Audiencias 1998 66

66 3. «Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Co 3,17), nos dice el apóstol Pablo. Con la efusión de su Espíritu, Jesús resucitado crea el espacio vital en el que la libertad humana puede realizarse plenamente.

En efecto, por la fuerza del Espíritu Santo, el don de sí mismo al Padre, realizado por Jesús en su muerte y resurrección, se convierte en manantial y modelo de toda relación auténtica del hombre con Dios y con sus hermanos. «El amor de Dios .escribe san Pablo. ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

También el cristiano, viviendo en Cristo por la fe y los sacramentos, se entrega «de modo total y libre» a Dios Padre (cf. Dei Verbum DV 5). El acto de fe con que él opta responsablemente por Dios, cree en su amor manifestado en Cristo crucificado y resucitado, y se abandona responsablemente al influjo del Espíritu Santo (cf. 1Jn 4,6-10), es expresión suprema de libertad.

Y el cristiano, cumpliendo la voluntad del Padre con alegría, en todas las circunstancias de la vida, a ejemplo de Cristo y con la fuerza del Espíritu, avanza por el camino de la auténtica libertad y se proyecta en la esperanza hacia el momento del paso a la «vida plena» de la patria celestial. «Por el trabajo de la gracia —enseña el Catecismo de la Iglesia católica—, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo» (CEC 1742).

4. Este horizonte nuevo de libertad creado por el Espíritu orienta también nuestras relaciones con los hermanos y hermanas que encontramos en nuestro camino.

Precisamente porque Cristo me ha liberado con su amor, dándome el don de su Espíritu, puedo y debo entregarme libremente por amor al prójimo. Esta profunda verdad se halla expresada en la primera carta del apóstol san Juan: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16). El mandamiento «nuevo» de Jesús resume la ley de la gracia; el hombre que lo cumple realiza su libertad de manera más plena: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,12-13).

A esta cima de amor, alcanzada por Cristo crucificado, nadie puede llegar sin la ayuda del Paráclito. Más aún, santo Tomás de Aquino escribió que la «ley nueva» es la misma gracia del Espíritu Santo, que nos ha sido dada mediante la fe en Cristo (cf. Summa Theol., I-II 106,1, conclusio et ad 2).

5. Esta «ley nueva» de libertad y amor está personificada en Jesucristo, pero, al mismo tiempo, con total dependencia de él y de su redención, se expresa en la Madre de Dios. La plenitud de la libertad, que es don del Espíritu, «se ha manifestado, de modo sublime, precisamente mediante la fe de María, mediante .la obediencia a la fe. (cf. Rm 1,5). Sí, "¡feliz la que ha creído!"» (Dominum et vivificantem DEV 51).

Así pues, que María, Madre de Cristo y Madre nuestra, nos guíe a descubrir cada vez con mayor profundidad y gozo al Espíritu Santo como fuente de la verdadera libertad en nuestra vida.

Saludos

Con gran afecto saludo ahora a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Chile, Argentina, Venezuela y de los demás países latinoamericanos. Que María, Madre de Cristo y Madre nuestra, nos guíe a descubrir cada vez con mayor profundidad y alegría al Espíritu Santo como fuente de libertad verdadera en nuestras vidas. Con este deseo, os imparto de corazón la bendición apostólica.

67 (A los fieles de Lituania)
Oro por vuestra patria para que el Señor ayude a todos sus hijos a conservar la fe cristiana y a vivir según el Evangelio, permaneciendo unidos en el amor fraterno y en la esperanza.

(En italiano)
Queridos hermanos, el domingo pasado la palabra del Señor nos invitó a imitar a Cristo con una actitud de humildad y gratuidad. Os invito a vosotros, jóvenes, a acoger y vivir cuanto indicó Jesús con la valentía y la fantasía que caracterizan a vuestra edad. Os aliento a vosotros, queridos enfermos, a conservar en el corazón las enseñanzas evangélicas para obtener fuerza, serenidad y apoyo en la prueba del sufrimiento. A vosotros, recién casados, os deseo que emprendáis con generosa fidelidad el itinerario sugerido por el Hijo de Dios, para que vuestra nueva familia se edifique sobre la roca firme de su palabra.







