Discursos 1998

Precisamente en esta perspectiva se sitúa también la obra valiosa a la que se dedican centros como el que usted, gentil profesora, ha promovido y sigue animando con encomiable esfuerzo. Al reconocer con aprecio la actividad de sensibilización que el Centro desarrolla mediante la promoción de conferencias, seminarios, congresos y cursos tanto a nivel nacional como internacional, quisiera aprovechar la ocasión para subrayar la importancia de la actividad de estudio e investigación, que también forma parte de las finalidades propias de esa institución, como lo indica su misma denominación. En efecto, es necesario esforzarse por difundir en el campo médico el conocimiento de los fundamentos científicos en que se apoyan los métodos naturales de regulación de la fertilidad, así como por desarrollar el estudio y la investigación sobre la naturaleza de los fenómenos bioquímicos y biofísicos que acompañan y permiten reconocer los períodos de fertilidad, favoreciendo así un ejercicio más fácil y seguro de la paternidad responsable.

4. Espero que las aportaciones cualificadas de los estudiosos, que toman parte en los trabajos del actual Congreso nacional, resulten útiles para las investigaciones que se están llevando a cabo en este campo. Los conocimientos científicos cada vez más avanzados, unidos al respeto de los valores morales que propugna la Iglesia, contribuirán seguramente a consolidar la concepción del amor como don incondicional y total de las personas, y de la fecundidad como riqueza que hay que acoger con gratitud de manos del Creador.

Mientras invoco sobre usted, sobre los congresistas y sobre cuantos están en contacto con ese Centro, la incesante protección de María, Madre del amor hermoso, y de san José, custodio del Redentor, les envío de corazón, como prenda de mi afecto, la invocada bendición apostólica.

Vaticano, 27 de febrero de 1998






AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS


EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 27 de febrero de 1998



Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

1. Al comenzar esta serie de visitas ad limina de los pastores de la Iglesia en Estados Unidos, os doy cordialmente mi bienvenida a vosotros, miembros del primer grupo de obispos, procedentes de la región eclesiástica de Nueva York, y envío un afectuoso saludo a todos los miembros de la Conferencia episcopal. Al reunirme con vosotros, quiero, en primer lugar alabar sinceramente a Dios por la comunidad católica de vuestro país, que procura ser cada vez más obediente al Señor en el amor y la fidelidad (cf. Ef Ep 5,24), avanzando en medio de los peligros de este mundo y el consuelo de Dios, anunciando la cruz de salvación y la muerte del Señor, hasta que venga (cf. 1Co 11,26). En particular, le expreso mi gratitud a usted y a sus hermanos en el episcopado por la amistad espiritual y la comunión en la fe y el amor que nos une en el servicio al Evangelio. Os agradezco vuestra participación, de diversas formas, en mi solicitud pastoral por la Iglesia universal. Durante todo mi pontificado he tenido innumerables ocasiones de experimentar el amor y la solidaridad hacia el Sucesor de san Pedro, que caracterizan a los católicos de Estados Unidos. En este año de preparación al gran jubileo, dedicado al Espíritu Santo, pido al «Señor, que da la vida» que recompense a la Iglesia en Estados Unidos con sus dones, que fortalecen y consuelan.

2. El jubileo nos invita a recordar y celebrar las bendiciones que el Padre ha derramado sobre nosotros en Jesucristo, el Señor de la historia y el Pastor supremo de nuestras almas (cf. 1P 5,4). Libres del pecado y lavados en la sangre del Cordero, hemos llegado a ser verdaderamente hijos de Dios, capaces de dirigirnos a él con absoluta confianza, porque sabemos que nos ama y nunca nos abandonará. Aunque nuestro ministerio nos recuerda constantemente los sufrimientos de tantos hermanos nuestros, especialmente los pobres y los perseguidos por su fe en Cristo, confiamos en que, al acercarse el tercer milenio, Dios está preparando una gran primavera cristiana (cf. Redemptoris missio RMi 86).

Por la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad ha entrado en el tiempo. El tiempo se ha convertido en el escenario dramático donde se despliega la historia de la salvación; así, los aniversarios y los jubileos se transforman en tiempos de gracia, «un día bendecido por el Señor», «un año del Señor» (cf. Tertio millennio adveniente TMA 32). El gran jubileo del año 2000 será un tiempo de bendiciones únicas para la Iglesia y para el mundo, una gracia ya preparada por ese extraordinario acontecimiento eclesial de los últimos tiempos: el concilio Vaticano II, cuyos frutos aún están madurando para alcanzar su plenitud. Puesto que los documentos del Concilio representan el punto fundamental de referencia para la comprensión que la Iglesia tiene de sí misma y de su misión en este período de la historia, es conveniente que nuestra preparación para el gran jubileo incluya una seria meditación sobre cómo hemos recibido y aplicado, en nuestra condición de obispos, el rico cuerpo de enseñanzas elaborado por los padres conciliares (cf. ib., 36). En mis encuentros de este año con los obispos de Estados Unidos, me propongo reflexionar sobre algunos temas del Concilio, en un esfuerzo por descubrir cómo podemos asegurar mejor la realización de todo lo que Dios desea para la Iglesia.

