Audiencias 1998 49

Julio de 1998



Miércoles 1 de julio de 1998

El Espíritu Santo, protagonista de la evangelización

1. Apenas el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, el día de Pentecostés, «se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Ac 2,4). Por tanto, se puede decir que la Iglesia, en el momento mismo en que nace, recibe como don del Espíritu la capacidad de anunciar «las maravillas de Dios» (Ac 2,11): es el don de evangelizar.

Este hecho implica y revela una ley fundamental de la historia de la salvación: no se puede ni evangelizar ni profetizar, en una palabra, no se puede hablar del Señor y en nombre del Señor sin la gracia y la fuerza del Espíritu Santo. Sirviéndonos de una analogía biológica, podríamos decir que, así como la palabra humana se difunde por el soplo humano, así también la palabra de Dios se transmite por el soplo de Dios, de su ruach o pneuma, que es el Espíritu Santo.

50 2. Este vínculo entre el Espíritu de Dios y la palabra divina ya se puede percibir en la experiencia de los antiguos profetas.

La llamada de Ezequiel se describe como la infusión de un «espíritu» en la persona: «(El Señor) me dijo: “Hijo de hombre, ponte en pie, que voy a hablarte”. El espíritu entró en mí como se me había dicho y me hizo tenerme en pie; y oí al que me hablaba» (
Ez 2,1-2).

El libro de Isaías afirma que el futuro siervo del Señor proclamará el derecho a las naciones, precisamente porque el Señor puso su espíritu sobre él (cf. Is 42,1).

Según el profeta Joel, los tiempos mesiánicos se caracterizarán por una efusión universal del Espíritu: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne» (Jl 3,1); por efecto de esta comunicación del Espíritu, «vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán» (Jl 3,1).

3. En Jesús, el vínculo Espíritu-Palabra llega al vértice; en efecto, él es la misma Palabra hecha carne «por obra del Espíritu Santo». Comienza a predicar «por la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). En Nazaret, en su predicación inaugural, se aplica a sí mismo el pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva» (Lc 4,18). Como subraya el cuarto evangelio, la misión de Jesús, «aquel a quien Dios ha enviado» y «habla las palabras de Dios», es fruto del don del Espíritu, que recibió «sin medida» (Jn 3,34). Al aparecerse a los suyos en el cenáculo, en el atardecer de Pascua, Jesús realiza el gesto tan expresivo de «soplar» sobre ellos, diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22).

Bajo ese soplo se desarrolla la vida de la Iglesia. «El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial» (Redemptoris missio RMi 21). La Iglesia anuncia el Evangelio gracias a su presencia y a su fuerza salvífica. Al dirigirse a los cristianos de Tesalónica, san Pablo afirma: «Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo» (1Th 1,5). San Pedro define a los apóstoles como «quienes predican el Evangelio, en el Espíritu Santo» (1P 1,12).

Pero ¿qué significa «evangelizar en el Espíritu Santo»? Sintéticamente, se puede decir que significa evangelizar con la fuerza, con la novedad y en la unidad del Espíritu Santo.

4. Evangelizar con la fuerza del Espíritu quiere decir estar revestidos de la fuerza que se manifestó de modo supremo en la actividad evangélica de Jesús. El Evangelio nos dice que los oyentes se asombraban de él, porque «les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,22). La palabra de Jesús expulsa a los demonios, aplaca las tempestades, cura a los enfermos, perdona a los pecadores y resucita a los muertos.

El Espíritu Santo, como don pascual, hace partícipe a la Iglesia de la autoridad de Jesús. Así, vemos que los Apóstoles son ricos en parresía, o sea, la valentía que les hace hablar de Jesús sin miedo. Los adversarios se maravillaban, «sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura» (Ac 4,13).

También Pablo, gracias al don del Espíritu de la nueva Alianza, puede afirmar con toda verdad: «Teniendo, pues, esta esperanza, hablamos con toda valentía» (2Co 3,12).

