Discursos 1998 - Sábado 26 de septiembre de 1998

PALABRAS DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A MONS. GIUSEPPE PITTAU


Sábado 26 de septiembre de 1998



Venerado hermano:

Me alegra mucho encontrarme con usted, junto con sus parientes y amigos, el mismo día en que va a recibir la consagración episcopal. El hecho de saludarlo personalmente me permite expresarle, en primer lugar, lo que la oración realiza, es decir, la cercanía espiritual en un momento tan lleno de gracia. Me complace compartir su alegría y la de todos los que lo estiman y aprecian; y también ofrecerle mi aliento ante la responsabilidad que el Señor está a punto de confiarle.

Pero, sobre todo, esta grata circunstancia me brinda la oportunidad de expresarle mi profunda gratitud por el servicio que, en diversos ámbitos, ha prestado hasta ahora a la Iglesia. Tanto en su larga experiencia misionera en Japón como durante los años pasados al servicio de toda la Compañía de Jesús, en el ministerio de rector de la Pontificia Universidad Gregoriana y, más recientemente, en el cargo de canciller de la Academia pontificia de ciencias, usted ha manifestado siempre gran fidelidad a Cristo y a su Iglesia, animado por el espíritu de san Ignacio de Loyola y favorecido por las grandes virtudes y talentos de que la Providencia lo ha dotado.

Por eso he querido llamarlo a prestar un servicio de mayor responsabilidad en la Curia romana, como secretario de la Congregación para la educación católica. En este nuevo cargo podrá aprovechar la competencia adquirida, confirmado por la gracia sacramental, que lo configurará plenamente a Cristo, pastor y maestro, camino, verdad y vida.

Le aseguro, querido hermano, mi recuerdo personal, y encomiendo a la intercesión de la Virgen, Reina de los Apóstoles, las intenciones y los propósitos que usted lleva en su corazón. Saludo con gusto a sus seres queridos, que han venido hoy para compartir su alegría. A todos y cada uno os doy mi más cordial bienvenida, a la vez que de buen grado le imparto a usted, venerado hermano, a los presentes y a sus respectivos familiares, una especial bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE PEREGRINOS

DE LA DIÓCESIS ITALIANA DE BELLUNO


Lunes 28 de septiembre de 1998





Venerado hermano en el episcopado;
amadísimos sacerdotes, religiosas y religiosos;
amadísimos fieles:

1. Habéis venido de una tierra que, si bien desde hace siglos está unida al Sucesor de Pedro con los vínculos de la fe, durante estos últimos años ha enriquecido ulteriormente esta relación con los matices de la amistad y la familiaridad: ¿no nació en vuestra diócesis mi venerado predecesor, el inolvidable Papa Juan Pablo I? Además, en una casa situada en el encantador territorio de la diócesis, yo mismo he pasado algunos días de descanso, en contacto con la belleza de sus paisajes y la disponibilidad cordial de sus habitantes.

Ya tuve la oportunidad de saludaros y daros las gracias durante el verano pasado, cuando, en Lorenzago de Cadore, me encontré con una significativa representación de vuestra diócesis, encabezada por vuestro obispo, monseñor Pietro Brollo, que también hoy os acompaña. A él va mi saludo fraterno, con un sincero agradecimiento por las afectuosas expresiones con que ha interpretado vuestros sentimientos.

2. Al acogeros hoy con cariño, me resulta espontáneo volver con el pensamiento no sólo al espléndido espectáculo de vuestras montañas y valles, sino también a la historia de las mujeres y hombres que allí vivieron y siguen viviendo su historia humana y cristiana: una historia que debe abrirse cada vez más a la acción del Espíritu de Dios, porque nadie puede asombrarse ante la belleza de la creación sin comprometerse también en la transformación de los corazones y de las mentes.

En su designio sabio y armonioso, Dios os ha puesto en ese ambiente para que seáis sus custodios atentos y administradores diligentes (cf. Gn Gn 2,8). Allí, en vuestra realidad diaria, Dios os llama a la comunión con su Hijo Jesús. Os llama a realizar la Iglesia de Cristo: «ciudad situada en la cima de un monte» (Mt 5,14). Es un proyecto de vida guiado constantemente por la fuerza y la dulzura de su Espíritu, para hacer de vuestra comunidad un signo y una posibilidad concreta de diálogo, de animación y de renovación del ambiente humano que os rodea.

3. La Iglesia de Dios que está en Belluno-Feltre es enviada a cumplir su misión en las formas que corresponden a los diversos carismas y ministerios que el Espíritu Santo suscita en ella. Así, la actividad del obispo y de los presbíteros, que en su persona representan sacramentalmente a Cristo, jefe y maestro, se dedicará principalmente al cuidado pastoral de la comunidad cristiana. El compromiso de los diáconos y de los demás ministros ordenados constituirá un signo permanente de Cristo, que «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). La presencia de las religiosas y los religiosos será una constante invitación a elevar la mirada «más allá de las montañas», más allá del horizonte terreno, en espera dinámica de las realidades futuras y definitivas.

