Audiencias 1998 57

Agosto de 1998


Miércoles 5 de agosto de 1998


1. El Nuevo Testamento nos atestigua la presencia, en las diversas comunidades cristianas, de carismas y ministerios suscitados por el Espíritu Santo. Los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, nos describen la comunidad cristiana de Antioquía: “Había en la Iglesia fundada en Antioquía profetas y maestros: Bernabé, Simeón llamado Níger, Lucio el cirenense, Manahén, hermano de leche del tetrarca Herodes, y Saulo” (Ac 13,1).

58 Así, la comunidad de Antioquía se presenta como una realidad viva, en la que se desempeñan dos ministerios distintos: el de los profetas, que disciernen y anuncian los caminos de Dios, y el de los maestros, es decir, de los doctores, que profundizan y exponen la fe de modo adecuado. Se podría decir que el primero tiene un carácter más carismático, mientras que el segundo posee una índole más institucional, pero tanto uno como otro se realizan por obediencia al Espíritu de Dios. Por lo demás, esta mezcla de los elementos carismático e institucional se puede comprobar en los mismos orígenes de la comunidad de Antioquía —surgida después de la muerte de Esteban como resultado de la dispersión de los cristianos—, donde algunos hermanos habían predicado la buena nueva también a los paganos, suscitando muchas conversiones. Al recibir la noticia de ese acontecimiento, la comunidad madre de Jerusalén había delegado a Bernabé para una visita a la nueva comunidad. Y éste, como refiere san Lucas, constatando la gracia del Señor, “se alegró y exhortaba a todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor, porque era un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe” (Ac 11,23-24).

En este episodio se ve claramente el doble modo con que el Espíritu de Dios dirige la Iglesia: por una parte, suscita directamente la actividad de los creyentes, abriendo caminos nuevos e inéditos al anuncio del Evangelio; y, por otra, se encarga de dar autenticidad a su labor mediante la intervención oficial de la Iglesia, aquí representada por la obra de Bernabé, enviado por la comunidad madre de Jerusalén.

2. Es principalmente san Pablo quien realiza una profunda reflexión sobre los carismas y los ministerios. La hace de manera especial en los capítulos 12-14 de la primera carta a los Corintios. Basándose en ese texto, se pueden recoger algunos elementos para plantear una teología correcta de los carismas.

Ante todo, san Pablo fija el criterio fundamental de discernimiento, un criterio que se podría definir “cristológico”: un carisma no es auténtico si no lleva a proclamar que Jesucristo es el Señor (cf. 1Co 12,1-3).

Inmediatamente después, san Pablo subraya la variedad de los carismas y su unidad de origen: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo” (1Co 12,4). Los dones del Espíritu, que distribuye “según su voluntad” (1Co 12,11), pueden ser muchos y san Pablo esboza una lista (cf. 1Co 12,8-10), que evidentemente no pretende ser completa. El Apóstol enseña, asimismo, que la diversidad de los carismas no debe provocar divisiones y, por esto, desarrolla la elocuente comparación de los diversos miembros de un solo cuerpo (cf. 1Co 12,12-27). La unidad de la Iglesia es una unidad dinámica y orgánica, y todos los dones del Espíritu son importantes para la vitalidad del cuerpo entero.

3. San Pablo, por otra parte, enseña que Dios ha establecido una jerarquía de posiciones en la Iglesia (cf. 1Co 12,28): en los primeros lugares están los “apóstoles”; luego vienen los “profetas” y, por último, los “maestros”. Estas primeras tres posiciones son fundamentales y están enumeradas según un orden decreciente.

El Apóstol, a continuación, explica que la distribución de los dones es diferente: no todos tienen un carisma u otro (cf. 1Co 12,29-30); cada uno tiene el suyo (cf. 1Co 7,7) y lo debe aceptar con gratitud, poniéndolo generosamente al servicio de la comunidad. Esta búsqueda de comunión viene dictada por la caridad, que sigue siendo el “camino más excelente” y el don mayor (cf. 1Co 13,13), sin el cual los carismas pierden todo valor (cf. 1Co 13,1-3).

4. Así pues, los carismas son gracias concedidas por el Espíritu Santo a algunos fieles a fin de capacitarlos para contribuir al bien común de la Iglesia.