Esta fuerza del Espíritu es más necesaria que nunca para el cristiano de nuestro tiempo, a quien se le pide que dé testimonio de su fe en un mundo a menudo indiferente, si no hostil, que está marcado fuertemente por el relativismo y el hedonismo. Se trata de una fuerza que necesitan sobre todo los predicadores, que deben volver a proponer el Evangelio sin ceder ante los compromisos y los falsos atajos, anunciando la verdad de Cristo «a tiempo y a destiempo» (2Tm 4,2).

51 5. El Espíritu Santo asegura al anuncio también un carácter de actualidad siempre renovada, para que la predicación no caiga en una vacía repetición de fórmulas y en una fría aplicación de métodos. En efecto, los predicadores deben estar al servicio de la «nueva Alianza», que no es «de la letra», que mata, sino «del Espíritu», que da vida (2Co 3,6). No se trata de propagar el «régimen viejo de la letra», sino el «régimen nuevo del Espíritu» (cf. Rm 7,6). Es una exigencia hoy particularmente vital para la «nueva evangelización». Ésta será verdaderamente «nueva» en el fervor, en los métodos y en las expresiones si quien anuncia las maravillas de Dios y habla en su nombre escucha antes a Dios y es dócil al Espíritu Santo. Por tanto, es fundamental la contemplación hecha de escucha y oración. Si el heraldo no ora, terminará por «predicarse a sí mismo» (cf. 2Co 4,5), y sus palabras serán «palabrerías profanas» (2Tm 2,16).

6. En fin, el Espíritu acompaña y estimula a la Iglesia a evangelizar en la unidad y construyendo la unidad. Pentecostés tuvo lugar cuando los discípulos «estaban todos reunidos en un mismo lugar» (Ac 2,1) y «todos ellos perseveraban en la oración» (Ac 1,14). Después de haber recibido al Espíritu Santo, Pedro pronuncia su primer discurso a la multitud, «presentándose con los Once» (Ac 2,14): es el icono de un anuncio coral, que debe seguir siendo así, aun cuando los heraldos estén dispersos por el mundo.

Predicar a Cristo bajo el impulso del único Espíritu, en el umbral del tercer milenio, requiere de todos los cristianos un esfuerzo concreto y generoso con vistas a la comunión plena. Se trata de la gran empresa del ecumenismo, que hay que secundar con esperanza siempre renovada y con empeño concreto, aunque los tiempos y el éxito estén en las manos del Padre, que nos pide humilde prontitud para acoger sus designios y las inspiraciones interiores del Espíritu.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en especial a los grupos parroquiales de Santa Marta de Velle, La Nou y Oropesa, así como a los estudiantes de Cádiz y Logroño y a los peregrinos de Costa Rica, Bolivia y México. A todos os imparto de corazón la bendición apostólica.

(A los fieles eslovacos)
Recurrid a ella — a la Madre de Dios—, para que os obtenga los dones del Espíritu Santo, que puede cambiar vuestro corazón y hacer de vosotros testigos valientes de Cristo.

(A los peregrinos de Hungría)
Durante estos días recordamos de modo especial a los nuevos presbíteros, que celebran su primera santa misa. Espero que el Señor, que llama incesantemente a cada uno a seguirlo más íntimamente, encuentre cada vez más obreros para la mies en vuestra patria.

(En italiano)
Queridos hermanos, durante estos meses muchos de vosotros tendrán la posibilidad de pasar un período de descanso, suspendiendo el estudio o los compromisos ordinarios. Os deseo a todos que paséis este tiempo con gran serenidad. En particular, queridos jóvenes, os exhorto a organizar bien vuestras vacaciones, enriqueciendo vuestro esparcimiento con actividades formativas y espirituales. Oro por vosotros, queridos enfermos, para que el Señor os conceda experimentar su presencia y su consuelo a través del afecto perseverante de las personas que os rodean. Y os invito a vosotros, queridos recién casados, a dar cabida a la oración común, para que la alegría de vuestros primeros pasos en la vida de familia esté sostenida por la luz y la fuerza del Señor. Os bendigo a todos.



