Discursos 1997 279


AL SEÑOR TEODOR BACONSKY,


NUEVO EMBAJADOR DE RUMANÍA ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 27 de octubre de 1997



Señor embajador:

280 1. Me alegra acoger a su excelencia con ocasión de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Rumanía ante la Sede apostólica. Este encuentro constituye una nueva etapa en las relaciones entre la Santa Sede y la noble nación rumana, una etapa que abre el camino a un diálogo cada vez más amplio y confiado.

2. Aprecio particularmente los sentimientos con los que empieza su nueva misión, las convicciones manifestadas en las palabras que acaba de dirigirme, así como su atención a la acción del Sucesor de Pedro y de la Sede apostólica en la vida internacional y en las relaciones ecuménicas. Le ruego que transmita a su excelencia el señor Emil Constantinescu, presidente de Rumanía, mis saludos más cordiales. Formulo mis mejores votos para quienes tienen el alto encargo de servir a la nación rumana y para todos los habitantes del país.

3. Desde el mes de diciembre de 1989, Rumanía ha recuperado su autonomía y está desarrollando todos los sectores de actividad, para poner las riquezas nacionales a disposición de todos sus ciudadanos. Me alegro de los esfuerzos que han realizado las autoridades para consolidar las instituciones democráticas y ayudar a todo el pueblo a participar activamente en la vida pública, con justos sentimientos patrióticos. Como todos nuestros contemporáneos, sus compatriotas, especialmente los jóvenes, necesitan recibir una profunda educación moral. Esta formación les proporciona los principios que les sirvan de guía en sus opciones personales, en sus compromisos al servicio de su país y en las relaciones fraternas y solidarias que tienen que desarrollar con todas las personas que viven en el territorio de Rumanía. Tal como usted acaba de subrayar, deben adquirir un sentido profundo de la responsabilidad personal y colectiva. Además, esto permitirá acrecentar el diálogo y el entendimiento entre todos los componentes de la nación, para su unidad interna y su participación activa en la edificación de la gran Europa.

4. Usted conoce la atención que la Santa Sede presta a la dignidad y a la promoción de las personas y los pueblos, así como su deseo de que cada uno ocupe su lugar en la vida nacional e internacional, y aporte su contribución. En su país, como en otras regiones del continente, existen minorías culturales y étnicas, y comunidades humanas que han surgido de la inmigración. Constituyen una riqueza que hay que poner al servicio de todos, puesto que aportan sus características específicas y sus habilidades, participando en el progreso de la nación y en el fortalecimiento de los vínculos entre los hombres. En el seno de una sociedad, cualquier oposición entre grupos de personas, cualquier veleidad de pensar que una comunidad particular procedente del extranjero y deseosa de integrarse representa un peligro, no puede menos de debilitar al país y a sus instituciones, tanto dentro como fuera de sus fronteras.

5. Aunque en Rumanía son mayoría los ortodoxos, los católicos constituyen una comunidad viva. Se esfuerzan por ponerse al servicio de sus hermanos mediante sus compromisos en todos los campos de la vida social. En particular, mediante sus instituciones caritativas, signos del amor que Cristo manifestó a los hombres de su tiempo, las comunidades católicas se empeñan por ayudar a los más necesitados, sin distinción de cultura o religión. Así, sólo desean aliviar la miseria y, al mismo tiempo, contribuir a la solidaridad y a la ayuda fraterna entre todos los habitantes del país, que favorecen la unidad nacional.

Por otra parte, las diferentes organizaciones católicas locales se dedican a formar intelectual, moral y espiritualmente a los jóvenes rumanos, para que sean mañana protagonistas en la vida pública, respetuosos de su patria, y den un sentido a su vida personal y comunitaria. Para cumplir esta tarea de utilidad pública, conforme a los principios enunciados por el concilio ecuménico Vaticano II (cf. Dignitatis humanae
DH 1,2 y 13), la Iglesia necesita que se desarrollen una práctica auténtica de la libertad religiosa, una verdadera vía democrática que ofrezca a todos las mismas posibilidades de iniciativa y las mismas oportunidades, así como la libertad de acción de sus ministros de culto. Dado que «la libertad de la Iglesia es un principio fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil» (ib., 13). En particular, teniendo en cuenta su larga experiencia de enseñanza escolar y universitaria, es importante que la Iglesia pueda mantener y desarrollar sus propias propuestas educativas entre los jóvenes de Rumanía, y ofrecer a los ni os y a los adolescentes católicos la enseñanza catequística a la que tienen derecho, como sus compatriotas de las demás confesiones religiosas. Con este espíritu, deseo vivamente que se superen los obstáculos existentes para la restitución de los bienes necesarios a la libertad de culto y religión, bienes que pertenecían a la Iglesia católica antes de 1948, y que le quitaron injustamente. Confío en que, en un futuro próximo, gracias a la prosecución de un diálogo constructivo con las autoridades civiles, las comunidades católicas puedan percibir signos concretos y positivos en este sentido.

