Audiencias 1998 84

Noviembre de 1998


Miércoles 4 de noviembre de 1998


1. «Nosotros —enseña el apóstol san Pablo— somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Ph 3,20-21).

Como el Espíritu Santo transfiguró el cuerpo de Jesucristo cuando el Padre lo resucitó de entre los muertos, así el mismo Espíritu revestirá de la gloria de Cristo nuestros cuerpos. San Pablo escribe: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,11).

2. La fe cristiana en la resurrección de la carne ya desde sus inicios encontró incomprensiones y oposiciones. Lo constata el mismo apóstol san Pablo en el momento de anunciar el Evangelio en medio del Areópago de Atenas: «Al oír hablar de resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: “Sobre esto ya te oiremos otra vez”» (Ac 17,32).

Esa dificultad se vuelve a presentar también en nuestro tiempo. En efecto, por una parte, incluso quienes creen en alguna forma de supervivencia más allá de la muerte, reaccionan con escepticismo ante la verdad de fe que esclarece este supremo interrogante de la existencia a la luz de la resurrección de Jesucristo. Por otra, hay también quienes sienten el atractivo de una creencia como la de la reencarnación, arraigada en el humus religioso de algunas culturas orientales (cf. Tertio millennio adveniente TMA 9).

La revelación cristiana no se contenta con un vago sentimiento de supervivencia, aun apreciando la intuición de inmortalidad que se expresa en la doctrina de algunos grandes buscadores de Dios. Además, podemos admitir que la idea de una reencarnación brota del intenso deseo de inmortalidad y de la percepción de la existencia humana como «prueba» con miras a un fin último, así como de la necesidad de una purificación completa para llegar a la comunión con Dios. Sin embargo, la reencarnación no garantiza la identidad única y singular de cada criatura humana como objeto del amor personal de Dios, ni la integridad del ser humano como «espíritu encarnado».

85 3. El testimonio del Nuevo Testamento subraya, ante todo, el realismo de la resurrección, también corporal, de Jesucristo. Los Apóstoles atestiguan explícitamente, remitiéndose a la experiencia que vivieron en las apariciones del Señor resucitado, que «Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse (...) a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos» (Ac 10,40-41). También el cuarto evangelio subraya este realismo, por ejemplo, cuando nos narra el episodio del apóstol Tomás, a quien Jesús invitó a meter el dedo en el lugar de los clavos y la mano en el costado atravesado del Señor (cf. Jn 20,24-29); y en la aparición que tuvo lugar a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús resucitado «tomó el pan y se lo dio; y de igual modo el pez» (Jn 21,13).

Ese realismo de las apariciones testimonia que Jesús resucitó con su cuerpo y con ese mismo cuerpo vive ahora al lado del Padre. Ahora bien, se trata de un cuerpo glorioso, ya no sujeto a las leyes del espacio y del tiempo, transfigurado en la gloria del Padre. En Cristo resucitado se manifiesta el estadio escatológico al que, un día, están llamados a llegar todos los que acogen su redención, precedidos por la Virgen santísima, que «terminado el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste» (Pío XII, constitución apostólica Munificentissimus Deus, 1 de noviembre de 1950: DS 3903 cf. Lumen gentium LG 59).

4. Remitiéndose al relato de la creación, recogido en el libro del Génesis, e interpretando la resurrección de Jesús como la «nueva creación», el apóstol san Pablo puede, por consiguiente, afirmar: «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (1Co 15,45). En efecto, la realidad glorificada de Cristo, por la efusión del Espíritu Santo, es participada de modo misterioso pero real también a todos los que creen en él.

Así, en Cristo, «todos resucitarán con los cuerpos de que ahora están revestidos» (IV concilio de Letrán: DS 801), pero nuestro cuerpo se transfigurará en cuerpo glorioso (cf. Flp Ph 3,21), en «cuerpo espiritual» (1Co 15,44). San Pablo, en la primera carta a los Corintios, a los que le preguntan: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?» responde usando la imagen de la semilla que muere para abrirse a una nueva vida: «Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. (...) Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. (...) En efecto, es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad» (1Co 15,36-37 1Co 15,42-44 1Co 15,53).

