Audiencias 1998 39

Junio de 1998



Miércoles 3 de junio de 1998


1. Otra intervención significativa del Espíritu Santo en la vida de Jesús, después de la de la Encarnación, se realiza en su bautismo en el río Jordán.

El evangelio de san Marcos narra el acontecimiento así: «Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”» (Mc 1,9-11 y par.). El cuarto evangelio refiere el testimonio del Bautista: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él» (Jn 1,32).

40 2. Según el concorde testimonio evangélico, el acontecimiento del Jordán constituye el comienzo de la misión pública de Jesús y de su revelación como Mesías, Hijo de Dios.

Juan predicaba «un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (
Lc 3,3). Jesús se presenta en medio de la multitud de pecadores que acuden para que Juan los bautice. Éste lo reconoce y lo proclama como cordero inocente que quita el pecado del mundo (cf. Jn 1,29) para guiar a toda la humanidad a la comunión con Dios. El Padre expresa su complacencia en el Hijo amado, que se hace siervo obediente hasta la muerte, y le comunica la fuerza del Espíritu para que pueda cumplir su misión de Mesías Salvador.

Ciertamente, Jesús posee el Espíritu ya desde su concepción (cf. Mt 1,20 Lc 1,35), pero en el bautismo recibe una nueva efusión del Espíritu, una unción con el Espíritu Santo, como testimonia san Pedro en su discurso en la casa de Cornelio: «Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Ac 10,38). Esta unción es una elevación de Jesús «ante Israel como Mesías, es decir, ungido con el Espíritu Santo» (cf. Dominum et vivificantem DEV 19); es una verdadera exaltación de Jesús en cuanto Cristo y Salvador.

Mientras Jesús vivió en Nazaret, María y José pudieron experimentar su progreso en sabiduría, en estatura y en gracia (cf. Lc 2,40 Lc 2,51) bajo la guía del Espíritu Santo, que actuaba en él. Ahora, en cambio, se inauguran los tiempos mesiánicos: comienza una nueva fase en la existencia histórica de Jesús. El bautismo en el Jordán es como un «preludio» de cuanto sucederá a continuación. Jesús empieza a acercarse a los pecadores para revelarles el rostro misericordioso del Padre. La inmersión en el río Jordán prefigura y anticipa el «bautismo» en las aguas de la muerte, mientras que la voz del Padre, que lo proclama Hijo amado, anuncia la gloria de la resurrección.

3. Después del bautismo en el Jordán, Jesús comienza a cumplir su triple misión: misión real, que lo compromete en su lucha contra el espíritu del mal; misión profética, que lo convierte en predicador incansable de la buena nueva; y misión sacerdotal, que lo impulsa a la alabanza y a la entrega de sí al Padre por nuestra salvación.

Los tres sinópticos subrayan que, inmediatamente después del bautismo, Jesús fue «llevado» por el Espíritu Santo al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1 cf. Lc 4,1 Mc 1,12). El diablo le propone un mesianismo triunfal, caracterizado por prodigios espectaculares, como convertir las piedras en pan, tirarse del pináculo del templo saliendo ileso, y conquistar en un instante el dominio político de todas las naciones. Pero la opción de Jesús, para cumplir con plenitud la voluntad del Padre, es clara e inequívoca: acepta ser el Mesías sufriente y crucificado, que dará su vida por la salvación del mundo.

La lucha con Satanás, iniciada en el desierto, prosigue durante toda la vida de Jesús. Una de sus actividades típicas es precisamente la de exorcista, por la que la gente grita admirada: «Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen» (Mc 1,27). Quien osa afirmar que Jesús recibe este poder del mismo diablo blasfema contra el Espíritu Santo (cf. Mc 3,22-30), pues Jesús expulsa los demonios precisamente «por el Espíritu de Dios» (Mt 12,28). Como afirma san Basilio de Cesarea, con Jesús «el diablo perdió su poder en presencia del Espíritu Santo» (De Spiritu Sancto, 19).

