Audiencias 1998 91

Diciembre de 1998



Miércoles 2 de diciembre de 1998

La esperanza como espera y preparación del reino de Dios

1. El Espíritu Santo es la fuente de la «esperanza que no defrauda» (Rm 5,5). A la luz de esta verdad, después de haber examinado algunos de los «signos de esperanza» presentes en nuestro tiempo, hoy queremos profundizar el significado de la esperanza cristiana en el tiempo de espera y de preparación para la venida del reino de Dios en Cristo al final de los tiempos. A este respecto, como subrayé en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, es preciso recordar que «la actitud fundamental de la esperanza, por una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, por otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios» (TMA 46).

2. La esperanza de la venida definitiva del reino de Dios y el compromiso de transformación del mundo a la luz del Evangelio tienen en realidad una misma fuente: el don escatológico del Espíritu Santo, «prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión» (Ep 1,14), que suscita el anhelo de la vida plena y definitiva con Cristo y, a la vez, infunde en nosotros la fuerza para difundir por toda la tierra la levadura del reino de Dios.

En cierto modo, se trata de una realización anticipada del reino de Dios entre los hombres, gracias a la resurrección de Cristo. En él, Verbo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, el cielo descendió a la tierra y ésta, en su humanidad glorificada, ascendió al cielo. Jesús resucitado está presente en medio de su pueblo y en el centro de la historia humana. Por el Espíritu Santo, reviste de sí mismo a los que en la fe y en la caridad se abren a él, más aún, los transfigura progresivamente, haciéndolos partícipes de su misma existencia glorificada. Ya viven y actúan en el mundo con la mirada siempre puesta en la meta final: «Si habéis resucitado con Cristo —exhorta san Pablo—, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3,1). Por tanto, los creyentes están llamados a ser en el mundo testigos de la resurrección de Cristo y, a la vez, constructores de una sociedad nueva.

3. El signo sacramental por excelencia de las últimas realidades ya anticipadas y actualizadas en la Iglesia es la Eucaristía. En ella el Espíritu, invocado en la epíclesis, «transubstancia» la realidad sensible del pan y del vino en la nueva realidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. El Señor resucitado está realmente presente en la Eucaristía y, en él, la humanidad y el universo asumen el sello de la nueva creación. En la Eucaristía se gustan las realidades definitivas y el mundo comienza a ser lo que será en la venida final del Señor.

La Eucaristía, culmen de la vida cristiana, no sólo plasma la existencia personal del cristiano, sino también la vida de la comunidad eclesial y, de algún modo, de la sociedad entera. La Eucaristía proporciona al pueblo de Dios la energía divina que lo impulsa a vivir profundamente la comunión de amor significada y realizada por la participación en la única mesa. Asimismo, lo estimula a compartir con espíritu de fraternidad también los bienes materiales, orientándolos a la edificación del reino de Dios (cf. Ac 2,42-45).

De este modo, la Iglesia se convierte en «pan partido» para el mundo: para la gente en medio de la cual vive, especialmente para los más necesitados. La celebración eucarística es la fuente de las diversas obras de caridad y de ayuda recíproca, de la acción misionera y de las diferentes formas de testimonio cristiano, a través de las cuales ayudamos al mundo a comprender la vocación de la Iglesia según el plan de Dios.

92 Además, manteniendo viva la vocación a no conformarse a la mentalidad del mundo presente y a vivir en espera de Cristo «hasta que venga», la Eucaristía enseña al pueblo de Dios el camino para purificar y perfeccionar las actividades humanas sumergiéndolas en el misterio pascual de la cruz y la resurrección.

4. Así se comprende el verdadero significado de la esperanza cristiana. Al dirigir nuestra mirada hacia «los nuevos cielos y la nueva tierra» donde tendrá morada estable la justicia (cf.
2P 3,13), esa esperanza «no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana que puede ofrecer ya un cierto esbozo del mundo nuevo» (Gaudium et spes GS 39).

En particular, el anuncio de esperanza que ofrece la comunidad cristiana debe actuar como levadura de resurrección por medio del compromiso cultural, social, económico y político de los fieles laicos.

Es verdad que «hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del reino de Dios» (ib.), pero también es verdad que en el reino de Dios, que se consumará al final de los tiempos, «permanecerá la caridad, con sus frutos (cf. 1Co 13,8 Col 3,14)» (cf. ib.). Eso significa que todo lo que se ha hecho en la caridad de Cristo anticipa la resurrección final y la llegada del reino de Dios.