Miércoles 9 de setiembre de 1998



1. El concilio ecuménico Vaticano II, en la declaración Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, enseña que «la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones es verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella verdad que ilumina a todos los hombres» (NAE 2).

Recogiendo la enseñanza conciliar, ya desde la primera carta encíclica de mi pontificado, quise recordar la antigua doctrina formulada por los Padres de la Iglesia, según la cual es necesario reconocer «las semillas del Verbo» presentes y operantes en las diferentes religiones (cf. Ad gentes, AGD 11 Lumen gentium, LG 17). Esa doctrina nos impulsa a afirmar que, aunque por diversos caminos, «está dirigida, sin embargo, en una única dirección la más profunda aspiración del espíritu humano, tal como se expresa en la búsqueda de Dios, de la plena dimensión de la humanidad, es decir, del pleno sentido de la vida humana» (Redemptor hominis, RH 11).

Las «semillas de verdad» presentes y operantes en las diversas tradiciones religiosas son un reflejo del único Verbo de Dios, «que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9) y que se hizo carne en Cristo Jesús (cf. Jn 1,14). Son, al mismo tiempo, «efecto del Espíritu de verdad que actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo místico» (cf. Redemptor hominis, RH 6 y 12) y que «sopla donde quiere» (Jn 3,8). Teniendo presente esta doctrina, la celebración del jubileo del año 2000 «será una gran ocasión, también a la luz de los sucesos de estos últimos decenios, para el diálogo interreligioso» (Tertio millennio adveniente, TMA 53). Ya desde ahora, en este año pneumatológico, es oportuno detenernos a profundizar en qué sentido y por qué caminos el Espíritu Santo está presente en la búsqueda religiosa de la humanidad y en las diversas experiencias y tradiciones que la expresan.

2. Ante todo, es preciso tener presente que toda búsqueda del espíritu humano en dirección a la verdad y al bien, y, en último análisis, a Dios, es suscitada por el Espíritu Santo. Precisamente de esta apertura primordial del hombre con respecto a Dios nacen las diferentes religiones. No pocas veces, en su origen encontramos fundadores que han realizado, con la ayuda del Espíritu de Dios, una experiencia religiosa más profunda. Esa experiencia, transmitida a los demás, ha tomado forma en las doctrinas, en los ritos y en los preceptos de las diversas religiones.

En todas las auténticas experiencias religiosas la manifestación más característica es la oración. Teniendo en cuenta la constitutiva apertura del espíritu humano a la acción con que Dios lo impulsa a trascenderse, podemos afirmar que «toda oración auténtica está suscitada por el Espíritu Santo, el cual está misteriosamente presente en el corazón de cada hombre» (Discurso a los miembros de la Curia romana, 22 de diciembre de 1986, n. 11: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de enero de 1987, p. 8).

En la Jornada mundial de oración por la paz, el 27 de octubre de 1986 en Asís, y en otras ocasiones semejantes de gran intensidad espiritual, hemos vivido una manifestación elocuente de esta verdad.

68 3. El Espíritu Santo no sólo está presente en las demás religiones a través de las auténticas expresiones de oración. En efecto, como escribí en la carta encíclica Redemptoris missio, «la presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones» (RMi 28).

Normalmente, «a través de la práctica de lo que es bueno en sus propias tradiciones religiosas, y siguiendo los dictámenes de su conciencia, los miembros de las otras religiones responden positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en Jesucristo, aun cuando no lo reconozcan como su salvador (cf. Ad gentes, AGD 3,9 y 11)» (Instrucción Diálogo y anuncio del Consejo pontificio para el diálogo interreligioso, 19 de mayo de 1991, n. 29).

En efecto, como enseña el concilio Vaticano II, «Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina. En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual» (Gaudium et spes, GS 22).

Esa posibilidad se realiza mediante la adhesión íntima y sincera a la Verdad, la entrega generosa al prójimo, la búsqueda del Absoluto suscitada por el Espíritu de Dios. También a través del cumplimiento de los mandamientos y de las prácticas conformes a la ley moral y al auténtico sentido religioso, se manifiesta un rayo de la Sabiduría divina. Precisamente en virtud de la presencia y de la acción del Espíritu, los elementos positivos que existen en las diversas religiones disponen misteriosamente los corazones a acoger la revelación plena de Dios en Cristo.

