Discursos 1997 274

274 2. «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» (Mc 10,17). Esta es la pregunta que parece recorrer los pensamientos de este joven, siempre en busca de la perfección cristiana. «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). A la invitación del Señor, él, dotado de fe y caridad profunda, respondió con alegría, entregándose completamente a Cristo pobre, humilde y casto, y entrando en la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. Él mismo, que sufría una enfermedad contraída en zona de guerra, al abrazar el carisma de san Juan de Dios logró vivir plenamente su deseo de anunciar y testimoniar a los enfermos el evangelio de Cristo crucificado y resucitado.

Como el Maestro divino, sintió la urgencia del «desierto» y de la oración (cf. Mc Mc 1,35), para poder servir después a sus hermanos, especialmente a los enfermos y a los que sufrían. «Tengo necesidad de recogerme un poco dentro de mí en la presencia del Señor, para que mi alma no se vuelva árida y se pierda en estériles y dañosas preocupaciones externas», escribía en una de sus cartas. Esta necesidad lo llevaba a vivir constantemente unido al Señor, a permanecer durante mucho tiempo ante el Sagrario y a cultivar una tierna devoción a la Virgen. En la escuela del Evangelio, se convirtió en signo vivo de la misericordia de Dios para cuantos lo conocieron y, sobre todo, para las personas a las que asistía, siempre dispuesto a ver en los enfermos a Cristo sufriente, a arrodillarse en el umbral de las casas en las que reinaba el dolor y a irse rápidamente, sin esperar ninguna recompensa.

Habiendo elegido cumplir hasta el fondo la voluntad del Padre, a imitación de su Señor, vivió también la enfermedad y la muerte como acto supremo de obediencia y amor.

3. ¿Cómo no acoger el mensaje contenido en el maravilloso camino de santidad de Ricardo Pampuri, que las celebraciones del centenario de su nacimiento vuelven a proponer de modo elocuente?

A los hermanos de la orden a la que perteneció, llamados a servir a Cristo en los enfermos, el testimonio de este joven médico cirujano les indica que la unión con Dios debe alimentar constantemente la vida religiosa y la actividad apostólica.

A los laicos que trabajan en las estructuras hospitalarias, san Ricardo Pampuri, médico enamorado de su misión entre los enfermos, les propone amar la propia profesión y vivirla como vocación. Él, que en el cuidado de quienes sufren no separó jamás ciencia y fe, compromiso civil y espíritu apostólico, invita a todo agente sanitario a tener en cuenta siempre la dignidad de la persona humana, para ejercer el «deber diario » con el espíritu del buen samaritano.

El testimonio que dio en la enfermedad que lo llevó a la muerte, alienta a cuantos sufren a no perder la confianza en Dios; por el contrario, los exhorta a acoger también en la prueba el proyecto de amor del Señor.

Mientras invoco la protección especial de san Ricardo Pampuri, oro a fin de que las celebraciones jubilares de su nacimiento y todo el programa espiritual y cultural preparado para dicha fiesta constituyan para todos una ocasión de renovado compromiso en la vida cristiana, en las relaciones interpersonales y en el servicio a los enfermos.

Ojalá que quienes visiten las reliquias de san Ricardo Pampuri sigan el ejemplo de san Juan de Dios, fundador de esta orden hospitalaria, con el radicalismo y la generosidad que aquel testimonió hasta su muerte.

Con estos deseos, le imparto una especial bendición apostólica a usted, a sus hermanos, a las religiosas colaboradoras, a los agentes sanitarios y a los enfermos.

Vaticano, 22 de octubre de 1997






A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE INGLATERRA Y GALES


EN VISITA «AD LIMINA»