Ciertamente —explica el Catecismo de la Iglesia católica—, el «cómo» sucederá eso «sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo» (CEC 1000).

En la Eucaristía Jesús nos da, bajo las especies del pan y del vino, su carne vivificada por el Espíritu Santo y vivificadora de nuestra carne con el fin de hacernos participar con todo nuestro ser, espíritu y cuerpo, en su resurrección y en su condición de gloria. A este respecto, san Ireneo de Lyon enseña: «Porque de la misma manera que el pan, que proviene de la tierra, después de recibir la invocación de Dios, ya no es un pan ordinario, sino la Eucaristía, constituida de dos cosas: una celeste, otra terrestre, así nuestros cuerpos, al recibir la Eucaristía ya no son corruptibles, puesto que tienen la esperanza de la resurrección» (Adversus haereses, IV, 18, 4-5).

5. Todo lo que hemos dicho hasta aquí, sintetizando la enseñanza de la sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia, nos explica por qué «el credo cristiano (...) culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 988). Con la encarnación el Verbo de Dios asumió la carne humana (cf. Jn 1,14), haciéndola partícipe, por su muerte y resurrección, de su misma gloria de Unigénito del Padre. Mediante los dones del Espíritu y de la carne de Cristo glorificada en la Eucaristía, Dios Padre infunde en todo el ser del hombre y, en cierto modo, en el cosmos mismo el deseo de ese destino. Como dice san Pablo: «La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios (...), con la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,19-21).

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en particular, al grupo de la Confraternidad judeo-cristiana de Chile. Saludo igualmente a los peregrinos de Argentina, México, demás Países latinoamericanos y España.

Dirijo, ahora, un saludo particular a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Carlos Borromeo, obispo insigne de la diócesis de Milán, que, animado por un ardiente amor a Cristo, fue incansable maestro y guía de sus hermanos. Que su ejemplo, queridos jóvenes, os ayude a dejaros guiar por Cristo en vuestras opciones para seguirlo sin temor; a vosotros, queridísimos enfermos, os anime a ofrecer vuestro sufrimiento por los pastores de la Iglesia y por la salvación de las almas; y a vosotros, queridos recién casados, os sostenga en el generoso servicio a la vida.
Llamamiento del Santo Padre


86 Recibo con profunda tristeza las alarmantes noticias sobre el elevadísimo numero de víctimas que está causando el huracán "Mitch" en América Central y el Caribe, principalmente en Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala.

Mientras elevo mi plegaria de sufragio por los fallecidos, expreso mi total cercanía espiritual a las innumerables personas probadas por el cataclismo.

Al mismo tiempo, dirijo ahora un fuerte llamado, sobre todo a las instituciones públicas y privadas, así como a todos los hombres de buena voluntad, para que movidos por sentimientos de solidaridad fraterna presten todo tipo de ayuda a las poblaciones afectadas, y les presten el socorro necesario en este grave momento de destrucción y muerte. Como expresión de mi solicitud y cercanía a estos queridos pueblos, les otorgo la bendición apostólica.





Miércoles 11 de noviembre de 1998


1. El Espíritu Santo, derramado «sin medida» por Jesucristo crucificado y resucitado, es «aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo (...) que se dará al final de los tiempos» (Tertio millennio adveniente TMA 45). En esta perspectiva escatológica, los creyentes están llamados, durante este año dedicado al Espíritu Santo, a redescubrir la virtud teologal de la esperanza, que «por una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, por otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios» (ib., 46).