También con vistas a la transformación del mundo, sobresale de modo especial el papel de los laicos, con sus dones y sus tareas. Frente al mundo de hoy, «en esta magnífica y dramática hora de la historia» (Christifideles laici CL 3), a vosotros, queridos laicos sensibles y generosos, os repito la exhortación que resuena en la parábola evangélica: «A nadie le es lícito permanecer ocioso» (ib.). En una sociedad marcada de manera tan trágica por la indiferencia hacia Dios y el desprecio a la persona humana y su dignidad, y, sin embargo, tan necesitada de Dios y tan deseosa de justicia y de paz (cf. ib., 4-6), «a nadie le es lícito permanecer ocioso».

Vosotros laicos, «christifideles laici», herederos de una gran historia de fe que os precede y que habéis recibido como el más precioso de los dones, tenéis como primer compromiso la santificación personal, que se realizará precisamente en las experiencias que estáis llamados a vivir, es decir, en las realidades del mundo (cf. ib, 17): la familia y los procesos educativos, la escuela y sus orientaciones, la apertura al compromiso social en las diversas formas de voluntariado, la actividad política, el trabajo y la economía, la cultura y la comunicación, el tiempo libre y el turismo (cf. ib., 40-44), es decir, los diferentes ámbitos en que vuestra existencia se desarrolla concretamente.

Este proceso de santificación requerirá, como su indispensable aspecto humano, un itinerario de formación doctrinal, catequístico y cultural (cf. ib., 60), para que la participación en la historia de vuestro ambiente sea cada vez más cualificada y profunda desde el punto de vista cristiano. Y aquí encuentra su más elevada finalidad la acción constructiva de las parroquias y de las diversas formas de asociación de cristianos: en efecto, su objetivo consiste en preparar cristianos maduros, insertados en la sociedad como la levadura en la masa. Aquí encuentra su pleno sentido la disponibilidad, que muchos laicos ofrecen con vistas a la misión diocesana para el jubileo, a convertirse en heraldos de Cristo Redentor, a fin de que las puertas de las casas y de los corazones se abran a la salvación.

4. ¿Cómo no pensar, en este marco, en un testigo que dejó una huella indeleble en la historia? Estoy aludiendo, como habéis comprendido, al Papa Juan Pablo I, que hace veinte años, precisamente en este día, cerraba los ojos al mundo para abrirlos a la luz de la eternidad. Su recuerdo está aún muy vivo en nuestro corazón. Recuerdo que, durante mi primer año de pontificado, quise rendirle homenaje yendo a Canale d'Agordo, su pueblo natal. Sucesivamente, en 1988, a diez años de distancia de su muerte, visité el «Centro de espiritualidad y de cultura», dedicado a él.

Y ahora, veinte años después de su fallecimiento, habéis querido realizar vuestra peregrinación a la sede de Pedro, en memoria de Juan Pablo I, para empezar con la oración y el recogimiento la gran misión a la que acabo de aludir. Que el ejemplo y la enseñanza del Papa Luciani, que de vuestra tierra tomó la «sonrisa de Dios» para darla a la humanidad, os sirva de aliciente para «una fe comprometida», una «caridad activa», y una «esperanza firme en nuestro Señor Jesucristo» (cf. 1Th 1,3).

Con estos deseos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE LENGUAJE BÍBLICO

Y COMUNICACIÓN CONTEMPORÁNEA


Lunes 28 de septiembre de 1998



Ilustres señores,
amables señoras:

1. Me alegra acogeros con ocasión del Congreso internacional de estudios sobre el tema: «Lenguaje bíblico y comunicación contemporánea», organizado por la «Lux Vide». Agradezco al doctor Ettore Bernabei, presidente de la sociedad «Lux», las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Doy un cordial saludo a cada uno de los presentes, estudiosos de exégesis bíblica y expertos en medios modernos de comunicación social, que tomáis parte en este interesante congreso.

Vuestra visita me brinda la grata oportunidad de expresaros mi estima y mi aprecio por vuestro cualificado empeño en profundizar y difundir el mensaje bíblico al gran público a través de los potentes medios de comunicación, en particular, mediante el cine y la televisión. Se trata de un servicio de gran valor humano y espiritual, que merece ser amplificado y perfeccionado cada vez más. Por eso un congreso internacional de estudios sobre este tema no puede menos de atraer la atención. En efecto, se inserta providencialmente en la serie de los múltiples intentos hermenéuticos que hoy, en diferentes niveles, llevan a formas siempre nuevas de actualización del texto sagrado.