5. La espiritualidad del cristiano se presenta así en su verdadera luz: no es una espiritualidad de huida o rechazo del mundo; tampoco se reduce a una simple actividad de orden temporal. Impregnada por el Espíritu de vida, derramado por el Resucitado, es una espiritualidad de transfiguración del mundo y de esperanza en la venida del reino de Dios.

Gracias a ella, los cristianos pueden descubrir que las realizaciones del pensamiento y del arte, de la ciencia y de la técnica, cuando se viven con el espíritu del Evangelio, testimonian la presencia del Espíritu de Dios en todas las realidades terrenas. Así, no sólo en la oración, sino también en el esfuerzo realizado diariamente para preparar el reino de Dios en la historia, se escucha con fuerza la voz del Espíritu y de la Esposa, que invocan: «¡Ven! (...) ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,17 Ap 22,20). Es la magnífica conclusión del Apocalipsis y, podríamos decir, el sello cristiano de la historia.

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española; en particular, a la delegación de la Escuela federal de policía argentina. Saludo igualmente a los otros peregrinos de Argentina, México, demás países latinoamericanos y España. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a ser siempre testigos de la esperanza cristiana en el propio ambiente.

(En italiano)
El Adviento es el tiempo de la espera gozosa del Señor, que nos invita a prepararnos para su vuelta gloriosa con la conversión del corazón. Amadísimos jóvenes, enfermos y recién casados, os exhorto a ser vigilantes en este tiempo litúrgico, para descubrir mejor, en las diversas circunstancias de la vida, los signos de la presencia de Jesús; a quien lo busca fielmente no dejará de mostrarle el rostro del Padre celestial. Os deseo a todos que seáis como María, mujer del silencio y la escucha, dóciles a la acción del Espíritu Santo. Ojalá que este tiempo de gracia os ayude a ser testigos cada vez más generosos del amor de Dios y mensajeros de su esperanza.






Miércoles 9 de diciembre de 1998

María, Madre animada por el Espíritu Santo

93
1. Como culminación de la reflexión sobre el Espíritu Santo, en este año dedicado a él durante el camino hacia el gran jubileo, elevamos la mirada hacia María. El consentimiento que dio en la Anunciación, hace dos mil años, constituye el punto de partida de la nueva historia de la humanidad. En efecto, el Hijo de Dios se encarnó y comenzó a habitar entre nosotros cuando María declaró al ángel: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra» (
Lc 1,38).

La cooperación de María con el Espíritu Santo, manifestada en la Anunciación y en la Visitación, se expresa en una actitud de constante docilidad a las inspiraciones del Paráclito. Consciente del misterio de su Hijo divino, María se dejaba guiar por el Espíritu para actuar de modo adecuado a su misión materna. Como verdadera mujer de oración, la Virgen pedía al Espíritu Santo que completara la obra iniciada en la concepción para que el niño creciera «en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). En esta perspectiva, María se presenta como un modelo para los padres, al mostrar la necesidad de recurrir al Espíritu Santo para encontrar el camino correcto en la difícil tarea de la educación.

2. El episodio de la presentación de Jesús en el templo coincide con una intervención importante del Espíritu Santo. María y José habían ido al templo para «presentar» (Lc 2,22), es decir, para ofrecer a Jesús, según la ley de Moisés, que prescribía el rescate de los primogénitos y la purificación de la madre. Viviendo profundamente el sentido de este rito, como expresión de sincera oferta, fueron iluminados por las palabras de Simeón, pronunciadas bajo el impulso especial del Espíritu.

El relato de san Lucas subraya expresamente el influjo del Espíritu Santo en la vida de este anciano. Había recibido del Espíritu la garantía de que no moriría sin haber visto al Mesías. Y precisamente «movido por el Espíritu, fue al templo» (Lc 2,27) en el momento en que María y José llegaban con el niño. Así pues, fue el Espíritu Santo quien suscitó el encuentro. Fue él quien inspiró al anciano Simeón un cántico para celebrar el futuro del niño, que vino como «luz para iluminar a las naciones» y «gloria del pueblo de Israel» (Lc 2,32). María y José se admiraron de estas palabras, que ampliaban la misión de Jesús a todos los pueblos.

También es el Espíritu Santo quien hace que Simeón pronuncie una profecía dolorosa: Jesús será «signo de contradicción» y a María «una espada le traspasará el alma» (Lc 2,34 Lc 2,35). Con estas palabras, el Espíritu Santo preparaba a María para la gran prueba que la esperaba, y confirió al rito de presentación del niño el valor de un sacrificio ofrecido por amor. Cuando María recibió a su hijo de los brazos de Simeón, comprendió que lo recibía para ofrecerlo. Su maternidad la implicaría en el destino de Jesús y toda oposición a él repercutiría en su corazón.

