Discursos 1998 - Sábado 14 de febrero de 1998

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS FIELES DE BRASIL


PARA LA CAMPAÑA DE LA FRATERNIDAD




Amadísimos hermanos y hermanas de Brasil:

«¡Reconciliaos con Dios! (...). Este es el tiempo favorable» (2Co 5,?20; 6,?2).

1. Una vez más me dirijo a todos los que me escuchan a través de la radio o la televisión, para dar inicio a la Campaña de la fraternidad de este año, que tiene como lema «Fraternidad y educación: al servicio de la vida y de la esperanza». Por una feliz coincidencia, en este segundo año de preparación al jubileo del año 2000, todos los fieles están llamados a redescubrir la virtud teologal de la esperanza, sobre la que —como dice el apóstol san Pablo— «fuisteis ya instruidos por la palabra de la verdad, el Evangelio» (Col 1,5).

2. La Cuaresma nos abre el camino para la reconciliación con Dios, que es la verdadera esperanza de los redimidos en Cristo Jesús. Pero para llegar a los hombres de todos los tiempos, no podemos perder de vista, como ya tuve ocasión de decir, «las motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios» (Tertio millennio adveniente TMA 46). Por una parte, una educación que promueva el crecimiento y la maduración de la persona humana en todas sus dimensiones: material, intelectual, moral, espiritual y religiosa; y, por otra, la formación integral para la solidaridad y el civismo, que combata la plaga del analfabetismo y promueva la paz y el bienestar social, va a ser, sin duda, una forma de ejercer la caridad, sirviendo, al mismo tiempo, de instrumento para que la persona sea agente de su propia formación. Más aún: una benéfica y continua obra educativa debe partir esencialmente de la familia, puesto que en ella se forja el futuro de la sociedad. Formulo votos a fin de que las máximas instancias de la nación se esfuercen por favorecer medios e instituciones para el progreso humano y cristiano de sus ciudadanos.

3. Ruego a Dios que ilumine al amado pueblo brasileño, para que todos sepan ser «protagonistas de la civilización del amor, en camino hacia el tercer milenio, trabajando por la construcción del país, llenos de solidaridad y sana convivencia». Con estos deseos, os bendigo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Vaticano, 17 de febrero de 1998






A LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PROMOCIÓN


DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS


Jueves 19 de febrero de 1998



Señor cardenal;
amadísimos hermanos en el episcopado y el sacerdocio:

1. He expresado muchas veces la esperanza de que en el umbral del tercer milenio los cristianos se encuentren, si no del todo unidos, al menos mucho más próximos a superar sus dificultades (cf. Tertio millennio adveniente TMA 34). La sesión plenaria de vuestro Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, al examinar sus actividades de estos dos últimos años, ha querido situar su reflexión en esta perspectiva.

En la carta encíclica Ut unum sint he querido subrayar la importancia de uno de los frutos del movimiento ecuménico: la fraternidad recuperada entre los cristianos. Yo mismo la experimento continuamente durante mis viajes apostólicos a través del mundo. Los cristianos, independientemente de sus diferencias y del fundamento de lo que los divide, han adquirido una renovada conciencia de que son hermanos entre sí. Os pregunto: ¿no significa eso que se está recuperando una actitud cristiana fundamental? Y, al actuar así, ¿no se pone en práctica la exigencia primaria del mandamiento que Jesús quiso calificar como «suyo»? (cf. Jn Jn 15,12).

Ser conscientes de que somos hermanos implica la exigencia de juzgarnos como hermanos, también en nuestros desacuerdos; nos llama a tratarnos como hermanos en las diversas circunstancias en que nuestra vida personal y comunitaria nos llevan a encontrarnos. En este campo hay que realizar un continuo progreso. No podemos contentarnos con etapas intermedias, quizá necesarias, pero siempre insuficientes en el itinerario espiritual y eclesial que estamos siguiendo. La meta, a la que el Señor Jesús nos llama, nos guía y nos impulsa, es la unidad plena con cuantos, habiendo recibido el mismo bautismo, han entrado a formar parte del único Cuerpo místico.

