Discursos 1998 - Viernes 20 de febrero de 2004

Al término de nuestro encuentro, invoco sobre vosotros la asistencia del Espíritu Santo, cuyos frutos son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad» (Ga 5,22), y que viene a renovar todas las cosas; os expreso mis mejores deseos para vuestros trabajos e invoco las bendiciones divinas sobre vosotros, así como sobre vuestros colaboradores y sobre las personas confiadas a vuestra solicitud pastoral.














DURANTE EL CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO


PARA LA CREACIÓN DE VEINTE NUEVOS CARDENALES


Sábado 21 de febrero de 1998




«A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1P 5,1).

1. Hago mías las palabras del apóstol Pedro al dirigirme a vosotros, venerados y amadísimos hermanos, a los que he tenido la alegría de asociar al Colegio de los cardenales.

Esas palabras aluden a nuestro fundamental arraigo, como «ancianos», en el misterio de Cristo, cabeza y pastor. Por ser partícipes de la plenitud del orden sagrado, somos, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental suya, llamados a proclamar de forma autorizada su palabra, a repetir sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, a ejercer su amorosa solicitud hasta la entrega total de nosotros mismos en favor de la grey (cf. Pastores dabo vobis PDV 15).

Este arraigo en Cristo recibe hoy en vosotros, venerados hermanos, una ulterior especificación, ya que, con la elevación a la púrpura, sois llamados y habilitados a un servicio eclesial de mucha mayor responsabilidad, en estrechísima colaboración con el Obispo de Roma. Lo que hoy se realiza en la plaza de San Pedro es, por consiguiente, la llamada a un servicio más comprometedor, porque, como hemos escuchado en el evangelio, «el que quiera ser el primero entre vosotros, será servidor de todos» (Mc 10,44). A Dios corresponde la elección, a nosotros el servicio. ¿No se ha de entender el mismo primado de Pedro como servicio en favor de la unidad, de la santidad, de la catolicidad y de la apostolicidad de la Iglesia?

El Sucesor de Pedro es el siervo de los siervos de Dios, según la expresión de san Gregorio Magno. Y los cardenales son sus primeros consejeros y cooperadores en el gobierno de la Iglesia universal: son «sus» obispos, «sus» presbíteros y «sus» diáconos, no simplemente en la primitiva dimensión de la Urbe, sino también en el pastoreo de todo el pueblo de Dios, al que la sede de Roma «preside en la caridad» (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, 1, 1).

2. Con estos pensamientos, dirijo mi cordial saludo a los venerados cardenales presentes, que en el Colegio cardenalicio, y especialmente en este consistorio público, manifiestan de modo eminente la gran «sinfonía», por decir así, de la Iglesia, es decir, su unidad en la universalidad de las proveniencias y en la variedad de los ministerios.

Con ellos comparto la alegría de acoger hoy a los veinte nuevos hermanos, que proceden de trece países de cuatro continentes, y han dado pruebas de fidelidad a Cristo y a la Iglesia, algunos en el servicio directo de la Sede apostólica, y otros en el gobierno de importantes diócesis. Agradezco, en particular, al cardenal Jorge Arturo Medina Estévez las palabras que me ha dirigido, expresando los sentimientos de todos en esta circunstancia tan significativa.

Me complace, en este momento, recordar en la oración a monseñor Giuseppe Uhac, a quien el Dios de toda gracia, como escribe el apóstol Pedro, llamó a sí poco antes de su nombramiento, para ofrecerle otra corona: la de la gloria eterna en Cristo (cf. 1P 5,10). Al mismo tiempo, deseo comunicar que he reservado in pectore el nombramiento de cardenales de otros dos prelados.

3. Esta celebración tiene lugar durante el año del Espíritu Santo dentro de la preparación al gran jubileo del año 2000, de acuerdo con el itinerario trazado en la exhortación apostólica Tertio millennio adveniente, que recogió y elaboró las propuestas de un memorable consistorio extraordinario celebrado en junio de 1994. ¿Qué mejor marco eclesial y espiritual, para invocar sobre los nuevos cardenales los dones del Espíritu Santo: «espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y (...) espíritu de temor del Señor»? (Is 11,2-3) ¿Quién tiene más necesidad que ellos del abundante consuelo de estos dones, para cumplir la misión recibida del Señor? ¿Quién es más consciente que ellos de que «el Espíritu es (...) el agente principal de la nueva evangelización» y de que «la unidad del Cuerpo de Cristo se funda en la acción del Espíritu Santo, está garantizada por el ministerio apostólico y sostenida por el amor recíproco»? (Tertio millennio adveniente TMA 45 ?47).