2. El encuentro entre la revelación divina y los modernos medios de comunicación social, cuando se realiza respetando la verdad de los contenidos bíblicos y usando correctamente los medios técnicos, da abundantes frutos. En efecto, por una parte, produce una elevación de los medios de comunicación a una de las funciones más nobles que, en cierto modo, los rescata de usos impropios y a veces banales; y, por otra, ofrece posibilidades nuevas y extraordinariamente eficaces de acercar al gran público a la palabra de Dios comunicada para la salvación de todos los hombres.

Hay que notar, desde luego, que a la naturaleza de la sagrada Escritura pertenecen dos factores fundamentales, diferentes entre sí, pero relacionados de manera recíproca e íntima. Son, por un lado, la dimensión absolutamente trascendente de la palabra de Dios, y por otro, la dimensión igualmente importante de su inculturación. A causa de la primera característica, la Biblia no puede reducirse solamente a la palabra del hombre y, por tanto, a un mero producto cultural. Pero, a causa de la segunda característica, participa inevitable y profundamente en la historia del hombre, reflejando sus coordinadas culturales.

Precisamente por esto .y es la consecuencia importante. la palabra de Dios tiene «la capacidad de difundirse en otras culturas, de modo que pueda llegar a todas las personas humanas en el contexto cultural donde viven». Es lo que recordó oportunamente la instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica sobre «La interpretación de la Biblia en la Iglesia» (parte IV, B, Ciudad del Vaticano, 1993, p. 110), que especifica: «La importancia cada vez mayor de los medios de comunicación social, prensa, radio y televisión, exige que el anuncio de la palabra de Dios y el conocimiento de la Biblia sean difundidos activamente con esos medios. Los aspectos muy particulares de tales medios y, por otra parte, su influencia en un público muy vasto requieren para su utilización una preparación específica, que permita evitar improvisaciones penosas, así como efectos espectaculares de mal gusto» (ib., parte IV, C, 3, p. 118).

3. Este encuentro providencial entre la palabra de Dios y las culturas humanas ya está contenido en la esencia misma de la revelación, y refleja la «lógica» de la Encarnación. Como subraya el Concilio en la constitución dogmática Dei Verbum, «la palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (n. 13).

Ese principio general encuentra una aplicación específica en el ámbito de los medios de comunicación social. Se trata de favorecer el paso o, más precisamente, la transposición de una forma de lenguaje a otra: de la palabra escrita, ampliamente sedimentada en el corazón de los creyentes y en la memoria de un gran número de personas, a la comunicación visual de la ficción cinematográfica, aparentemente más superficial, pero, en ciertos aspectos, incluso más potente y eficaz que otros lenguajes.

A este respecto, las pruebas que se han sucedido hasta los últimos años, entre las cuales se sitúa vuestro cualificado trabajo, son dignas de atención porque en muchos casos logran un notable nivel artístico. Así pues, me alegra expresar mi cordial aprecio hacia este renovado interés cinematográfico tanto por el Antiguo como por el Nuevo Testamento, sobre todo porque, aun en sus varias transposiciones cinematrográficas, inevitablemente parciales, lo que pretendéis es presentar la Biblia en su totalidad. Ese intento €contribuye a mantener vivas en las personas el «hambre» y la «sed» de la palabra de Dios, que el profeta Amós €indicaba €que €estaban presentes en la tierra de modo creciente (cf. Am Am 8,11).

Recordando las palabras del Apóstol: «con tal de que Cristo sea anunciado, me alegro y seguiré alegrándome» (Ph 1,18), deseo que vuestro servicio en favor de una difusión cada vez mayor del mensaje bíblico prosiga con renovado empeño, con el propósito de producir obras que, además del aspecto artístico, estén impregnadas de un profundo sentimiento religioso y sean capaces de suscitar en los espectadores no sólo admiración estética, sino también participación interior y maduración espiritual. Por tanto, al mismo tiempo que os encomiendo a vosotros y todas vuestras actividades a la protección celestial de María, Madre del Verbo encarnado, os aseguro mi constante recuerdo en la oración y los bendigo a todos de corazón.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PATRIARCAS DE LAS IGLESIAS ORIENTALES CATÓLICAS,

REUNIDOS EN EL VATICANO


Martes 29 de septiembre de 1998

n.

1. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ep 1,3), que nos ha reunido en este día por medio de su Santo Espíritu, para experimentar «¡qué bueno y qué dulce es habitar los hermanos todos juntos!» (Ps 132,1).

Todos somos profundamente conscientes de la solemnidad y de la importancia de este encuentro. Cuando mi predecesor el Papa León XIII, de venerada memoria, que tanto se interesó por el Oriente católico, se reunió con los patriarcas orientales católicos el 24 de octubre de 1894, se dirigió a ellos con estas palabras, que hoy hago mías: «Os he llamado a Roma para daros una prueba indudable de mi afecto, deseando conversar con vosotros y poner de relieve el prestigio de la autoridad patriarcal».