4. Por los motivos que acabo de recordar, la actitud de la Iglesia y de cada cristiano con respecto a las demás religiones se caracteriza por un respeto sincero, por una profunda simpatía y también, cuando es posible y oportuno, por una cordial colaboración. Eso no significa olvidar que Jesucristo es el único Mediador y Salvador del género humano. Y tampoco atenuar la tensión misionera, que debemos tener por obediencia al mandato del Señor resucitado: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). La actitud de respeto y diálogo, más bien, constituye un obligado reconocimiento de las «semillas del Verbo» y de los «gemidos del Espíritu». En este sentido, lejos de oponerse al anuncio del Evangelio, lo prepara, a la espera de los tiempos establecidos por la misericordia del Señor. «Por el diálogo dejamos que Dios esté presente en medio de nosotros; puesto que, al abrirnos al diálogo unos con otros, nos abrimos también a Dios» (Discurso a los miembros de las demás religiones en Madrás, 5 de febrero de 1986, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de febrero de 1986, p. 8).

Que el Espíritu de verdad y amor, en el horizonte del tercer milenio ya cercano, nos guíe por los caminos del anuncio de Jesucristo y del diálogo de paz y fraternidad con los seguidores de todas las religiones.

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española; en particular, a los peregrinos de la diócesis panameña de Penonomé, acompañados de su obispo, monseñor Uriah Ashley, así como a los diversos grupos de España, entre ellos a los profesores y alumnos del colegio católico San Cernin de Pamplona, en el vigésimo quinto aniversario de su fundación. Saludo igualmente a los peregrinos de Argentina, Ecuador, Honduras, República Dominicana y México. Que el Espíritu Santo nos guíe en el anuncio de Jesucristo y en el diálogo de paz y fraternidad con todas las religiones. Con mi bendición apostólica.

(A los fieles checos)
El lunes pasado celebramos la memoria de los "mártires de Košice", Melchor Grodziecki, que nació en Cieszyn, y Esteban Pongracz, de Transilvania, dos santos jesuitas que, junto con el canónigo Marcos Križevcanin, dieron testimonio de Cristo con su sangre, el 7 de septiembre de 1619. También vosotros estáis llamados a ser, de la misma manera, fuertes en la fe. Por su intercesión, el Señor os dará la valentía de testimoniar vuestra fidelidad a él y a su Iglesia.

(A los peregrinos eslovacos en el trigésimo quinto aniversario de la fundación del instituto San Cirilo y San Metodio de Roma)
69 Ha ayudado mucho a los fieles de Eslovaquia durante el período de la opresión, y ahora es el centro espiritual de los peregrinos que desde Eslovaquia vienen a Roma. He querido que se convirtiera en pontificio, y deseo ardientemente que prosiga sus iniciativas apostólicas. En el ámbito del instituto ha surgido el nuevo colegio pontificio para los sacerdotes, a fin de que en él se preparen científica y espiritualmente para su futuro apostolado.

(En italiano)
Queridos hermanos, ayer celebramos la memoria litúrgica de la Natividad de la santísima Virgen María. El concilio Vaticano II afirma que María nos precede en el camino de la fe, porque «creyó que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (
Lc 1,45). Para vosotros, jóvenes, pido a la santísima Virgen el don de una fe cada vez más madura; para vosotros, enfermos, una fe cada vez más fuerte; y para vosotros, queridos recién casados, una fe cada vez más profunda.





16 de septiembre de 1998


1. El concilio ecuménico Vaticano II, citando una afirmación del libro de la Sabiduría (Sg 1,7), nos enseña que «el Espíritu del Señor», que colma de sus dones al pueblo de Dios peregrino en la historia, «replet orbem terrarum», llena todo el universo (cf. Gaudium et spes GS 11). El Espíritu Santo guía incesantemente a los hombres hacia la plenitud de verdad y de amor que Dios Padre ha comunicado en Cristo Jesús.