2. En este clima de fraternidad recuperada, vuestra reflexión sobre las actuales relaciones entre las Iglesias y las comuniones cristianas cobra su pleno significado. Como también adquieren pleno significado los diversos diálogos teológicos. El diálogo de la caridad es el origen de todos ellos, y debe seguir acompañándolos y alimentándolos. Es necesario profundizar el diálogo de la caridad para superar las dificultades que se han presentado en el pasado, que existen hoy y que seguiremos encontrando. También en este contexto, en este camino intelectual, es preciso progresar gradualmente. Los progresos realizados nos llenan de alegría, pues permiten que la fraternidad recuperada crezca en autenticidad. Pero se trata sólo de etapas, y no podemos contentarnos con el hecho de haberlas superado. Debemos seguir avanzando siempre por ese camino. Hemos de ayudarnos recíprocamente. Es necesario tener la valentía de proseguir la búsqueda de la verdad, fieles a Aquel que es la verdad. El objetivo es la plena comunión que él quiere que reine entre nosotros. Hace dos mil años, nos pidió que testimoniáramos de forma unánime su venida. Durante este tiempo, en el que exhortamos al mundo a reconocer plenamente que Cristo es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), debemos intensificar nuestra acción, para cumplir plenamente la voluntad de unidad de nuestro único Maestro y Señor.

Los progresos en el diálogo de la caridad y de la conversión, y los que se han logrado mediante los diálogos doctrinales, nos llenan el corazón de acción de gracias y de esperanza. Acción de gracias por todo lo que se nos ha dado y se nos da; esperanza en el único que realiza lo que él solo podía y puede realizar en medio de nosotros.

3. Por eso, en vuestra sesión plenaria habéis examinado la actividad desarrollada durante los últimos dos años. Habéis tomado nota de lo que hay que corregir e intensificar. También os habéis orientado hacia el futuro. La formación ecuménica de quien se dedicará durante los próximos años a un ministerio pastoral adquiere, en esta perspectiva futura, una importancia muy especial.

La asimilación de la doctrina del concilio Vaticano II sobre la Iglesia y sobre el ecumenismo es la condición que permite que los resultados intermedios de los diálogos se difundan de modo correcto. Como he subrayado, «no pueden quedarse en conclusiones de las comisiones bilaterales, sino que deben llegar a ser patrimonio común» (Ut unum sint UUS 80). Los responsables de la acción pastoral deben adquirir una visión global de la acción ecuménica, de sus principios y sus exigencias. Esa visión será el medio y el contexto que les permitirá situar y comprender, recibir y examinar con rigor lo que se ha realizado. Así, podrán informar a los fieles, implicarlos en una actitud de acción de gracias y de esperanza. Sabrán cómo evitar las simplificaciones y la prisa inoportuna. Les ayudarán a adaptarse al ritmo que el Espíritu Santo imprime al movimiento que él suscita en la Iglesia. Los animar án a profundizar su conversión ecuménica y a crecer en la fraternidad recuperada. Los exhortarán a intensificar su oración, para que llegue pronto el tiempo de la plena comunión.

4. Al agradeceros el trabajo realizado durante vuestra reunión y vuestro generoso servicio a la unidad, deseo recordaros las palabras de san Cipriano, con que terminaba mi carta encíclica sobre el compromiso ecuménico: «"Dios tampoco acepta el sacrificio del que no está en concordia con alguien, y le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá también reconciliarse con Dios en sus plegarias. El sacrificio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y concordia fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo " (De Dominica oratione, 23). Al alba del nuevo milenio, ¿cómo no pedir al Señor, con impulso renovado y conciencia más madura, la gracia de prepararnos, todos, a este sacrificio de la unidad?» (Ut unum sint UUS 102).

Os renuevo, con profunda participación, esta petición y ruego al Señor que sostenga todo lo que hacéis para colaborar en el servicio a la unidad, que el Obispo de Roma realiza confiando en la obra de la misericordia divina.

Con estos sentimientos, os imparto con afecto a todos mi bendición.





DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE ESPAÑA

EN VISITA "AD LIMINA"


Jueves 19 de febrero de 1998

: Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con gozo os recibo, Pastores de la Iglesia de Dios en España, que formáis el tercer grupo que viene a Roma, la Ciudad que guarda la memoria de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, para realizar la visita ad Limina. Dirijo mi cordial saludo al Señor Cardenal Arzobispo de Barcelona, con sus Obispos auxiliares; al Arzobispo de Oviedo, con su Obispo auxiliar y los Obispos de León, Astorga y Santander; al Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de Urgell, Lleida, Vic, Solsona y Tortosa, recordando de modo especial al Obispo de Girona, ausente por su reciente intervención quirúrgica. A través vuestro mi saludo quiere llegar a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y fieles de vuestras Iglesias particulares, renovándoles el afecto y estima que les debo como Pastor de la Iglesia universal (cf. Lumen gentium LG 22).