La variedad de los carismas corresponde a la variedad de servicios, que pueden ser momentáneos o duraderos, privados o públicos. Los ministerios ordenados de los obispos, los presbíteros y los diáconos, son servicios estables y públicamente reconocidos. Los ministerios laicales, fundados en el bautismo y en la confirmación, pueden recibir de la Iglesia, a través del obispo, un reconocimiento oficial o sólo de hecho.

Entre los ministerios laicales recordemos los instituidos con rito litúrgico: el lectorado y el acolitado. Luego vienen los ministros extraordinarios de la comunión eucarística y los responsables de actividades eclesiales, comenzando por los catequistas, pero también es preciso recordar a los “animadores de la oración, del canto y de la liturgia; responsables de comunidades eclesiales de base y de grupos bíblicos; encargados de las obras caritativas; administradores de los bienes de la Iglesia; dirigentes de los diversos grupos y asociaciones apostólicas; profesores de religión en las escuelas” (Redemptoris missio RMi 74).

5. Según el mensaje de san Pablo y de todo el Nuevo Testamento, ampliamente recogido e ilustrado por el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium LG 12), no existe una Iglesia de “modelo carismático” y otra de “modelo institucional”. Como reafirmé en otra ocasión, la contraposición entre carisma e institución es “lamentable y nociva” (cf. Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, 2 de marzo de 1987, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de marzo de 1987, p. 24).

59 A los pastores compete discernir la autenticidad de los carismas y regular su ejercicio, con una actitud de obediencia humilde al Espíritu, de amor desinteresado al bien de la Iglesia y de fidelidad dócil a la ley suprema de la salvación de las almas.

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española; en particular, a los peregrinos venidos de España, México, Argentina, Venezuela y otros países latinoamericanos. Al agradeceros vuestra presencia aquí, os imparto de corazón la bendición apostólica.

(A los peregrinos eslovacos)
Al renovar vuestra fe, también vosotros seréis felices sólo con Jesús. Esforzaos, pues, por conocerlo mejor, amarlo y testimoniarlo con valentía ante los hombres.

(En italiano)
Hoy, memoria litúrgica de la dedicación de la basílica de Santa María la Mayor, la liturgia nos invita a dirigir nuestra mirada a María, Madre de Cristo. Contempladla siempre, queridos jóvenes, imitándola en su fiel cumplimiento de la voluntad divina; recurrid a ella con confianza, queridos enfermos, para experimentar la eficacia de su protección en el momento de la prueba; encomendadle a ella, queridos recién casados, vuestra familia, para que siempre cuente con el apoyo de su intercesión materna.
En recuerdo del sacerdote asesinado en Haití


Con gran dolor quisiera recordar a otro sacerdote que fue asesinado el lunes pasado. Se trata del reverendo padre Jean Pierre Louis, de la arquidiócesis de Puerto Príncipe, en Haití. Ante este nuevo y deplorable episodio de violencia, os invito a orar a fin de que el Señor reciba en su Reino a este hermano nuestro, y sostenga a la querida nación haitiana y a toda la humanidad en el compromiso en favor del respeto de toda vida humana.



Miércoles 12 de agosto de 1998


1. En la perspectiva del gran jubileo del año 2000, ya en la encíclica Dominum et vivificantem, invité a abarcar “con la mirada de la fe los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con san Pablo: “hemos recibido el Espíritu que viene de Dios” (1Co 2,12)” (Dominum et vivificantem DEV 53).

60 En las anteriores catequesis hemos delineado la manifestación del Espíritu de Dios en la vida de Cristo, en Pentecostés, del que nació la Iglesia, y en la vida personal y comunitaria de los creyentes. Ahora nuestra mirada se ensancha hasta el horizonte del mundo y de toda la historia humana. Así nos movemos en el programa trazado por la misma encíclica sobre el Espíritu Santo, donde se subraya que no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Jesucristo. En efecto, “hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aun antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la antigua alianza” (ib.). Y, asimismo, es preciso “mirar más abiertamente y caminar “hacia el mar abierto”, conscientes de que “el viento sopla donde quiere”, según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo (cf. Jn 3,8)” (ib.).