6. Con vistas al año 2000, renovando el llamamiento dirigido por el concilio ecuménico Vaticano II, he querido ardientemente exhortar a todos los discípulos de Cristo al diálogo, a fin de llegar a la plena unidad, que será un testimonio para el mundo (cf. Ut unum sint UUS 1). Para ello, he invitado a los miembros de la Iglesia católica a intensificar su colaboración con las demás Iglesias y comunidades cristianas, comprometiéndonos todos en un ecumenismo que nos acerque a la comunión plena, respetando las sensibilidades y las tradiciones propias, y tratando de apoyarnos en lo que ya nos une. Usted sabe que los fieles católicos de los diferentes ritos están siempre dispuestos a proseguir por este camino. En esta perspectiva, me alegro vivamente de las disposiciones espirituales con las que usted afronta su misión y de su deseo de dar una contribución significativa al progreso del ecumenismo.

7. Sus conocimientos en antropología, en historia cristiana y en patrística le permiten conocer las culturas filosóficas y espirituales orientales y latinas. Por tanto, señor embajador, usted podrá contribuir mejor que nadie a multiplicar los puentes entre las diferentes tradiciones cristianas de Oriente y Occidente, y a intensificar las relaciones diplomáticas llenas de confianza entre la Santa Sede y su país, fundadas en el deseo de defender al hombre y a los pueblos. En efecto, el servicio primordial que las autoridades tienen que brindar a sus pueblos es el de ayudarles a acrecentar la paz y el entendimiento, fuentes de alegría profunda, de desarrollo para las personas y de progreso para las comunidades nacionales.

8. En este momento, en que comienza su misión de representante de Rumanía ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos. Señor embajador, tenga la seguridad de que encontrará siempre entre mis colaboradores la ayuda atenta y la comprensión cordial que pueda necesitar para que su actividad sea fructuosa y le dé todas las satisfacciones que espera.

Sobre su excelencia, sobre el pueblo rumano y sus autoridades, invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones divinas.











MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS JEFES DE ESTADO Y DE GOBIERNO PARTICIPANTES


EN LA VII CUMBRE IBEROAMERICANA





A los excelentísimos señores Jefes de Estado y de Gobierno
281 de las naciones de Iberoamérica, España y Portugal

Con ocasión de la VII Cumbre iberoamericana, que se celebra en la isla venezolana de Margarita y que tiene como tema central «Los valores éticos de la democracia», me es grato hacer llegar mi más cordial y deferente saludo a los supremos mandatarios de esos países, deseosos de dialogar en torno a unos principios y cooperar sobre unas bases comunes que rigen los destinos de sus propios pueblos.

1. La Santa Sede ha seguido con vivo interés el desarrollo de las anteriores Cumbres iberoamericanas y ha visto con complacencia los compromisos que se han tomado públicamente en las mismas, especialmente las Declaraciones de San Carlos de Bariloche en Argentina y de Viña del Mar en Chile. A los beneficios que estas reuniones pueden reportar para esos países, en los que la Iglesia católica está muy presente, se ha de añadir el valor mismo del camino emprendido, de diálogo y de libre cooperación, al cual la misma Iglesia alienta con insistencia como el método más idóneo, justo y fructífero de resolver los conflictos y promover el progreso y la paz entre los pueblos.

El tema elegido para la VII Cumbre toca el corazón mismo de toda democracia que, antes aún de plasmarse en una organización política concreta, es una opción fundamentalmente ética en favor de la dignidad de la persona, con sus derechos y libertades, sus deberes y responsabilidades, en la cual encuentra sustento y legitimidad toda forma de convivencia humana y de estructuración social. La Iglesia, que no posee una fórmula propia de constitución política para las naciones, ni pretende imponer determinados criterios de gobierno, encuentra aquí el ámbito específico de su misión de iluminar desde la fe la realidad social en que está inmersa.