4. Según el evangelista san Lucas, después de la tentación en el desierto, «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu (...) e iba enseñando en sus sinagogas» (Lc 4,14-15). La presencia poderosa del Espíritu Santo se manifiesta también en la actividad evangelizadora de Jesús. Él mismo lo subraya en su discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,16-30), aplicándose el pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Is 61,1). En cierto sentido, se puede decir que Jesús es el «misionero del Espíritu», dado que el Padre lo envió para anunciar con la fuerza del Espíritu Santo el evangelio de la misericordia.

La palabra de Jesús, animada por la fuerza del Espíritu, expresa verdaderamente su misterio de Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14). Por eso, es la palabra de alguien que tiene «autoridad» (Mc 1,22), a diferencia de los escribas. Es una «doctrina nueva» (Mc 1,27), como reconocen asombrados quienes escuchan su primer discurso en Cafarnaúm. Es una palabra que cumple y supera la ley mosaica, como puede verse en el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7). Es una palabra que comunica el perdón divino a los pecadores, cura y salva a los enfermos, e incluso resucita a los muertos. Es la Palabra de aquel «a quien Dios ha enviado» y en quien el Espíritu habita de tal modo, que puede darlo «sin medida» (Jn 3,34).

5. La presencia del Espíritu Santo resalta de modo especial en la oración de Jesús.

El evangelista san Lucas refiere que, en el momento del bautismo en el Jordán, «cuando Jesús estaba en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo» (Lc 3,21-22). Esta relación entre la oración de Jesús y la presencia del Espíritu vuelve a aparecer explícitamente en el himno de júbilo: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...”» (Lc 10,21).

41 El Espíritu acompaña así la experiencia más íntima de Jesús, su filiación divina, que lo impulsa a dirigirse a Dios Padre llamándolo «Abbá» (Mc 14,36), con una confianza singular, que nunca se aplica a ningún otro judío al dirigirse al Altísimo. Precisamente a través del don del Espíritu, Jesús hará participar a los creyentes en su comunión filial y en su intimidad con el Padre. Como nos asegura san Pablo, el Espíritu Santo nos hace gritar a Dios: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15 cf. Ga 4,6).

Esta vida filial es el gran don que recibimos en el bautismo. Debemos redescubrirla y cultivarla siempre de nuevo, con docilidad a la obra que el Espíritu Santo realiza en nosotros.

Saludos.

(A la peregrinación organizada por los padres premonstratenses de la República Checa)
El amor del Padre se ha manifestado a los hombres en el corazón de su Hijo Jes ús. Pongámonos en sus manos. ¡Jesús manso y humilde de corazón, transforma nuestros corazones y enséñanos a amar a Dios y al prójimo con generosidad!

(A los peregrinos eslovacos les dijo)
Todos creemos con gozo que el Espíritu Santo nos guía y conforta. En el sacramento de la confirmación hemos recibido el don de la fuerza del Espíritu Santo para ser testigos de Cristo. Confirmaos en esta fe aquí en Roma junto a las tumbas de san Pedro y san Pablo, que demostraron su fidelidad a Cristo con el martirio. No dejéis de mostrar vuestra fidelidad a Cristo con una vida llena de fe y de amor cristiano.

(En español)
Saludo con afecto a los fieles españoles y latinoamericanos, en particular a los peregrinos dominicanos acompañados por el señor cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, así como a los demás grupos venidos de México, Guatemala, Argentina, Venezuela y España, especialmente a los grupos de «Regnum Christi». Se ve, se siente, sobre todo se siente, «Regnum Christi» está presente. A todos os invito a redescubrir y cultivar el gran don de la filiación divina recibido en el bautismo, y de corazón os imparto la bendición apostólica.

(En italiano)
Queridos jóvenes, el domingo próximo celebraremos la solemnidad de la Santísima Trinidad. Os deseo que la contemplación del misterio trinitario os introduzca cada vez más en el Amor divino.