2. Por lo demás, ya el concilio ecuménico Vaticano II, concentrado en el misterio y en la misión de la Iglesia en el mundo, nos había brindado esa amplitud de perspectivas. Para el Concilio, la acción del Espíritu Santo no se puede limitar al ámbito institucional de la Iglesia, donde también el Espíritu actúa de forma singular y plena, sino que se debe reconocer asimismo fuera de las fronteras visibles de su Cuerpo (cf. Gaudium et spes GS 22 Lumen gentium LG 16).

Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica recuerda, con toda la Tradición, que “la Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser y de la vida de toda creatura” (CEC 703). Y cita, a este respecto, un denso texto de la liturgia bizantina: “Es justo que el Espíritu Santo reine, santifique y anime la creación porque es Dios consustancial al Padre y al Hijo (...). A él se le da el poder sobre la vida, porque siendo Dios guarda la creación en el Padre por el Hijo” (ib.). Así pues, no existe ningún rincón de la creación y ningún momento de la historia en que el Espíritu no despliegue su acción.

Es verdad que Dios Padre ha creado todas las cosas por Cristo y para él (cf. Col Col 1,16), de forma que el sentido y el fin último de la creación es “recapitular en Cristo todas las cosas” (Ep 1,10). Sin embargo, también es verdad que todo ello se realiza por la fuerza del Espíritu Santo. Ilustrando ese “ritmo” trinitario de la historia de la salvación, san Ireneo afirma que “el Espíritu prepara con antelación al hombre para el Hijo de Dios, el Hijo lo conduce al Padre, y el Padre le concede la incorruptibilidad y la vida eterna” (Adv. haer., IV, 20, 5).

3. El Espíritu de Dios, presente en la creación y operante en todas las fases de la historia de la salvación, lo dirige todo hacia el acontecimiento definitivo de la encarnación del Verbo. Desde luego, noes un Espíritu diverso del que fue derramado “sin medida” (cf. Jn 3,34) por Cristo crucificado y resucitado. Ese mismo Espíritu Santo prepara la venida del Mesías al mundo y, mediante Jesucristo, es comunicado por Dios Padre a la Iglesia y a la humanidad entera. Las dimensiones cristológica y pneumatológica son inseparables y no sólo se hallan presentes en la historia de la salvación sino también en toda la historia del mundo.

Por consiguiente, es lícito pensar que, dondequiera se encuentren elementos de verdad, de bondad, de auténtica belleza, de verdadera sabiduría; dondequiera se realicen esfuerzos generosos de construir una sociedad más humana y acorde con el plan de Dios, se halla abierto el camino de la salvación. Con mayor razón, donde existe una espera sincera de la revelación de Dios y una esperanza abierta al misterio que salva, es posible descubrir la labor oculta y eficaz del Espíritu de Dios, que impulsa al hombre al encuentro con Cristo, “camino, verdad y vida” (Jn 14,6). Cuando leemos algunas magníficas páginas de literatura y de filosofía; cuando gustamos, admirados, alguna obra de arte; o cuando escuchamos piezas musicales sublimes, nos resulta espontáneo reconocer en esas manifestaciones del genio humano un reflejo luminoso del Espíritu de Dios. Ciertamente, esos reflejos se sitúan en un nivel diferente al de las intervenciones que hacen del ser humano, elevado al orden sobrenatural, un templo en el que el Espíritu Santo habita juntamente con las demás Personas de la santísima Trinidad (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theol., I-II 109,1, ad 1). Así, el Espíritu Santo, directa o indirectamente, orienta al hombre hacia su salvación integral.

4. Por ello, en las próximas catequesis, de buen grado nos detendremos a contemplar la acción del Espíritu en el vasto campo de la historia de la humanidad. Esta perspectiva nos ayudará a descubrir también la relación profunda que une la Iglesia y el mundo, la historia global del hombre y la historia especial de la salvación. Esta última, en realidad, no es una historia separada; más bien, desempeña con respecto a la primera un papel que podríamos llamar sacramental, o sea, de signo e instrumento del único gran ofrecimiento de salvación que Dios brindó a la humanidad por la encarnación del Verbo y la efusión del Espíritu.