52

Miércoles 8 de julio de 1998


1. «Si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma». Así afirmaba mi venerado predecesor León XIII en la encíclica Divinum illud munus (1897: DS 3 DS 328). Y después de él, Pío XII explicitaba: el Espíritu Santo en el cuerpo místico de Cristo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo místico» (encíclica Mystici Corporis, 1943: DS 3 DS 808).

Hoy queremos reflexionar en el misterio del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, en cuanto vivificada y animada por el Espíritu Santo.

Después del acontecimiento de Pentecostés, el grupo que da origen a la Iglesia cambia profundamente: primero se trataba de un grupo cerrado y estático, cuyo número era de «unos ciento veinte» (Ac 1,15); luego se transformó en un grupo abierto y dinámico al que, después del discurso de Pedro, «se unieron unas tres mil almas» (Ac 2,41). La verdadera novedad no es tanto este crecimiento numérico, aunque sea extraordinario, sino la presencia del Espíritu Santo. En efecto, para que exista la comunidad cristiana no basta un grupo de personas. La Iglesia nace del Espíritu del Señor. Se presenta, para utilizar una feliz expresión del recordado cardenal Congar, «completamente suspendida del cielo» (La Pentecoste, trad. ital., Brescia 1986, p. 60).

2. Este nacimiento en el Espíritu, que tuvo lugar para toda la Iglesia en Pentecostés, se renueva para cada creyente en el bautismo, cuando somos sumergidos «en un solo Espíritu», para ser injertados «en un solo cuerpo» (1Co 12,13). Leemos en san Ireneo: «Así como de la harina no se puede hacer, sin agua, un solo pan, así tampoco nosotros, que somos muchos, podemos llegar a ser uno en Cristo Jesús, sin el agua que viene del cielo» (Adv. haer. III 17,1). El agua que viene del cielo y transforma el agua del bautismo es el Espíritu Santo.

San Agustín afirma: «Lo que nuestro espíritu, o sea, nuestra alma, es para nuestros miembros, lo mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Serm.267, 4).

El concilio ecuménico Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, recurre a esta imagen, la desarrolla y la precisa: Cristo «nos dio su Espíritu, que es el único y el mismo en la cabeza y en los miembros. Éste de tal manera da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, que los santos Padres pudieron comparar su función a la que realiza el alma, principio de vida, en el cuerpo humano» (Lumen gentium LG 7).

Esta relación del Espíritu con la Iglesia nos orienta para que la comprendamos sin caer en los dos errores opuestos, que ya la Mystici Corporis señalaba: el naturalismo eclesiológico, que se detiene unilateralmente en el aspecto visible, llegando incluso a considerar a la Iglesia como una simple institución humana; o bien, por el contrario, el misticismo eclesiológico, que subraya la unidad de la Iglesia con Cristo, hasta el punto de considerar a Cristo y a la Iglesia como una especie de persona física. Se trata de dos errores que tienen una analogía, como ya subrayaba León XIII en la encíclica Satis cognitum, con dos herejía cristológicas: el nestorianismo, que separaba las dos naturalezas en Cristo, y el monofisismo, que las confundía. El concilio Vaticano II nos proporcionó una síntesis, que nos ayuda a captar el verdadero sentido de la unidad mística de la Iglesia, presentándola como «una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano» (Lumen gentium LG 8).

3. La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia hace que ella, aunque esté marcada por el pecado de sus miembros, se preserve de la defección. En efecto, la santidad no sólo substituye al pecado, sino que lo supera. También en este sentido se puede decir con san Pablo que donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia (cf. Rm 5,20).