Venerados hermanos, ojalá que el Espíritu Paráclito habite plenamente en cada uno de vosotros, os colme de la consolación divina y así os lleve a ser, también vosotros, consoladores de cuantos atraviesan un período de aflicción, en particular de los miembros de la Iglesia más probados, de las comunidades que más tribulaciones sufren a causa del Evangelio. Ojalá podáis decir con el apóstol Pablo: «Si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos » (2Co 1,6).

4. Venerados hermanos, sois creados cardenales mientras nos encaminamos a grandes pasos hacia el tercer milenio de la era cristiana. Ya vemos perfilarse en el horizonte la puerta santa del gran jubileo del año 2000 y esto da a vuestra misión un valor y un significado de enorme relieve, pues estáis llamados, junto con los demás miembros del Colegio cardenalicio, a ayudar al Papa a llevar la barca de Pedro hacia esa histórica meta.

Cuento con vuestro apoyo y con vuestro iluminado y experto consejo para guiar a la Iglesia en la última fase de la preparación al Año santo. Dirigiendo, juntamente con vosotros, la mirada más allá del umbral del año 2000, pido al Señor la abundancia de los dones del Espíritu divino para toda la Iglesia, a fin de que la «primavera» del concilio Vaticano II encuentre en el nuevo milenio su «verano», es decir, su desarrollo maduro.

La misión, a la que Dios os llama hoy, exige atento y constante discernimiento. Precisamente por eso, os exhorto a ser cada vez más hombres de Dios, oyentes penetrantes de su Palabra, capaces de reflejar su luz en medio del pueblo cristiano y entre los hombres de buena voluntad. Sólo sostenida por la luz del Evangelio, la Iglesia puede afrontar con segura esperanza los desafíos del presente y del futuro.

5. Doy ahora mi cordial bienvenida a los familiares de los nuevos cardenales, así como a las delegaciones de las diversas Iglesias de donde proceden, y a las representaciones gubernativas y civiles, que han querido participar en este solemne acontecimiento eclesial. Amadísimos hermanos y hermanas, ilustres señores y señoras, os agradezco vuestra presencia, expresión del afecto y de la estima que os unen a los arzobispos y obispos que he asociado al Colegio cardenalicio. Al igual que en ellos, también en vosotros veo una imagen de la universalidad de la Iglesia, y un signo elocuente del vínculo de comunión de laicos y personas consagradas con sus pastores, así como de presbíteros y diáconos con sus obispos. Desde hoy los nuevos cardenales tendrán aún más necesidad de vuestro apoyo espiritual: acompañadlos siempre con la oración, como ya hacéis.

6. Mañana tendré la alegría de celebrar con particular solemnidad la fiesta de la Cátedra de San Pedro junto con los nuevos cardenales, a los que entregar é el anillo. Quisiera invocar, en este momento, la celestial intercesión del Príncipe de los Apóstoles: él, que sintió toda su indignidad ante la gloria de su Señor, obtenga para cada uno de vosotros la humildad de corazón, indispensable para acoger cada día como un don el elevado encargo que se os confía. San Pedro, que, siguiendo a Cristo, se convirtió en pescador de hombres, os alcance dar gracias diariamente por la llamada a ser partícipes, de modo singular, del ministerio de su Sucesor. Él, que en esta ciudad de Roma selló con su sangre su testimonio de Cristo, os obtenga dar la vida por el Evangelio y fecundar así la mies del reino de Dios.

A María, Reina de los Apóstoles, encomiendo vuestras personas y vuestro servicio eclesial: su presencia espiritual, hoy, en este cenáculo, sea para vosotros prenda de la constante efusión del Espíritu, gracias al cual podréis proclamar a todos, en las diversas lenguas del mundo, que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. Amén.






A LA ASAMBLEA PLENARIA


DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA



Martes 24 de febrero de 1998




Ilustres señores,
gentiles señoras:

1. Al dirigiros mi saludo a todos vosotros, miembros ordinarios y correspondientes de la Academia pontificia para la vida, deseo expresar mi profundo agradecimiento al presidente, profesor Juan de Dios Vial Correa, por sus corteses palabras. Saludo, asimismo, al vicepresidente, monseñor Elio Sgreccia, que se prodiga generosamente por vuestra prestigiosa institución.