2. San Pablo subraya el vínculo íntimo y profundo que existe entre el don del Espíritu Santo y la virtud de la esperanza. «La esperanza —dice en la carta a los Romanos— no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Sí; precisamente el don del Espíritu Santo, al colmar nuestro corazón del amor de Dios y al hacernos hijos del Padre en Jesucristo (cf. Ga 4,6), suscita en nosotros la esperanza segura de que nada «podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8,39).

Por este motivo, el Dios que se nos ha revelado en «la plenitud de los tiempos» en Jesucristo es verdaderamente «el Dios de la esperanza», que llena a los creyentes de alegría y paz, haciéndolos «rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13). Los cristianos, por tanto, están llamados a ser testigos en el mundo de esta gozosa experiencia, «siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza» (1P 3,15).

3. La esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel, y que encuentra su origen y su modelo en Abraham, el cual, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (Rm 4,18). Ratificada en la alianza establecida por el Señor con su pueblo a través de Moisés, la esperanza de Israel fue reavivada continuamente, a lo largo de los siglos, por la predicación de los profetas. Por último, se concentró en la promesa de la efusión escatológica del Espíritu de Dios sobre el Mesías y sobre todo el pueblo (cf. Is 11,2 Ez 36,27 Jl 3,1-2).

En Jesús se cumple esta promesa. No sólo es el testigo de la esperanza que se abre ante quien se convierte en discípulo suyo. Él mismo es, en su persona y en su obra de salvación, «nuestra esperanza» (1Tm 1,1), dado que anuncia y realiza el reino de Dios. Las bienaventuranzas constituyen la carta magna de este reino (cf. Mt 5,3-12). «Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1820).

4. Jesús, constituido Cristo y Señor en la Pascua (cf. Ac 2,36), se convierte en «espíritu que da vida» (1Co 15,45), y los creyentes, bautizados en él con el agua y el Espíritu (cf. Jn 3,5), son «reengendrados a una esperanza viva» (1P 1,3). Ahora, el don de la salvación, por medio del Espíritu Santo es la prenda y las arras (cf. 2Co 1,21-22 Ep 1,13-14) de la plena comunión con Dios, a la que Cristo nos lleva. El Espíritu Santo —dice san Pablo en la carta a Tito— ha sido derramado «sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3,6-7).

5. También según los Padres de la Iglesia, el Espíritu Santo es «el don que nos otorga la perfecta esperanza» (san Hilario de Poitiers, De Trinitate, II, 1). En efecto, como dice san Pablo, el Espíritu «se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8,16-17).

87 La existencia cristiana crece y madura hasta su plenitud a partir de aquel «ya» de la salvación que es la vida de hijos de Dios en Cristo, de la que nos hace partícipes el Espíritu Santo. Por la experiencia de este don, tiende con confiada perseverancia hacia el «aún no» y el «aún más» que Dios nos ha prometido y nos dará al final de los tiempos. En efecto, como argumenta san Pablo, si uno es realmente hijo, entonces es también heredero de todo lo que pertenece al Padre con Cristo, el «primogénito de entre muchos hermanos» (Rm 8,29). «Todo lo que tiene el Padre es mío», afirma Jesús (Jn 16,15). Por eso, él, al comunicarnos su Espíritu, nos hace partícipes de la herencia del Padre y nos da ya desde ahora la prenda y las primicias. Esa realidad divina es la fuente inagotable de la esperanza cristiana.

6. La doctrina de la Iglesia concibe la esperanza como una de las tres virtudes teologales, que Dios derrama por medio del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. Es la virtud «por la que aspiramos al reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1817).

Al don de la esperanza «hay que prestarle una atención particular, sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres, y no pocos cristianos se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad infinita de auto-redención y de realización de sí mismo, y la tentación del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas» (Catequesis en la audiencia general del 3 de julio de 1991: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de julio de 1991, p. 3).

Muchos peligros se ciernen sobre el futuro de la humanidad y muchas incertidumbres gravan sobre los destinos personales, y a menudo algunos se sienten incapaces de afrontarlos. También la crisis del sentido de la existencia y el enigma del dolor y de la muerte vuelven con insistencia a llamar a la puerta del corazón de nuestros contemporáneos.