El Espíritu Santo habita en la Iglesia, no como un huésped que queda, de todas formas, extraño, sino como el alma que transforma a la comunidad en «templo santo de Dios» (1Co 3,17 cf. 1Co 6,19 Ep 2,21) y la asimila continuamente a sí por medio de su don específico que es la caridad (cf. Rm 5,5 Ga 5,22). La caridad, nos enseña el concilio Vaticano II en la constitución dogmática sobre la Iglesia, «dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin» (Lumen gentium LG 42). La caridad es el «corazón» del cuerpo místico de Cristo, como leemos en la hermosa página autobiográfica de santa Teresa del Niño Jesús: «Comprendí que la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diversos miembros, y no faltaba el miembro más noble y más necesario. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, un corazón ardiente de amor. Entendí que sólo el amor impulsaba a los miembros de la Iglesia a la acción y que, si se hubiera apagado este amor, los Apóstoles no habrían anunciado el Evangelio, los mártires ya no habrían derramado su sangre (...). Comprendí que el amor abrazaba todas las vocaciones, que el amor era todo, que se extendía a todos los tiempos y a todos los lugares (...), en una palabra, que el amor es eterno» (Manuscrito autobiográfico B 3 v).

4. El Espíritu que habita en la Iglesia, mora también en el corazón de cada fiel: es el dulcis hospes animae. Entonces, seguir un camino de conversión y santificación personal significa dejarse «guiar» por el Espíritu (cf. Rm 8,14), permitirle obrar, orar y amar en nosotros. «Hacernos santos» es posible, si nos dejamos santificar por aquel que es el Santo, colaborando dócilmente en su acción transformadora. Por eso, al ser el objetivo prioritario del jubileo el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos, «es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración cada vez más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado» (Tertio millennio adveniente TMA 42).

53 Podemos considerar que el Espíritu Santo es como el alma de nuestra alma y, por tanto, el secreto de nuestra santificación. ¡Permitamos que su presencia fuerte y discreta, íntima y transformadora, habite en nosotros!

5. San Pablo nos enseña que la inhabitación del Espíritu Santo en nosotros, relacionada íntimamente con la resurrección de Jesús, es también el fundamento de nuestra resurrección final: «Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (
Rm 8,11).

En la bienaventuranza eterna, viviremos en la gozosa participación, que ahora está prefigurada y anticipada por la Eucaristía. Entonces el Espíritu hará madurar plenamente todas las semillas de comunión, de amor y de fraternidad, que hayan florecido durante nuestra peregrinación terrena. Como afirma san Gregorio de Nisa, «envueltos por la unidad del Espíritu Santo, así como por el vínculo de la paz, todos serán un solo cuerpo y un solo Espíritu» (Hom 15 in ).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua espa ñola, en especial al grupo de sacerdotes de la archidi ócesis de Valencia, que festejan en estos días sus 25 años de ordenación: os invito a renovar día a día la gracia que recibisteis. Un cordial saludo para los numerosos fieles de las diócesis de Andalucía y Canarias, que acompañan a sus obispos en la visita «ad limina». También para los directivos de la COPE, que esta vez han querido celebrar su reunión anual en Roma como expresión de afecto al Papa: os animo a colaborar fielmente en la misión de la Iglesia a través del importante medio de comunicación que es la radio. Así mismo saludo a los participantes en el curso de formadores del movimiento Regnum Christi y a los demás peregrinos de España y América Latina. A todos os imparto de corazón la bendición apostólica.

(En italiano)
El lunes pasado celebramos la memoria litúrgica de santa María Goretti, virgen y mártir. Queridos jóvenes, que el ejemplo de esta coetánea vuestra os estimule y aliente a cultivar un corazón puro, libre y abierto a los valores perennes del Evangelio.

La fortaleza que demostró esta muchacha ante la prueba del martirio os sostenga, queridos enfermos, para afrontar el sufrimiento por amor al Señor.

El amor heroico a Dios, fiel hasta la muerte, que santa María Goretti testimonió de modo ejemplar, ilumine vuestra unión conyugal, queridos recién casados, para que emprendáis un camino familiar respetuoso de la ley de Dios y de sus providenciales designios de salvación.