Aprovecho con gusto esta ocasión para expresar también mi complacencia por cuanto está realizando la Academia, ya desde los primeros pasos de su camino, en el cumplimiento de su deber de promoción y defensa del valor fundamental de la vida.

2. Me alegro de que hayáis escogido como tema de vuestra cuarta asamblea general: «Genoma humano: personalidad humana y sociedad del futuro». En el admirable recorrido que la mente humana realiza para conocer el universo, la etapa que se registra durante estos años en el ámbito genético es particularmente sugestiva, porque está llevando al hombre a descubrir los secretos más íntimos de su corporeidad.

El genoma humano es como el último continente que se explora ahora. En este milenio, que está a punto de terminar, tan rico en dramas y conquistas, los hombres se han conocido y, en cierto modo, acercado gracias a las exploraciones geográficas y a los descubrimientos. El conocimiento humano también ha logrado importantes conquistas en el mundo de la física, hasta el descubrimiento reciente de la estructura de los componentes del átomo. Ahora los científicos, a través de los conocimientos de genética y biología molecular, leen con la mirada penetrante de la ciencia dentro del entramado íntimo de la vida y los mecanismos que caracterizan a los individuos, garantizando la continuidad de las especies vivas.

3. Estas conquistas ponen cada vez más de manifiesto la grandeza del Creador, porque permiten al hombre constatar el orden inherente a la creación y apreciar las maravillas de su cuerpo, además de las de su inteligencia, en la que, en cierta medida, se refleja la luz del Verbo, «por medio del cual fueron creadas todas las cosas» (Jn 1,3).

Sin embargo, en la época moderna es fuerte la tendencia a buscar el conocimiento no tanto para admirar y contemplar, cuanto más bien para aumentar el poder sobre las cosas. Conocimiento y poder se entrelazan cada vez más en una lógica que puede aprisionar al hombre mismo. En el caso del conocimiento del genoma humano, esta lógica podría llevar a intervenir en la estructura interna de la vida misma del hombre, con la perspectiva de someter, seleccionar y manipular el cuerpo y, en definitiva, la persona y las generaciones futuras.

Por eso, ha hecho bien vuestra Academia para la vida en dedicar su reflexión a los descubrimientos actuales en el ámbito del genoma humano, queriendo con ello basar su trabajo en un fundamento antropológico, que se apoye en la dignidad misma de la persona humana.

4. El genoma aparece como el elemento que estructura y construye el cuerpo en sus características, tanto individuales como hereditarias: marca y condiciona la pertenencia a la especie humana, el vínculo hereditario y las notas biológicas y somáticas de la individualidad. Su influencia en la estructura del ser corpóreo es decisiva, desde el primer instante de la concepción hasta la muerte natural. Sobre la base de esta verdad interior del genoma, ya presente en el momento de la procreación, en el que se unen los patrimonios genéticos del padre y de la madre, la Iglesia ha asumido el compromiso de defender la dignidad humana de todo individuo ya desde el primer instante de su vida.

En efecto, la profundización antropológica lleva a reconocer que, en virtud de la unidad sustancial del cuerpo con el espíritu, el genoma humano no sólo tiene un significado biológico; también es portador de una dignidad antropológica, cuyo fundamento reside en el alma espiritual que lo penetra y lo vivifica.

Por tanto, no es lícito realizar ninguna intervención sobre el genoma que no se oriente al bien de la persona, entendida como unidad de cuerpo y espíritu; así como tampoco es lícito discriminar a los seres humanos basándose en posibles defectos genéticos, descubiertos antes o después del nacimiento.

5. La Iglesia católica, que reconoce su camino en el hombre redimido por Cristo (cf. Redemptor hominis RH 14), insiste para que se asegure, también mediante la ley, el reconocimiento de la dignidad del ser humano como persona, ya desde el momento de la concepción. Además, invita a todos los responsables políticos y a los científicos a promover el bien de la persona a través de la investigación científica, orientada a descubrir terapias oportunas también en el ámbito genético, siempre que puedan aplicarse y no impliquen riesgos desproporcionados. Los mismos científicos reconocen que esto es posible en las intervenciones terapéuticas sobre el genoma de las células somáticas, pero no sobre el de las células germinales y del embrión precoz.