275

Jueves 23 de octubre de 1997



Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

1. En el amor del Señor Jesús os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Inglaterra y Gales, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, y extiendo mi cordial saludo a los sacerdotes, a los diáconos, a lo religiosos y a los fieles laicos de las Iglesias particulares que presidís con amor. Este año se celebra el 1400 aniversario de la llegada a Gran Bretaña de san Agustín, el apóstol de Inglaterra, cuya labor entre los anglosajones puso las bases del posterior crecimiento del cristianismo en vuestro país. Así, este encuentro está relacionado de una forma muy concreta con aquellos acontecimientos de hace catorce siglos. Los vínculos de comunión eclesial establecidos entonces entre la Sede apostólica y la parte de la Iglesia universal confiada a vuestra solicitud han sobrevivido a las vicisitudes de la historia y se expresan y renuevan intensamente con vuestra visita, uno de cuyos momentos principales es vuestra profesión de fe ante las tumbas de los príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo. Habéis venido para «ver a Pedro» (cf. Ga Ga 1,18) en la persona de su Sucesor en la Sede de Roma, esta «Iglesia mayor y más antigua » (san Ireneo, Adv. Haer. , III, III 3,2). De esta forma, vuestra visita testimonia el ministerio único de unidad que el Obispo de Roma ejerce para el bien de toda la grey de Cristo (cf. Jn Jn 21,15-17), y la responsabilidad común que tenemos como obispos «por todas las Iglesias » (2Co 11,28).

La imagen de la primitiva comunidad cristiana descrita en los Hechos de los Apóstoles —«acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (2, 42)—, nos recuerda que la Iglesia es una comunidad de amor de creyentes congregados alrededor de los Apóstoles y de sus sucesores, y fundada constantemente en una unidad de fe, disciplina y vida con la fuerza del Espíritu Santo. De modo particular, el Señor ha confiado al Colegio episcopal la tarea de construir la koinonía y, por tanto, debemos alentar siempre al pueblo de Dios a ser «un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32). Es importante que, a los ojos de la Iglesia y del mundo, nosotros, los pastores, estemos unidos con «lazos de unidad, de amor y de paz» (Lumen gentium LG 22), para guiar a los fieles hacia una unión más profunda con Dios uno y trino (cf. 1Jn 1,3) y hacia una comunión recíproca en el Cuerpo de Cristo (cf. 1Co 10,16). Con espíritu de confianza evangélica, debemos esforzarnos para que nuestra comunión sea cada vez más profunda y cordial.

2. La cercanía del gran jubileo constituye una invitación apremiante para que los pastores de la Iglesia guíen a las comunidades que les han sido confiadas en una peregrinación espiritual al centro mismo del Evangelio. Nuestro camino hacia el año 2000 debería ser una genuina búsqueda de conversión y reconciliación, purificándonos de nuestros errores del pasado y de nuestras actitudes de infidelidad, incoherencia y lentitud para actuar (cf. Tertio millennio adveniente TMA 33). Ciertamente, no basta hacer declaraciones públicas de arrepentimiento por los errores del pasado. Debemos recordarnos a nosotros mismos y recordar a los fieles la naturaleza radicalmente personal del arrepentimiento y de la conversión necesarios. La alegría del jubileo es siempre, «de un modo particular, el gozo por la remisión de las culpas, la alegría de la conversión» (ib., 32). En este sentido, es una ocasión para ayudar a los fieles a redescubrir el verdadero «sentido del pecado» (cf. 1Jn 1,8), guiándolos a una renovada estima de la belleza y de la alegría del sacramento de la penitencia (cf. Pastores dabo vobis PDV 48). Si en la predicación, en la catequesis y en los programas y proyectos de pastoral diocesana se insiste en el sacramento de la reconciliación, se producirá una renovación de la práctica sacramental. El mejor catequista de la reconciliación es el sacerdote que recurre regularmente a este sacramento. Los sacerdotes que se dedican al ministerio de la reconciliación saben que se trata de una tarea exigente y, a menudo, agotadora, pero es «uno de los más hermosos y consoladores ministerios del sacerdote » (Reconciliatio et paenitentia RP 29). Por otra parte, en cierto sentido, los fieles tienen derecho a disponer en su parroquia de horarios fijos para el sacramento de la penitencia y a encontrar sacerdotes siempre disponibles para recibir a las personas que llegan para confesarse.