El mensaje de esperanza que nos viene de Jesucristo ilumina este horizonte denso de incertidumbre y pesimismo. La esperanza nos sostiene y protege en el buen combate de la fe (cf. Rm 12,12). Se alimenta en la oración, de modo muy particular en el Padrenuestro, «resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 1820).

7. Hoy no basta despertar la esperanza en la interioridad de las conciencias; es preciso cruzar juntos el umbral de la esperanza.

En efecto, la esperanza tiene esencialmente —como profundizaremos más adelante— también una dimensión comunitaria y social, hasta el punto de que lo que el Apóstol dice en sentido propio y directo refiriéndose a la Iglesia, puede aplicarse en sentido amplio a la vocación de la humanidad entera: «Un solo cuerpo, un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados» (Ep 4,4).

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en especial a los miembros de la Cofradía de Nuestra Señora de los Desamparados, de Ibi (Alicante), que celebran el primer centenario de su fundación. También a los demás grupos de España, México y Argentina. A todos os invito a testimoniar la esperanza cristiana que nunca defrauda.

(En eslovaco)
Hoy celebramos la memoria litúrgica de san Martín de Tours, (...) ejemplo de buen pastor y de caridad con los pobres. Os exhorto a imitar con espíritu generoso sus virtudes.

(En italiano)
88 Queridos jóvenes, que el ejemplo de san Martín, cuya fiesta celebramos hoy, os estimule a empeñaros en un generoso testimonio evangélico; a vosotros, queridos enfermos, os aliente a confiar en el Señor, que no nos abandona en el momento de la prueba; y a vosotros, queridos recién casados, os impulse a descubrir a la luz de la fe la alegría y la belleza de respetar y servir siempre a la vida, que es don de Dios.





Miércoles 18 de noviembre de 1998


1. La profundización de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo nos impulsa a prestar atención a los «signos de esperanza presentes en este último fin de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos» (Tertio millennio adveniente TMA 46). En efecto, es verdad que nuestro siglo está marcado por gravísimos crímenes contra el hombre y oscurecido por ideologías que no han favorecido el encuentro liberador con la verdad de Jesucristo ni la promoción integral del hombre. Sin embargo, también es verdad que el Espíritu de Dios, que «llena el universo» (Sg 1,7 cf. Gaudium et spes GS 11), no ha cesado de sembrar abundantemente semillas de verdad, de amor y de vida en el corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Esas semillas han producido frutos de progreso, de humanización y de civilización, que constituyen auténticos signos de esperanza para la humanidad en camino.

2. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente recordé entre esos signos, ante todo, «los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana» (TMA 46). En efecto, no cabe duda de que la existencia humana en la tierra, a nivel personal y social, ha experimentado y sigue experimentando una notable mejoría, gracias al extraordinario desarrollo científico.

También el progreso de la técnica, cuando respeta la promoción humana auténtica e integral, debe acogerse con gratitud, aunque, como es evidente, la ciencia y la técnica no bastan para colmar las aspiraciones más profundas del hombre. Entre los progresos de la técnica actual especialmente prometedores para el futuro de la humanidad quisiera recordar los que se producen en el campo de la medicina. En efecto, cuando mejoran con medios lícitos la existencia global del hombre, reflejan de modo elocuente la intención creadora y salvífica de Dios, que quiso que el hombre alcance en Cristo la plenitud de la vida. Tampoco podemos olvidar el enorme progreso en el campo de las comunicaciones. Si los medios de comunicación social se gestionan de tal modo que garanticen el pleno control democrático, y si se convierten en transmisores de valores auténticos, la humanidad podrá gozar de grandes beneficios y se sentirá una única gran familia.