Siento el deber de expresar aquí mi preocupación por la creación de un clima cultural que favorece la orientación del diagnóstico prenatal en una dirección que ya no es la de la terapia, para una mejor acogida de la vida del niño por nacer, sino más bien la de la discriminación de los que no resulten sanos en el examen prenatal. En el momento actual existe una gran desproporción entre las posibilidades de diagnóstico, que están en fase de expansión progresiva, y las escasas posibilidades terapéuticas: este hecho plantea graves problemas éticos a las familias, que necesitan ser sostenidas en la acogida de la vida naciente, incluso cuando esté afectada por algún defecto o malformación.

6. Desde este punto de vista, es obligatorio denunciar la aparición y la difusión de un nuevo eugenismo selectivo, que suprime embriones y fetos afectados por alguna enfermedad. Para esa selección, a veces se recurre a teorías infundadas sobre la diferencia antropológica y ética de los diversos grados de desarrollo de la vida prenatal: la así llamada «gradualidad de la humanización del feto». Otras veces se recurre a una concepción equivocada de la calidad de la vida, que, según se dice, debería prevalecer sobre su carácter sagrado. A este propósito, es preciso exigir que el sujeto de los derechos proclamados por las convenciones y declaraciones internacionales sobre la tutela del genoma humano y, en general, sobre el derecho a la vida, sea todo ser humano ya desde el momento de la fecundación, sin discriminaciones, ya sea que dichas discriminaciones se relacionen con imperfecciones genéticas o con defectos físicos, ya sea que se refieran a los diversos períodos de desarrollo del ser humano. Por eso, es urgente reforzar los bastiones jurídicos frente a las inmensas posibilidades de diagnóstico que plantea el proyecto de secuenciación del genoma humano.

7. Cuanto más crecen el conocimiento y el poder de intervención, tanto mayor tiene que ser la conciencia de los valores que están en juego. Por tanto, espero que la conquista de este nuevo continente del conocimiento, el genoma humano, represente una apertura a nuevas posibilidades de victoria sobre las enfermedades, y que no sirva jamás de respaldo a una orientación selectiva de los seres humanos.

En esta perspectiva, será de gran ayuda que las organizaciones científicas internacionales contribuyan a que los anhelados beneficios de la investigación genética también se pongan a disposición de los pueblos en vías de desarrollo. Así se evitará una ulterior fuente de desigualdad, teniendo también en cuenta el hecho de que para esas investigaciones se invierten enormes recursos financieros que, según algunos, podrían dedicarse prioritariamente a aliviar las enfermedades curables y las persistentes miserias económicas de gran parte de la humanidad.

Es evidente, ya desde ahora, que la sociedad del futuro respetará la dignidad de la persona humana y la igualdad entre los pueblos, si los descubrimientos científicos se orientan al bien común, que se realiza siempre a través del bien de cada persona y exige la cooperación de todos y hoy en día, de modo especial, la de los científicos.

Al invocar sobre vuestros trabajos la asistencia divina para un servicio cada vez más efectivo y eficaz a la causa fundamental de la vida humana, os bendigo de corazón a todos.






A LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA


Jueves 26 de febrero de 1998





1. Amadísimos sacerdotes romanos, párrocos y vicepárrocos, diáconos, diáconos permanentes, comprometidos en cualquier otra forma de ministerio, os saludo con gran afecto, complacido de vuestra participación en este encuentro tradicional y familiar.

El cardenal vicario, en su saludo inicial, ha presentado los rasgos principales del actual compromiso misionero de la Iglesia de Roma, y vuestros testimonios han enriquecido el cuadro, narrando experiencias vivas de lo que estáis realizando en los diversos ámbitos de la pastoral.

En realidad, la misión ciudadana entra precisamente ahora en su momento culminante. Numerosas parroquias ya han comenzado la misión a las familias, que yo mismo inauguré el domingo 1 de febrero, visitando una familia de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Prati. Las demás están a punto de empezar, ahora que ha comenzado el tiempo de Cuaresma, consagrado este año de modo especial a la misión.