42 Queridos enfermos, os invito a hallar en la conciencia de la presencia de la Trinidad en vuestra vida, gracias al bautismo, el apoyo para cumplir la voluntad de Dios en toda circunstancia.

Y vosotros, queridos recién casados, inspiraos en la comunión trinitaria para formar una familia cristiana, en la que experimentéis la alegría de la oración y de la acogida a la vida en el amor recíproco.
* * *


Llamamiento del Santo Padre Juan Pablo II en favor de la paz en el continente africano

De África llegan noticias preocupantes de fuertes y peligrosas tensiones entre Eritrea y Etiopía. Oremos al Señor para que todos tengan la valentía de renunciar al recurso a las armas y prevalezcan la paciencia del diálogo y la sabiduría de la negociación. El continente africano necesita reconstrucción, no nuevas guerras; reconciliación, no otras heridas.





Miércoles 10 de junio de 1998


1. Toda la vida de Cristo se realizó en el Espíritu Santo. San Basilio afirma que el Espíritu «fue su compañero inseparable en todo» (De Spiritu Sancto, 16) y nos brinda esta admirable síntesis de la historia de Cristo: «Venida de Cristo: el Espíritu Santo lo precede. Encarnación: el Espíritu Santo está presente. Realización de milagros, gracias y curaciones: por medio del Espíritu Santo. Expulsión de demonios y encadenamiento del demonio: mediante el Espíritu Santo. Perdón de los pecados y unión con Dios: por el Espíritu Santo. Resurrección de los muertos: por virtud del Espíritu Santo» (ib., 19).

Después de meditar en el bautismo de Jesús y en su misión, realizada con la fuerza del Espíritu, queremos ahora reflexionar sobre la revelación del Espíritu en la «hora» suprema de Jesús, la hora de su muerte y resurrección.

2. La presencia del Espíritu Santo en el momento de la muerte de Jesús se supone ya por el simple hecho de que en la cruz muere en su naturaleza humana el Hijo de Dios. Si «unus de Trinitate passus est» (DS 401), es decir, «si quien sufrió es una Persona de la Trinidad», en su pasión se halla presente toda la Trinidad y, por consiguiente, también el Padre y el Espíritu Santo.

Ahora bien, debemos preguntarnos: ¿cuál fue precisamente el papel del Espíritu en la hora suprema de Jesús? Sólo se puede responder a esta pregunta si se comprende el misterio de la redención como misterio de amor.

El pecado, que es rebelión de la creatura frente al Creador, había interrumpido el diálogo de amor entre Dios y sus hijos.

43 Con la encarnación del Hijo unigénito, Dios manifiesta a la humanidad pecadora su amor fiel y apasionado, hasta el punto de hacerse vulnerable en Jesús. El pecado, por su parte, expresa en el Gólgota su naturaleza de «atentado contra Dios», de forma que cada vez que los hombres vuelven a pecar gravemente, como dice la carta a los Hebreos, «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (He 6,6).

Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios nos revela que su designio de amor precede a todos nuestros méritos y supera abundantemente cualquier infidelidad nuestra. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10).

3. La pasión y muerte de Jesús es un misterio inefable de amor, en el que se hallan implicadas las tres Personas divinas. El Padre tiene la iniciativa absoluta y gratuita: es él quien ama primero y, al entregar a su Hijo a nuestras manos homicidas, expone su bien más querido. Él, como dice san Pablo, «no perdonó a su propio Hijo», es decir, no lo conservó para sí como un tesoro, antes bien «lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32).

El Hijo comparte plenamente el amor del Padre y su proyecto de salvación: «se entregó a sí mismo por nuestros pecados, (...) según la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Ga 1,4).

¿Y el Espíritu Santo? Al igual que dentro de la vida trinitaria, también en esta circulación de amor que se realiza entre el Padre y el Hijo en el misterio del Gólgota, el Espíritu Santo es la Persona-Amor, en la que convergen el amor del Padre y el del Hijo.