Esta profunda convicción de la presencia y de la acción del Espíritu Santo ilumina desde siempre la conciencia de la Iglesia, haciendo que todo lo que es auténticamente humano encuentre eco en el corazón de los discípulos de Cristo (cf. ib., GS 1).

Ya en la primera mitad del siglo II, el filósofo san Justino pudo escribir: «Todo lo que se ha afirmado siempre de modo excelente, y todo lo que descubrieron los que hacen filosofía o promulgan leyes, ha sido realizado por ellos mediante la investigación o la contemplación de una parte del Verbo» (II Apol., 10, 1-3).

2. La apertura del espíritu humano a la verdad y al bien se realiza siempre en el horizonte de la «Luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Esta luz es el mismo Cristo Señor, que ha iluminado desde los orígenes los pasos del hombre y ha entrado en su «corazón». Con la Encarnación, en la plenitud de los tiempos, la Luz irrumpió en el mundo con todo su fulgor, brillando a los ojos del hombre como esplendor de la verdad (cf. Jn 14,6).

La manifestación progresiva de la plenitud de verdad que es Cristo Jesús, anunciada ya en el Antiguo Testamento, se realiza durante el decurso de los siglos por obra del Espíritu Santo. Esa acción específica del «Espíritu de la verdad» (cf. Jn 14,17 Jn 15,26 Jn 16,13) no sólo atañe a los creyentes, sino también, de modo misterioso, a todos los hombres que, aun ignorando sin culpa el Evangelio, buscan sinceramente la verdad y se esfuerzan por vivir rectamente (cf. Lumen gentium LG 16).

Santo Tomás de Aquino, siguiendo a los Padres de la Iglesia, puede afirmar que ningún espíritu es «tan tenebroso, que no participe en nada de la luz divina. En efecto, toda verdad conocida por cualquiera se debe totalmente a esta “luz que brilla en las tinieblas”, puesto que toda verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo» (Super Ioannem, 1, 5, lect. 3, n. 103).

3. Por este motivo, la Iglesia aprecia toda auténtica búsqueda del pensamiento humano y estima sinceramente el patrimonio de sabiduría elaborado y transmitido por las diversas culturas. En él ha encontrado expresión la inagotable creatividad del espíritu humano, dirigido por el Espíritu de Dios hacia la plenitud de la verdad.

70 El encuentro entre la palabra de verdad predicada por la Iglesia y la sabiduría expresada por las culturas y elaborada por las filosofías, impulsa a estas últimas a abrirse y a encontrar su propia realización en la revelación que viene de Dios. Como subraya el concilio Vaticano II, ese encuentro enriquece a la Iglesia, capacitándola para penetrar cada vez más a fondo en la verdad, para expresarla a través de los lenguajes de las diferentes tradiciones culturales y para presentarla, sin cambios en la sustancia, de la forma más adecuada a la evolución de los tiempos (cf. Gaudium et spes GS 44).

La confianza en la presencia y en la acción del Espíritu Santo también durante la crisis de la cultura de nuestro tiempo, puede constituir, en el alba del tercer milenio, la premisa para un nuevo encuentro entre la verdad de Cristo y el pensamiento humano.

4. En la perspectiva del gran jubileo del año 2000, conviene profundizar en la enseñanza del Concilio a propósito de este encuentro siempre renovado y fecundo entre la verdad revelada, conservada y transmitida por la Iglesia, y las múltiples formas del pensamiento y de la cultura humana. Por desgracia, también hoy sigue siendo válida la constatación de Pablo VI en la carta encíclica Evangelii nuntiandi, según la cual «la ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo» (EN 20).

Para afrontar esta ruptura, que influye con graves consecuencias en las conciencias y en las conductas, es preciso despertar en los discípulos de Jesucristo una mirada de fe capaz de descubrir las «semillas de verdad» sembradas por el Espíritu Santo en nuestros contemporáneos. Se podrá contribuir también a su purificación y maduración a través del paciente arte del diálogo, que se orienta en particular a la presentación del rostro de Cristo en todo su esplendor.

Especialmente, es necesario tener muy presente el gran principio formulado por el último concilio, que recordé en la encíclica Dives in misericordia: «Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia, en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda» (DM 1).