3. Otro signo de esperanza es «un sentido más vivo de responsabilidad en relación con el ambiente» (ib.). Hoy la humanidad redescubre, también como reacción ante la explotación indiscriminada de los recursos naturales que a menudo ha acompañado el desarrollo industrial, el significado y el valor del ambiente como morada hospitalaria (oîkos)donde está llamada a vivir. Las amenazas que se ciernen sobre el futuro de la humanidad por no respetar los equilibrios del ecosistema, impulsan a los hombres de cultura y de ciencia, así como a las autoridades competentes, a estudiar y poner en práctica diversas medidas y proyectos, que no sólo buscan limitar y aliviar los daños causados hasta el momento, sino sobre todo lograr un desarrollo de la sociedad que respete y valore el ambiente natural.

Este vivo sentido de responsabilidad en relación con el ambiente debe estimular también a los cristianos a redescubrir el profundo significado del designio creador revelado por la Biblia. Dios quiso encomendar al hombre y a la mujer la misión de llenar la tierra y ejercer el dominio en su nombre, como su lugarteniente (cf. Gn 1,28), prolongando y, en cierto modo, coronando su misma obra creadora.

4. Entre los signos de esperanza de nuestro tiempo debemos recordar también «los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el norte y el sur del mundo» (Tertio millennio adveniente TMA 46). En este siglo que está a punto de concluir hemos asistido a la inmensa tragedia de dos guerras mundiales y hoy siguen existiendo guerras y tensiones, que provocan como consecuencia gran sufrimiento para pueblos y naciones de todo el mundo. Además, en este siglo, más que en ningún otro, masas enormes de personas, entre otras causas por perversos mecanismos de explotación, han vivido y siguen viviendo en condiciones indignas del hombre.

También por esta razón, la conciencia humana, impulsada por la acción misteriosa del Espíritu, ha madurado al fijarse el logro de la paz y la justicia como objetivo prioritario e irrenunciable. La conciencia advierte hoy como un crimen intolerable el perdurar de condiciones de injusticia, de subdesarrollo y de violación de los derechos del hombre. Además, con razón, se rechaza la guerra como medio para la solución de los conflictos. Cada vez se comprende más que sólo por el camino del diálogo y la reconciliación se pueden curar las heridas provocadas por la historia en la vida de los pueblos. Sólo por ese camino, se pueden resolver positivamente las dificultades que todavía se presentan en las relaciones internacionales.

El mundo contemporáneo se va estructurando decididamente según un sistema de interdependencia a nivel económico, cultural y político. Ya no se puede razonar sólo en función de los intereses, incluso legítimos, de cada pueblo o nación: es preciso adquirir una conciencia de alcance realmente universal.

5. Por eso, de forma profética, mi venerado predecesor Pablo VI quiso señalar como meta, en el horizonte de la humanidad, una «civilización del amor», en la que se podrá alcanzar el ideal de una única familia humana en la que se respete la identidad de cada uno de sus miembros y se realice un intercambio recíproco de dones.

89 En el camino hacia la «civilización del amor» los creyentes, dóciles a la acción del Espíritu Santo, están llamados a dar su insustituible contribución, irradiando en la historia la luz de Cristo, Verbo de Dios encarnado. Como nos recuerda el Concilio, el Verbo «nos revela “que Dios es amor” (1Jn 4,8) y, al mismo tiempo, nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina, les da la certeza de que el camino del amor está abierto a todos los hombres y de que no es inútil el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal» (Gaudium et spes GS 38).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos venidos de España, México, Guatemala, Argentina y demás países de América Latina, en especial al grupo de sacerdotes misioneros latinoamericanos que han participado en un curso de espiritualidad en el «Centro Internacional de Animación Misionera», a las Carmelitas Misioneras Teresianas reunidas en Capítulo general, así como a los oficiales de la Escuela de Gendarmería Nacional Argentina. Sobre todos invoco la acción renovadora del Espíritu Santo para que seáis anunciadores de esta nueva civilización del amor.