Con esta clave se comprenden bien algunas páginas estupendas del concilio Vaticano II sobre la solidaridad que existe entre la Iglesia y la humanidad. Me complace releer, en esta perspectiva pneumatológica, el proemio de la constitución pastoral Gaudium et spes: “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón. Pues la comunidad que ellos forman está compuesta por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos. Por ello, se siente verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1).

Aquí se ve con claridad cómo la solidaridad de la Iglesia con el mundo y la misión que ha de cumplir con respecto a él deben ser comprendidas a partir de Cristo, a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo. La Iglesia se siente así al servicio del Espíritu, que actúa misteriosamente en los corazones y en la historia. Y se considera enviada a transmitir a toda la humanidad la plenitud del Espíritu recibida en el día de Pentecostés.

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española; en particular, a los peregrinos venidos de España, de México y de otros países latinoamericanos, así como al grupo de quinceañeras de Venezuela. Al agradeceros vuestra presencia aquí, os imparto de corazón la bendición apostólica.

(En italiano)
61 Queridos jóvenes, entre los cuales me agrada recordar de modo especial a los participantes en el encuentro organizado por los misioneros Identes, haced que vuestras vacaciones sean para todos vosotros un tiempo útil, a fin de enriqueceros desde el punto de vista humano, cultural y espiritual. Espero de corazón, queridos enfermos, que podáis afrontar con serenidad las dificultades que a menudo el verano conlleva. Y a vosotros, queridos recién casados, os deseo que la alegría sacramental os haga testigos valientes del evangelio de la vida.





Miércoles 19 de agosto de 1998


1. El apóstol Pablo, en el capítulo octavo de la carta a los Romanos, ilustrando la acción del Espíritu Santo, que nos transforma en hijos del Padre en Cristo Jesús (cf. Rm 8,14-16), introduce el tema del camino del mundo hacia su plenitud según el designio divino. En efecto, como ya hemos explicado en las catequesis anteriores, el Espíritu Santo está presente y activo en la creación y en la historia de la salvación. Podríamos decir que llena el cosmos de amor y misericordia de Dios, y así dirige la historia de la humanidad hacia su meta definitiva.

El cosmos ha sido creado por Dios como habitación del hombre y teatro de su aventura de libertad. En diálogo con la gracia, cada ser humano está llamado a aceptar responsablemente el don de la filiación divina en Cristo Jesús. Por esto, el mundo creado adquiere su verdadero significado en el hombre y por el hombre. Éste, ciertamente, no puede disponer a su capricho del cosmos en que vive, sino que con su inteligencia y su voluntad debe llevar a cumplimiento la obra del Creador.

“El hombre —enseña la Gaudium et spes—, creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo en justicia y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo y al universo entero con él, de modo que, con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra” (GS 34).

2. Para que se realice el designio divino, el hombre debe usar su libertad en sintonía con la voluntad de Dios y vencer el desorden introducido por el pecado en su vida y en el mundo. Esta doble empresa no puede llevarse a cabo sin el don del Espíritu Santo. Lo subrayan con vigor los profetas del Antiguo Testamento. Así, el profeta Ezequiel dice: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. (...) Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36,26-28).

Esta profunda renovación personal y comunitaria, esperada para la “plenitud de los tiempos” y realizada por el Espíritu Santo, implicará, de alguna manera, a todo el cosmos. Escribe el profeta Isaías: “Al fin será derramado desde arriba sobre nosotros el Espíritu. Se hará la estepa un vergel (...). Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto de la equidad, una seguridad perpetua. Y habitará mi pueblo en morada de paz” (Is 32,15-18).

3. Para el apóstol Pablo esta promesa se cumple en Cristo Jesús, crucificado y resucitado. En efecto, Cristo redime y santifica por medio del Espíritu a quien acoge en la fe su palabra de salvación, transforma su corazón y, como consecuencia, sus relaciones sociales.

Gracias al don del Espíritu Santo, el mundo de los hombres se convierte en “spatium verae fraternitatis”, espacio de una verdadera fraternidad (cf. Gaudium et spes GS 37). Esa transformación del obrar del hombre y de las relaciones sociales se manifiesta en la vida eclesial, en el empeño puesto en las realidades temporales y en el diálogo con todos los hombres de buena voluntad. Este testimonio resulta signo profético y principio de fermentación de la historia hacia la llegada del Reino, superando todo lo que impide la comunión entre los hombres.