2. Este segundo año de preparación inmediata al gran jubileo está dedicado al Espíritu Santo y a su presencia santificadora. Recuerdo con alegría el domingo 30 de noviembre del año pasado, primero de Adviento, cuando celebré con vosotros y con todos los misioneros de la diócesis de Roma la apertura del año del Espíritu, entregando la cruz de la misión a las parroquias y a muchos misioneros. En la Tertio millennio adveniente escribí que «el Espíritu es, también para nuestra época, el agente principal de la nueva evangelización» (n. 45). Pero la misión ciudadana es, para nuestra ciudad de Roma, la realización concreta de la gran tarea de la nueva evangelización. Por tanto, vale plenamente para ella lo que añadí en el mismo pasaje de la carta apostólica: «Será, por tanto, importante descubrir al Espíritu como aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos».

3. Amadísimos sacerdotes, hoy quisiera reflexionar con vosotros en el íntimo vínculo que une nuestro sacerdocio al Espíritu Santo y a la misión. Volvamos al momento de nuestra ordenación sacerdotal, cuando el obispo ordenante invocó sobre nosotros la efusión del Espíritu de santidad. Entonces se renovó en nosotros lo que Jesús resucitado había obrado en sus discípulos en aquel atardecer de Pascua: «Jesús les repitió: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"» (Jn 20,21-23). En virtud del don del Espíritu Santo, los discípulos tuvieron la valentía de ir por todo el mundo en nombre del Señor, para anunciarlo a él, su salvación y su reino; realizaron prodigios en su nombre; y, sobre todo, fundaron las primeras comunidades cristianas.

Este don del Espíritu Santo está vivo y obra en nosotros con la misma intensidad, no ha perdido su fuerza renovadora y santificadora. El Espíritu obra en todos los creyentes que se hacen misioneros, obedeciendo a la llamada del Señor, y es motivo de alegría ver cuántos laicos y cuántas religiosas han acogido esta llamada, comprometiéndose con gran generosidad en la misión ciudadana. Pero el Papa os repite a vosotros hoy lo que ya os dijo hace dos años en esta misma circunstancia, esto es, que a vosotros, por ser los primeros colaboradores del orden episcopal, se os ha confiado en primer lugar el ministerio de anunciar a todos el Evangelio. La misión ciudadana necesita presbíteros que sean auténticos evangelizadores y testigos creíbles de la fe: esto es lo que espera de vosotros, mis queridos hermanos, el Obispo de Roma. La efusión particular del Espíritu que recibimos en el momento de la ordenación, después de la que habíamos recibido en el bautismo y la confirmación, es la fuente y la raíz de la tarea especial que se nos ha confiado en la misión y en la evangelización.

4. Estamos, por tanto, llamados a ser los primeros en entrar en esa dinámica, en ese movimiento espiritual propio de la misión. Debemos entrar, como ya dije hace dos años, con nuestro ser y nuestra alma de sacerdotes, con nuestra oración y, por consiguiente, con todo nuestro empeño pastoral diario.

Sólo el Espíritu Santo puede realizar esto en nosotros. En efecto, la misión es una empresa de amor, y su eficacia depende, en resumidas cuentas, de la intensidad del amor: somos misioneros en la medida en que logramos testimoniar que Dios ama y salva a toda persona, a esta ciudad y a la humanidad entera. Pero el Espíritu Santo es, en la santísima Trinidad, el Amor subsistente. Y, como nos recuerda el apóstol Pablo, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Concretamente, el Espíritu Santo nos hace capaces de contemplar con los ojos de Dios tanto a nuestro prójimo como nuestra misma vida; de amar a nuestros hermanos con el mismo corazón con que los amó el Señor Jesús y, por tanto, de comprenderlos, perdonarlos, ayudarlos y consolarlos; de estar verdaderamente cerca de ellos en toda circunstancia, desde la más alegre hasta la más triste, y hacerlo no de cualquier manera, sino como testigos de Cristo y padres en la fe. Al ir así, junto con los misioneros laicos, de casa en casa, de familia en familia, llevaremos una señal de confianza y esperanza, daremos nuevo vigor a los corazones cansados o desalentados, podremos reforzar los vínculos familiares debilitados o a punto de romperse, y podremos dar un signo tangible de que Dios no olvida a nadie.

5. Pero el Espíritu Santo, queridos sacerdotes, no sólo nos acompaña, nos guía y nos sostiene en el camino de la misión; también, y sobre todo, nos precede. En efecto, el Espíritu está misteriosamente presente y actúa en el corazón, en la conciencia y en la vida de cada mujer y de cada hombre. El Espíritu no conoce fronteras. El Espíritu, al obrar misteriosa y silenciosamente en la intimidad de cada uno, prepara desde dentro a cada persona para que acoja a Cristo y su Evangelio.