3. La parroquia sigue siendo el lugar donde los fieles se reúnen normalmente como una familia, para escuchar la palabra salvífica de Dios, para celebrar los sacramentos con dignidad y reverencia, y para inspirarse y fortalecerse en su misión de consagrar el mundo mediante la santidad, la justicia y la paz. La parroquia hace presente el misterio de la Iglesia como una comunidad orgánica, en la que «el párroco —que representa al obispo diocesano— es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular» (Christifideles laici CL 26). Otras instituciones, organizaciones y asociaciones son signos de vitalidad, instrumentos de evangelización y levadura de vida cristiana, en la medida en que contribuyen a la construcción de la comunidad local en la unidad de fe y de vida eclesial. Toda comunidad en la que los fieles se reúnen para el alimento espiritual y las obras de servicio eclesial, debe estar completamente abierta a «la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ep 4,3), unidad que implica un nexo orgánico con la Iglesia particular, en la que se garantiza el carácter eclesial de la comunidad y se realizan sus carismas.

Los pastores tienen el deber de fomentar los «carismas, los ministerios, las varias formas de participación del pueblo de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II» (Tertio millennio adveniente TMA 36). En el documento The sign we give, aprobado por vuestra Conferencia en 1995, habéis reconocido la necesidad de fortalecer «el ministerio de colaboración» entre los obispos, los sacerdotes, los religiosos y los laicos, para que, tanto en la vida diocesana como en la parroquial, sea cada vez más manifiesta la auténtica comunión en la misión. Trabajar juntos con una genuina «comunión en el Evangelio » (Ph 1,5), implica mucho más que una distribución de tareas para responder a necesidades prácticas. Tiene su fundamento en los sacramentos de la iniciación cristiana (cf. Christifideles laici CL 23) y exige tomar conciencia de los diversos dones que el Espíritu confía a todo el Cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12,4-13). Precisamente por esta razón, también exige claridad teológica y práctica con respecto a lo que es específico del sacerdocio ministerial. ¿No es verdad que cuanto más se profundiza el sentido propio de la vocación de los laicos, tanto más éstos reconocen la consagración sacramental del sacerdote y su papel específico en la promoción «del sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena realización eclesial»? (Pastores dabo vobis PDV 17).

4. Vuestros sacerdotes son la gran obra de vuestro ministerio episcopal. En cada aspecto y fase de su vida sacerdotal deben ser objeto de vuestra oración y de vuestra solicitud amorosa. Desde vuestra última visita ad limina, se ha realizado la visita apostólica a los seminarios de Inglaterra y Gales, y se ha confirmado que hoy, quizá más que en el pasado, los candidatos necesitan orientación en el ámbito de su desarrollo y de su formación humana, especialmente en lo que atañe a las relaciones interpersonales en general, a la castidad y al celibato, y a todas las actitudes y cualidades que los llevarán a convertirse en seres humanos maduros y bien equilibrados, capacitados para las relaciones con los demás y dotados psicológicamente para las exigencias de su vida y su labor sacerdotal. Para prepararse al sacerdocio de acuerdo con el espíritu de Cristo y de su Iglesia, necesitan asimilar profundamente la formación humana, espiritual, académica y pastoral. Es significativo que vuestra Conferencia esté revisando el documento Charter for priestly formation, una revisión que tiene en cuenta la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis y los importantes documentos publicados por la Santa Sede con el deseo de presentar la manera como la Iglesia entiende el ministerio sagrado: como una configuración sacramental con Jesucristo, que capacita al sacerdote para actuar in persona Christi capitis y en nombre de la Iglesia.

La visita también constató la cooperación específica de los miembros del laicado, tanto hombres como mujeres, en la formación de los sacerdotes. Esta cooperación dará los resultados esperados, con tal de que esté «oportunamente coordinada e integrada» con la obra de los principales responsables de la formación de los seminaristas (cf. Pastores dabo vobis PDV 66). Siempre es necesario distinguir entre la formación específica de los seminaristas que se preparan para las órdenes sagradas, y los cursos ofrecidos a quienes ejercerán otros ministerios en la Iglesia. La formación sacerdotal no busca sólo, o principalmente, desarrollar habilidades pastorales, sino formar actitudes, los mismos sentimientos de Jesucristo (cf. Flp Ph 2,5), en quienes representarán al eterno y sumo Sacerdote.