3. La presencia de María al pie de la cruz es el signo de que la madre de Jesús siguió hasta el fondo el itinerario doloroso trazado por el Espíritu Santo a través de Simeón.

En las palabras que Jesús dirige a su Madre y al discípulo predilecto en el Calvario se descubre otra característica de la acción del Espíritu Santo: asegura fecundidad al sacrificio. Las palabras de Jesús manifiestan precisamente un aspecto «mariano» de esta fecundidad: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,26). En estas palabras el Espíritu Santo no aparece expresamente. Pero, dado que el acontecimiento de la cruz, como toda la vida de Cristo, se desarrolla en el Espíritu Santo (cf. Dominum et vivificantem DEV 40-41), precisamente en el Espíritu Santo el Salvador pide a la Madre que se asocie al sacrificio del Hijo, para convertirse en la madre de una multitud de hijos. A este supremo ofrecimiento de su Madre Jesús asegura un fruto inmenso: una nueva maternidad destinada a extenderse a todos los hombres.

Desde la cruz el Salvador quería derramar sobre la humanidad ríos de agua viva (cf. Jn 7,38), es decir, la abundancia del Espíritu Santo. Pero deseaba que esta efusión de gracia estuviera vinculada al rostro de una madre, su Madre. María aparece ya como la nueva Eva, madre de los vivos, o la Hija de Sión, madre de los pueblos. El don de la madre universal estaba incluido en la misión redentora del Mesías: «Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado...», escribe el evangelista, inmediatamente después de la doble declaración: «Mujer, he ahí a tu hijo», y «He ahí a tu madre» (Jn 19,26-28).

Esta escena permite intuir la armonía del plan divino con respecto al papel de María en la acción salvífica del Espíritu Santo. En el misterio de la Encarnación su cooperación con el Espíritu había desempeñado una función esencial; también en el misterio del nacimiento y la formación de los hijos de Dios, el concurso materno de María acompaña la actividad del Espíritu Santo.

4. A la luz de la declaración de Cristo en el Calvario, la presencia de María en la comunidad que espera la venida del Espíritu en Pentecostés asume todo su valor. San Lucas, que había atraído la atención sobre el papel de María en el origen de Jesús, quiso subrayar su presencia significativa en el origen de la Iglesia. La comunidad no sólo está compuesta de Apóstoles y discípulos, sino también de mujeres, entre las que san Lucas nombra únicamente a «María, la madre de Jesús» (Ac 1,14).

94 La Biblia no nos brinda más información sobre María después del drama del Calvario. Pero es muy importante saber que ella participaba en la vida de la primera comunidad y en su oración asidua y unánime. Sin duda estuvo presente en la efusión del Espíritu el día de Pentecostés. El Espíritu que ya habitaba en María, al haber obrado en ella maravillas de gracia, ahora vuelve a descender a su corazón, comunicándole dones y carismas necesarios para el ejercicio de su maternidad espiritual.

5. María sigue cumpliendo en la Iglesia la maternidad que le confió Cristo. En esta misión materna la humilde esclava del Señor no se presenta en competición con el papel del Espíritu Santo; al contrario, ella está llamada por el mismo Espíritu a cooperar de modo materno con él. El Espíritu despierta continuamente en la memoria de la Iglesia las palabras de Jesús al discípulo predilecto: «He ahí a tu madre», e invita a los creyentes a amar a María como Cristo la amó. Toda profundización del vínculo con María permite al Espíritu una acción más fecunda para la vida de la Iglesia.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de España, México, Argentina y demás Países de América Latina, de modo especial a los miembros de la Escuela de la Prefectura Naval Argentina y a los fieles de Puente Genil. Al animaros a todos en este tiempo de adviento a contemplar e imitar la vida y las virtudes de María, verdadera mujer de oración, invoco sobre vosotros y vuestras familias la acción renovadora del Espíritu Santo.