La carta a los Hebreos, desarrollando la imagen del sacrificio, precisa que Jesús se ofreció «con un Espíritu eterno» (He 9,14). En la encíclica Dominum et vivificantem expliqué que en ese pasaje «Espíritu eterno» se refiere precisamente al Espíritu Santo: como el fuego consumaba las víctimas de los antiguos sacrificios rituales, así también «el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre, para transformar el sufrimiento en amor redentor» (DEV 40). «El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio, que se ofrece en la cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica, podemos decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y, dado que el sacrificio de la cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él “recibe” el Espíritu Santo» (ib., DEV 41).

Con razón, en la liturgia romana, el sacerdote, antes de la comunión, ora con estas significativas palabras: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que, por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo...».

4. La historia de Jesús no acaba con la muerte, sino que se abre a la vida gloriosa de la Pascua. «Por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo, nuestro Señor fue constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad» (cf. Rm 1,4).

La Resurrección es la culminación de la Encarnación, y también ella, como la generación del Hijo en el mundo, se realiza «por obra del Espíritu Santo». «Nosotros —afirma san Pablo en Antioquía de Pisidia— os anunciamos la buena nueva de que la promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy”» (Ac 13,32-33).

El don del Espíritu que el Hijo recibe en plenitud la mañana de Pascua es derramado por él en gran abundancia sobre la Iglesia. A sus discípulos, reunidos en el cenáculo, Jesús les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22) y lo da «a través de las heridas de su crucifixión: “Les mostró las manos y el costado”» (Dominum et vivificantem DEV 24). La misión salvífica de Jesús se resume y se cumple en la donación del Espíritu Santo a los hombres, para llevarlos nuevamente al Padre.

5. Si la gran obra del Espíritu Santo es la Pascua del Señor Jesús, misterio de sufrimiento y de gloria, también los discípulos de Cristo, por el don del Espíritu, pueden sufrir con amor y convertir la cruz en el camino a la luz: «per crucem ad lucem». El Espíritu del Hijo nos da la gracia de tener los mismos sentimientos de Cristo y amar como él amó, hasta dar la vida por los hermanos: «Él dio su vida por nosotros, y también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16).

44 Al darnos su Espíritu, Cristo entra en nuestra vida, para que cada uno de nosotros pueda decir, como san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Toda la vida se transforma así en una continua Pascua, un paso incesante de la muerte a la vida, hasta la última Pascua, cuando pasaremos también nosotros con Jesús y como Jesús «de este mundo al Padre» (Jn 13,1). En efecto, como afirma san Ireneo de Lyon, «los que han recibido y tienen el Espíritu de Dios son llevados al Verbo, es decir, al Hijo, y el Hijo los acoge y los presenta al Padre, y el Padre les da la incorruptibilidad» (Demonstr. Ap. Ap 7).

Saludos

Deseo saludar ahora a los peregrinos españoles y latinoamericanos, en particular a la coral «Coralina» de Cuba, así como a los grupos venidos de México, Colombia, Puerto Rico, Argentina y España. Al invocar sobre todos vosotros la acción del Espíritu Santo para que vuestra vida sea una Pascua continua, os imparto de corazón la bendición apostólica.

(A una peregrinación checa de Brno)
La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, de mañana, nos pone ante la Eucaristía como signo de unidad y vínculo de caridad. Vuestra fe debe convertirse en una ocasión para testimoniar, a cuantos están cerca de vosotros, la grandeza del amor de Dios, del que la Eucaristía es un símbolo evidente.

(En eslovaco)
Mañana, fiesta del Corpus Christi, queremos dar gracias al Señor Jesús porque se sacrificó en la cruz por nosotros, así como porque en la santa comunión se nos da en alimento. Hermanos y hermanas, participad en la celebración de la santa misa con amor y fervor, y recibid al santísimo Sacramento, que es fuente de fuerza para los peregrinos hacia la patria celestial.