Por eso, queridos hermanos, cuando llamamos a la puerta de una casa, o a la puerta de un corazón, el Espíritu ya nos ha precedido, y quizá el anuncio de Cristo pueda sonar como algo nuevo a los oídos de quien nos escucha, pero no puede sonar jamás como algo del todo extraño a su corazón. Por consiguiente, queridos hermanos, ser pesimistas sobre la posibilidad o la eficacia de la misión constituiría, en cierto sentido, un pecado contra el Espíritu Santo, una falta de confianza en su presencia y en su acción.

6. A medida que se acerca el gran jubileo, se delinean con mayor precisión las ocasiones de gracia que el Espíritu va preparando para la Iglesia y para la humanidad, y en particular para esta Iglesia y para esta ciudad de Roma. Pienso en el Congreso eucarístico internacional, en la Jornada mundial de la juventud, en el jubileo de las familias, en el jubileo de los sacerdotes y en las otras importantes citas previstas y esperadas. La misión ciudadana nos prepara a nosotros mismos y a nuestros fieles para vivir estos acontecimientos en su verdadero significado de gracia, fe y conversión. Por eso, debemos orar insistentemente al Espíritu Santo, puesto que sabemos bien que sólo él es capaz de convertir los corazones y dar la fe y la gracia.

Al mirar los compromisos de este año en la perspectiva global del gran jubileo, la visita a las familias que realizaréis en esta Cuaresma aparece como la mejor preparación a la gran cita del jubileo de las familias, cuya finalidad es poner a Cristo en el centro de la vida familiar y devolver así a la familia su auténtica e inalienable dignidad humana y cristiana.

De modo análogo, la misión destinada a los jóvenes, que representa un objetivo específico de la misión ciudadana, prepara el terreno para la Jornada mundial de la juventud del año 2000. El domingo de Ramos de este año, los jóvenes de Italia y de Roma recibirán de los jóvenes franceses, en la plaza de San Pedro, la cruz del Año santo, que ha peregrinado como misionera a través de los continentes y las naciones, de Roma a Buenos Aires, de Santiago de Compostela a Czêstochowa, de Denver a Manila, a París y de nuevo a Roma. También el encuentro especial de los jóvenes de Roma con el Papa, el jueves anterior al domingo de Ramos, tendrá lugar este año por primera vez al aire libre, en la plaza situada frente a la basílica de San Juan, catedral de Roma, pues queremos acoger a todos los jóvenes, que cada año participan en mayor número, y subrayar la dimensión misionera de este acontecimiento, dirigido a todos los jóvenes de Roma.

7. Amadísimos sacerdotes, además de su perfil cristológico, el gran jubileo «tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó "por obra del Espíritu Santo"» (Dominum et vivificantem DEV 50). Se realizó, como bien sabemos, en el seno de la Virgen María y por su consentimiento libre, inmediato y total. María es, pues, «la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios "esperando contra toda esperanza" (Rm 4,18)» (Tertio millennio adveniente TMA 48).

Así pues, la invocación al Espíritu Santo no puede separarse de la confianza en María, a quien mi venerado predecesor Pablo VI llamó «Estrella de la evangelización». Por tanto, a ella le encomendamos nuestro sacerdocio y la misión ciudadana.

Con estos sentimientos, de corazón os imparto a todos mi bendición.

Al final del discurso, Su Santidad dijo:

Quisiera añadir que este encuentro está muy bien situado. ¿Qué hemos vivido en Roma el domingo pasado, fiesta de la Cátedra de San Pedro? Fueron creados los nuevos cardenales. Pero, ¿qué son los cardenales? En su gran mayoría, son «párrocos» romanos. Varios, siete, son obispos suburbicarios. Seis son diáconos, de diversas diaconías; su número cambia. Sobre todo el oficio diaconal, en el Colegio cardenalicio, pertenece a los dicasterios romanos. Los prefectos son diáconos, aunque no todos. Algunos son obispos, como los cardenales Ratzinger y Sodano, pero la mayor parte son diáconos. El resto, la mayoría, son «párrocos» romanos. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que cada parroquia romana es un lugar cardenalicio. Me parece que cada vez son más las parroquias romanas que tienen un título cardenalicio, porque ha aumentado el número de los cardenales.