Un largo camino se ha recorrido desde ese día. Quizá el momento más fecundo de dicho proceso fue el concilio Vaticano II, en el que algunos de vosotros tuvieron la alegría de participar, para hacer resonar en él la voz del Oriente cristiano.

En la línea indicada por el Concilio, el 18 de octubre de 1990 quise que se promulgara el Codex canonum Ecclesiarum orientalium, para sancionar la especificidad de las Iglesias de Oriente que ya están en comunión plena con el Obispo de Roma, sucesor del apóstol Pedro.

Hace tres años quise manifestar de nuevo mi veneración por los tesoros de las Iglesias de Oriente en la carta apostólica Orientale lumen, para que «se restituya a la Iglesia y al mundo la plena manifestación de la catolicidad de la Iglesia, expresada no por una sola tradición, ni mucho menos por una comunidad contra la otra; y el anhelo de que también todos nosotros podamos gozar plenamente de ese patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal que se conserva y crece tanto en la vida de las Iglesias de Oriente como en las de Occidente» (n. 1).

La misma estima y el mismo amor que dictaban estas palabras me han impulsado a desear este encuentro con las Iglesias orientales católicas en vuestras personas, con vosotros, que sois sus patriarcas y las presidís como «padres y cabezas» (Orientalium Ecclesiarum OE 9). El gran jubileo se acerca y nos impulsa a todos a anunciar el evangelio de la salvación, «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4, 2): «Escuchemos juntos la invocación de los hombres que quieren oír entera la palabra de Dios. Las palabras de Occidente necesitan las palabras de Oriente para que la palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas» (Orientale lumen, 28).

2. Las Iglesias orientales católicas son, junto con las demás Iglesias de Oriente, los testigos vivos de las tradiciones que se remontan, a través de los Padres, hasta los Apóstoles (cf. Orientalium Ecclesiarum OE 1); esa tradición «forma parte del patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal » (ib.).

La Iglesia, a imagen de la santísima Trinidad, es misterio de vida y de comunión, Esposa del Verbo encarnado y morada de Dios. Para apacentar y gobernar a su Iglesia, el Señor Jesús eligió a los Doce y quiso que los obispos, sus sucesores, fueran pastores del pueblo de Dios durante su peregrinación hacia el Reino, bajo la guía del Sucesor del Corifeo de los Apóstoles (cf. Lumen gentium LG 18).

En el ámbito de esta comunión, «Dios, en su providencia, hizo que diversas Iglesias, fundadas en diferentes lugares por los Apóstoles y sus sucesores, con el correr de los tiempos, se hayan reunido en grupos organizados. Éstos, manteniendo a salvo la unidad de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal, gozan de una disciplina propia, de un rito litúrgico propio y de un patrimonio teológico y espiritual. Algunas de ellas, de manera característica las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, dieron a luz a otras como hijas, con las que están unidas hasta hoy con lazos muy estrechos de amor en la vida sacramental y en el respeto mutuo de sus derechos y deberes » (ib., 23).

El Concilio, aunque era consciente de las divisiones que se habían producido a lo largo de los siglos y a pesar de que hasta ahora no se ha restablecido plenamente la comunión entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, no dudó en declarar que las Iglesias de Oriente «tienen la facultad de regirse según sus propias disciplinas, puesto que éstas se adaptan mejor a la idiosincrasia de sus fieles y son más adecuadas para promover el bien de sus almas» (Unitatis redintegratio UR 16 cf. Orientalium Ecclesiarum OE 9).

¿No vale esto desde ahora para vuestras Iglesias, que ya están en comunión plena con el Obispo de Roma? ¿Y no hay que reafirmarlo también con respecto a los derechos y deberes de los patriarcas, que son sus padres y cabezas? En el seno de la Iglesia católica vuestras Iglesias representan el Oriente cristiano, hacia el que nuestras manos están siempre tendidas para el encuentro fraterno de la comunión plena. Las Iglesias orientales católicas, en los territorios propios y en la diáspora, ofrecen sus riquezas litúrgicas, espirituales, teológicas y canónicas específicas. Vosotros, que sois sus cabezas, habéis recibido del Espíritu Santo la vocación y la misión de conservar y promover ese patrimonio específico, para comunicar el Evangelio cada vez con mayor abundancia a la Iglesia y al mundo. Y el Sucesor de Pedro tiene el deber de asistiros y ayudaros en esta misión.

3. «Los patriarcas con sus sínodos constituyen la instancia superior para todos los asuntos del patriarcado» (Orientalium Ecclesiarum OE 9). En efecto, la colegialidad episcopal encuentra un ejercicio particularmente significativo en el ordenamiento canónico de vuestras Iglesias. En realidad, los patriarcas actúan en íntima unión con sus sínodos. El fin de todo espíritu sinodal auténtico es la concordia, para que la Trinidad sea glorificada en la Iglesia.