(En croata)
Después de haber preparado la venida del reino de Dios a la tierra, el Espíritu Santo emprendió la obra de su construcción y crecimiento. Él está constantemente presente en la Iglesia, su Templo y Cuerpo de Cristo, dando a los bautizados la "prenda" o las "primicias" de su herencia, llevándolos a las fuentes del Amor, a Dios, y haciéndolos partícipes de la comunión con el Padre y el Hijo.

(En italiano)
La fiesta del Corpus Christi, que celebraremos mañana, nos ofrece la ocasión para profundizar nuestra fe y nuestro amor a la Eucaristía.

45 Queridos jóvenes, que el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo sea para vosotros el alimento espiritual de cada día para avanzar por el camino de la santidad; que para vosotros, queridos enfermos, sea el apoyo y el consuelo en la prueba y en el sufrimiento; y que para vosotros, queridos recién casados, sea el principio de la unión de caridad, no sólo en el sentimiento, sino también en vuestra conducta diaria.





Miércoles 17 de junio de 1998


1. En la última cena Jesús dijo a los Apóstoles: «Os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). La tarde del día de Pascua, Jesús cumplió su promesa: se apareció a los Once, reunidos en el cenáculo, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Cincuenta días después, en Pentecostés, tuvo lugar «la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el cenáculo el domingo de Pascua» (Dominum et vivificantem DEV 25). El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la descripción del acontecimiento (cf. Ac 2,1-4).

Reflexionando sobre ese texto, podemos descubrir algunos rasgos de la misteriosa identidad del Espíritu Santo.

2. Es importante, ante todo, tener presente la relación que existe entre la fiesta judía de Pentecostés y el primer Pentecostés cristiano.

Al inicio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas (cf. Tb Tb 2,1), la fiesta de la siega (cf. Ex 23,16), cuando se ofrecía a Dios las primicias del trigo (cf. Nm NM 28,26 Dt 16, 9). Sucesivamente, la fiesta cobró un significado nuevo: se convirtió en la fiesta de la alianza que Dios selló con su pueblo en el Sinaí, cuando dio a Israel su ley.

San Lucas narra el acontecimiento de Pentecostés como una teofanía, una manifestación de Dios análoga a la del monte Sinaí (cf. Ex 19,16-25): fuerte ruido, viento impetuoso y lenguas de fuego. El mensaje es claro: Pentecostés es el nuevo Sinaí, el Espíritu Santo es la nueva alianza, el don de la nueva ley. Con agudeza descubre ese vínculo san Agustín: «¡Gran misterio, hermanos, y digno de admiración! Si os dais cuenta, en el día de Pentecostés (los judíos) recibieron la ley escrita con el dedo de Dios y en el día de Pentecostés vino el Espíritu Santo» (Ser. Mai, 158, 4). Y un Padre de Oriente, Severiano de Gabala, afirma: «Era conveniente que en el mismo día en que fue dada la ley antigua, se diera también la gracia del Espíritu Santo» (Cat. in Act. Apost., 2, 1).

3. Así se cumplió la promesa hecha a los padres. En el profeta Jeremías leemos: «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días, dice el Señor: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31,33). Y en el profeta Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis leyes» (Ez 36,26-27).

¿De qué modo el Espíritu Santo constituye la alianza nueva y eterna? Borrando el pecado y derramando en el corazón del hombre el amor de Dios: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8,2). La ley mosaica señalaba deberes, pero no podía cambiar el corazón del hombre. Hacía falta un corazón nuevo, y eso es precisamente lo que Dios nos ofrece en virtud de la redención llevada a cabo por Jesús. El Padre nos quita nuestro corazón de piedra y nos da un corazón de carne, como el de Cristo, animado por el Espíritu Santo, que nos impulsa a actuar por amor (cf. Rm 5,5). Sobre la base de este don se instituye la nueva alianza entre Dios y la humanidad. Santo Tomás afirma, con agudeza, que el Espíritu Santo mismo es la Nueva Alianza, actuando en nosotros el amor, plenitud de la ley (cf. Comment. in 2Co 3,6).