5. Ese principio no sólo resulta fecundo para la filosofía y la cultura humanística, sino también para los sectores de la investigación científica y del arte. En efecto, el hombre de ciencia que «con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (Gaudium et spes GS 36).

Por otra parte, el verdadero artista tiene el don de intuir y expresar el horizonte luminoso e infinito en el que está inmersa la existencia del hombre y del mundo. Si es fiel a la inspiración que lo invade y lo trasciende, adquiere una secreta connaturalidad con la belleza con que el Espíritu Santo reviste la creación.

Que el Espíritu Santo, luz que ilumina las mentes y divino «artista del mundo» (S. Bulgakov, Il Paraclito, Bolonia 1971, p. 311), guíe a la Iglesia y a la humanidad de nuestro tiempo por las sendas de un nuevo y sorprendente encuentro con el esplendor de la verdad.

Saludos

Con gran afecto saludo ahora a todas las personas de lengua española; en particular, a los peregrinos de la arquidiócesis argentina de Salta y de la diócesis mexicana de Mexicali, así como a los otros grupos venidos de España, Colombia, Chile y México. Que la luz del Espíritu os guíe en el camino hacia el encuentro con el esplendor de la verdad, que es Cristo. Con este deseo, os imparto de corazón la bendición apostólica.

(A los fieles de la República Checa)
71 El Papa os ama por vuestra fe siempre viva, alimentada con la sangre de los santos mártires Ludmila, Wenceslao y Alberto, y por vuestra fidelidad a la Iglesia de Cristo, especialmente durante los últimos cuarenta años de opresión atea. ¡Sed siempre fieles a Cristo y a su Evangelio!

(A los fieles eslovacos)
Ayer habéis celebrado en Eslovaquia la fiesta de la Virgen de los Dolores, que es vuestra patrona principal. (...) Renovad siempre vuestra fe mediante la veneración a la Madre de Jesús. Suplicad con confianza su ayuda en el difícil período que vivimos, para que se respeten cada vez más los valores cristianos en la vida práctica de los creyentes y de toda la sociedad.

(En italiano)
Durante los días pasados, la liturgia nos ha hecho meditar en el misterio de la cruz y en los dolores de la Madre del Señor. Que la cruz de Cristo y el ejemplo de María, Virgen de los Dolores, iluminen vuestra existencia, queridos jóvenes; os sostengan en las pruebas diarias a vosotros, queridos enfermos; y os animen a vosotros, queridos recién casados, a vivir una vida familiar valiente y coherente con los principios evangélicos.




Miércoles 23 de septiembre de 1998

El Espíritu y los signos de los tiempos

1. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente, refiriéndome al año dedicado al Espíritu Santo, exhorté a toda la Iglesia a «descubrir al Espíritu como aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos» (TMA 45).

Si nos situamos en la perspectiva de la fe, vemos la historia, sobre todo después de la venida de Jesucristo, totalmente envuelta y penetrada por la presencia del Espíritu de Dios. Así se comprende fácilmente por qué, hoy más que nunca, la Iglesia se siente llamada a discernir los signos de esa presencia en la historia de los hombres, con la que, a imitación de su Señor, «se siente verdadera e íntimamente solidaria» (Gaudium et spes GS 1).

2. La Iglesia, para cumplir este «deber permanente» suyo (cf. ib., GS 4), está invitada a redescubrir de modo cada vez más profundo y vital que Jesucristo, el Señor crucificado y resucitado, es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana» (ib., GS 10). Él constituye «el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones» (ib., GS 45). Asimismo, la Iglesia reconoce que sólo el Espíritu Santo, al imprimir en el corazón de los creyentes la imagen viva del Hijo de Dios hecho hombre, puede hacerlos capaces de escrutar la historia, descubriendo en ella los signos de la presencia y de la acción de Dios.

El apóstol san Pablo escribe: «¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1Co 2,11-12). Sostenida por este don incesante del Espíritu, la Iglesia experimenta con íntima gratitud que «la fe lo ilumina todo con una luz nueva y manifiesta el plan divino sobre la vocación integral del hombre, y por ello dirige la mente hacia soluciones plenamente humanas» (Gaudium et spes GS 11).