Agradezco las amables palabras que el Señor Cardenal Ricardo María Carles Gordó me ha dirigido en nombre de todos, para hacerme presente vuestras esperanzas e inquietudes, así como la caridad pastoral que os anima en el ministerio de guiar al pueblo de Dios, al frente del cual habéis sido colocados como cabezas (cf. Christus Dominus CD 4). Os quedo reconocido por ello y os aseguro mi constante plegaria al Señor para que, en medio de las pruebas a las que en ocasiones se ve sometida vuestra misión, no os falte nunca ni la fortaleza (cf. Act Ac 4,33) ni las consolaciones del Espíritu Santo.

2. En Catalunya y Asturias, León y Cantabria, regiones de hondas raíces cristianas, se han producido, como en otras regiones españolas, y siguen produciéndose, cambios importantes en la población y en la actividad económica. En efecto, el paso acelerado de una sociedad rural a otra mayoritariamente industrial y de servicios ha dado origen en estas últimas décadas a una mayor movilidad de las personas, cuyos centros de interés y cultura evolucionan modificando los modos de vivir y transformando de manera muy notable la fisonomía de la sociedad misma.

En los informes quinquenales reflejáis esta situación ante la cual os sentís impulsados a renovar la acción pastoral, determinando las nuevas condiciones en las que se pueda anunciar la Buena Nueva y guiar y congregar al pueblo de Dios mediante la presencia sacramental de Cristo. A este respecto, deseo alentaros en ello, para que la Iglesia de Dios presente en esas nobles tierras siga siendo recinto de amor y acogida, donde todos los fieles se sientan hermanos entre sí y nadie esté excluido, sin distinción de orígenes ni culturas, de modo que pueda ser fermento de unidad, "sal de la tierra y luz del mundo" (Mt 5,13).

3. Acogiendo mi llamada a preparar adecuadamente el Gran Jubileo del Año 2000, los Obispos en España estáis llevando a cabo el Plan de acción pastoral para el cuatrienio 1997-2000 que lleva por título "Proclamar el año de gracia del Señor". En el mismo, como eco de mi Carta apostólica "Tertio millennio adveniente", recordáis que el "objetivo prioritario del Jubileo es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos" (n. 42). En efecto, la fe, don de Dios y respuesta libre de la persona, y su testimonio se funden en un sólo objetivo general de la acción pastoral en este tiempo. A este respeto, me complace recordar que, como habéis señalado, "para que no se dé una separación entre fe y vida, o vayan en paralelo sin encontrarse, es necesario estimular e impulsar a nuestros fieles a la coherencia entre su fe y su existencia cristiana vivida en cada situación personal, en las circunstancias concretas de la sociedad actual, en la que emergen nuevas cuestiones en los diversos campos, muchos de ellos también nuevos" (Plan de acción pastoral, 107).

4. Uno de esos campos, tan cuestionado en nuestros tiempos pero tan importante para el presente y el futuro de la sociedad, es el de la familia. Conozco el empeño que ponéis en defender y promover esta institución, que tiene su origen en Dios y en su plan de salvación (cf. Familiaris consortio FC 49). Hoy asistimos a una corriente, muy difundida en algunas partes, que tiende a debilitar su verdadera naturaleza. En efecto, no faltan intentos de equiparar la familia en la opinión pública e incluso en la legislación civil a meras uniones carentes de forma jurídica constitucional, o bien se pretende hacer reconocer como familia la unión entre personas del mismo sexo. La crisis del matrimonio y de la familia nos impulsa a proclamar, con firmeza pastoral, como un auténtico servicio a la familia y a la sociedad, la verdad sobre el matrimonio y la familia tal como Dios lo ha establecido. Dejar de hacerlo sería una grave omisión pastoral que induciría a los creyentes al error, así como también a quienes tienen la importante responsabilidad de tomar las decisiones sobre el bien común de la Nación. Esta verdad es válida, no sólo para los católicos, sino para todos los hombres y mujeres sin distinción, pues el matrimonio y la familia constituyen un bien insustituible de la sociedad, la cual no puede permanecer indiferente ante su degradación o pérdida.