(En italiano)
La solemnidad de la Inmaculada Concepción, que celebramos ayer, nos recuerda la singular adhesión de María al proyecto salvífico de Dios. Preservada de toda sombra de pecado para ser morada totalmente santa del Verbo encarnado, confió siempre plenamente en el Señor. Queridos jóvenes, esforzaos por imitarla con corazón puro y límpido, dejándoos plasmar por Dios, que también en vosotros quiere «obrar maravillas» (cf.
Lc 1,49). Queridos enfermos, con la ayuda de María confiad siempre en el Señor, que conoce vuestros sufrimientos y, uniéndolos a los suyos, los ofrece por la salvación del mundo. Vosotros, queridos recién casados, que queréis construir vuestro hogar sobre la gracia de Dios, haced que vuestra casa, a imitación de la de Nazaret, acoja el don del amor.



LA FIGURA DE DIOS PADRE


Miércoles 16 de diciembre de 1998


1. «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28).

Con estas palabras de Jesús comenzamos hoy un nuevo ciclo de catequesis centrado en la figura de Dios Padre, siguiendo así las indicaciones temáticas sugeridas en la carta apostólica Tertio millennio adveniente con vistas a la preparación para el gran jubileo del año 2000.

En el ciclo del primer año reflexionamos sobre Jesucristo, único Salvador. En efecto, el jubileo, en cuanto celebración de la venida del Hijo de Dios a la historia humana, reviste una fuerte connotación cristológica. Meditamos en el significado del tiempo, que alcanzó su cima en el nacimiento del Redentor, hace dos mil años. Este acontecimiento, a la vez que inaugura la era cristiana, abre también una nueva fase de renovación de la humanidad y del universo, a la espera de la última venida de Cristo.

Sucesivamente, en las catequesis del segundo año de preparación para el evento jubilar, nuestra atención se dirigió al Espíritu Santo, que Jesús envió desde el Padre. Lo contemplamos actuando en la creación y en la historia, como Persona-Amor y Persona-Don. Subrayamos su fuerza, que saca del caos un cosmos lleno de orden y belleza. En él se nos comunica la vida divina y con él la historia se convierte en camino que lleva a la salvación.

95 Ahora queremos vivir el tercer año de preparación para el ya inminente jubileo como una peregrinación hacia la casa del Padre. De esta forma nos introducimos en el itinerario que, partiendo del Padre, lleva a las criaturas hacia el Padre, de acuerdo con el designio de amor revelado plenamente en Cristo. El camino hacia el jubileo debe desembocar en un gran acto de alabanza al Padre (cf. Tertio millennio adveniente TMA 49), para que toda la Trinidad sea glorificada en él.

2. El punto de partida de nuestra reflexión son las palabras del evangelio que nos señalan a Jesús como Hijo y Revelador del Padre. Todo en él: su enseñanza, su ministerio, e incluso su estilo de vida, remite al Padre (cf. Jn 5,19 Jn 5,36 Jn 8,28 Jn 14,10 Jn 17,6). El Padre es el centro de la vida de Jesús y, a su vez, Jesús es el único camino para llegar al Padre. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Jesús es el punto de encuentro de los seres humanos con el Padre, que en él se ha hecho visible: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?» (Jn 14,9-10).

La manifestación más expresiva de esa relación de Jesús con el Padre se da en su condición de resucitado, vértice de su misión y fundamento de vida nueva y eterna para cuantos creen en él. Pero la unión entre el Hijo y el Padre, como la que existe entre el Hijo y los creyentes, pasa por el misterio de la «elevación» de Jesús, según una típica expresión del evangelio de san Juan. Con el término «elevación», el evangelista indica tanto la crucifixión como la glorificación de Cristo. Ambas se reflejan en el creyente: «El Hijo del hombre tiene que ser elevado, para que todo el que crea tenga por él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,14-16).

Esta «vida eterna» no es más que la participación de los creyentes en la vida misma de Jesús resucitado y consiste en ser insertados en la circulación de amor que une al Padre y al Hijo, que son uno (cf. Jn 10,30 Jn 17,21-22).

3. La comunión profunda en la que se encuentran el Padre, el Hijo y los creyentes incluye al Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu es el vínculo eterno que une al Padre y al Hijo, e implica a los hombres en este inefable misterio de amor. Dado como «Consolador», el Espíritu «habita» en los discípulos de Cristo (cf. Jn 14,16-17), haciendo presente a la Trinidad.

Según el evangelista san Juan, precisamente en el contexto de la promesa del Paráclito, Jesús dice a sus discípulos: «Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20).

El Espíritu Santo es quien introduce al hombre en el misterio de la vida trinitaria. Al ser «Espíritu de la verdad» (Jn 15,26 Jn 16,13), actúa en lo más íntimo de los creyentes, haciendo resplandecer en su mente la Verdad, que es Cristo.