Y no podemos menos de mencionar la importancia que tiene la oración ferviente y continua, especialmente en la familia y en las parroquias, para el aumento de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. El apostolado de las vocaciones depende en gran medida del apostolado de la oración. Como el discípulo Andrés, que llevó a su hermano Simón a Jesús (cf. Jn Jn 1,40-42), el obispo tiene la responsabilidad personal de promover nuevas vocaciones al servicio del Señor. Además de alentar a los sacerdotes y a los religiosos a hacer todo lo posible en este campo, también debería apoyar los programas específicos orientados a poner en contacto a los jóvenes con el seminario y con las diferentes formas de vida consagrada. Para este fin es esencial contar con la colaboración de sacerdotes y personas consagradas que, efectivamente, proyecten una imagen positiva de su vocación.

276 5. Los fieles buscan en vosotros, como obispos individualmente y como Conferencia, una guía espiritual y moral que les ayude a responder a los complejos interrogantes que la sociedad actual les plantea a ellos y a sus familias. Esperan que sus guías espirituales sean capaces de compartir con ellos las «razones de la esperanza» (cf. 1P 3,15), una esperanza que deriva de la verdad sobre el hombre en cuanto criatura amada por Dios, redimida por la sangre de Cristo y destinada a la comunión eterna con él en el cielo; la verdad sobre la dignidad del hombre y, por tanto, sobre su responsabilidad ante la vida y ante el mundo en el que vive.

Hoy se tiende a considerar la vida humana con una «mentalidad consumista». La vida sólo tiene valor si es útil de alguna manera, o si puede procurar satisfacción y placer. Se rechaza el sufrimiento como un mal sin sentido, que hay que evitar a toda costa. Los grupos de presión tratan de hacer que la opinión pública apruebe el aborto y la eutanasia como soluciones moralmente aceptables para los problemas de la vida. A quienes pretenden dar base legal al así llamado «derecho a morir con dignidad », la Iglesia no puede menos de replicarles que los cristianos tienen la clara obligación de rechazar una legislación que ponga en peligro la vida humana o que lesione su dignidad (cf. Evangelium vitae EV 72). Como obispos, debemos enseñar que la atención responsable a la vida exige que todos respeten la diferencia médica, moral y ética entre curación, usando todos los medios ordinarios para proteger la vida desde su concepción natural hasta su fin natural, y asesinato. Frente al reciente progreso de la biotecnología, con implicaciones morales muy delicadas, toda la Iglesia, guiada por el Colegio episcopal en unión con el Papa, debe proclamar firme y claramente que la investigación científica sólo es fiel a sí misma como actividad humana cuando respeta el orden ético inscrito por el Creador en el corazón del hombre (cf. Rm Rm 2,15).

6. Asimismo, cuando habláis abiertamente contra la injusticia y animáis a los fieles laicos a ser «la sal de la tierra» (Mt 5,13), afirmáis que la auténtica renovación de la vida social y política se basa en el orden moral revelado en la creación (cf. Rm Rm 2,15) e iluminado por el misterio de Cristo, en quien «todo tiene su consistencia» (Col 1,17). La difusión de la doctrina social de la Iglesia realmente «forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia» (Sollicitudo rei socialis SRS 41). El gran jubileo del año 2000 conlleva la exigencia de que «los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del mundo» (Tertio millennio adveniente TMA 51), y ofrece a la Iglesia en Inglaterra y Gales la ocasión de sellar una nueva alianza con los pobres, los necesitados, los que sufren, los abandonados y, especialmente, con aquellos cuya vida está amenazada en el seno de su madre o que se hallan marginados y se les considera un peso en su ancianidad. Os exhorto a insistir, con los fieles y con toda la sociedad, en el deber de ver en todas y cada una de las personas una «manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria» (Evangelium vitae EV 34).