No se debe olvidar, además, que la familia ha de dar testimonio de sus propios valores ante sí misma y ante la sociedad: "El cometido, que ella por vocación de Dios está llamada a desempeñar en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial. Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad: Familia, ¡«sé» lo que «eres»!" (ibíd, 17). A este respecto, los Pastores y los esposos comprometidos en la Iglesia deben esmerarse en profundizar en la teología del matrimonio, ayudar a los jóvenes esposos y a las familias en dificultad a reconocer mejor el valor de su compromiso sacramental y acoger la gracia de la alianza. Los laicos casados han de ser asimismo los primeros en testimoniar la grandeza de la vida conyugal y familiar, fundada en el compromiso y en la fidelidad. Gracias al sacramento, su amor humano adquiere un valor infinito, porque los cónyuges manifiestan, de manera particular, el amor de Cristo a su Iglesia y asumen una responsabilidad importante en el mundo: engendrar hijos llamados a convertirse en hijos de Dios, y ayudarlos en su crecimiento humano y sobrenatural.

Queridos hermanos: acompañad a las familias cristianas, alentad la pastoral familiar en vuestras diócesis y promoved los movimientos y asociaciones de espiritualidad matrimonial; despertad su celo apostólico para que hagan propia la tarea de la nueva evangelización, abran las puertas a quienes no tienen hogar o viven en situaciones difíciles, y den testimonio de la gran dignidad de un amor desinteresado e incondicional.

5. Para la defensa y promoción de la institución familiar es importante la adecuada preparación de quienes se disponen a contraer el sacramento del matrimonio (cf. cc. 1063-1064 ). De este modo se promueve la formación de auténticas familias que vivan según el plan de Dios. Para ello, no sólo se han de presentar a los futuros esposos los aspectos antropológicos del amor humano, sino también las bases para una auténtica espiritualidad conyugal, entendiendo el matrimonio como una vocación que permite al bautizado encarnar la fe, la esperanza y la caridad dentro de su nueva situación social y religiosa.

Completando esta preparación específica, se puede aprovechar también como una ocasión de reevangelización para los bautizados que se acercan a la Iglesia a pedir el sacramento del matrimonio. En efecto, como habéis señalado, "muchos adolescentes y jóvenes, después de haber participado en las catequesis o catecumenados de confirmación, abandonan la formación cristiana, que ha de ser permanente" (Plan de acción pastoral, 127). Aunque hoy, gracias a la generalización de la enseñanza, los jóvenes han adquirido una cultura superior a la de sus padres, en muchos casos este nivel no se da en la vida cristiana, pues se constata a veces no sólo una ignorancia religiosa, sino un cierto vacío moral y religioso en las jóvenes generaciones.

En este campo tienen un papel importante que desarrollar las comunidades eclesiales que, si han experimentado y pueden testimoniar el amor de Dios, podrán con eficacia manifestarlo en profundidad a quienes necesitan conocerlo.

6. Quiero referirme también a la urgencia de fomentar la catequesis a todos los niveles, ya que para fortalecer la fe y el testimonio de la misma hay que intensificar la evangelización, anunciando con ardor a Jesucristo como el único Salvador del mundo, en la realidad íntegra de su misterio, manifestada con su vida y su palabra, y confesada por la Iglesia. La catequesis presenta la persona de Jesús a los hombres y mujeres de nuestro tiempo para que le sigan, fortaleciendo así la vida en el Espíritu, lo cual favorece la plena realización humana.