4. En esta novedad de vida en la construcción de la paz universal, por medio de la justicia y del amor, está llamado a participar, de modo misterioso pero real, también el cosmos. Como enseña el apóstol Pablo: “Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Rm 8,19-23).

La creación, vivificada por la presencia del Espíritu creador, está llamada a convertirse en “morada de paz” para toda la familia humana. La creación consigue este objetivo por la mediación de la libertad del hombre, que Dios ha puesto como su custodio. Si el hombre, de forma egoísta, por una falsa concepción de la libertad, se encierra en sí mismo, implica fatalmente en esta perversión a la creación misma.

62 Al contrario, por el don del Espíritu Santo, que Jesucristo derrama sobre nosotros desde su costado traspasado en la cruz, el hombre adquiere la verdadera libertad de hijo en el Hijo. Así puede comprender el verdadero significado de la creación y hacer que se convierta en “morada de paz”.

En este sentido, san Pablo puede afirmar que la creación gime y espera la revelación de los hijos de Dios. Sólo si el hombre, con la luz del Espíritu Santo, se reconoce hijo de Dios en Cristo y contempla la creación con sentimiento de fraternidad, todo el cosmos es liberado y redimido según el plan divino.

5. La consecuencia de estas reflexiones es realmente consoladora: el Espíritu Santo es la verdadera esperanza del mundo. No sólo actúa en el corazón de los hombres, en el que introduce la estupenda participación en la relación filial que Jesucristo vive con el Padre, sino que también eleva y perfecciona las actividades humanas en el universo.

Como enseña el concilio Vaticano II, estas actividades “deben ser purificadas y llevadas a la perfección por la cruz y la resurrección de Cristo. Pues, redimido por Cristo y hecho criatura nueva en el Espíritu Santo, el hombre puede y debe amar las cosas mismas creadas por Dios. De Dios las recibe y las mira y respeta como provenientes de la mano de Dios. Dando gracias por ellas a su Bienhechor, y usando y gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, entra en la verdadera posesión del mundo como quien no tiene nada y lo posee todo. “Pues todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo y Cristo de Dios” (
1Co 3,22-23)” (Gaudium et spes GS 37).

Saludos

Con agrado saludo ahora a los peregrinos españoles y latinoamericanos, en particular, a los miembros de la Fraternidad monástica de la paz, al grupo folclórico de El Vendrell, así como a los demás grupos venidos de España y México. Al invitaros a todos a experimentar la presencia y la acción del Espíritu Santo en la vida cotidiana, os imparto de corazón la bendición apostólica.

(A los peregrinos eslovacos)
Ya desde el día de vuestro bautismo el Espíritu Santo habita en vosotros y quiere modelar toda vuestra vida. Os enseña a rezar y os invita a hacer el bien. Seguid sus inspiraciones. Así, tanto vuestros días de trabajo como vuestras jornadas de descanso rebosarán de santidad.

(En italiano)
La solemnidad de la Asunción de la Virgen María, que hemos celebrado hace pocos días, nos ha invitado a vivir con empeño el camino de este mundo, dirigiéndonos constantemente hacia los bienes eternos. Queridos jóvenes, al construir vuestro futuro, poned siempre en primer lugar la llamada de Cristo. Vosotros, queridos enfermos, tened en vuestro sufrimiento el consuelo de la presencia materna de María, signo de esperanza. A vosotros, queridos recién casados, os deseo que vuestro amor refleje.




Miércoles 26 de agosto de 1998


63 1. La historia de la salvación es la autocomunicación progresiva de Dios a la humanidad, que llega a su culmen en Cristo Jesús. Dios Padre, en el Verbo hecho hombre, quiere participar a todos su misma vida: quiere comunicarse, en definitiva, a sí mismo. Esta autocomunicación divina tiene lugar en el Espíritu Santo, vínculo de amor entre la eternidad y el tiempo, entre la Trinidad y la historia.