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A UN CONGRESO ORGANIZADO POR LA UNIVERSIDAD CATÓLICA


DE ROMA SOBRE LA REGULACIÓN DE LA FERTILIDAD




A la Sra. ANNA CAPPELLA
Directora del Centro de estudios e investigaciones
sobre la regulación natural de la fertilidad

1. He sabido con gran complacencia que ese Centro ha organizado un congreso nacional para conmemorar el trigésimo aniversario de la encíclica Humanae vitae, de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI.

Deseo, ante todo, enviarle mi saludo a usted, gentil profesora, así como a los responsables, los investigadores y los agentes de la benemérita institución que usted dirige, manifestándoles mi estima y mi aprecio por la valiosa contribución que han dado durante estos años a la salvaguardia y promoción de la vida humana en su fase inicial. Mi saludo se dirige también a los congresistas y a los relatores que participan en los trabajos del Congreso: a todos deseo una fecunda profundización de la enseñanza de la Iglesia sobre la «verdad» del acto de amor mediante el cual los cónyuges participan en la acción creadora de Dios.

2. La verdad de ese acto deriva de que es expresión de la entrega personal recíproca de los esposos, entrega que no puede menos de ser total, pues la persona es una e indivisible. En el acto que expresa su amor, los esposos están llamados a entregarse recíprocamente a sí mismos en la totalidad de su persona: nada de lo que constituye su ser puede quedar excluido de esta entrega. Esta es la razón de la ilicitud intrínseca de la anticoncepción: introduce una limitación sustancial dentro de esta entrega recíproca, rompiendo la «inseparable conexión» que existe entre los dos significados del acto conyugal, el unitivo y el procreativo, que el Papa Pablo VI indicaba como inscrita por Dios mismo en la naturaleza del ser humano (cf. Humanae vitae HV 12).

En esta línea de reflexión, el gran Pontífice subrayaba con razón la «diferencia esencial» existente entre la anticoncepción y el recurso a los métodos naturales, para el ejercicio de una «procreación responsable». La diferencia es de orden antropológico, puesto que implica, en resumidas cuentas, dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí (cf. Familiaris consortio FC 32). En el pensamiento corriente con frecuencia los métodos naturales de regulación de la fertilidad se separan de la dimensión ética que les es propia, y se proponen en su aspecto meramente funcional. No es de extrañar, por tanto, que no se perciba la diferencia profunda que existe entre éstos y los métodos artificiales y, en consecuencia, se llegue a hablar de ellos como de una forma diversa de anticoncepción. Pero ciertamente no se deben considerar ni aplicar en esa perspectiva. Al contrario, la regulación natural de la fertilidad sólo en la lógica de la entrega recíproca entre el hombre y la mujer puede comprenderse rectamente y vivirse auténticamente como expresión cualificada de una real y mutua comunión de amor y de vida. Vale la pena reafirmar aquí que «la persona jamás ha de ser considerada un medio para alcanzar un fin; jamás, sobre todo, un medio de "placer". La persona es y debe ser sólo el fin de todo acto. Solamente entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona» (Carta a las familias, Gratissimam sane, 12).

3. La Iglesia es consciente de las diversas dificultades que pueden encontrar los esposos, sobre todo en el actual contexto social, no sólo en la aplicación, sino también en la comprensión de la norma moral que les concierne. Como madre, la Iglesia se acerca a las parejas que tienen dificultades para ayudarles; pero lo hace recordándoles que el camino para hallar la solución a sus problemas no puede menos de pasar por el respeto pleno a la verdad de su amor. «No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo —decía Pablo VI— es una forma de caridad eminente hacia las almas» (Humanae vitae HV 29).

La Iglesia pone a disposición de los esposos los medios de gracia que Cristo ofrece en la Redención, y los invita a usarlos cada vez con mayor confianza. En particular, los exhorta a invocar el don del Espíritu Santo, que se derrama en su corazón gracias a la eficacia del sacramento que es típico de ellos: esta gracia es fuente de la energía interior necesaria para realizar las múltiples tareas de su estado, comenzando por la de ser coherentes con la verdad del amor conyugal. Al mismo tiempo, la Iglesia pide el compromiso de los científicos, de los médicos, del personal sanitario y de los agentes pastorales, a fin de que pongan a disposición de los cónyuges todos los subsidios que puedan ayudarles de forma eficaz a vivir plenamente su vocación (cf. ib, 23-27).


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