Miércoles 22 de julio de 1998


1. El gesto de Jesús, que en la tarde de Pascua «sopló» sobre los Apóstoles, comunicándoles el Espíritu Santo (cf. Jn 20,21-22), evoca la creación del hombre, descrita por el Génesis como la comunicación de un «aliento de vida» (Gn 2,7). El Espíritu Santo es como el «soplo» del Resucitado, que infunde la nueva vida a la Iglesia, representada por los primeros discípulos. El signo más evidente de esta vida nueva es el poder de perdonar los pecados. En efecto, Jesús dice: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). Donde se derrama «el Espíritu de santificación» (Rm 1,4), queda destruido lo que se opone a la santidad, es decir, el pecado. El Espíritu Santo, según las palabras de Cristo, es quien «convencerá al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16,8).

54 Él hace tomar conciencia del pecado, pero, al mismo tiempo, es él mismo quien perdona los pecados. A este propósito, santo Tomás afirma: «Dado que el Espíritu Santo funda nuestra amistad con Dios, es normal que por medio de él Dios nos perdone los pecados» (Contra gentiles, 4, 21, 11).

2. El Espíritu del Señor no sólo destruye el pecado; también realiza una santificación y divinización del hombre. Dios nos «ha escogido —dice san Pablo— desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad» (
2Th 2,13).

Veamos más de cerca en qué consiste esta «santificación-divinización».

El Espíritu Santo es «Persona-amor. Es Persona-don» (Dominum et vivificantem DEV 10). Este amor donado por el Padre, acogido y correspondido por el Hijo, se comunica al hombre redimido, que se convierte así en «hombre nuevo» (Ep 4,24), en «nueva creación» (Ga 6,15). Los cristianos no sólo somos purificados del pecado; también somos regenerados y santificados. Recibimos una nueva vida, pues somos hechos «partícipes de la naturaleza divina» (2P 1,4): somos «llamados hijos de Dios, y ¡lo somos!» (1Jn 3,1). Se trata de la vida de la gracia: el don gratuito con que Dios nos hace partícipes de su vida trinitaria.

No se debe separar a las tres Personas divinas en su relación con los bautizados, puesto que cada una obra siempre en comunión con las otras; tampoco se las debe confundir, ya que cada Persona se comunica en cuanto Persona.

En la reflexión sobre la gracia es importante evitar concebirla como una «cosa». Es, «ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 2003). Es el don del Espíritu Santo que nos asemeja al Hijo y nos pone en relación filial con el Padre: en el único Espíritu, por Cristo, tenemos acceso al Padre (cf. Ep 2,18).

3. La presencia del Espíritu Santo obra una transformación que influye verdadera e íntimamente en el hombre: es la gracia santificante o deificante, que eleva nuestro ser y nuestro obrar, capacitándonos para vivir en relación con la santísima Trinidad. Esto sucede a través de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, «que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1812). Así, con la fe, el creyente considera a Dios, a sus hermanos y la historia no simplemente según la perspectiva de la razón, sino desde el punto de vista de la revelación divina. Con la esperanza, el hombre contempla el futuro con certeza confiada y activa, esperando contra toda esperanza (cf. Rm 4,18), con la mirada fija en la meta de la bienaventuranza eterna y de la realización plena del reino de Dios. Con la caridad, el discípulo se esfuerza por amar a Dios con todo su corazón y a los demás como el Señor Jesús nos amó, es decir, hasta la entrega total de sí.

4. La santificación del creyente se realiza siempre mediante la incorporación en la Iglesia. «La vida de cada uno de los hijos de Dios está ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística» (Pablo VI, Indulgentiarum doctrina, 5).