7. Vuestro servicio de comunión eclesial os lleva necesariamente a un diálogo leal y respetuoso con quienes no están en plena comunión con la Iglesia católica.Habéis acogido el urgente llamamiento de la carta encíclica Ut unum sint, en la que afirmé que el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los cristianos «pertenece orgánicamente a la vida y a la acción [de la Iglesia] y debe, en consecuencia, inspirarlas » (n. 20). El camino ecuménico presenta dificultades y fracasos aparentes, entre los que hay que incluir la decisión de la Iglesia de Inglaterra de admitir a las mujeres al ministerio ordenado. Mientras continuáis buscando con los miembros de otras comunidades cristianas una comprensión más profunda de la naturaleza del ministerio y de la autoridad magisterial de la Iglesia, estáis llamados a explicar las razones por las que la Iglesia católica sostiene que no tiene autoridad para cambiar algo tan fundamental en toda la tradición cristiana (cf. Ordinatio sacerdotalis, 4). Es preciso ayudar a los fieles a comprender que esta enseñanza no discrimina a las mujeres, puesto que el sacerdocio no es un «derecho» o un «privilegio», sino una vocación que nadie se arroga, sino a la que se es «llamado por Dios, lo mismo que Aarón» (He 5,4). Por otra parte, es urgente que la comunidad eclesial promueva una mayor estima de los dones específicos de la mujer y la prepare para participar más activamente en funciones de responsabilidad en la Iglesia (cf. Carta a las mujeres, 11 y 12). A este respecto, debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance, confiando en que la Iglesia del tercer milenio encuentre nuevas formas para que «el genio femenino » construya el Cuerpo de Cristo.

8. Queridos hermanos en el episcopado, pido fervientemente a Dios que vuestra visita a las tumbas de los santos apóstoles Pedro y Pablo os aliente a perseverar en la obra de Cristo, el eterno Sacerdote, el Pastor y guardián de nuestras almas (cf. 1P 2,25). «Os llevo en mi corazón, partícipes como sois todos de mi gracia (...), en la defensa y consolidación del Evangelio» (Ph 1,7). Como obispos, obedeciendo a la única verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32), a menudo estamos llamados a repetir las «palabras duras» (cf. Jn 6,60) e indicar la «entrada estrecha y el camino angosto que lleva a la vida» (cf. Mt Mt 7,14). Tratemos de hacerlo con compasión y respeto a toda persona. Tenemos que caminar con nuestros hermanos y hermanas, amando a todos los que se sienten afligidos por la flaqueza humana y reconociendo en los pobres y en los que sufren la imagen de nuestro Señor y Maestro pobre y sufriente (cf. Lumen gentium LG 8). Nuestra esperanza y nuestra confianza se fundan siempre en la fuerza del Señor resucitado. Invocando una abundante efusión del Espíritu Santo sobre vosotros y sobre quienes están confiados a vuestro cuidado pastoral, os encomiendo a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y os imparto cordialmente mi bendición apostólica.






A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE



Viernes 24 de octubre de 1997




Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Es para mí motivo de gran alegría encontrarme con vosotros al término de vuestra asamblea plenaria. Así, tengo la posibilidad de manifestaros mis sentimientos de profunda gratitud y de viva estima por el trabajo que vuestro dicasterio realiza al servicio del ministerio de unidad, encomendado de modo especial al Romano Pontífice, y que se expresa principalmente como unidad de fe, sostenida y constituida por el sagrado depósito, cuyo primer custodio y defensor es el Sucesor de Pedro (cf. Pastor bonus ).

Agradezco al señor cardenal Joseph Ratzinger las cordiales palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre y la exposición de los temas que han sido objeto de examen durante la plenaria. Os habéis dedicado, en particular, a profundizar en las categorías de verdad mencionadas en la conclusión de la nueva fórmula de la Profesión de fe, publicada por esta Congregación en 1989, y a reflexionar sobre el fundamento antropológico y cristológico de la moral, a la luz de los principios confirmados en la encíclica Veritatis splendor.

Deseo, asimismo, expresar mi satisfacción por la positiva conclusión de la obra de revisión del texto de la Agendi ratio in doctrinarum examine, que constituye un instrumento ciertamente útil para ofrecer una estructuración cada vez más adecuada del procedimiento de examen de los escritos que parecen contrarios a la fe.

277 2. Quisiera ahora detenerme brevemente en los principales asuntos que habéis discutido en vuestra asamblea. La profundización del orden de las categorías de verdad de la doctrina cristiana, del tipo de consentimiento debido, de las fórmulas para proponer su adhesión, está en continuidad con el tema que fue objeto de consideración en la anterior plenaria: el valor y la autoridad de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia al servicio de la verdad de la fe y como fundamento estable de la investigación teológica.