4. También san Pablo pone de relieve que estamos orientados al Padre en virtud del Espíritu de Cristo que habita en nosotros. Para el Apóstol se trata de una auténtica filiación, que nos permite invocar a Dios Padre con el mismo nombre familiar que usaba Jesús: Abbá (cf. Rm 8,15).

En esta nueva dimensión de nuestra relación con Dios está involucrada toda la creación, que «espera vivamente la revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). La creación también «gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8,22), a la espera de la completa redención que restablecerá y perfeccionará la armonía del cosmos en Cristo.

En la descripción de este misterio, que une a los hombres y a la creación entera al Padre, el Apóstol expresa la función de Cristo y la acción del Espíritu. En efecto, mediante Cristo, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), todas las cosas han sido creadas.

Él es «el principio, el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18). En él «se recapitulan» todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra (cf. Ep 1,10) y a él corresponde devolverlas al Padre (cf. 1Co 15,24), para que Dios sea «todo en todos» (1Co 15,28). Este camino del hombre y del mundo hacia el Padre está sostenido por la fuerza del Espíritu Santo, que viene en ayuda de nuestra debilidad e «intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).

96 El Nuevo Testamento nos introduce así con mucha claridad en este movimiento que va del Padre al Padre. Lo queremos considerar con atención específica en este último año de preparación para el gran jubileo.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española venidos de España, así como de diversos países de Latinoamérica. Os invito a participar con intensidad en esta última etapa de preparación al Gran Jubileo, que ha de terminar con un gran acto de alabanza al Padre. A todos os bendigo de corazón. Muchas gracias.

(En italiano)
En este tiempo de Adviento, el Señor nos invita por medio del profeta Isaías con estas palabras: «Volveos a mí y seréis salvados» (
Is 45,22). Queridos muchachos y muchachas, que provenís de numerosas escuelas y parroquias de Italia, aceptad esta exhortación y dad cabida en vuestro corazón a Jesús que viene. También vosotros, queridos enfermos, abridle vuestro corazón, para que en el encuentro con el Redentor podáis experimentar su fuerza y su consuelo. Vosotros, queridos recién casados, haced del mensaje de amor de Navidad la regla de vida de vuestra familia.
* * * * *

Pésame del Papa por las víctimas de un derrumbe


Con profundo dolor he recibido la noticia del derrumbamiento repentino de un edificio entero, que aconteció aquí en Roma, en el barrio Portuense, esta misma noche. Además de los enormes daños materiales, ha habido numerosos muertos. A la vez que expreso mi sentido pésame, invoco del Señor misericordia para las víctimas y consuelo para los familiares duramente afectados por una pérdida tan grave e improvisa. Dios, a quien la liturgia de hoy nos invita a invocar para que «nos sostenga en los trabajos de cada día», ayude a todos a aceptar con resignación también esta prueba, confiando en la vida que perdura más allá de la muerte. Que él acoja en su paz a cuantos han sido arrebatados repentinamente al afecto de sus seres queridos.





Miércoles 23 de diciembre de 1998


1. «Oh Emmanuel, Dios con nosotros, esperado de los pueblos y su libertador: ven a salvarnos con tu presencia».

Así la liturgia nos invita a invocar al Señor hoy, antevíspera de la santa Navidad, mientras el Adviento está a punto de concluir.

97 Hemos revivido en estas semanas la espera de Israel, testimoniada en numerosas páginas de los profetas: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande. Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz» (Is 9,1-2). Mediante la encarnación del Verbo, el Creador ha sellado con los hombres un pacto de alianza eterna: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

¡Cómo no dar gracias al Padre, que nos da su Hijo, el predilecto, en quien se complace (cf. Mt 3,17), poniendo en el pequeño seno de una criatura a aquel que el universo entero no puede contener!

2. En el silencio de la Noche santa, el misterio de la maternidad divina de María revela el rostro luminoso y acogedor del Padre. Sus rasgos de tierna solicitud hacia los pobres y los pecadores ya se hallan dibujados en el inerme Niño que yace en la cueva entre los brazos de la Virgen Madre.

Amadísimos hermanos y hermanas, os deseo a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos una feliz y santa Navidad. La luz del Redentor, que viene a revelarnos el rostro tierno y misericordioso del Padre, brille en la vida de todos los creyentes y traiga al mundo el don de la paz divina.

Saludos

Dentro de unos días celebraremos la Navidad, fiesta entrañable para los cristianos y que forma parte del patrimonio religioso y cultural de todos. En estos días se manifiestan los más nobles sentimientos que anidan en el corazón humano, creando ese ambiente de alegría y gozo, de bondad y solidaridad, tradicional de estas fechas.