72 3. El concilio Vaticano II, con una expresión tomada del lenguaje de Jesús mismo, designa como «signos de los tiempos» (ib., GS 4) los indicios significativos de la presencia y de la acción del Espíritu de Dios en la historia.

La advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena fuerte y saludable también para nosotros hoy: «Sabéis interpretar el aspecto del cielo y no podéis interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo y no se le dará otro signo que el signo de Jonás» (Mt 16,3-4).

En la perspectiva de la fe cristiana, la invitación a discernir los signos de los tiempos corresponde a la novedad escatológica introducida en la historia por la venida del Logos a nosotros (cf. Jn 1,14).

4. En efecto, Jesús invita al discernimiento con respecto a las palabras y las obras que atestiguan la llegada inminente del reino del Padre. Más aún, dirige y concentra todos los signos en el enigmático «signo de Jonás». Y de esa forma cambia la lógica mundana orientada a buscar signos que confirmen el deseo de autoafirmación y de poder del hombre. Como subraya el apóstol san Pablo, «mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Co 1,22-23).

Como primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8,29), Cristo fue el primero en vencer la «tentación» diabólica de servirse de medios mundanos para realizar la venida del reino de Dios. Eso aconteció desde las pruebas mesiánicas en el desierto hasta el sarcástico reto que le dirigieron mientras estaba clavado en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27,40). En Jesús crucificado se da una especie de transformación y concentración de los signos: él mismo es el «signo de Dios», sobre todo en el misterio de su muerte y resurrección. Para discernir los signos de su presencia en la historia es preciso liberarse de toda pretensión mundana y acoger el Espíritu que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1Co 2,10).

5. Si nos preguntáramos cuándo tendrá lugar la realización del reino de Dios, Jesús nos respondería, como a los Apóstoles, que a nosotros no toca «conocer los tiempos (chrónoi) y los momentos (kairói) que el Padre ha fijado con su autoridad (exousía)» (Ac 1,7). Jesús nos pide también a nosotros que acojamos la fuerza del Espíritu, para ser sus testigos «en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8).

La disposición providencial de los signos de los tiempos se hallaba escondida primero en el secreto del designio del Padre (cf. Rm 16,25 Ep 3,9); luego hizo irrupción en la historia y en ella se desarrolló con el signo paradójico del Hijo crucificado y resucitado (cf. 1P 1,19-21). Es acogida e interpretada por los discípulos de Cristo a la luz y con la fuerza del Espíritu, en espera vigilante y activa de la llegada definitiva que llevará a plenitud la historia, más allá de sí misma, en el seno del Padre.

6. Así, por disposición del Padre, el tiempo se despliega como una invitación a «conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» para irse «llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ep 3,19). El secreto de este camino es el Espíritu Santo, que nos guía «hasta la verdad completa» (Jn 16,13).

Con el corazón confiadamente abierto a esta perspectiva de esperanza, invoco del Señor la abundancia de los dones del Espíritu para toda la Iglesia «a fin de que la “primavera” del concilio Vaticano II encuentre en el nuevo milenio su “verano”, es decir, su desarrollo maduro» (Discurso durante el consistorio ordinario público, 21 de febrero de 1998, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de febrero de 1998, p. 3).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Argentina, Chile, Venezuela y República Dominicana. Al invocar sobre todos la abundancia de los dones del Espíritu Santo, os imparto a vosotros y a vuestras familias la bendición apostólica.

(En eslovaco)
73 Habéis venido a Roma para saludar al Sucesor de Pedro y así confesar y fortalecer vuestra fe. Manifestadla con las obras en la vida diaria, para que su fuerza transforme vuestras familias y vuestra sociedad.

(En italiano)
Queridos jóvenes, sed siempre fieles al ideal evangélico y encarnadlo en vuestras actividades diarias. Queridos enfermos, que la gracia del Señor os sostenga todos los días en vuestras penas. Y a vosotros, queridos recién casados, os doy una bienvenida paterna, invitándoos a abrir vuestro corazón al amor divino, para que vivifique toda vuestra vida familiar.