En esa ocasión os recordé que «para una comunidad que se funda esencialmente en la adhesión compartida a la palabra de Dios y en la consiguiente certidumbre de vivir en la verdad, la autoridad en la determinación de los contenidos en los que hay que creer y profesar es algo a lo que no se puede renunciar. Que la autoridad incluya grados diversos de enseñanza ha sido afirmado claramente en los dos recientes documentos de la Congregación para la doctrina de la fe: la Professio fidei y la instrucción Donum veritatis. Esta jerarquía de grados no se debería considerar un impedimento, sino un estímulo para la teología» (n. 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de diciembre de 1995, p. 2).

Volver a estudiar este tema con especial atención contribuye a la explicación más profunda de los diversos grados de adhesión de los fieles a las doctrinas enseñadas por el Magisterio, para que su significado y su alcance originarios se perciban y conserven siempre de manera íntegra. Al mismo tiempo, ayuda a hacer que sea cada vez más clara la conexión de las diversas verdades de la doctrina católica con el fundamento de la fe cristiana.

También gracias a la elaboración de una clarificación en este sentido, que vuestra Congregación ha llevado a cabo durante estos días, los obispos, los cuales heredan de los Apóstoles la tarea de «magisterio y gobierno pastoral», que deben ejercer siempre en comunión con el Romano Pontífice (cf. Lumen gentium
LG 22), podrán disponer en el futuro de un nuevo instrumento para conservar y promover el depósito de la fe en favor de todo el pueblo de Dios.

3. Singular importancia, además, habéis atribuido a las cuestiones morales, cuyo horizonte se despliega a lo largo de todo el arco de la existencia del hombre.

A este respecto, ya en mi primera carta encíclica Redemptor hominis afirmé que «la Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya "suerte", es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidas a Cristo» (n. 14).

Los graves problemas que, con una urgencia cada vez más apremiante, exigen una respuesta de acuerdo con la verdad y el bien, sólo pueden encontrar un solución auténtica si se recupera el fundamento antropológico y cristológico de la vida moral cristiana. En efecto, el Hijo de Dios encarnado es la norma universal y concreta del obrar cristiano: «Él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento; da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn Jn 13,34-35)» (Veritatis splendor VS 15). Así pues, por la gracia, todo hombre participa de la verdad y del bien en Cristo, imagen de Dios invisible (cf. Col Col 1,15), y en la adhesión a su seguimiento es capacitado para actuar con la libertad de hijo.

En el servicio que vuestro dicasterio presta al Sucesor de Pedro y al magisterio de la Iglesia, contribuís a hacer que la libertad permanezca siempre y exclusivamente «en la verdad», ayudando a la conciencia de todos los hombres, y de los discípulos de Cristo en particular, para que no se aparte del camino que lleva al auténtico bien del hombre.

El bien de la persona consiste en estar en la verdad y en hacer la verdad en la caridad. La cultura contemporánea parece haber perdido, en gran parte, este nexo esencial entre «verdad-bien- libertad» y, por tanto, llevar nuevamente al hombre a descubrirlo es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia, llamada a trabajar por la salvación del mundo.

Esforzándoos por aclarar cada vez más el fundamento antropológico y cristológico originario de la vida moral, contribuiréis ciertamente a promover la formación de la conciencia de numerosos hermanos nuestros, como afirma el concilio Vaticano II en la declaración Dignitatis humanae: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (n. 14).

4. Me complace hoy, en particular, concluir este encuentro con vosotros, recordando a santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, a quien tuve la alegría de proclamar solemnemente doctora de la Iglesia el domingo pasado.

278 El testimonio y el ejemplo de esta joven santa, patrona de las misiones y doctora de la Iglesia, ayudan a comprender que existe una unidad muy íntima entre la tarea de la inteligencia y de la comprensión de la fe y la tarea propiamente misionera de anunciar el evangelio de la salvación. La fe por sí misma ha de hacerse comprensible y accesible a todos. Por eso, la misión cristiana tiende siempre a dar a conocer la verdad, y el verdadero amor al prójimo se manifiesta en su forma más plena y profunda cuando quiere dar al prójimo lo que el hombre necesita más radicalmente: el conocimiento de la verdad y la comunión con ella. Y la verdad suprema es el misterio de Dios uno y trino, revelado definitiva e insuperablemente en Cristo. Cuando el anhelo misionero comienza a apagarse, se debe sobre todo a que se está perdiendo el celo y el amor a la verdad, que la fe cristiana permite encontrar.