Si Dios en su Espíritu se abre al hombre, éste, por otra parte, es creado como sujeto capaz de acoger la autocomunicación divina. El hombre, como dice la tradición del pensamiento cristiano, es “capax Dei”: capaz de conocer a Dios y de acoger el don de sí mismo que él le hace. En efecto, creado a imagen y semejanza de Dios (cf.
Gn 1,26), está capacitado para vivir una relación personal con él y responder con la obediencia de amor a la relación de alianza que le propone su Creador.

En el contexto de esta enseñanza bíblica, el don del Espíritu que Jesucristo promete y concede “sin medida” al hombre, significa entonces “una llamada a la amistad, en la que las trascendentales “profundidades de Dios” están abiertas, en cierto modo, a la participación del hombre” (Dominum et vivificantem DEV 34).

A este propósito, el concilio Vaticano II enseña: “Dios invisible (cf. Col Col 1,15 1Tm 1,17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33,11 Jn 15,14-15), trata con ellos (cf. Ba Ba 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum DV 2).

2. Por tanto, si Dios se comunica al hombre mediante su Espíritu, el hombre está llamado continuamente a entregarse a Dios con todo su ser. Esta es su vocación más profunda. A esto lo impulsa incesantemente el Espíritu Santo que, iluminando su inteligencia y sosteniendo su voluntad, lo introduce en el misterio de la filiación divina en Jesucristo y lo invita a vivirlo con coherencia.

Es el Espíritu Santo quien suscita todos los impulsos generosos y sinceros de la inteligencia y de la libertad del hombre para acercarse, a lo largo de los siglos, al misterio inefable y trascendente de Dios.

En particular, en la historia de la antigua alianza, sellada por Yahveh con el pueblo de Israel, vemos la realización progresiva de este encuentro entre Dios y el hombre en el espacio de comunión abierto por el Espíritu.

Por ejemplo, impresiona por su intensa belleza la narración del encuentro del profeta Elías con Dios en el soplo del Espíritu: “Le dijo: “Sal y ponte en el monte ante Dios”. Y he aquí que Dios pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Dios; pero no estaba Dios en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Dios en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Dios en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz que le dijo: “¿Qué haces aquí, Elías?”” (1R 19,11-13).

3. Pero el encuentro perfecto y definitivo entre Dios y el hombre, que los patriarcas y los profetas esperaron y contemplaron en la esperanza, es Jesucristo. Él, verdadero Dios y verdadero hombre, “en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (Gaudium et spes GS 22). Jesucristo realiza esta revelación con toda su vida. En efecto, él, por impulso del Espíritu Santo, busca siempre el cumplimiento de la voluntad del Padre, y en el madero de la cruz se ofrece a sí mismo “una vez para siempre” al Padre “por el Espíritu eterno” (He 9,12 He 9,14).

A través del acontecimiento pascual, Cristo nos enseña que “el hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo” (Gaudium et spes GS 24). Ahora bien, precisamente el Espíritu Santo, que Jesucristo ha comunicado en plenitud a la Iglesia, hace que el hombre, reconociéndose en Cristo, “se encuentre cada vez más a sí mismo en la entrega sincera de sí mismo”.

4. Esta verdad eterna sobre el hombre, que Jesucristo nos ha revelado, adquiere en nuestro tiempo una actualidad particular. Aunque se encuentre en medio de grandes contradicciones, el mundo vive hoy una época de intensa “socialización” (cf. Gaudium et spes GS 6), tanto por lo que respecta a las relaciones interpersonales dentro de las diversas comunidades humanas, como por lo que atañe a las relaciones entre los pueblos, las razas, las diferentes sociedades y culturas.

64 En todo este proceso hacia la comunión y la unidad es necesaria la acción del Espíritu Santo, también para superar los obstáculos y los peligros que frenan este camino de la humanidad. “En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres “puedan encontrar su propia plenitud (...) en la entrega sincera de sí mismos a los demás” (...). Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria, por el cual Jesús mismo cuando ruega al Padre que “todos sean uno, como nosotros también somos uno” (Jn 17,21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (Dominum et vivificantem DEV 59).

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española; en particular, a los diversos grupos de España, entre ellos a los fieles de San Juan Bosco de Cieza (Murcia) y a los de la parroquia de Albaida (Valencia). Saludo igualmente a los peregrinos de Costa Rica, Venezuela, México y de otros países latinoamericanos. Al agradeceros vuestra presencia aquí, os imparto de corazón la bendición apostólica.