En efecto, la Iglesia enseña que las estructuras político-jurídicas han de dar «a todos los ciudadanos, cada vez mejor y sin discriminación alguna la posibilidad efectiva de participar libre y activamente en el establecimiento de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno del Estado, en la determinación de los campos y límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes» (Conc. ecum. Vat. II, const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 75), lo cual comporta para los mismos ciudadanos «el derecho y el deber de utilizar su sufragio libre para promover el bien común» (Conc. ecum. Vat. II const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 75). Para ello es necesario que cada persona tenga no sólo derecho a pensar y propagar sus ideas, y a asociarse con libertad para la acción política, sino que tenga también derecho a vivir según su conciencia rectamente formada, sin perjudicar a los demás ni a uno mismo, y todo esto en virtud de la plena dignidad de la persona humana.

El primer valor ético de la democracia, que coincide con el presupuesto que la sostiene y la alimenta, es el reconocimiento de que la persona humana está dotada por Dios de una dignidad que nada ni nadie puede violar. Es un rechazo de toda forma de sometimiento del hombre por el hombre y, por tanto, de toda forma de tiranía, absolutismo o totalitarismo.

2. A estos principios fundamentales se ha de volver siempre que las instituciones políticas de las naciones sienten la tentación de olvidar sus raíces como Estado de derecho, tergiversando sus cometidos o contentándose con ordenamientos que sólo nominalmente pueden llamarse democráticos.

La participación efectiva, consciente y responsable de los ciudadanos en la vida pública no puede detenerse en declaraciones formales, sino que exige una acción continua para que los derechos proclamados puedan ser ejercidos realmente. Ello comporta un decidido compromiso en favor de los derechos fundamentales de la persona, civiles, sociales, culturales y políticos, y «la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales» (enc. Centesimus annus
CA 46). Una vida digna y una sana formación ética y moral son condiciones indispensables para que los ciudadanos puedan desempeñar bien sus funciones políticas. Sólo si las personas viven profundamente los valores de la justicia, de la solidaridad y del respeto por los demás, sus decisiones podrán contribuir mejor y de manera responsable al bien común.

Esta formación es el mejor antídoto ante tantos episodios de deformación, y a veces de corrupción, que afectan a algunos sistemas democráticos. Por otra parte, debe haber una clase dirigente «con la conciencia de responsabilidad, con imparcialidad, sin las cuales un gobierno democrático difícilmente lograría ganarse el respeto, la confianza y la adhesión de la parte mejor de los pueblos» (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 1994).

3. En el ejercicio democrático de la responsabilidad política tienen ciertamente importancia las orientaciones de las mayorías, si bien aquellas no han de considerarse siempre como el último y exclusivo criterio de acción. Hay unos fundamentos éticos y jurídicos anteriores, que justifican precisamente la participación de todos los ciudadanos, y que no pueden ser violados sin renegar de la estructura democrática misma.

En efecto suele suceder que, en nombre del derecho a la libertad, se intenta conculcar la libertad de las personas, bien porque las mayorías niegan los legítimos derechos de las minorías, bien porque atentan a derechos de la persona que ningún poder humano está autorizado a violar: «especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad social básica o “célula de la sociedad”; la justicia en las relaciones laborales, los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso» (enc. Sollicitudo rei socialis SRS 33).

282 En efecto, ¿cómo un sistema que se dice justificado en el respeto de cada ser humano puede negar este mismo respeto a otras personas? Por eso la Iglesia enseña que, «una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una auténtica concepción de la persona humana» (enc. Centesimus annus CA 46). Y, sin embargo, asistimos a un deterioro de este sistema cuando a través del mismo se buscan sólo situaciones de poder en vez del auténtico servicio al pueblo; cuando las mayorías olvidan la presencia y los derechos de las minorías imponiéndose sobre ellas y provocando actitudes de resentimiento y rechazo. Por eso, si no hay plena libertad para todos, muchos se sentirán como esclavizados. Es decir, mientras no se produzca el desarrollo dé la auténtica libertad es imposible que se llegue verdaderamente a una eficaz cultura de la paz. Por otro lado, esta cultura de la paz no se promueve por la ausencia de guerras sino mediante una opción gozosa por la vida, lo cual ayudará sin duda a crear un fuerte vínculo de fraternidad en la existencia humana y a preservar y favorecer una convivencia social en mutua igualdad y en libertad.

4. Los Estados que quieren promover los valores de la democracia, los derechos humanos, los derechos de las minorías, la lucha contra la pobreza, así como contra el racismo, la xenofobia y la intolerancia, se sienten también en el deber de llevarlos más allá de la propia nación, para enriquecerse mutuamente con las intuiciones y experiencias de otros pueblos, e intentar difundir también en el ámbito internacional un modelo que, en sus más íntimos fundamentos éticos, puede decirse patrimonio de la humanidad y factor de unidad, de colaboración y de paz entre las naciones.