Queridos hermanos en Cristo, creéis que «entre todas las Iglesias y comunidades eclesiales, la Iglesia católica es consciente de haber conservado el ministerio del sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha constituido como .principio y fundamento perpetuo y visible de unidad. (Lumen gentium LG 23) y que el Espíritu sostiene para que haga partícipes de este bien esencial a todas las demás» (Ut unum sint UUS 88). Se trata «de una actitud que la Iglesia de Roma €ha sentido siempre como parte integrante del mandato que confió Jesucristo al apóstol Pedro: confirmar a sus hermanos en la fe y en la unidad (cf. Lc Lc 22,32). (...) Este compromiso lleva en su raíz la convicción de que Pedro (cf. Mt Mt 16,17-19) desea ponerse al servicio de una Iglesia unida en la caridad» (Orientale lumen, 20).

Vuestra presencia aquí, en este encuentro, es el testimonio vivo de esa comunión fundada en la palabra de Dios y en la obediencia de la Iglesia a ella.

4. Vosotros sois particularmente conscientes de que este ministerio petrino de unidad constituye, como escribí en la encíclica Ut unum sint, «una dificultad para la mayoría de los demás cristianos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos» (n. 88). En la misma carta encíclica invité a las demás Iglesias a entablar conmigo un diálogo fraterno y paciente sobre las modalidades del ejercicio de este ministerio de unidad (cf. nn. 96-97). Esta invitación se dirige con mayor apremio y afecto a vosotros, venerados patriarcas de las Iglesias orientales católicas. Os corresponde ante todo a vosotros buscar, junto con nosotros, las formas más adecuadas para que este ministerio pueda realizar un servicio de caridad reconocido por todos. Os pido que prestéis esta ayuda al Papa, en nombre de la responsabilidad que tenéis en la recomposición de la comunión plena con las Iglesias ortodoxas (cf. Orientalium Ecclesiarum OE 24) por el hecho de ser patriarcas de Iglesias que comparten con la Ortodoxia una parte tan grande del patrimonio teológico, litúrgico, espiritual y canónico. Con este mismo espíritu y por la misma razón, deseo que vuestras Iglesias participen plenamente en el diálogo ecuménico de la caridad y en el doctrinal, tanto en el ámbito local como universal.

5. En armonía con la tradición transmitida ya desde los primeros siglos, las Iglesias patriarcales ocupan un lugar único en la comunión católica. Basta pensar que en ellas la instancia superior para cualquier asunto, incluido el derecho a elegir los obispos dentro del territorio patriarcal, está constituida por los patriarcas con sus sínodos, sin perjuicio del derecho inalienable del Romano Pontífice de intervenir «in singulis casibus » (cf. ib., 9).

El papel particular de las Iglesias orientales católicas corresponde al que ha quedado vacío por la falta de comunión plena con las Iglesias ortodoxas. Tanto el decreto Orientalium Ecclesiarum del concilio Vaticano II, como la constitución apostólica Sacri canones (pp. IX-X), que ha acompañado la publicación del Código de cánones de las Iglesias orientales, han puesto de relieve que la situación presente, y las reglas que la determinan, están proyectadas hacia la anhelada comunión plena entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas.

Vuestra colaboración con el Papa y entre vosotros podrá mostrar a las Iglesias ortodoxas que la tradición de la «sinergia » entre Roma y los patriarcados se ha mantenido, aunque limitada y herida, e incluso tal vez se ha desarrollado para el bien de la única Iglesia de Dios, extendida por toda la tierra.

Con el mismo espíritu, es igualmente importante que las Iglesias de Oriente, que sufren en este tiempo un considerable flujo migratorio, conserven el puesto de honor que les corresponde en sus propios países y en la «sinergia» con la Iglesia de Roma, así como en los territorios donde sus fieles fijan su residencia.

6. Para lograr el restablecimiento de los derechos y privilegios de los patriarcas orientales católicos deseado por el Concilio, es valiosa la indicación que nos da el decreto Orientalium Ecclesiarum: «Estos derechos y privilegios son los mismos que estuvieron en vigor en el tiempo de la unión entre Oriente y Occidente, aunque haya que adaptarlos de alguna manera a las condiciones actuales » (n. 9). También el concilio de Florencia, después de afirmar el primado del Obispo de Roma, proseguía así: «Además, renovamos el orden de los demás venerables patriarcas tal como ha sido fijado por los cánones, de modo que el patriarca de Constantinopla sea el segundo después del santísimo Papa de Roma; el de Alejandría, el tercero; el de Antioquía, el cuarto; y el de Jerusalén, el quinto; sin perjuicio de todos sus privilegios y derechos». Estoy seguro de que la sesión plenaria de la Congregación para las Iglesias orientales, que entre los temas de estudio también prevé éste, podrá proporcionarme sugerencias útiles en este sentido.