Por otra parte, el conocimiento de la verdad cristiana recuerda íntimamente y exige interiormente el amor a Aquel a quien ha dado su asentimiento. La teología sapiencial de santa Teresa del Niño Jesús muestra el camino real de toda reflexión teológica e investigación doctrinal: el amor, del que «dependen la Ley y los profetas», es amor que tiende a la verdad y, de este modo, se conserva como auténtico ágape con Dios y con el hombre. Es importante que la teología recupere hoy la dimensión sapiencial, que integra el aspecto intelectual y científico con la santidad de vida y la experiencia contemplativa del misterio cristiano. Así, santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, con su sabia reflexión alimentada en las fuentes de la sagrada Escritura y de la divina Tradición, plenamente fiel a las enseñanzas del Magisterio, indica a la teología actual el camino que tiene que recorrer para llegar al corazón de la fe cristiana.

Amadísimos hermanos y hermanas, congratulándome con vosotros por vuestra dedicación y por el valioso ministerio que desempeñáis al servicio de la Sede apostólica y en favor de toda la Iglesia, invoco sobre cada uno la especial protección de María, Sede de la Sabiduría, y de santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Os acompañe también mi bendición, que os imparto de corazón a todos vosotros, como prenda de afecto y gratitud.






A MÁS DE VEINTE MIL NIÑOS DE ESCUELAS CATÓLICAS DE ROMA


Sábado 25 de octubre de 1997



Os saludo con afecto a todos vosotros, queridos alumnos, padres, profesores y responsables de la escuela católica romana, que habéis venido aquí en vísperas de vuestra cuarta jornada diocesana, que tiene como tema La escuela católica, recurso para todos, compromiso de todos. Dirijo un saludo particular al monseñor vicegerente y a las autoridades que han querido participar en esta importante manifestación.

La escuela católica representa una valiosa propuesta de cultura y formación, enraizada sólidamente en la historia y en el entramado vivo de Roma. A cuantos trabajan en ella con generosidad y entrega —profesores, padres, religiosos y religiosas— va mi más profundo agradecimiento y mi invitación a trabajar incesantemente para que esta institución brille por la seriedad y la calidad de su proyecto educativo.

Exhorto a las familias y a las parroquias a sostenerla con todos los medios a disposición, y a hacer que la misión ciudadana sea ocasión para una colaboración cada vez más intensa entre la escuela católica y la comunidad cristiana.

El hecho de que aún no se hayan reconocido sus derechos en el plano jurídico y económico la perjudica ciertamente, e impide que muchas familias la escojan para sus hijos. Por tanto, espero que se apliquen pronto dichas disposiciones y que los responsables, en todos los niveles, se interesen por este valioso servicio a la infancia y a la juventud.

Vosotros, queridos muchachos y muchachas que sois los principales protagonistas de la escuela católica y podéis contar con una educación rica en valores humanos, culturales y espirituales, poned vuestra preparación y vuestros dones al servicio del Evangelio, convirtiéndoos en misioneros de Cristo entre vuestros coetáneos.

Os agradezco vuestra presencia y os bendigo de corazón a todos.





DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


AL SEÑOR ABDELOUHAB MAALMI,


NUEVO EMBAJADOR DE MARRUECOS ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 25 de octubre de 1997



Señor embajador:

279 1. Me alegra acoger a su excelencia en el Vaticano, en esta circunstancia solemne de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del reino de Marruecos ante la Santa Sede.

Le agradezco sinceramente los saludos que me ha transmitido de parte de su majestad el rey Hasán II. Le ruego que tenga la amabilidad de expresarle mis mejores deseos para su persona, así como para la felicidad y la prosperidad del pueblo marroquí. Pido al Altísimo que acompañe los esfuerzos de cada uno en la obra de edificación de una nación cada vez más fraterna y solidaria.