En este sentido, soy plenamente consciente de que en esa Cumbre iberoamericana sus altos representantes han querido dar nuevos pasos para reafirmar una vez más su unidad, que tiene unas mismas raíces comunes por la lengua, la historia, la cultura y la fe. Estoy seguro de que podrán contar con la aportación sincera y solícita de los católicos de cada lugar, para trabajar unidos en pro de sus conciudadanos, del propio país y de toda la comunidad internacional.

Antes de terminar este mensaje, y recordando la exhortación del apóstol san Pablo, quiero con toda la Iglesia elevar súplicas al Señor «por todos los que ocupan cargos, para que podamos llevar una vida tranquila y apacible (...) alzando las manos limpias de ira y divisiones» (1Tm 2,2 1Tm 2,8). Al mismo tiempo, me complace formular mis sinceros augurios a fin de que esa VII Cumbre abra nuevas perspectivas y encuentre las oportunas convergencias de diálogo y de fecunda y solidaria colaboración entre los miembros participantes, para bien de la gran familia iberoamericana.

Vaticano, 28 de octubre de 1997






A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS


Jueves 30 de octubre de 1997



Queridos hermanos en el episcopado;
queridos amigos:

1. Me alegra acogeros a vosotros, que participáis en la XVII asamblea plenaria del Consejo pontificio para los laicos. Saludo, en particular, a los nuevos miembros y a los nuevos consultores del Consejo, reunidos por primera vez desde el inicio de su mandato quinquenal. También es la primera asamblea plenaria que dirige vuestro presidente, monseñor James Francis Stafford, con monseñor Stanislaw Rylko como secretario. Os agradezco a todos vuestra valiosa colaboración; expreso también mi gratitud a los que trabajan al servicio del Consejo en Roma. Debo decir aquí que, por el afecto fraterno y la oración, me siento cerca del señor cardenal Eduardo Pironio, que durante mucho tiempo dirigió vuestro dicasterio con competencia y entrega.

Queridos hermanos y hermanas, tenéis una responsabilidad particular: los nombramientos que habéis recibido os convierten en colaboradores del Sucesor de Pedro, en su ministerio pastoral, para servir a la realidad vasta y diversificada del laicado católico. Os agradezco que hayáis aceptado este encargo con generosa disponibilidad. Habéis sido llamados personalmente; el Consejo cuenta, por consiguiente, con vuestra experiencia cristiana, con vuestro sensus Ecclesiae, con vuestra aptitud para comprender y dar a conocer la riqueza de la vida cristiana en la diversidad de los pueblos y de las culturas, y las experiencias de pedagogía, de vida asociativa y de ayuda, puestas en marcha en todos los ambientes. Vuestra asamblea es un tiempo fuerte de escucha y discernimiento de las necesidades y las expectativas de los fieles laicos, con el fin de estimular sus testimonios y sus acciones, y definir mejor las tareas del Consejo que está a su servicio, a la luz del magisterio doctrinal y pastoral de la Iglesia.

2. Han pasado treinta años desde la fundación del Consejo por obra del Papa Pablo VI, para responder a un deseo de los padres del concilio Vaticano II. Yo mismo fui también consultor del Consejo, y puedo atestiguar tanto la continuidad del trabajo realizado a lo largo de estos tres decenios como su constante renovación. Junto con vosotros, doy gracias por ello.

283 El Consejo pontificio para los laicos se inspira en las enseñanzas esenciales del concilio Vaticano II: la Iglesia ha tomado cada vez mayor conciencia de que es misterio de comunión y que su naturaleza es misionera; la dignidad, la corresponsabilidad y el papel activo de los laicos han sido reconocidos y valorados más. Estos treinta años nos proporcionan muchos motivos de esperanza: hoy la madurez de los fieles laicos se manifiesta por sus actividades en las comunidades, en las instituciones y en los servicios eclesiales más diversos. Participan más intensamente en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, fuente y cumbre de la vida cristiana. Desean una formación sistemática y completa. Teniendo en cuenta la multiplicidad de los carismas, de los métodos y de los compromisos, está floreciendo una nueva generación de asociaciones de fieles, que producen frutos abundantes de santidad y apostolado, y que dan nuevo impulso a la comunión y a la misión del pueblo cristiano.

Las Jornadas mundiales de la juventud —tenemos en la memoria la reciente e impresionante de París— han mostrado que los jóvenes son la esperanza de la Iglesia en el umbral del tercer milenio. Los jóvenes expresan con vigor su necesidad de sentido y de ideal, su deseo de una vida más humana y más auténtica: son sentimientos arraigados en el corazón de los hombres y en la cultura de los pueblos, más profundos y más vivos que el conformismo nihilista que parece invadir a muchas personas.