Venerados hermanos en Cristo, la fuerza evangelizadora de vuestras Iglesias patriarcales constituye, en el umbral del gran jubileo, un desafío sin igual para un anuncio fiel y abierto del Evangelio, y para la renovación de la vida y de la misión de la Iglesia, y de vuestras Iglesias. El Espíritu y la Iglesia piden: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20).

Que la santísima Virgen María nos obtenga todo esto con su intercesión. Queremos invocarla con las palabras de un antiguo himno copto, que luego entró en la devoción de las Iglesias bizantina y latina: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no desoigas la oración de tus hijos necesitados; antes bien, líbranos de todo peligro, oh virgen gloriosa y bendita».

Como prenda de mi afecto, os imparto a todos mi bendición.
: Octubre de 1998

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA

DE LA CONGREGACIÓN PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES


Jueves 1 de octubre de 1998



Señores cardenales;
beatitudes;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

1. Es para mí motivo de intensa alegría encontrarme con vosotros durante la sesión plenaria de vuestra Congregación, mientras estáis reflexionando en algunas líneas de acción del dicasterio para los próximos años, al servicio de las Iglesias orientales católicas.

Agradezco, en particular, al señor cardenal Achille Silvestrini, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, las amables palabras de saludo que ha querido dirigirme también en nombre de todos vosotros.

Asimismo, quiero expresar mi gratitud por el servicio prestado por la Congregación, que ayuda al Obispo de Roma «en el ejercicio de su suprema misión pastoral, para el bien y el servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, con el que se refuerzan la unidad de la fe y la comunión del pueblo de Dios y se promueve la misión propia de la Iglesia en el mundo» (Pastor bonus, art. 1).

2. Entre los diversos dicasterios de la Curia romana, la tarea de la Congregación para las Iglesias orientales es particularmente delicada, sea en razón de su competencia institucional sea del actual momento histórico.

Vuestra Congregación «examina lo concerniente a las Iglesias orientales católicas, tanto en lo referente a las personas como a las cosas» (ib., art. 56). Esta competencia «se extiende a todas las cuestiones que son propias de las Iglesias orientales y que han de remitirse a la Sede apostólica, tanto sobre la estructura y ordenación de las Iglesias, como sobre el ejercicio de las funciones de enseñar, santificar y gobernar, así como sobre las personas, su estado, sus derechos y obligaciones» (ib., art. 58, § 1). Además, «la acción apostólica y misionera en las regiones en que desde antiguo prevalecen los ritos orientales depende exclusivamente de esta Congregación, aunque la desarrollen misioneros de la Iglesia latina» (ib., art. 60).

Este trabajo de la Congregación, particularmente arduo a causa de las actuales dificultades que atraviesan las Iglesias orientales, requiere una pluralidad de formas de competencia. Esto se expresa, en particular, mediante la obra de las comisiones especiales, como las encargadas de la liturgia, los estudios sobre el oriente cristiano y la formación del clero y de los religiosos, que fueron instituidas por los Sumos Pontífices en su ámbito.

3. El concilio Vaticano II puso de relieve la riqueza que la existencia de las Iglesias orientales aporta a la Iglesia universal, manifestando su pluralidad en la unidad. En efecto, el decreto Orientalium Ecclesiarum comienza con la solemne afirmación de que «la Iglesia católica tiene en gran aprecio las instituciones, los ritos litúrgicos, las tradiciones eclesiásticas y la disciplina de la vida cristiana de las Iglesias orientales. Pues en ellas, preclaras por su venerable antigüedad, resplandece la tradición que viene de los Apóstoles por los Padres y que forma parte del patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal » (n. 1). En razón de esta vocación, los padres conciliares expresaron el deseo de que las Iglesias orientales «florezcan y desempeñen con renovado vigor apostólico la función que les ha sido confiada» (ib.).

Por tanto, es tarea de la Congregación expresar la solicitud de la Iglesia universal por dichas Iglesias, de modo que todos «puedan conocer con plenitud ese tesoro y sentir así, al igual que el Papa, el anhelo de que se restituya a la Iglesia y al mundo la plena manifestación de la catolicidad de la Iglesia, expresada no por una sola tradición, ni mucho menos por una comunidad contra la otra» (Orientale lumen, 1).

4. La contingencia histórica obliga a estas Iglesias a contar con el apoyo, el afecto y el cuidado particular de la Santa Sede, así como de las Iglesias particulares de rito latino. En efecto, algunas de estas Iglesias de rito oriental han salido de la persecución de los regímenes comunistas y están llevando a cabo un gran esfuerzo de renacimiento. Otras, por el contrario, actúan en áreas políticamente inestables, donde la convivencia interreligiosa no siempre se inspira en la fraternidad y el respeto recíproco. En fin, el creciente fenómeno de la migración implica para la Sede apostólica el deber de sostener y promover el cuidado pastoral de los fieles orientales católicos de la diáspora.