Os animo, por tanto, a no escatimar esfuerzos a fin de que en vuestras diócesis la actividad catequética, aspecto esencial de la misión evangelizadora que el Señor nos ha confiado, se lleve siempre a cabo contando con agentes rectamente formados y con medios adecuados para ofrecer a los fieles un conocimiento más vivo del misterio de Cristo. Por eso, aprecio y admiro la labor que con generosidad desempeñan tantos catequistas en las parroquias y demás centros pastorales, dedicando su tiempo y energías a una actividad tan esencial para la Iglesia. La ignorancia religiosa o la deficiente asimilación vital de la fe dejarían a los bautizados inermes frente a los peligros reales del secularismo, del relativismo moral o de la indiferencia religiosa, con el consiguiente riesgo de perder la profunda religiosidad de vuestro pueblo, que tiene hermosas expresiones en las valiosas y sugestivas manifestaciones cristianas de la piedad popular. Os animo, pues, ante el Gran Jubileo, a promover una nueva etapa de la catequesis, que ayude al hombre contemporáneo a ser consciente del misterio de Dios y de su propio misterio, y que favorezca una plegaria de alabanza y acción de gracias por el don de la Encarnación de Jesucristo y de su obra redentora (cf. Tertio millennio adveniente TMA 32).

7. Para la Iglesia es una exigencia permanente estar presente en la educación de los niños y jóvenes, dando una respuesta pastoral a las exigencias educativas. Ella lo hace por su opción en favor del hombre y su deseo de colaborar con las familias y la sociedad en el ámbito escolar, propugnando una formación integral y defendiendo el derecho de los padres a proporcionar a sus hijos una educación religiosa y moral que responda a sus propias convicciones. En esta tarea la Iglesia está presente por medio de los educadores católicos que trabajan inspirados por su fe, así como a través de las propias instituciones de enseñanza, lo cual es un servicio a la sociedad que debe ser reconocido y fomentado.

En una formación que quiere ser integral no se puede descuidar el aspecto religioso, sino que se ha de educar a los jóvenes de modo que se contemplen todas las capacidades del ser humano. En este sentido, la Iglesia, respetando otros posibles modos de pensar, tiene el derecho a enseñar los valores que brotan del Evangelio y las normas morales propias del cristianismo.

Sin embargo, como habéis señalado, "la enseñanza de la religión y moral católicas o de la ética, dentro del ámbito de las primeras enseñanzas y de modo especial en las enseñanzas medias o secundarias, se ha visto marginada durante años por los poderes públicos" (Plan de acción pastoral, 51). Teniendo en cuenta la dimensión principal de servicio, que ha de procurar también una continua mejora de la calidad de la enseñanza y una cuidadosa selección y cualificación del profesorado que la imparte, os animo a proseguir en el esfuerzo por encontrar lo más pronto posible, junto con la competente Administración civil, la solución a los problemas pendientes respecto al estatuto jurídico del área de Religión y su profesorado.

8. Queridos hermanos: he querido presentaros estas reflexiones y haceros partícipes de algunos anhelos que sin duda os serán de ayuda en vuestra labor pastoral. Al concluir este encuentro quisiera expresaros nuevamente mi alegría por haber compartido las preocupaciones y las esperanzas de vuestro ministerio episcopal, así como por haber constatado el esfuerzo por reforzar la vitalidad de la Iglesia en vuestras diócesis. Espero que esta visita al Sucesor de Pedro, la oración ante las tumbas de los Apóstoles, así como los encuentros con los Dicasterios de la Curia romana, sean para vosotros una fuente de dinamismo y confianza en el futuro, en comunión con la Iglesia universal.

Os aliento a seguir preparando el Gran Jubileo del año 2000, invitando por medio de vosotros a los católicos de toda España a salir al encuentro de sus hermanos para anunciarles esta Buena Noticia.

Que la Virgen María, tan venerada en vuestras tierras, y en cuyos santuarios de Covadonga y Montserrat he tenido ocasión de postrarme pidiendo su maternal intercesión sobre esa porción importante del Pueblo de Dios que peregrina en aquellas tierras, os ayude en la misión episcopal. Con estos sentimientos, me complace impartiros de corazón la Bendición Apostólica a cada uno de vosotros y a todos los sacerdotes, religiosos y religiosas y fieles de vuestras diócesis.














A LOS ORGANIZADORES Y PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL SOBRE «MUJER Y SALUD»


Viernes 20 de febrero de 1998



Ilustres señores;
gentiles señoras:

1. Deseo expresar mi satisfacción a la Universidad católica del Sagrado Corazón, representada aquí por su rector magnífico, profesor Adriano Bausola; al director del Instituto de bioética de la misma universidad, monseñor Elio Sgreccia; y al director del Center of Medical Ethics, de la universidad Georgetown, por haber organizado esta Conferencia internacional sobre un problema de tanta actualidad para la sociedad y para la Iglesia: la salud de la mujer.