4. En Pentecostés viene el Espíritu Santo y nace la Iglesia. La Iglesia es la comunidad de los que han «nacido de lo alto», «de agua y Espíritu», como dice el evangelio de san Juan (cf. Jn 3,3 Jn 3,5). La comunidad cristiana no es, ante todo, el resultado de la libre decisión de los creyentes; en su origen está primariamente la iniciativa gratuita del amor de Dios, que otorga el don del Espíritu Santo. La adhesión de la fe a este don de amor es «respuesta» a la gracia, y la misma adhesión es suscitada por la gracia. Así pues, entre el Espíritu Santo y la Iglesia existe un vínculo profundo e indisoluble. A este respecto, dice san Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la Iglesia y toda gracia» (Adv. haer. , III, 24,1). Se comprende, entonces, la atrevida expresión de san Agustín: «Poseemos el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia» (In Io., 32, 8).

El relato del acontecimiento de Pentecostés subraya que la Iglesia nace universal: éste es el sentido de la lista de los pueblos —partos, medos, elamitas... (cf. Ac 2,9-11)— que escuchan el primer anuncio hecho por Pedro. El Espíritu Santo es donado a todos los hombres, de cualquier raza y nación, y realiza en ellos la nueva unidad del Cuerpo místico de Cristo. San Juan Crisóstomo pone de relieve la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo, con este ejemplo concreto: «Quien vive en Roma sabe que los habitantes de la India son sus miembros» (In Io., 65, 1: PG 59,361).

46 5. Del hecho de que el Espíritu Santo es «la nueva alianza» deriva que la obra de la tercera Persona de la santísima Trinidad consiste en hacer presente al Señor resucitado y con él a Dios Padre. En efecto, el Espíritu realiza su acción salvífica haciendo inmediata la presencia de Dios. En esto consiste la alianza nueva y eterna: Dios ya se ha puesto al alcance de cada uno de nosotros. En cierto sentido, cada uno, «del más chico al más grande» (Jr 31,34), goza del conocimiento directo del Señor, como leemos en la primera carta de san Juan: «En cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa— según os enseñó, permaneced en él» (1Jn 2,27). Así se cumple la promesa que hizo Jesús a sus discípulos durante la última cena: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26).

Gracias al Espíritu Santo, nuestro encuentro con el Señor se lleva a cabo en el entramado ordinario de la existencia filial en el «cara a cara» de la amistad, experimentando a Dios como Padre, Hermano, Amigo y Esposo. Éste es Pentecostés. Ésta es la nueva alianza.

Saludos

Con agrado saludo ahora a los peregrinos españoles y latinoamericanos, en particular a los miembros del «Centro mexicano de sindonología», así como a los grupos venidos de España, Uruguay, Colombia y México. Al invitaros a todos a experimentar la presencia y la acción del Espíritu Santo en la vida cotidiana, os imparto de corazón la bendición apostólica.

(En lengua checa)
Pasado mañana celebraremos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. El amor del Padre se nos ha manifestado en el Corazón de su Hijo Jesús. Confiemos en él: ¡Jesús, manso y humilde de corazón, transforma nuestros corazones y enséñanos a amar a Dios y al prójimo con generosidad!

(En eslovaco)
Estad seguros de que el Señor Jesús os ha amado cuando ha muerto por vosotros en la cruz, y os sigue amando cuando os dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Aprended con gozo de él a cumplir vuestros deberes diarios con humildad y amor al Padre celestial. Que el Espíritu os acompañe con su luz y su fuerza.

(En esloveno)
Que el Espíritu Santo sea vuestro guía; permaneced fieles a la Iglesia y a vuestra bella patria.

(En italiano)
47 El viernes próximo celebraremos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y el sábado recordaremos al Corazón Inmaculado de María. Queridos jóvenes, os saludo con afecto y saludo especialmente a los numerosos niños y muchachos que han recibido la primera comunión y la confirmación. Amadísimos hermanos, que la riqueza del Corazón de Cristo y la ternura del Corazón de María os acompañen y os sostengan siempre. Que a vosotros, queridos enfermos, os ayuden a poneros con generoso abandono en las manos de la divina Providencia; y a vosotros, queridos recién casados, os aliento a vivir vuestra unión cristiana con comprensión paciente y con entrega generosa y recíproca.
* * *

Llamamiento en favor de la paz en Guinea Bissau.