5. Siguen aún vivas en mí la emoción y la alegría que me produjo el importante encuentro que celebré hace dos días con los patriarcas de las Iglesias orientales católicas. En esa ocasión, subrayé que dicho gesto constituye un acto de homenaje por parte de la Sede apostólica a su dignidad.

Además, dos aspectos ya recordados durante el encuentro con los patriarcas me parecen de particular significado: la índole sinodal que las Iglesias que presiden ejercen de modo peculiar, y la aportación cada vez mayor que están llamadas a dar con vistas al restablecimiento de la comunión plena con las Iglesias ortodoxas hermanas.

La índole sinodal de los obispos en torno al patriarca, que caracteriza a las Iglesias orientales, es un modo antiquísimo de vivir la colegialidad episcopal, recomendada e ilustrada por la constitución dogmática Lumen gentium (cf. n. 22).

En el compromiso ecuménico, en virtud de su proximidad teológica y cultural con las Iglesias ortodoxas, están llamadas a actuar con valor y decisión, aunque la memoria conserve vivas las heridas del pasado y aunque a veces no sea fácil la realización de este mandato en las circunstancias actuales.

6. La agenda de trabajo de vuestra plenaria es un signo del empeño con que estáis llamados a programar la actividad futura del dicasterio. Os agradecería que dierais prioridad en particular al sector del cuidado pastoral de los fieles orientales de la diáspora. A este respecto, es necesario que todos, latinos y orientales, comprendan las delicadas consecuencias de una situación que constituye un verdadero desafío tanto para la supervivencia del Oriente cristiano como para la renovación general de los propios programas pastorales.

En efecto, los pastores de la Iglesia latina están invitados, ante todo, a profundizar su conocimiento sobre la existencia y el patrimonio de las Iglesias orientales católicas, y a favorecer el de los fieles encomendados a su cuidado pastoral. En segundo lugar, están llamados a promover y defender el derecho de los fieles orientales a vivir y orar según la tradición recibida de los Padres en su Iglesia. «Con respecto a la atención pastoral de los fieles de ritos orientales que viven en diócesis de rito latino, de acuerdo con el espíritu y la letra de los decretos conciliares Christus Dominus 23, 3 y Orientalium Ecclesiarum, 4, los Ordinarios latinos de esas diócesis deben asegurar lo más pronto posible una adecuada atención pastoral a los fieles de rito oriental, a través del ministerio de sacerdotes o mediante parroquias de su rito, donde fuera conveniente, o a través de un vicario episcopal » (Carta a los obispos de la India, 28 de mayo de 1987, n. 5).

Por otra parte, los pastores de las Iglesias orientales han de ocuparse de sus fieles que han abandonado sus países de origen, esforzándose por encontrar formas que permitan expresar su tradición, de modo que responda a las expectativas actuales de esos fieles, en las condiciones particulares de la sociedad en la que viven.

7. Creo que es importante dar aquí algunas indicaciones acerca de las tareas que deben caracterizar la acción de la Congregación para las Iglesias orientales durante los próximos años.

La Congregación está llamada a ayudar y sostener a las comunidades orientales católicas, convirtiéndose así en expresión de «la solicitud por todas las Iglesias» (2Co 11,28), propia de cada Iglesia particular, pero, de modo peculiar, vocación específica de la Iglesia de Roma, que «preside en la caridad», según la feliz expresión de san Ignacio de Antioquía.

Dos son las modalidades concretas con las que se cumple esa misión. Ante todo, la Congregación está llamada a formular indicaciones generales, fruto de la variedad y la riqueza de su experiencia, que luego cada una de las Iglesias elaborará y adaptará a su situación específica. Es lo que la Congregación ya ha hecho, por ejemplo, con la Instrucción para la aplicación de las prescripciones litúrgicas del Código de cánones de las Iglesias orientales.A este respecto, estoy seguro de que los pastores de cada Iglesia oriental procederán pronto a la elaboración de los Directorios litúrgicos propios, tal como pide dicha Instrucción, pues constituyen un instrumento indispensable para expresar plenamente el propio patrimonio litúrgico.

Las indicaciones ya dadas en materia de liturgia, deberán elaborarse ahora también en el campo de la formación, de la catequesis y de la vida religiosa.

La Congregación trazará algunas líneas generales que ayuden a cada Iglesia a formular luego su propia Ratio studiorum (cf. Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 330).