Reflexionar sobre este tema es, efectivamente, un deber y una deuda de gratitud, no sólo en relación con la dignidad de toda mujer, a la que hay que reconocer el derecho a la atención médica y el acceso a los medios que pueden promover su salud, sino también en relación con el papel particular que la mujer está llamada a desempeñar en la familia y en la sociedad.

Desde este punto de vista, no podemos menos de recordar, ante todo, el gran número de mujeres —niñas, adolescentes, esposas, madres de familia y ancianas— que se encuentran en condiciones de miseria y de extrema escasez de medios sanitarios, y que en amplias zonas del mundo soportan el peso de las fatigas inherentes al mantenimiento de la familia, a veces incluso en medio de las calamidades y de las guerras.

2. En el Mensaje a la secretaria general de la IV Conferencia mundial sobre la mujer, que se celebró en Pekín, aludí a la «terrible explotación de mujeres y niñas que existe en todas partes del mundo». Y añadí: «La opinión pública sólo está comenzando a hacer inventario de las condiciones inhumanas en las que mujeres y niños se ven a menudo obligados a trabajar, especialmente en las áreas menos desarrolladas del mundo » (26 de mayo de 1995, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de junio de 1995, p. 20).

Para toda sociedad es esencial que se garanticen esos derechos y que las sociedades que gozan del pleno desarrollo económico, y a veces de un porcentaje de bienes superfluos, dirijan su atención y su ayuda hacia esa parte de la humanidad. Pero esto no podrá hacerse sin el adecuado y oportuno reconocimiento del papel de la mujer, de su dignidad y de la importancia de su aportación específica al progreso de la sociedad en que vive: «Cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente sus dones a toda la comunidad, cambia positivamente el mismo modo de comprenderse y organizarse la sociedad» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1995, n. 9: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1994, p. 5).

3. En particular, considero significativo el hecho de que en vuestra Conferencia internacional hayáis querido examinar todas la dimensiones de la salud de la mujer: la prevención y la curación de las enfermedades, el respeto a su integridad y a su capacidad procreativa, y los aspectos psicológicos y espirituales en las diversas situaciones en que puede encontrarse. Se va difundiendo una concepción de la salud que, paradójicamente, exalta y al mismo tiempo empobrece su significado, y de modo particular con respecto a la mujer.

En efecto, la salud ha sido definida como aspiración hacia el «pleno bienestar físico, psicológico y social, y no sólo como ausencia de enfermedad». Pero cuando se concibe el bienestar en sentido hedonista, sin referencia a los valores morales, espirituales y religiosos, esta aspiración, en sí noble, puede disolverse dentro de un horizonte restringido que perjudica su impulso, con consecuencias negativas para la misma salud. Interpretada en esta dirección restringida, la búsqueda de la salud como bienestar ha llevado a considerar, también en documentos políticos importantes, la misma maternidad como un peso y una enfermedad, creando los supuestos, en nombre de la salud y de la calidad de vida, para la justificación de la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia. Es necesario rectificar esta deformación, porque «jamás habrá justicia, incluyendo la igualdad, el desarrollo y la paz, tanto para la mujer como para el hombre, si no existe la determinación firme de respetar, proteger, amar y servir a la vida, a toda vida humana, en cualquier estadio y situación» (Mensaje a la secretaria general de la IV Conferencia mundial sobre la mujer, celebrada en Pekín, 26 de mayo de 1995, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de junio de 1995, p. 20; cf. Evangelium vitae EV 87).

4. Favorecer un equilibrio sanitario auténtico y global de la mujer significa ayudarle a insertar el bienestar físico, psicológico y social en una relación de armonía con los valores morales y espirituales. En esta perspectiva de realización de la persona y de la especificidad femenina, en que se realiza la oblación esponsal y materna, en la familia o en la vida consagrada, y se expresa el sentido de la solidaridad social, la salud representa, a la vez, una condición fundamental y una dimensión de la persona.

Por ese motivo, el concepto de salud debe fundarse en una visión antropológica completa, que considere como valores irrenunciables el respeto a la vida y a la dignidad de la persona, y de toda persona. Por tanto, la búsqueda de la salud no puede descuidar el valor ontológico de la persona y su dignidad personal: la persona conserva su plena dignidad incluso cuando su salud física o mental es deficiente.