Este es el misterio de la comunión de los santos. Un vínculo perenne de caridad une a todos los «santos», tanto a los que ya han llegado a la patria celestial o están purificándose en el Purgatorio, como a los que aún son peregrinos en la tierra. Entre ellos existe también un abundante intercambio de bienes, de forma que la santidad de uno beneficia a todos los demás. Santo Tomás afirma: «El que vive en la caridad participa en todo el bien que se hace en el mundo» (In Symb. Apost.), y también: «El acto de uno se realiza mediante la caridad de otro, la caridad por la cual todos somos una sola cosa en Cristo» (In IV Sent. d. 20, a. 2; q. 3 ad 1).

5. El Concilio recordó que «todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Lumen gentium LG 40). Concretamente, el camino que debe seguir cada fiel para llegar a ser santo es la fidelidad a la voluntad de Dios, tal como nos la expresan su Palabra, los mandamientos y las inspiraciones del Espíritu Santo. Al igual que para María y para todos los santos, también para nosotros la perfección de la caridad consiste en el abandono confiado, a ejemplo de Jesús, en las manos del Padre. Una vez más, esto es posible gracias al Espíritu Santo, que incluso en los momentos más difíciles nos hace repetir con Jesús: «¡He aquí que vengo a hacer tu voluntad!» (cf. He 10,7).

6. Esta santidad se refleja de una forma propia en la vida religiosa, donde la consagración bautismal se vive en el compromiso de un seguimiento radical del Señor mediante los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. «Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es él quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas a percibir el atractivo de una opción tan comprometida (...). Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es él quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es él quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión» (Vita consecrata VC 19).

55 El martirio, supremo testimonio dado al Señor Jesús con la sangre, es expresión eminente de santidad, hecha posible por la fuerza del Espíritu Santo. Pero el compromiso cristiano, vivido día tras día en las diferentes condiciones de vida con una fidelidad radical al mandamiento del amor, es ya una forma significativa y fecunda de testimonio.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al coro de la Escuela de canto coral de Mar del Plata, así como a los grupos venidos de España, México, Paraguay, Argentina y otros países de Latinoamérica. Os invito a considerar la grandeza de la vocación a la que habéis sido llamados, a la vez que os bendigo de corazón.

(A los peregrinos holandeses y belgas)
La Iglesia cuenta sobre todo con los jóvenes, para que sean testigos de Cristo y puedan irradiar la alegría de la fe.

(En italiano)
Hoy se celebra la memoria litúrgica de santa María Magdalena, discípula del Señor y testigo de la resurrección, a quien Cristo «confió, antes que a nadie, la misión de anunciar la alegría pascual».

El «amor ardiente y fiel» de María Magdalena al Maestro os impulse a vosotros, queridos jóvenes, a anunciar con vuestro entusiasmo juvenil a Cristo resucitado a vuestros hermanos.

Vuestro encuentro con el Resucitado en la Eucaristía, queridos enfermos, os haga mensajeros de la victoria de Cristo sobre el dolor.

Vuestra fe en la resurrección, queridos recién casados, haga que vuestras familias sean perseverantes en la oración y en el amor recíproco.



Miércoles 29 de julio de 1998


56 1. Los Hechos de los Apóstoles nos muestran a la primera comunidad cristiana unida por un fuerte vínculo de comunión fraterna: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Ac 2,44-45). No cabe duda de que el Espíritu Santo está en el origen de esta manifestación de amor. Su efusión en Pentecostés pone las bases de la nueva Jerusalén, la ciudad construida sobre el amor, completamente opuesta a la vieja Babel.

Según el texto del capítulo 11 del Génesis, los constructores de Babel habían decidido edificar una ciudad con una gran torre, cuya cima llegara hasta el cielo. El autor sagrado ve en ese proyecto un orgullo insensato, que lleva a la división, a la discordia y a la incomunicabilidad.

Por el contrario, en Pentecostés los discípulos de Jesús no quieren escalar orgullosamente el cielo, sino que se abren humildemente al Don que desciende de lo alto. Si en Babel todos hablan la misma lengua, pero terminan por no entenderse, en Pentecostés se hablan lenguas diversas, y, sin embargo, todos se entienden muy bien. Este es un milagro del Espíritu Santo.