Miércoles 30 de septiembre de 1998


1. En este segundo año de preparación para el gran jubileo del año 2000, el redescubrimiento de la presencia del Espíritu Santo nos impulsa a dirigir una atención particular al sacramento de la confirmación (cf. Tertio millennio adveniente TMA 45). Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, la confirmación «perfecciona la gracia bautismal; (...) da el Espíritu Santo para enraizarnos más profundamente en la filiación divina, incorporarnos más firmemente a Cristo, hacer más sólido nuestro vínculo con la Iglesia, asociarnos todavía más a su misión y ayudarnos a dar testimonio de la fe cristiana por la palabra acompañada de las obras» (CEC 1316).

En efecto, el sacramento de la confirmación asocia íntimamente al cristiano a la unción de Cristo, a quien «Dios ungió con el Espíritu Santo» (Ac 10,38). Esa unción es evocada en el nombre mismo del «cristiano», que proviene del de «Cristo», traducción griega del término hebreo «mesías», que significa precisamente «ungido». Cristo es el Mesías, el Ungido de Dios.

Gracias al sello del Espíritu conferido por la confirmación, el cristiano logra su plena identidad y toma conciencia de su misión en la Iglesia y en el mundo. «Antes de que se os confiriera esa gracia —escribe san Cirilo de Jerusalén— no erais bastante dignos de este nombre, pero estabais en camino de ser cristianos» (Catech. myst. , III, 4, PG 33, 1092).

2. Para comprender toda la riqueza de gracia contenida en el sacramento de la confirmación, que con el bautismo y la Eucaristía constituye el conjunto orgánico de los «sacramentos de la iniciación cristiana», es preciso captar su significado a la luz de la historia de la salvación.

En el Antiguo Testamento, los profetas anuncian que el Espíritu de Dios vendrá sobre el Mesías prometido (cf. Is 11,2) y, al mismo tiempo, será comunicado a todo el pueblo mesiánico (cf. Ez 36,25-27 Jl 3,1-2). En la «plenitud de los tiempos», Jesús es concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María (cf. Lc 1,35). Con la venida del Espíritu Santo sobre él, en el momento del bautismo en el río Jordán, se manifestó como el Mesías prometido, el Hijo de Dios (cf. Mt 3,13-17 Jn 1,33-34). Toda su vida se realiza en una comunión total con el Espíritu Santo, que él da «sin medida» (Jn 3,34), como culminación escatológica de su misión según su promesa (cf. Lc 12,12 Jn 3,5-8 Jn 7,37-39 Jn 16,7-15 Ac 1,8). Jesús comunica el Espíritu «soplando» sobre los Apóstoles el día de la Resurrección (cf. Jn 20,22) y, luego, con la efusión solemne y magnífica del día de Pentecostés (cf. Ac 2,1-4).

Así, los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, comienzan a «anunciar las maravillas de Dios» (cf. Ac 2,11). También los que creen en su predicación y se bautizan reciben «el don del Espíritu Santo» (Ac 2,38).

Los Hechos de los Apóstoles, con ocasión de la evangelización de Samaría, sugieren claramente la distinción entre la confirmación y el bautismo. Felipe, uno de los Siete diáconos, es quien predica la fe y bautiza; luego vienen los apóstoles Pedro y Juan, e imponen las manos a los recién bautizados para que reciban al Espíritu Santo (cf. Ac 8,5-17). De manera semejante, en Éfeso, el apóstol Pablo impone las manos a un grupo de recién bautizados «y vino sobre ellos el Espíritu Santo» (Ac 19,6).

74 3. El sacramento de la confirmación «perpetúa, en cierto modo, en la Iglesia la gracia de Pentecostés» (Catecismo de la Iglesia católica, CEC 1288). El bautismo, que la tradición cristiana llama «el pórtico de la vida en el espíritu» (ib., n. 1213), nos hace renacer «del agua y del Espíritu» (cf. Jn 3,5); gracias a él participamos sacramentalmente de la muerte y la resurrección de Cristo (cf. Rm 6,1-11). La confirmación, a su vez, nos hace partícipes plenamente de la efusión del Espíritu Santo que lleva a cabo el Señor resucitado.