En estos últimos años el proceso de afirmación de la auténtica dignidad de la mujer ha contado con la participación activa de la Iglesia, pues el «genio femenino » está enriqueciendo cada vez más a la comunidad cristiana y a la sociedad. Además, es preciso admirar el compromiso de numerosos cristianos en las obras más diversas de asistencia humana y social, mostrando la creatividad constructiva de la caridad y poniéndose al servicio del bien común en las instituciones políticas, culturales y económicas. La exhortación apostólica Christifideles laici analizó estos signos de esperanza en el itinerario posconciliar del laicado católico. Ahora os toca a vosotros proseguir por ese camino. Toda la Iglesia cuenta con un compromiso aún más activo de los fieles, en todos los frentes de vanguardia del mundo.

3. En el marco de la preparación para el gran jubileo, vuestra asamblea se celebra durante el año consagrado a Jesucristo (cf. Tertio millennio adveniente
TMA 40-43). El jubileo invita a recordar, para dar gracias, la presencia del Verbo encarnado: se trata del recuerdo vivo de su presencia, aquí y ahora, tan verdadera y nueva como hace dos mil años. Profundizar en el misterio de la Encarnación lleva a insistir este año «en el redescubrimiento del bautismo como fundamento de la existencia cristiana» (ib., 41). En París, durante la vigilia de la Jornada mundial de la juventud, la celebración del bautismo de diez jóvenes invitó con vigor a centenares de miles de jóvenes reunidos, pero también a todos los cristianos, a tomar mayor conciencia del don de su bautismo y de las responsabilidades que de él derivan.

Hoy el desafío más grande es el de una descristianización general. El jubileo invita, por consiguiente, a un serio compromiso catequístico y misionero. Es necesario que todo hombre pueda descubrir la presencia de Cristo y la mirada de amor del Señor dirigida a cada uno, que escuche de nuevo sus palabras: «Ven y sígueme». Por esto, el mundo espera un testimonio más claro de hombres y mujeres libres, congregados en la unidad, que manifiesten con su estilo de vida que Jesucristo da gratuitamente una respuesta que colma sus anhelos de verdad, de felicidad y de plenitud humana. Así pues, es fundamental para los fieles, como reza el tema de vuestra asamblea, «ser cristianos en el umbral del tercer milenio», vivir su bautismo, su vocación y su responsabilidad cristiana.

Por desgracia, está aumentando el número de los que no están bautizados, incluso en las regiones de secular tradición cristiana. Además, muchos bautizados olvidan lo que han llegado a ser por la gracia recibida, o sea, «nuevas criaturas » (Ga 6,15), que se han revestido de Cristo. Estas situaciones se deben analizar hoy más atentamente que nunca. Es preciso reavivar el impulso misionero proponiendo itinerarios de iniciación cristiana para los numerosos jóvenes y adultos que solicitan el bautismo, y una renovación de la formación cristiana para los que se han alejado de la fe recibida.

Se trata, efectivamente, de la cuestión fundamental de la educación para la fe y en la fe, en una época en la que la capacidad de transmitir la fe en continuidad con la tradición parece haber perdido su vigor. Me complace el tema escogido por vuestro Consejo; estoy seguro de que vuestras reflexiones y recomendaciones finales serán de gran utilidad.

Vuestra asamblea también tiene como finalidad definir los programas de trabajo del dicasterio para los próximos años. Sé que se está preparando el Congreso mundial de los movimientos y su peregrinación a Roma; se trata de iniciativas de gran alcance. Los dos acontecimientos que habéis programado para el gran jubileo tendrán también una importancia particular: el Congreso mundial del apostolado de los laicos, que continuará la tradición de los encuentros periódicos, iniciada desde antes del concilio Vaticano II, y el Jubileo de los jóvenes, en el marco de una Iglesia joven en camino.

Os agradezco que hayáis venido aquí hoy. En mi oración, encomiendo al Señor, por intercesión de María, Madre de la Iglesia, los trabajos del Consejo pontificio para los laicos. Y a todos vosotros, aquí presentes, a vuestros seres queridos y a vuestros hermanos y hermanas de las diversas Iglesias particulares, imparto de todo corazón la bendición apostólica.






