no reaccionar ante la falta de respeto, la pornografía y toda clase de explotación, de las que en muchos casos los niños pagan el precio más caro?

Las sociedades que se despreocupan de la infancia son inhumanas e irresponsables. Los hogares que no educan íntegramente a sus hijos, que los abandonan, cometen una gravísima injusticia, de la que deberán rendir cuentas ante el tribunal de Dios. Sé que no pocas familias, a veces, son víctimas de situaciones que las superan. En esos casos, es preciso apelar a la solidaridad de todos, porque los niños acaban sufriendo todas las formas de pobreza: la de la miseria económica y, sobre todo, de la miseria moral, que da origen al fenómeno al que me referí en la Carta a las familias: Hay muchos huérfanos de padres vivos (n. 14).

Como recordó el cardenal presidente del Consejo pontificio para la familia, para servir de símbolo de una caridad efectiva y fruto del I Encuentro mundial con las familias celebrado en Roma, se ha realizado en Ruanda una «Ciudad de los niños», construida con la ayuda de muchas personas y de algunas generosas instituciones; y se está construyendo otra en Salvador de Bahía, en los mismos barrios pantanosos que visité y donde dirigí un llamamiento a la esperanza y a la promoción humana, durante mi primera visita apostólica a Brasil, en julio de 1980. Este esfuerzo conlleva un mensaje y una invitación que dirijo a toda la humanidad, mediante vosotras, familias del mundo entero: acoged a vuestros hijos con amor responsable; defendedlos como un don de Dios, desde el instante en que son concebidos, en que la vida humana nace en el seno de la madre; que el crimen abominable del aborto, vergüenza de la humanidad, no condene a los niños concebidos a la más injusta de las ejecuciones: la de los seres humanos más inocentes. ¡Cuántas veces escuchamos de labios de la madre Teresa de Calcuta esta proclamación del inestimable valor de la vida desde su concepción en el seno materno y contra cualquier acto de supresión de la vida! La escuchamos todos durante el Acto de testimonio en el I Encuentro mundial celebrado en Roma. La muerte ha hecho enmudecer esos labios, pero el mensaje de la madre Teresa en favor de la vida sigue más vibrante y convincente que nunca.

El porvenir de la humanidad

4. En este estadio, que, gracias al juego de luces, parece convertido en vidrieras de una inmensa catedral, la celebración de hoy quiere impulsar a todos a un compromiso grande y noble, sobre el que invocamos la ayuda de Dios todopoderoso:

Por las familias, para que, unidas en el amor de Cristo, organizadas pastoralmente, presentes activamente en la sociedad, comprometidas en su misión de humanización, liberación, construcción de un mundo de acuerdo con el corazón de Cristo, sean realmente la esperanza de la humanidad.

Por los hijos, para que crezcan como Jesús en el hogar de Nazaret. En el seno de las madres duerme la semilla de la nueva humanidad. En el rostro de los niños resplandece el futuro, el futuro milenio, el porvenir que está en las manos de Dios.

Por los jóvenes, para que se esfuercen con gran entusiasmo por preparar su familia de mañana, educándose a sí mismos en el amor verdadero, que es apertura a los demás, capacidad de escuchar y responder, compromiso de entrega generosa, incluso a costa del sacrificio personal, y disponibilidad a la comprensión recíproca y al perdón.

Ayer, hablando en Río Centro, di gracias a Río de Janeiro porque me dio una gran inspiración. Aquí hay una arquitectura divina y una arquitectura humana que se complementan admirablemente. Esto me ha dado una inspiración: armonizar admirablemente las familias, los matrimonios en el plano divino y en el plano humano. Las arquitecturas divina y humana se complementan son justas y necesarias estas dos palabras: amor y responsabilidad. Llegué ya a esta conclusión hace cincuenta años: amor y responsabilidad. Se trata de un verdadero principio para armonizar las arquitecturas, divina y humana, del matrimonio y de la familia.

Testigos de Cristo

5. Familias del mundo entero, deseo concluir renovando un llamamiento: Sed testigos vivos de Cristo, que es «el camino, la verdad y la vida» (cf. Carta a las familias, 23). Dejad que vuestro corazón acoja los frutos del Congreso teológico-pastoral que acaba de concluir. Y que la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y de nuestro Señor Jesucristo estén con todos vosotros (cf.
2Co 1,2).

259 María, Reina de la familia, Sede de la sabiduría, esclava del Señor, ¡ruega por nosotros! ¡Ruega por nosotros, ruega por los jóvenes, ruega por las familias! Amén.





Discursos 1997 251