5. En la promoción de la salud de la mujer, la dimensión procreativa desempeña un papel especial, tanto desde el punto de vista de la realización de la personalidad femenina como de su posible función materna. Por tanto, promover la salud procreativa de la mujer implicar á la prevención primaria de las enfermedades que pueden comprometer su fertilidad, así como el esfuerzo terapéutico, de consulta y asistencia, encaminado a preservar el organismo femenino en su integridad o a devolverle su funcionalidad; por el contrario, no podrá significar jamás una ofensa a la dignidad de la persona de la mujer o de la vida del hijo concebido.

En esta perspectiva, será siempre de gran importancia el compromiso moral de la mujer misma, que deberá aceptar y respetar en los comportamientos diarios los valores de su propia corporeidad, procurando asegurar su conformidad a las exigencias de salud. Esta promoción de la salud integral de la mujer no podrá menos de implicar también a la sociedad, y eso sucederá sólo con la aportación de las mujeres mismas: «La Iglesia reconoce —escribí a la secretaria general de la IV Conferencia mundial de las Naciones Unidas sobre la mujer— que la contribución de la mujer al bienestar y al progreso de la sociedad es incalculable; la Iglesia considera que las mujeres pueden hacer mucho más para salvar a la sociedad del virus mortal de la degradación y la violencia, que hoy registran un aumento dramático» (ib., 5).

6. Todo el horizonte de la cultura y de la sociedad, y en primer lugar de la asistencia sanitaria, se debe replantear para que tenga en cuenta la dignidad de la mujer, en corresponsabilidad con el hombre y para el bien de las familias y de la misma comunidad humana.

Deseo repetir aquí el agradecimiento que expresé a las mujeres en la carta que les dirigí específicamente en 1995, con ocasión del Año internacional de la mujer: agradecimiento a las madres, a las esposas, a las hijas y hermanas, a las trabajadoras, a las consagradas. Hoy quisiera manifestar mi agradecimiento a las mujeres que ejercen la medicina, pues participan cada vez en mayor número en la promoción de la salud de los demás, convirtiéndose de modo especial en protectoras de la vida.

Deseo que todos los hombres, la sociedad en su conjunto y las autoridades políticas, den su contribución a la obtención del bien de la salud para cada mujer y cada hombre, como garantía de una civilización que tenga en cuenta la dignidad de la persona humana. Con estos deseos, os imparto a todos mi bendición.








DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN COMITÉ DE OBISPOS EUROPEOS DE DIVERSAS IGLESIAS

Viernes 20 de febrero de 2004



Señor cardenal;
queridos hermanos en Cristo:

1. Me alegra acogeros con ocasión de la reunión en Roma del Comité conjunto del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa (CCE) y de la Conferencia de las Iglesias de Europa (KEK). Me complacen vuestro encuentro fraterno y las numerosas manifestaciones de reflexión, oración y fraternidad ecuménicas que han tenido lugar regularmente en diferentes países del continente europeo. En la perspectiva del gran jubileo, para el que espero la participación activa de todos los cristianos, la atención que prestan constantemente todas las Iglesias europeas a la causa del ecumenismo es un signo alentador en el camino de la unidad de los cristianos.

2. El concilio Vaticano II ha dado un nuevo impulso al movimiento ecuménico, al señalar la importancia del diálogo entre hermanos, bajo la guía del Espíritu Santo; es necesario, asimismo, que los cristianos manifiesten su caridad común y su deseo de conversión, para superar sus infidelidades, fuentes y causas de división, y «para vivir una vida más pura según el Evangelio» (Unitatis redintegratio UR 3). «El compromiso ecuménico debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración, lo cual llevará incluso a la necesaria purificación de la memoria histórica» (Ut unum sint UUS 2).

Para superar los obstáculos y los resentimientos que aún podrían existir, conviene comprometerse cada vez más en un ecumenismo de la vida y de la oración, y es útil realizar proyectos comunes, respetando las actividades propias de las diversas confesiones cristianas. Gracias a una vida espiritual consolidada incesantemente, las personas y las comunidades cristianas se dejarán guiar por el Espíritu, que las llevará a la verdad plena y las hará audaces en sus iniciativas. Hoy, más que nunca, Cristo nos impulsa a ello, y «la cercanía del final del segundo milenio nos anima a todos a un examen de conciencia y a oportunas iniciativas ecuménicas» (Tertio millennio adveniente TMA 34).