(En italiano)
Mi pensamiento se dirige ahora a vosotros, queridos peregrinos italianos; os saludo con afecto y agradezco a todos la visita. Saludo en especial a los jóvenes, enfermos y recién casados.

En la liturgia de hoy celebramos la dedicación de la basílica de San Pedro en el Vaticano y la de San Pablo en la vía Ostiense. Esta fiesta nos ofrece la ocasión de poner de manifiesto el significado y el valor de la iglesia, lugar sagrado donde se reúnen los creyentes, llamados a ser templos vivos de Dios.

Queridos jóvenes, os exhorto a amar a la Iglesia del Señor y a cooperar con generosidad y entusiasmo en su edificación. Queridos enfermos, os invito a vivir el ofrecimiento de vuestra oración y de vuestro sufrimiento como una contribución valiosa e insustituible en la construcción de la casa del Señor, morada del Altísimo entre nosotros. Y a vosotros, queridos recién casados, os recuerdo vuestra peculiar vocación: Dios os pide que forméis vuestras familias según su proyecto, para ser en la comunidad un signo vivo del amor inmenso que Cristo tiene a su Iglesia.



Miércoles 25 de noviembre de 1998


1. En la catequesis anterior tratamos sobre los «signos de esperanza» presentes en nuestro mundo. Hoy queremos proseguir la reflexión considerando algunos «signos de esperanza» presentes en la Iglesia, para que las comunidades cristianas sepan captarlos y valorarlos cada vez mejor. En efecto, esos signos son suscitados por la acción del Espíritu Santo que, a lo largo de los siglos, «con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva sin cesar y la lleva a la unión perfecta con su esposo» (Lumen gentium LG 4).

Entre los acontecimientos eclesiales que han marcado más profundamente nuestro siglo destaca en primer lugar el concilio ecuménico Vaticano II. Gracias a él, la Iglesia sacó de su tesoro «cosas nuevas y antiguas» (cf. Mt 13,52) y experimentó en cierto modo la gracia de un renovado Pentecostés (cf. Juan XXIII, Discurso en la clausura de la primera etapa del Concilio, III). Si se observa bien, los signos de esperanza que animan hoy la misión de la Iglesia están íntimamente vinculados a esta efusión del Espíritu Santo, que la Iglesia ha experimentado en la preparación, en la celebración y en la aplicación del concilio Vaticano II.

2. La escucha de lo que «el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias» (Tertio millennio adveniente TMA 23 cf. Ap 2,7 ss) se manifiesta en la acogida de los carismas que distribuye con abundancia. Su redescubrimiento y valoración ha incrementado una comunión más viva entre las diversas vocaciones del pueblo de Dios, así como un gozoso y renovado impulso de evangelización.

90 En particular, el Espíritu Santo estimula hoy a la Iglesia a promover la vocación y la misión de los fieles laicos. Su participación y corresponsabilidad en la vida de la comunidad cristiana y su multiforme presencia de apostolado y servicio en la sociedad nos llevan a aguardar con esperanza, en el umbral del tercer milenio, una epifanía madura y fecunda del laicado. Una espera análoga atañe al papel que está llamada a asumir la mujer. Al igual que en la sociedad civil, también en la Iglesia se está manifestando cada vez mejor el «genio femenino », que es preciso reconocer cada vez más en las formas adecuadas a la vocación de la mujer de acuerdo con el plan de Dios.

Asimismo, no podemos olvidar que uno de los dones concedidos por el Espíritu en nuestro tiempo es el florecimiento de los movimientos eclesiales, que desde el inicio de mi pontificado he señalado como motivo de esperanza para la Iglesia y para la sociedad. «Son un signo de la libertad de formas en que se realiza la única Iglesia, y representan una novedad segura, que todavía ha de ser adecuadamente comprendida en toda su positiva eficacia para el reino de Dios en orden a su actuación en el hoy de la historia» (Alocución al movimiento «Comunión y liberación», 29 de septiembre de 1984, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de noviembre de 1984, p. 19).