El vínculo inseparable que existe entre la Pascua de Jesucristo y la efusión pentecostal del Espíritu Santo se expresa en la íntima relación que une los sacramentos del bautismo y la confirmación. Asimismo, el hecho de que en los primeros siglos la confirmación constituía en general «una única celebración con el bautismo, formando con éste, según la expresión de san Cipriano, un sacramento doble» (Catecismo de la Iglesia católica, CEC 1290), manifiesta ese estrecho vínculo. Esta práctica se ha conservado hasta hoy en Oriente, mientras que en Occidente, por múltiples causas, se ha consolidado la celebración sucesiva, y también normalmente distanciada, de los dos sacramentos.

Ya desde el tiempo de los Apóstoles, la imposición de las manos significa de forma eficaz la plena comunicación del don del Espíritu Santo a los bautizados. Para expresar mejor el don del Espíritu, se le añadió pronto una unción de óleo perfumado, llamado «crisma». En efecto, mediante la confirmación, los cristianos, consagrados con la unción en el bautismo, participan en la plenitud del Espíritu, del que Jesús estaba lleno, para que toda su vida difunda el «perfume de Cristo» (2Co 2,15).

4. Las diferencias rituales que, en el decurso de los siglos, ha conocido la confirmación en Oriente y en Occidente, según las diversas sensibilidades espirituales de las dos tradiciones y como respuesta a varias exigencias pastorales, expresan la riqueza del sacramento y su pleno significado en la vida cristiana.

En Oriente, este sacramento se llama «crismación», unción con el «crisma», o «myron». En Occidente, el término confirmación expresa la corroboración del bautismo en cuanto fortalecimiento de la gracia mediante el sello del Espíritu Santo. En Oriente, al estar unidos los dos sacramentos, la crismación es conferida por el mismo presbítero que bautiza, aunque realiza la unción con el crisma consagrado por el obispo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, CEC 1312). En el rito latino el ministro ordinario de la confirmación es el obispo, que, por razones graves, puede conceder esa facultad a algunos sacerdotes (cf. ib.,n. 1313).

Así, «la práctica de las Iglesias de Oriente destaca más la unidad de la iniciación cristiana. La de la Iglesia latina expresa más claramente la comunión del nuevo cristiano con su obispo, garante y servidor de la unidad de su Iglesia, de su catolicidad y su apostolicidad, y por ello, el vínculo con los orígenes apostólicos de la Iglesia de Cristo» (ib., n. 1292).

5. Cuanto hemos explicado permite destacar no sólo el significado de la confirmación en el conjunto orgánico de los sacramentos de la iniciación cristiana, sino también la eficacia insustituible que tiene con miras a la plena maduración de la vida cristiana. Un compromiso decisivo de la pastoral, que conviene intensificar en el camino de preparación al jubileo, consiste en formar con gran esmero a los bautizados que se están preparando para recibir la confirmación, introduciéndolos en las fascinadoras profundidades del misterio que significa y actúa. Al mismo tiempo es necesario ayudar a los confirmados a redescubrir con gozoso estupor la eficacia salvífica de este don del Espíritu Santo.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a los que han venido de España, México, la República Dominicana, Chile y Argentina, así como de otros países de Latinoamérica. Animo a todos a ser coherentes con la fuerza del Espíritu Santo que han recibido, a la vez que les imparto de corazón la bendición apostólica.

(En rumano)
Que la visita a los santuarios marianos de Lourdes y Fátima, así como la peregrinación a las tumbas de los Apóstoles y de los mártires romanos os sirvan de estímulo para un compromiso cada vez más generoso de testimonio cristiano en vuestra patria.

75 (A los peregrinos eslovacos)
Pertenecemos todos a una gran familia, la Iglesia. Cada uno debe trabajar por su unidad, santidad y difusión en el mundo. Amad a la Iglesia y a sus representantes, y así contribuir éis al progreso de vuestra patria.

(En italiano)
Dirijo ahora un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Queridos jóvenes, escuchad a Cristo, palabra de verdad, y acoged con prontitud su designio en vuestra vida. Vosotros, queridos enfermos, sentid a Jesús junto a vosotros y testimoniad con vuestra esperanza la fuerza vivificadora de su cruz. Vosotros, queridos recién casados, con la gracia del sacramento que acabáis de recibir, fortaleced cada día vuestro amor y caminad por la senda de la santidad.






Audiencias 1998 66