2. La operación propia y específica del Espíritu Santo ya en el seno de la santísima Trinidad es la comunión. «Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios “existe” como don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-amor» (Dominum et vivificantem DEV 10). La tercera Persona —leemos en san Agustín— es «la suma caridad que une a ambas Personas» (De Trin. 7, 3, 6). En efecto, el Padre engendra al Hijo, amándolo; el Hijo es engendrado por el Padre, dejándose amar y recibiendo de él la capacidad de amar; el Espíritu Santo es el amor que el Padre da con total gratuidad, y que el Hijo acoge con plena gratitud y lo da nuevamente al Padre.

El Espíritu es también el amor y el don personal que encierra todo don creado: la vida, la gracia y la gloria. El misterio de esta comunión resplandece en la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, animado por el Espíritu Santo. El mismo Espíritu nos hace «uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28), y así nos inserta en la misma unidad que une al Hijo con el Padre. Quedamos admirados ante esta intensa e íntima comunión entre Dios y nosotros.

3. El libro de los Hechos de los Apóstoles presenta algunas situaciones significativas que nos permiten comprender de qué modo el Espíritu ayuda a la Iglesia a vivir concretamente la comunión, permitiéndole superar los problemas que va encontrando.

Cuando algunas personas que no pertenecían al pueblo de Israel entraron por primera vez en la comunidad cristiana, se vivió un momento dramático. La unidad de la Iglesia se puso a prueba. Pero el Espíritu descendió sobre la casa del primer pagano convertido, el centurión Cornelio. Renovó el milagro de Pentecostés y realizó un signo en favor de la unidad entre los judíos y los gentiles (cf. Ac 10-11). Podemos decir que este es el camino directo para edificar la comunión: el Espíritu interviene con toda la fuerza de su gracia y crea una situación nueva, completamente imprevisible.

Pero a menudo el Espíritu Santo actúa sirviéndose de mediaciones humanas. Según la narración de los Hechos de los Apóstoles, así sucedió cuando surgió una discusión dentro de la comunidad de Jerusalén con respecto a la asistencia diaria a las viudas (cf. Ac 6,1 ss). La unidad se restableció gracias a la intervención de los Apóstoles, que pidieron a la comunidad que eligiera a siete hombres «llenos de Espíritu» (Ac 6,3 cf. Ac 6,5), e instituyeron este grupo de siete para servir a las mesas.

También la comunidad de Antioquía, constituida por cristianos provenientes del judaísmo y del paganismo, atravesó un momento crítico. Algunos cristianos judaizantes pretendían que los paganos se hicieran circuncidar y observaran la ley de Moisés. Entonces —escribe san Lucas— «se reunieron los Apóstoles y presbíteros para tratar este asunto» (Ac 15,6) y, después de «una larga discusión», llegaron a un acuerdo, formulado con la solemne expresión: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...» (Ac 15,28). Aquí se ve claramente cómo el Espíritu actúa a través de la mediación de los «ministerios» de la Iglesia.

Entre los dos grandes caminos del Espíritu, el directo, de carácter más imprevisible y carismático, y el mediato, de carácter más permanente e institucional, no puede haber oposición real. Ambos provienen del mismo Espíritu. En los casos en que la debilidad humana encuentre motivos de tensión y conflicto, es preciso atenerse al discernimiento de la autoridad, a la que el Espíritu Santo asiste con esta finalidad (cf. 1Co 14,37).

4. También es «gracia del Espíritu Santo» (Unitatis redintegratio UR 4) la aspiración a la unidad plena de los cristianos. A este propósito, no hay que olvidar nunca que el Espíritu Santo es el primer don común a los cristianos divididos. Como «principio de la unidad de la Iglesia» (ib., 2), nos impulsa a reconstruirla mediante la conversión del corazón, la oración común, el conocimiento recíproco, la formación ecuménica, el diálogo teológico y la cooperación en los diversos ámbitos del servicio social inspirado por la caridad.