A LA CONFERENCIA EPISCOPAL REGIONAL DEL NORTE DE ÁFRICA EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 31 de octubre de 1997



Queridos hermanos en el episcopado:

284 1. Es para mí una gran alegría acogeros en esta casa a vosotros, que sois los pastores de la Iglesia de Cristo en la región del norte de África. Venís en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles para renovar vuestra esperanza y vuestro dinamismo apostólico, a fin de vivir cada vez más intensamente vuestro ministerio episcopal en medio de los pueblos de vuestra región. Agradezco a monseñor Teissier, arzobispo de Argel y presidente de vuestra Conferencia episcopal, sus palabras tan fuertes, que han puesto de relieve los sufrimientos y dramas de vuestros pueblos, pero también las alegrías y las luces que manifiestan allí la obra de Dios. Al recibiros, quiero recordar ante todo al cardenal Duval, que durante muchos a os fue presidente de vuestra Conferencia y cuyo ministerio episcopal dejó una huella profunda en la vida de la Iglesia en el norte de África. Como Sucesor de Pedro, quisiera alentaros hoy en vuestro servicio pastoral. Transmitid también mi saludo afectuoso a los fieles de cada una de vuestras diócesis y, a través de ellos, a todos los habitantes de los países del Magreb.

2. Vuestra presencia en Roma me brinda la ocasión de dirigir la mirada a cada una de vuestras comunidades. Durante los últimos meses, la Iglesia en Libia ha tenido la alegría de acoger a un nuevo pastor, en el vicariato apostólico de Benghazi.

Me alegra recibirlo y desearle un fecundo ministerio episcopal. Espero también que acaben cuanto antes las dificultades del pueblo libio, debidas al embargo aéreo impuesto a su país desde hace muchos a os. Me agrada recordar la visita que realicé el a o pasado a Túnez, y la acogida calurosa que me reservaron los fieles católicos y el pueblo tunecino. Durante esa memorable jornada, siguiendo los pasos de los santos y las santas que jalonaron la historia del país, pude reunirme con vosotros, los obispos del Magreb, por primera vez en vuestra región.

La comunidad católica de Marruecos sigue presente en mi memoria desde el feliz día de mi encuentro con ella y con la juventud marroquí en Casablanca, que ha dado un nuevo impulso a las relaciones y al diálogo entre cristianos y musulmanes. Le deseo que prosiga con ardor su testimonio de fraternidad evangélica en medio de los habitantes de ese país.

Quisiera saludar y animar con particular afecto a los católicos de Argelia.Conozco sus sufrimientos y los de todo el pueblo argelino. Les doy las gracias por compartir valientemente, en nombre de Cristo, las pruebas de esa nación herida tan trágicamente en su cuerpo y en su alma. Diecinueve religiosos y religiosas derramaron su sangre durante estos últimos a os, aceptando llegar hasta el fin en la entrega de sí mismos por sus hermanos. Entre ellos, quiero nombrar en particular a monseñor Pierre Claverie, obispo de Orán, y a los siete monjes trapenses de Nuestra Se ora del Atlas. Mientras sigue desencadenándose una violencia inaceptable para toda conciencia humana, pido a Dios que conceda finalmente la paz a la tierra de Argelia y guíe a cada uno por los caminos del respeto a toda vida humana, para que se llegue a una verdadera reconciliación y se cierren las numerosas heridas causadas en el corazón de tantas personas. Por mi parte, he apelado frecuentemente a todos los hombres de buena voluntad para que colaboren en el restablecimiento de la paz en Argelia. Sé qué doloroso calvario soporta esa tierra, y me siento cercano a todos los que lloran la pérdida de sus seres queridos. Una vez más, quisiera asegurar que la Santa Sede no ahorrará ningún esfuerzo para contribuir al retorno de la paz en Argelia.

3. La Iglesia en vuestra región expresa de modo particular el misterio de la encarnación de Dios entre los hombres, especialmente el misterio de Nazaret. En efecto, manifiesta la presencia discreta pero muy viva de Cristo, respetuosa de las personas y de las diferentes comunidades humanas y religiosas, para comunicar a todos la plenitud del amor del Padre celestial. La vocación de vuestras comunidades es también una vocación a la esperanza fundada en Cristo. Peque a grey, que en la vida social no tiene ni poder ni otra pretensión que la del amor, se os invita a poner totalmente vuestra confianza en Dios, con la seguridad de que él os guía por los caminos del encuentro con vuestros hermanos. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, cuyo centenario de «la entrada en la vida» hemos celebrado este a o, y a quien he proclamado doctora de la Iglesia universal hace algunos días, escribía: «Desde que comprendí que no podía hacer nada sola (...) sentí que lo único necesario era unirme aún más a Jesús y que lo demás se me daría por añadidura. Efectivamente, mi esperanza nunca quedó defraudada» (Manuscrito C, 22 v). Que el Señor os ayude a perseverar en la fe y en el amor, incluso cuando los resultados de vuestras obras se hagan esperar.