Invito a todos a mostrar solidaridad, en la oración, con los habitantes de Guinea Bissau, y en particular con el obispo monseñor Settimo Arturo Ferrazzetta, o.f.m., y con sus diocesanos, a quienes tuve la oportunidad de visitar en 1990. Hago un apremiante llamamiento a las partes en conflicto para que depongan las armas y pongan fin a la violencia y al consiguiente éxodo de las poblaciones. Abrigo la ardiente esperanza de que la comunidad internacional continúe su actividad en favor de la paz y pueda contribuir con medios no violentos a la reconciliación de todos.





Miércoles 24 de junio de 1998


Queridos hermanos y hermanas:

1. Hace unos días realicé mi tercera visita pastoral a Austria, y ahora, de regreso en Roma, recuerdo los significativos encuentros que mantuve con esas queridas poblaciones. El sentimiento que embarga mi corazón es la gratitud.

En primer lugar, doy gracias a Dios, dador de todo bien, que me permitió vivir esa intensa experiencia espiritual, rica en celebraciones litúrgicas y en momentos de reflexión y oración, con vistas a una nueva primavera de la Iglesia en ese amado país. Mi agradecimiento va en particular a mis venerados hermanos en el episcopado, que en estos tiempos difíciles, sin escatimar esfuerzos, se prodigan al servicio de la verdad y de la caridad. Los animo en su compromiso pastoral. Quisiera, además, dar nuevamente las gracias al presidente federal y a las autoridades públicas, así como a todos los ciudadanos, que me acogieron con una hospitalidad verdaderamente cordial.

2. Con mi visita quise manifestar a la población austriaca mi estima y mi aprecio, proponiendo al mismo tiempo, como Sucesor de Pedro, algunas perspectivas útiles para el camino futuro de esas Iglesias particulares.

En Salzburgo traté el tema de la misión; en Sankt Pölten invité a reflexionar en el problema de las vocaciones. Por último, como punto culminante y motivo principal de mi viaje, tuve la alegría de inscribir los nombres de tres siervos de Dios en el catálogo de los beatos. Durante la sugestiva celebración en la plaza de los Héroes, en Viena, recordé a todos que el heroísmo del cristiano reside en la santidad.

Los héroes de la Iglesia no son necesariamente los que han escrito la historia según criterios humanos, sino mujeres y hombres que tal vez a los ojos de muchos han parecido humildes, pero que en realidad son grandes a los ojos de Dios. En vano los buscaríamos entre los poderosos; quedan inscritos indeleblemente, con letras mayúsculas, en el «libro de la vida».

48 Las biografías de los nuevos beatos encierran un mensaje para nuestros días. Se trata de documentos accesibles a todos, que la gente de hoy puede leer y comprender sin dificultad, pues hablan con el lenguaje elocuente de la vida real.

3. Con gran placer recuerdo la presencia y el entusiasmo de numerosos jóvenes, a quienes recordé que la Iglesia ve en ellos la prometedora riqueza del futuro. Al invitarlos a que sean valientes en su testimonio de Cristo sin componendas, reafirmé lo que escribí en la encíclica Redemptoris missio: «El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías» (
RMi 42).

Los jóvenes, que son naturalmente sensibles ante la fascinación del ideal, sobre todo cuando se encarna en la vida, apreciaron este discurso. Comprendieron el sentido de mi visita a su país: fui a Austria como peregrino de la fe, como colaborador del gozo y como cooperador de la verdad.