2. Su majestad el rey, estableciendo ahora en Roma la residencia de su representante ante la Santa Sede, testimonia la importancia que atribuye a la consolidación de los vínculos que existen, desde hace mucho tiempo, entre el reino de Marruecos y la Sede apostólica, para favorecer relaciones cada vez más confiadas. En efecto, en un tiempo que conoce la violencia y la intolerancia en numerosas regiones, es necesario que los responsables de las naciones, así como las autoridades espirituales, se esfuercen por contribuir a edificar sociedades en las que se respete plenamente toda vida humana y la persona ocupe el primer lugar y se la reconozca en toda su dignidad.

3. Señor embajador, usted ha subrayado la larga tradición de apertura y tolerancia de Marruecos. Me complace recordar aquí la visita que realicé a Casablanca hace más de diez a os, y que me permitió dirigirme a la juventud marroquí. En vuestro país católicos y musulmanes tienen numerosas ocasiones de encontrarse para tratar juntos de mejorar la calidad de sus relaciones; así se puede esperar que sigan profundizándose los vínculos de estima recíproca entre los creyentes, para conocerse mejor; esto no puede menos de favorecer una colaboración cada vez mayor al servicio del hombre y de las necesidades de su desarrollo. En efecto, como usted ha subrayado en su alocución, cristianos y musulmanes están llamados a trabajar juntos en la edificación de un mundo de justicia y paz, en la consideración mutua y el reconocimiento de sus puntos de vista. Rindiendo al Altísimo la adoración y la obediencia que le son debidas, también tenemos que testimoniar juntos el respeto debido a todo hombre, creado a imagen de Dios.

4. Por su parte, la Iglesia católica, desde el concilio Vaticano II, se ha comprometido de modo más resuelto por los caminos del encuentro fraterno y de la colaboración con todos los hombres de buena voluntad, y particularmente con los musulmanes. El diálogo que deseamos entre los creyentes debe llevar también a asegurar a cada una de las comunidades la posibilidad de expresar libremente su fe. En efecto, para la Iglesia católica «el respeto y el diálogo requieren, consiguientemente, la reciprocidad en todos los terrenos, sobre todo en lo que concierne a las libertades fundamentales y, en particular, a la libertad religiosa» (Discurso en Casablanca, 19 de agosto de 1985, n. 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de septiembre de 1985, p. 14). Me alegra saber que en Marruecos los católicos gozan de la estima y la confianza de todos, testimoniando así claramente que es posible que los creyentes de tradiciones religiosas diferentes vivan en paz, respetándose mutuamente.

5. En su alocución, se or embajador, usted ha aludido a la situación de Jerusalén. En efecto, sigue siendo una fuente de viva preocupación para los creyentes que viven en esa ciudad, símbolo de la paz que viene de Dios. Deseo ardientemente que los esfuerzos de la comunidad internacional por encontrar una solución justa y adecuada al delicado problema de la ciudad santa alcancen finalmente un resultado feliz, mientras nos preparamos para entrar en el tercer milenio de la era cristiana. Un diálogo leal debe permitir avanzar por este camino, respetando la justicia y los derechos legítimos de todas las comunidades interesadas. También es necesario que las comunidades que se encuentran en los lugares santos de las tres religiones monoteístas puedan vivir allí en concordia, y realizar sus actividades religiosas, educativas y sociales con total libertad, con espíritu de auténtica fraternidad, haciendo así de esa ciudad única la verdadera «Ciudad de la paz». Invoco a Dios omnipotente para que a esa tierra, tan querida al corazón de los creyentes, le llegue finalmente el tiempo de la reconciliación entre hermanos y de la paz definitiva.

6. En esta feliz circunstancia, por medio de usted quisiera expresar a la comunidad católica de Marruecos y a sus pastores mis mejores deseos. Exhorto a todos sus miembros a que, en medio de sus hermanos y hermanas, mediante una colaboración fraterna, sean testigos cada vez más ardientes del amor ilimitado que Dios siente por los hombres. En este tiempo en que la Iglesia se prepara para celebrar el gran jubileo del a o 2000, los invito a crecer en la fe y a vivir en la unidad.

7. Ahora que empieza oficialmente su misión ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos para que la cumpla con éxito. Usted encontrará siempre aquí una acogida atenta y una comprensión cordial por parte de mis colaboradores.

Sobre su excelencia, sobre su familia y sobre todo el pueblo marroquí y sus dirigentes, invoco de corazón la abundancia de las bendiciones del Altísimo.









Discursos 1997 274