(A los peregrinos eslovacos)
Mañana la Iglesia celebra la memoria de santa Mónica; y pasado mañana, la de san Agustín. Son madre e hijo. Santa Mónica pidió por la conversión de su hijo Agustín. Obtuvo para él la gracia de la conversión y, más aún, la gracia de una vida de gran santidad. En verdad, es dichosa la familia en que se hace oración. Orad con perseverancia por vuestras familias, no sólo para que tengan alimento y trabajo, sino también para que florezca en ellas una ferviente vida cristiana.

(En italiano)
El ejemplo del obispo de Hipona, que, sostenido por la oración de su madre, alcanzó la cumbre de la santidad, os aliente a vosotros, queridos jóvenes, a abrazar generosamente los ideales evangélicos; os ayude a vosotros, queridos enfermos, a descubrir el valor salvífico del sufrimiento cuando se acepta por amor a Cristo; y os sostenga a vosotros, queridos recién casados, en el nuevo camino familiar que habéis emprendido al recibir el sacramento del matrimonio.
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Llamamiento en favor de la paz en la República democrática del Congo


Con un sentimiento de profunda tristeza he recibido la noticia de la matanza perpetrada el lunes pasado en Kasika, parroquia de la diócesis de Uvira, en la zona oriental de la República democrática del Congo. Han sido asesinados, por represalia, un sacerdote, don Stanislas Bwabulakombe, tres religiosas de la congregación de las Hijas de la Resurrección, un seminarista y treinta y dos laicos. Las víctimas eran todas de nacionalidad congoleña.

Deploro firmemente?ese acto criminal.

65 Que Dios acoja en su misericordia a estos hermanos y hermanas nuestros, que han sufrido las angustias de una muerte tan violenta e injusta. Roguemos al Señor a fin de que éstas sean las últimas víctimas de una guerra que ha golpeado cruelmente de nuevo a la población congoleña.

Que su sangre inocente, unida a la de Jesús en su sacrificio redentor, contribuya a curar los corazones enfermos de odio y venganza, abriéndolos a sentimientos de fraternidad y de amor, de forma que aquella nación y todo el continente africano puedan gozar de paz y prosperidad.





Septiembre de 1998



Miércoles 2 de septiembre de 1998

El Espíritu Santo, fuente de verdadera libertad

1. El Catecismo de la Iglesia católica enseña que «la persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (cf. Gaudium et spes GS 15)» (CEC 1704).

El Espíritu, que «sondea las profundidades de Dios» (cf. 1Co 2,10), es al mismo tiempo la luz que ilumina la conciencia del hombre y la fuente de su verdadera libertad (cf. Dominum et vivificantem DEV 36).

En el sagrario de su conciencia, el nú- cleo más secreto del hombre, Dios hace escuchar su voz y da a conocer la ley que alcanza su perfección en el amor a Dios y al prójimo de acuerdo con la doctrina de Jesús (cf. Gaudium et spes GS 16). Cumpliendo esa ley, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, el hombre realiza plenamente su libertad.

2. Jesucristo es la verdad plena del proyecto de Dios sobre el hombre, que goza del don altísimo de la libertad. «Quiso Dios .dejar al hombre en manos de su propia decisión. (Si 15,14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» (Gaudium et spes GS 17 cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1730). Aceptar el proyecto de Dios sobre el hombre, revelado en Jesucristo, y realizarlo en la propia vida significa descubrir la vocación auténtica de la libertad humana, según la promesa de Jesús a sus discípulos: «Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32).

«No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (Veritatis splendor VS 19).

El evangelio de san Juan pone de relieve que no son sus adversarios quienes le quitan la vida a Cristo con la necesidad brutal de la violencia, sino que es él quien la entrega libremente (cf. Jn 10,17-18). Aceptando plenamente la voluntad del Padre, «Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad» (Veritatis splendor VS 85). En efecto, con la libertad absoluta de su amor, redime para siempre al hombre que, abusando de su libertad, se aleja de Dios, lo libra de la esclavitud del pecado y, comunicándole su Espíritu, le hace el don de la auténtica libertad (cf. Rm 8,2 Ga 5,1 Ga 5,13).


Audiencias 1998 57