Que en estas fiestas, la fe en Jesucristo, el único Salvador de los hombres, os aliente a vivir más intensamente el amor en las familias, en los pueblos y en las naciones, hasta extenderse al mundo entero. Os deseo a todos una Santa y Feliz Navidad, así como un nuevo año, lleno de gozo y de las bendiciones de Dios, Padre de bondad y misericordia.

(En italiano)
Queridos jóvenes, acercaos al misterio de Belén con los mismos sentimientos de fe y humildad que tuvo María. Queridos enfermos, que Dios os conceda en la Navidad la alegría y la paz íntima que Jesús viene a traer al mundo. Queridos recién casados, disponeos a contemplar asiduamente el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret, para que, imitando las virtudes practicadas en ella, recorráis el camino de vida familiar que acabáis de empezar.
* * * *

Palabras del Papa a los polacos durante la audiencia


98 Queridos compatriotas:

1. Doy una cordial bienvenida a todos los presentes en esta audiencia, que es asimismo nuestro tradicional encuentro de la víspera de Navidad. En este momento también me uno espiritualmente a los polacos que viven en la patria y en el mundo entero. Doy las gracias a todos los que participan en este encuentro y abrazo con mi oración a toda nuestra patria.

2. «Porque tanto amó Dios al mundo que le?dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,?16). Reflexionemos un poco en estas palabras del evangelio de san Juan. No sólo nos hablan del infinito amor de Dios al hombre, sino también de la grandeza y la dignidad del hombre mismo. La generosidad de Dios, manifestada desde el inicio de la creación, alcanza su culmen en Jesucristo. Dios se hizo hombre y nació de la Virgen indefenso, fue envuelto en pañales y colocado en un pesebre, porque no hab ía sitio para él en una posada. «Se despojó de su rango —como escribe san Pablo— y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (
Ph 2,7). Nunca comprenderemos plenamente este misterio de humillación extrema. Con este acontecimiento, que conocemos tan bien por el evangelio, Dios entró en la historia del hombre para quedarse con nosotros hasta el fin. A lo largo de dos mil años, desde Belén se ha difundido por todo el mundo el gran mensaje de amor y reconciliación.

3. El nacimiento del Hijo de Dios nos muestra también la profunda verdad del hombre. En Cristo, precisamente en él, el hombre descubre su altísima vocación. Si Dios amó tanto el mundo que le dio su Hijo unigénito, lo hizo para que nosotros tuviéramos «vida eterna», a fin de que no caminemos ya en las tinieblas, sino que acojamos la luz. Un villancico polaco resume muy bien esta verdad: «Dios bajó del cielo a la tierra para llevar al cielo al género humano». Al venir al mundo en pobreza, quiso darnos su riqueza, haciéndonos hijos de Dios. Asumió la naturaleza humana, para asemejarse a nosotros y unirse de alguna manera a cada hombre, convirtiéndose realmente en uno de nosotros (cf. Gaudium et spes GS 22).

4. Mañana, la tarde de la víspera, partiremos el pan blanco de la Navidad con nuestros seres queridos. Ojalá que esta hermosa tradición nos acerque los unos a los otros y dilate nuestros corazones. Al partir el pan blanco de Navidad, un pan que es don de Dios y fruto del trabajo del hombre, abrámonos recíprocamente, abrámonos con generosidad a todos los demás hombres, especialmente a aquellos hermanos nuestros que viven solos, olvidados o en la indigencia, y tal vez en la miseria, a los que no tienen vivienda o trabajo. Que esta cena de la víspera de Navidad se transforme en un verdadero «banquete de amor».

Contemplemos al divino Niño, Salvador del mundo; aprendamos de él el amor, la bondad y la sensibilidad. Aprendamos la responsabilidad por el destino de todo hombre y de toda vida humana. Estos son mi deseos, en el umbral del gran jubileo del año 2000, para todos los presentes, y en particular para el arzobispo Szczepan Wesoly, para el señor embajador de la República de Polonia ante la Santa Sede y para todos mis compatriotas del mundo entero. Estos son mis deseos también para toda la Iglesia que está en Polonia, para los obispos, para el cardenal primado, para los sacerdotes, para los consagrados, para las parroquias, para las diócesis, para todos, sin excluir a nadie. Quisiera que estos deseos llegaran a toda casa y a toda familia, a todos los hombres de buena voluntad.







Audiencias 1998 91