Igualmente útil sería la preparación de un Directorio catequístico, que «tenga en cuenta la índole especial de las Iglesias orientales, de modo que en la enseñanza de la catequesis se destaque la importancia de la Biblia y de la liturgia, así como las tradiciones de la propia Iglesia en la patrología, en la hagiografía e incluso en la iconografía» (ib., c. 621, § 2). A este respecto, es esclarecedor el método catequístico de los Padres de la Iglesia, que se expresaba en una «catequesis» para los catecúmenos y en una «mistagogía» o «catequesis mistagógica» para los iniciados en los misterios divinos.

Hay que preocuparse en especial de recuperar en las Iglesias orientales católicas las formas tradicionales de vida religiosa, particularmente el monacato, que «ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales» (Orientale lumen, 9).

8. Además de la elaboración de líneas generales, a la Congregación le corresponde ayudar a las Iglesias orientales católicas en el proceso de puesta en práctica de tales indicaciones. Por tanto, debe preocuparse de crear ocasiones de encuentro y colaboración en diferentes niveles, como ya sucedió, por ejemplo, durante el encuentro entre los obispos y los superiores mayores orientales católicos de Europa y la Congregación, que se celebró en julio de 1997 en la eparquía de Haidudorog (Hungría). Espero que el encuentro de los patriarcas y los obispos de Oriente Medio, previsto para el próximo año, alcance un resultado positivo análogo, y que se piense y organice una iniciativa como ésta para el llamado «nuevo mundo».

9. Por último, la Congregación tiene también la misión de dar a conocer la existencia y la índole específica de las Iglesias orientales católicas a toda la Iglesia, con el espíritu de la carta apostólica Orientale lumen. Para ello, habría que promover y apoyar estudios históricos y teológicos particularmente significativos. Dicho conocimiento debe extenderse también a la dimensión pastoral, de modo que los obispos latinos sepan concretamente cómo valorar la presencia de los orientales católicos en sus propias diócesis; será tarea del dicasterio dirigirse a ellos con oportunas indicaciones en ese sentido.

10. Estamos en vísperas del gran jubileo del año 2000. El mundo de hoy necesita una valiente labor evangelizadora. «A todas las Iglesias, tanto de Oriente como de Occidente, llega el grito de los hombres de hoy que quieren encontrar un sentido a su vida. Nosotros percibimos en ese grito la invocación de quien busca al Padre olvidado y perdido (cf. Lc Lc 15,18-20 Jn 14,8). Las mujeres y los hombres de hoy nos piden que les mostremos a Cristo, que conoce al Padre y nos lo ha revelado (cf. Jn Jn 8,55 Jn 14,8-11)» (Orientale lumen, 4). Las Iglesias orientales han gozado de una extraordinaria fuerza de evangelización, y han sabido adaptarse con frecuencia a las exigencias culturales que determinaba el encuentro con nuevos pueblos. Es indispensable que valoren el espíritu y las modalidades para hacer revivir esa experiencia en las condiciones actuales.

Los hijos de las Iglesias de Oriente, que no han dudado en derramar su sangre para mantenerse fieles a Cristo y a la Iglesia, sabrán poner en práctica también en el seno de sus Iglesias la transformación de los corazones y de las estructuras, que permitirá que su testimonio cristiano resplandezca plenamente.

La Iglesia contempla con viva gratitud y admiración el compromiso misionero de las Iglesias orientales en la India, y desea que se extienda a las demás Iglesias y que todos acojan con agradecimiento esta admirable colaboración para el crecimiento del Reino, según formas y tradiciones diversas. Como indica el decreto sobre las Iglesias orientales católicas, todas las Iglesias bajo el gobierno pastoral del Romano Pontífice «gozan de los mismos derechos y están sujetas a las mismas obligaciones, incluso en lo referente a la predicación del Evangelio por todo el mundo, bajo la dirección del Romano Pontífice» (Orientalium Ecclesiarum OE 3 Orientalium Ecclesiarum, 3; cf. Carta a los obispos de la India, 28 de mayo de 1987, n. 5).

11. Este compromiso en favor de la evangelización nos impulsa, además, a buscar con fuerza la comunión plena con las demás confesiones cristianas. El mundo de hoy espera esta unidad. Y nosotros lo hemos privado de «un testimonio común que, tal vez, hubiera podido evitar muchos dramas e, incluso, cambiar el sentido de la historia. (...) El eco del Evangelio, palabra que no defrauda, sigue resonando con fuerza, solamente debilitada por nuestra separación: Cristo grita, pero el hombre no logra oír bien su voz porque nosotros no logramos transmitir palabras unánimes» (Orientale lumen, 28).

Al renovar el deseo de un trabajo fecundo, invoco sobre vosotros y vuestro esfuerzo la abundancia de los favores celestiales, en prenda de los cuales os imparto con afecto a todos la bendición apostólica.

Discursos 1998 - Sábado 26 de septiembre de 1998