Queridos hermanos en el episcopado, tenéis la grave tarea de sostener al pueblo que se os ha confiado en su camino hacia el Reino y en su testimonio en medio de los hombres. Siendo un solo corazón en el seno de vuestra Conferencia episcopal, haced que sea cada vez más fuerte la unidad de vuestras comunidades, en el reconocimiento de las diversidades legítimas. Sed guías atentos, sabiendo escuchar y alentar a cada uno en su vida cristiana, para que pueda crecer en la fe y la caridad.

4. En la misión de la Iglesia, los sacerdotes ocupan un lugar particular. Hombres de la comunión en la comunidad cristiana, están al servicio de la existencia y del crecimiento del pueblo de Dios, anunciándole la palabra de vida y administrándole los sacramentos de la Iglesia. Los invito a dar a la Eucaristía un lugar central en su existencia y a ponerla en el corazón de su ministerio, descubriendo en ella cada vez más profundamente el acontecimiento en el que Cristo, que vino al encuentro de la humanidad, se ofrece totalmente para la salvación del mundo.

El sacerdote también «está llamado a establecer con todos los hombres relaciones de fraternidad, de servicio, de búsqueda común de la verdad, de promoción de la justicia y la paz» (Pastores dabo vobis
PDV 18). En vuestra región, con mucha generosidad y valentía, a través de una presencia solícita con cada uno, vuestros sacerdotes testimonian la universalidad y la gratuidad del amor de Dios en medio de sus hermanos y hermanas, frecuentemente entre los más pobres. Los aliento a fortalecer su testimonio, caminando con seguridad por el sendero de la santidad. Estén seguros de que la autenticidad de la vida que viene de Dios se expresa, ante todo, mediante la calidad de su vida espiritual, fundada en su disponibilidad a la obra del Espíritu Santo en ellos.

5. Quisiera saludar de modo especial a los religiosos y a las religiosas del Magreb, que aportan a la vida de la Iglesia la riqueza de sus carismas. La Iglesia les agradece el testimonio evangélico que dan en medio de sus hermanos y hermanas.

En vuestras situaciones particulares, en las que los miembros de los institutos de vida consagrada forman frecuentemente un núcleo importante de miembros permanentes de vuestras comunidades, es necesario que un diálogo confiado entre los obispos y los responsables de esos institutos permita examinar juntos las exigencias de la vida pastoral relacionadas con la presencia de sus miembros. Deseo vivamente que los superiores y las superioras de las congregaciones manifiesten generosamente su solidaridad con vuestras Iglesias particulares, sobre todo suscitando vocaciones para el testimonio eclesial en vuestra región.

285 La evolución de las situaciones humanas pide a las personas consagradas un gran espíritu de fe para adaptarse a las nuevas circunstancias y a las diversas necesidades que se manifiestan. Las exhorto a seguir siendo fieles a su carisma, teniendo la audacia de la creatividad. El mundo necesita, ante todo, auténticos testigos del amor de Dios. A todos los consagrados vuelvo a decirles con fuerza: «Vivid plenamente vuestra entrega a Dios, para que no falte a este mundo un rayo de la divina belleza, que ilumine el camino de la existencia humana » (Vita consecrata VC 109).

6. El papel de los fieles laicos, algunos de los cuales están vinculados muy íntimamente al destino del pueblo de vuestros países, reviste un gran significado para expresar la realidad profunda de la Iglesia. En efecto, «ya en el plano del ser, antes todavía que en el del obrar, los cristianos son sarmientos de la única vid fecunda que es Cristo; son miembros vivos del único Cuerpo del Señor edificado en la fuerza del Espíritu » (Christifideles laici CL 55). Con los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, en comunión con sus obispos, los laicos forman esa Iglesia-familia que ha querido promover la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Los invito a participar cada vez más activamente en la vida y en el testimonio de sus comunidades, para constituir una Iglesia local resplandeciente y abierta a todos.

Durante la Jornada mundial de la juventud celebrada en París, pude apreciar la presencia de jóvenes procedentes de vuestra región, especialmente estudiantes. En vuestras comunidades ocupan un lugar importante y llevan un hermoso testimonio de vida evangélica a sus hermanos y hermanas en las universidades y las escuelas, frecuentemente en condiciones difíciles. Así pues, por medio de vosotros, vuelvo a decirles una vez más: «Continuad contemplando la gloria de Dios, el amor de Dios, y recibiréis la luz para construir la civilización del amor, para ayudar al hombre a ver el mundo transfigurado por la sabiduría y el amor eternos» (Homilía en Longchamp, 24 de agosto de 1997, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de agosto de 1997, p. 10).