3. Es positivo que las cuestiones ecuménicas ya formen parte de los programas de estudios teológicos en los seminarios, en los institutos eclesiásticos de enseñanza y en la formación permanente. Así, todos los que reciben una formación cristiana en su Iglesia estarán atentos a lo que puede favorecer la unidad de los cristianos y se preocuparán por tomar parte activa en ella. Han de ayudar a sus hermanos a adquirir un mayor conocimiento de las demás Iglesias cristianas, indispensable para avanzar por el camino de la fraternidad y de la unidad. Me alegra también que prosigan y se intensifiquen los intercambios de profesores y estudiantes entre los diferentes lugares de formación y entre las confesiones cristianas.

4. Tanto en vuestros encuentros como en las reuniones de Bâle y de Graz, habéis manifestado vuestro anhelo de acercamiento entre el este y el oeste del continente europeo, que durante demasiado tiempo ha estado dividido y herido a lo largo de este siglo. Las comunidades cristianas de diversas confesiones, llamadas a superar sus miedos, deben ahora comprometerse con valentía en el camino hacia la unidad plena y compartir sus riquezas espirituales, en un intercambio confiado. De esta forma, los cristianos abrirán los tesoros de la vida espiritual a los hombres de nuestro tiempo, que podrán conocer más profundamente al Señor, y también contribuirán, cumpliendo la voluntad de Cristo (cf. Jn Jn 17,11-23), a congregar en la unidad a todos los hijos de Dios dispersos. Esta comunión llevará sin duda alguna a respetar cada vez más las sensibilidades particulares y la actividad pastoral de cada confesión cristiana, enraizadas en una historia y unas tradiciones específicas.

5. El programa de vuestro encuentro comprende el estudio de proyectos innovadores, para dar mayor impulso al ecumenismo, interrogándoos sobre el método, sobre los criterios y sobre el contenido de las nuevas colaboraciones que hay que emprender, a la luz de las experiencias del pasado. ¡Ojalá que, gracias al diálogo entre los responsables de las Iglesias, Europa sea el crisol de una búsqueda cada vez más intensa de la unidad entre los cristianos del continente y, más ampliamente, entre todos los que están esparcidos por el mundo, respetando la verdad! Los discípulos de Cristo están invitados a anunciar juntos explícitamente el Evangelio en las culturas actuales; también han de preocuparse por dar su contribución a la sociedad, en el ámbito político, económico y social, convirtiéndose en fermentos de la edificación del continente, respetando la creación y la autonomía legítima de la gestión de las realidades terrenas.

Europa está afrontando actualmente la cuestión de la acogida y la integración de poblaciones y comunidades que tienen diferentes tradiciones religiosas, en particular el islam y las religiones asiáticas; las Iglesias cristianas deben manifestar un espíritu de apertura confiada y comprometerse cada vez más en el camino del «diálogo de la vida», al que ya he tenido la ocasión de invitar a los fieles católicos y a nuestros hermanos musulmanes; este diálogo abre el camino al servicio común de los hombres en múltiples campos (cf. Unitatis redintegratio UR 12). Para afrontar este desafío, trabajáis juntos y favorecéis la colaboración entre los fieles, a fin de responder a las cuestiones sociales que se plantean a los hombres de hoy; no hay que olvidar los conflictos que afligen a las poblaciones de nuestro continente y las dificultades económicas que debilitan a las familias, así como los atentados contra la dignidad y los derechos de personas y pueblos, en particular los que afectan a las mujeres y a los niños. «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros (...). Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,11 Jn 17, . Hoy hacemos nuestra esta súplica del Señor, que nos recuerda que el testimonio la unidad es un elemento esencial una evangelización auténtica y profunda. Por su unidad en la misma Iglesia, los discípulos de Cristo permitirán descubrir a sus hermanos el misterio de la santísima Trinidad, comunión perfecta de amor. Y nosotros debemos estar inquietos hasta que, dóciles al Espíritu Santo, lleguemos a cumplir esta súplica de Cristo: «¡Que ellos sean uno!».


Discursos 1998 - Sábado 14 de febrero de 1998