3. En nuestro siglo ha surgido y crecido la semilla del movimiento ecuménico, en el que el Espíritu Santo ha comprometido a los miembros de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales a buscar los caminos del diálogo para restablecer la unidad plena.

En particular, gracias al Vaticano II, la búsqueda de la unidad y la preocupación ecuménica se han consolidado como «una dimensión necesaria de toda la vida de la Iglesia» y un compromiso prioritario al que la Iglesia católica «quiere contribuir con todas sus posibilidades » (Discurso a la Curia romana, 28 de junio de 1985, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio de 1985, p. 23). El diálogo de la verdad, precedido y acompañado por el diálogo de la caridad, está logrando poco a poco notables progresos. Además, se ha fortalecido la convicción de que la verdadera alma del movimiento para la restauración de la unidad de los cristianos es el ecumenismo espiritual, o sea, la conversión del corazón, la oración y la santidad de vida (cf. Unitatis redintegratio
UR 8).

4. Por último, entre los otros numerosos signos de esperanza quisiera mencionar «el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea» (Tertio millennio adveniente TMA 46).

Por lo que atañe al primero, baste recordar el alcance profético que ha ido adquiriendo poco a poco la declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. En todas las partes del mundo se han realizado y se están realizando múltiples experiencias de encuentro y de diálogo, en diferentes niveles, entre representantes de las diversas religiones. En particular, me complace recordar los grandes adelantos logrados en el diálogo con los judíos, nuestros «hermanos mayores».

Es un gran signo de esperanza para la humanidad el hecho de que las religiones se abran con confianza al diálogo y sientan la urgencia de unir sus esfuerzos para dar un alma al progreso y contribuir al compromiso moral de los pueblos. La fe en la acción incesante del Espíritu nos hace esperar que también por este camino de recíproca atención y estima pueda realizarse para todos la apertura a Cristo, la luz verdadera, «que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9).

Por lo que respecta al diálogo con la cultura, está resultando de una eficacia providencial la orientación formulada por el Vaticano II: «De la misma manera que interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia, también la propia Iglesia sabe cuánto ha recibido de la historia y la evolución de la humanidad» (Gaudium et spes GS 44). Gracias a los contactos mantenidos en este campo ya se han superado prejuicios injustificados. Asimismo, la nueva atención que varias corrientes culturales de nuestro tiempo prestan a la experiencia religiosa, y en particular al cristianismo, nos impulsa a proseguir con tenacidad el camino emprendido hacia un renovado encuentro entre el Evangelio y la cultura.

5. En estos múltiples signos de esperanza no podemos por menos de reconocer la acción del Espíritu de Dios. Pero, en plena dependencia y comunión con él, me complace ver en ellos también el papel de María, «una creatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen gentium LG 56). Ella intercede maternalmente por la Iglesia y la atrae al camino de la santidad y la docilidad al Paráclito. En el umbral del nuevo milenio, redescubrimos con alegría el «perfil mariano» de la Iglesia (cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 1987, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de enero de 1988, p. 9), que sintetiza el contenido más profundo de la renovación conciliar.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de España, México, Bolivia, Guatemala, Argentina y demás naciones latinoamericanas. Al animaros a iniciar con esperanza el próximo tiempo litúrgico del Adviento, invoco sobre todos vosotros y vuestras familias la acción renovadora del Espíritu Santo.

(En italiano)
91 Saludo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados y desde ahora les invito a dirigir la mirada al tiempo litúrgico de Adviento que está ya cerca. En efecto, el próximo domingo, con el comienzo del Adviento, inicia también el tercer y último año de preparación inmediata al gran jubileo del año 2000, dedicado de modo particular a Dios Padre.

Ojalá que todos vosotros, queridísimos jóvenes, enfermos y recién casados, viváis este especial momento de gracia con un renovado compromiso de oración, penitencia y obras de caridad.




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