Queridos hermanos en el episcopado, permitidme pediros que transmitáis un saludo afectuoso del Papa a los discípulos del Evangelio que se encuentran en situaciones difíciles o que viven en la prueba. Conozco su valentía y devoción a Cristo y a su Iglesia. ¡Que pongan toda su confianza en el Señor, que no les abandonará!

7. Cuando se celebraron las asambleas sinodales en muchas de vuestras diócesis, los fieles expresaron frecuentemente el deseo de una sólida formación espiritual y doctrinal. El Catecismo de la Iglesia católica constituye ahora una referencia común, que es conveniente dar a conocer. Es de desear que la profundización de la fe contribuya a la unidad de vida de cada uno, para «crecer ininterrumpidamente en la intimidad con Jesús, en la conformidad con la voluntad del Padre, en la entrega a los hermanos en la caridad y en la justicia» (Christifideles laici CL 60). También hay que dar un lugar privilegiado al conocimiento de la cultura del pueblo en el que los cristianos están llamados a vivir, para que, con una actitud de escucha y diálogo, sean cada vez más capaces de testimoniar el Evangelio frente a las cuestiones y los problemas nuevos que interpelan al hombre y a la sociedad de hoy.

8. El servicio a los más pobres es un signo profético del compromiso de los cristianos en su seguimiento de Cristo. Conozco y aprecio el trabajo realizado en vuestras diócesis para manifestar así la gratuidad del amor de Dios a todos los hombres. Como tuve ocasión de subrayar durante la beatificación de Federico Ozanam, «El prójimo es todo ser humano, sin excepción. Es inútil preguntarle su nacionalidad, su pertenencia social o religiosa. Si necesita ayuda, hay que ayudarle. Esto es lo que exige la primera y más grande Ley divina, la ley del amor a Dios y al prójimo» (Homilía, 22 de agosto de 1997, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de septiembre de 1997, p. 6). A través de diversos organismos diocesanos de ayuda, como la Cáritas, a menudo en colaboración con otras asociaciones, y también mediante la aportación personal, no sólo contribuís a proporcionar a los necesitados los medios de subsistencia, sino sobre todo les ayudáis a reencontrar su dignidad de hombres y mujeres creados a imagen de Dios. Vuestras actividades al servicio de la sanidad, la educación y la promoción de la persona humana, que frecuentemente deben adaptarse a nuevas necesidades, siguen siendo instrumentos privilegiados para manifestar la caridad de Cristo, y lugares de encuentro y comunión donde los corazones pueden abrirse con confianza mutua.

9. Vuestras comunidades en medio de los creyentes del islam son un signo de la estima que la Iglesia católica les manifiesta, y de su deseo de proseguir con ellos la búsqueda de un diálogo auténtico, en el respeto recíproco. En un período turbado muy frecuentemente por sentimientos de desconfianza o, incluso, de animosidad, vuestras comunidades dan un testimonio desinteresado de amistad y convivencia pacífica que, a veces, ha mostrado su heroicidad en situaciones trágicas vividas por algunas de ellas. Es agradable constatar que la participación en las mismas pruebas favorece una nueva mirada de confianza y comprensión recíprocas. A pesar de las dificultades, manteneos firmes en la convicción de que el diálogo es «un camino para el Reino y seguramente dará sus frutos, aunque los tiempos y momentos los tiene fijados el Padre» (Redemptoris missio RMi 57).

10. Queridos hermanos en el episcopado, nos preparamos para el gran jubileo del a o 2000; el a o que viene estará dedicado al Espíritu Santo y al descubrimiento de su presencia y su acción en la Iglesia y en el mundo. Será para todos los católicos la ocasión de renovar su esperanza, esta virtud fundamental que, de un lado, «mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios» (Tertio millennio adveniente TMA 46). Por tanto, en vuestras condiciones particulares, a veces tan dramáticas, os invito a buscar y valorar los signos de esperanza que nos revelan la obra del Espíritu de Dios en el corazón de los hombres. Pido a la Madre de Cristo, la Virgen santísima, que durante toda su vida se dejó guiar por el Espíritu, que sea vuestra protectora y os guíe por los caminos de la confianza y la paz hacia el encuentro con su Hijo divino. Os imparto de todo corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros, a vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, así como a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.






Discursos 1997 279