57 Cristo dio su vida para que todos sus discípulos sean uno (cf. Jn 17,11). La celebración del jubileo del tercer milenio deberá representar una nueva etapa de superación de las divisiones del segundo milenio. Y puesto que la unidad es don del Paráclito, nos consuela recordar que, precisamente sobre la doctrina acerca del Espíritu Santo, se han dado pasos significativos hacia la unidad entre las diferentes Iglesias, sobre todo entre la Iglesia católica y las ortodoxas. En particular, sobre el problema específico del Filioque, que concierne a la relación entre el Espíritu Santo y el Verbo en su procedencia del Padre, se puede afirmar que la diversidad entre los latinos y los orientales no afecta a la identidad de la fe «en la realidad del mismo misterio confesado», sino a su expresión, constituyendo una «legítima complementariedad» que no pone en tela de juicio la comunión en la única fe, sino que más bien puede enriquecerla (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 248 carta apostólica Orientale lumen, 2 de mayo de 1995, n. 5; nota del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, Las tradiciones griega y latina con respecto a la procesión del Espíritu Santo: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de enero de 1996, p. 9).

5. Por último, es necesario que en el próximo jubileo crezca la caridad fraterna también dentro de la Iglesia católica. El amor efectivo que debe reinar en toda comunidad, «especialmente hacia nuestros hermanos en la fe» (Ga 6,10), exige que cada componente eclesial, cada comunidad parroquial y diocesana, y cada grupo, asociación y movimiento, se esfuerce por hacer un serio examen de conciencia que disponga los corazones a acoger la acción unificadora del Espíritu Santo.

Son siempre actuales estas palabras de san Bernardo: «Todos tenemos necesidad unos de otros: el bien espiritual que yo no tengo y no poseo, lo recibo de los demás (...). Y toda nuestra diversidad, que manifiesta la riqueza de los dones de Dios, subsistirá en la única casa del Padre, que tiene muchas moradas. Ahora hay división de gracias; entonces habrá distinción de glorias. La unidad, tanto aquí como allí, consiste en una misma caridad» (Apol. a Guillermo de san Thierry, IV, 8: PL 182, 9033-9034).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, especialmente a los grupos provenientes de España, México, Colombia, Argentina y otros países de Latinoamérica. Os invito a acoger en vuestro corazón los dones del Espíritu Santo, y ser así promotores de comunión y de fraternidad entre los hombres y los pueblos. A todos los presentes y a sus familias imparto de corazón la bendición apostólica.

(En italiano)
Hoy, memoria litúrgica de santa Marta, quisiera invitaros a vosotros, queridos jóvenes, a imitar a esta singular discípula del Señor en vuestro servicio concreto a Dios y a vuestros hermanos. Os exhorto a vosotros, queridos enfermos, a sentir en vuestra existencia la presencia consoladora de Cristo sufriente. Os pido a vosotros, queridos recién casados, que sigáis el ejemplo de santa Marta, que acogió con entusiasmo al Señor en su casa. En la escuela del Señor, vuestro amor en familia se consolidará y se abrirá a las exigencias de vuestro prójimo.

Mi pensamiento se dirige ahora a las tres religiosas Misioneras de la Caridad, de la madre Teresa de Calcuta, asesinadas hace algunos días en Yemen, así como a la hermana Theodelind Scherck, de la congregación de las religiosas Franciscanas del Santo Niño, secuestrada y encontrada muerta el domingo pasado en Sudáfrica, y al misionero jesuita padre Michel Albecq, asesinado anteayer en la República del Congo. Pidamos al Señor, Padre de misericordia, por estos generosos testigos del Evangelio y por todas demás las víctimas de la violencia que, por desgracia, sigue ensangrentando varias regiones del mundo».




Audiencias 1998 49