4. No puedo dejar de mencionar dos ocasiones muy diferentes entre sí, pero ambas significativas en su propio ámbito: el encuentro con las autoridades y el Cuerpo diplomático en el palacio imperial de Hofburg, y la visita a los enfermos y moribundos en el hospicio Rennweg de la Cáritas socialis. En esos dos momentos expuse, con perspectivas diversas, el mismo tema de fondo: el deber esencial del respeto a la imagen de Dios impresa en cada ser humano. Este es uno de los puntos fundamentales del mensaje que quise transmitir a los católicos y a todos los habitantes de Austria.

Cada hombre, en cualquier etapa de su vida, reviste un valor inalienable. El discurso sobre la cultura de la vida, dirigido a los constructores de la Casa europea, se concreta, entre otros modos, en instituciones como ese hospicio, donde día tras día se escribe nuevamente el evangelio del sufrimiento, leído a la luz de la fe.

Al lado de cuantos incansablemente prestan servicio en los hospitales y en los sanatorios, y al lado de quienes no abandonan a sus familiares gravemente enfermos, está presente el Señor, que considera dirigidos a él mismo sus cuidados amorosos. Los enfermos, con el peso de sus sufrimientos soportados por amor a Cristo, constituyen un tesoro precioso para la Iglesia, que tiene en ellos unos colaboradores eficacísimos en la acción evangelizadora.

5. Recordando las intensas emociones que experimenté, siento la necesidad de repetir cuanto afirmé al término de mi visita: Credo in vitam! Creo en la vida. Creo que la Iglesia en Austria está viva. Creo que esta vida es más fuerte que las pruebas que atravesaron y atraviesan muchos fieles en ese amado país. Fui a su encuentro para ayudarles a superar las dificultades actuales y animarles a reanudar generosamente el camino hacia el gran jubileo.

También en Roma el corazón del Papa sigue latiendo por Austria. A todos les repito, con las palabras de Cristo: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1). No miréis sólo al pasado. Preparad el futuro con la ayuda del Espíritu Santo. Mi visita pastoral a Austria ya terminó; ahora ha de comenzar una nueva etapa de la peregrinación, que lleve al pueblo de Dios en Austria a cruzar el umbral del nuevo milenio, para comunicar, junto con sus obispos, la buena nueva de Cristo a las generaciones futuras.

«Vergelts Gott!». ¡Gracias por todo! ¡Que Dios os lo pague!

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores universitarios de los diversos ateneos colombianos, así como a los diversos grupos venidos de España, México y otros países latinoamericanos. Hoy, que celebramos el nacimiento de san Juan Bautista, os invito a que, como él, sepáis reconocer la presencia de Cristo e indicarlo a todos los hombres. A todos os bendigo de corazón.

49 (A los peregrinos lituanos)
Cristo, que os iluminó con su palabra y os llamó para que le consagrarais todo, sostenga con su amor vuestra vocación sacerdotal y la haga crecer y perseverar siempre.

(A los peregrinos de Croacia)
Ya desde el día de Pentecostés el Espíritu Santo está presente y obra en la Iglesia, la santifica y, por ella, santifica al mundo. Precisamente él, "el Espíritu de la promesa" (
Ga 3,14), es el origen de toda la santidad de la Iglesia y de cada miembro que, escuchando la voz del Padre, en los diversos estados de vida y en las diferentes tareas en la Iglesia, en la familia y en la sociedad, sigue fielmente el ejemplo de Cristo.

(En italiano)
Celebramos hoy la fiesta del nacimiento de san Juan Bautista, a quien Dios envió para dar testimonio de la luz y preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. También nosotros estamos llamados a ser testigos del Señor. Os deseo a vosotros, queridos jóvenes, que encontréis en la amistad con Jesús la fuerza necesaria para estar siempre a la altura de las responsabilidades que os esperan. Os exhorto a vosotros, queridos enfermos, a considerar los sufrimientos y las pruebas diarias como oportunidades que Dios os ofrece para cooperar en la salvación de las almas. Y os invito a vosotros, queridos recién casados, a manifestar vuestro amor al Señor en la fidelidad recíproca y en la acogida generosa de la vida.






Audiencias 1998 39