3. ¿Cuál es el mayor desafío que debemos afrontar como obispos de la Iglesia? ¿Cuál es la necesidad más urgente de nuestros contemporáneos? Los hombres y mujeres de hoy, como los de todos los tiempos y lugares, anhelan la salvación. Desean redescubrir la verdad del señorío de Dios sobre la creación y la historia, encontrar su autorrevelación y experimentar su amor misericordioso en todas las dimensiones de su vida. La gran verdad que hay que proclamar en esta, y en todas las épocas, es que Dios ha entrado en la historia humana para que los hombres y mujeres puedan llegar a ser verdaderamente hijos de Dios. La constitución dogmática sobre la divina revelación, Dei Verbum, nos recuerda claramente que la verdad que proclamamos no es sabiduría humana, sino que depende completamente de la revelación de Dios mismo: «Quiso Dios (...) revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina» (n. 2). Este es el centro del mensaje cristiano y la verdad fundamental que los obispos deben proclamar «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4, 2).

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente, formulé la pregunta: «¿En qué medida la palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum?» (n. 36). De parte de todos, pero especialmente de los obispos, la fidelidad a la palabra revelada requiere una actitud de acogida atenta y oración. Requiere que nosotros mismos nos dejemos renovar y transformar por nuestro encuentro con su palabra viva. Así, seremos capaces de ayudar a los fieles a comprender que la sagrada Escritura es un don que recibimos dentro de la Iglesia. No se trata meramente de un «texto » para analizar; es, sobre todo, una invitación a la comunión con el Señor. Hay que leerla y acogerla con espíritu de apertura a dicha invitación. Esto no significa acercarse a la Escritura con una actitud acrítica; sino evitar lecturas basadas en un racionalismo estéril o en presiones culturales que comprometen la verdad bíblica. Estos enfoques impiden oír la llamada de Dios y privan al texto sagrado de su fuerza salvífica (cf. Rm Rm 1,16). San Pablo da gracias a Dios por quienes han aceptado la Escritura según lo que es realmente: la palabra de Dios, que obra en la comunidad de los creyentes (cf. 1Tm 4,13).

Hay que rendir homenaje a los numerosos y excelentes exegetas y teólogos católicos de Estados Unidos, que se han esforzado incansablemente por ayudar al pueblo cristiano a captar más nítidamente la palabra de Dios recogida en la Escritura, «de forma que reciba mejor, para vivir plenamente en comunión con Dios» (Discurso a la asamblea plenaria de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia, 23 de abril de 1993, n. 9: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de abril de 1993, p. 6). Este importante esfuerzo sólo dará los frutos que deseaba el Concilio si es apoyado por una intensa vida espiritual en el seno de la comunidad creyente. Sólo el amor que «procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera» (1Tm 1,5), nos permite captar el lenguaje de Dios, que es Amor (cf. 1Jn 4,8).

4. Para que la nueva evangelización sea eficaz, nuestra catequesis debe transmitir la verdad plena del Evangelio, porque esta plenitud de verdad es la verdadera fuente de nuestra capacidad de enseñar con autoridad: una autoridad que los fieles reconocen fácilmente, cuando expresamos las verdades esenciales y transmitimos lo que hemos recibido (cf. 1Co 15,3). Nuestro oficio de enseñar «no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente (pie audit), lo custodia celosamente (sancte custodit), lo explica fielmente (fideliter exponit)» (Dei Verbum DV 10).

Por el ministerio de la predicación y la enseñanza, toda la comunidad creyente debe llegar a entender y amar la Escritura y la Tradición, que unidas nos llevan a captar la presencia salvífica de Dios en la historia y nos muestran el camino que lleva a la comunión real de vida con él. De ese modo, toda la Iglesia entrará más profundamente en el misterio de la salvación, y llegará a comprender que la historia humana es el lugar del encuentro entre Dios y el hombre, el lugar en que se ofrece, se recibe y se construye la comunión con Dios.

5. El mensaje evangélico es siempre el mismo, aunque lo proclamemos en una cultura en constante transformación. Necesitamos reflexionar en la evolución de la cultura contemporánea, para discernir los signos de los tiempos que afectan a la proclamación del mensaje salvífico de Cristo. Por una parte, vemos que la gente por doquier tiene deseos de libertad y felicidad; eso indica una gran hambre espiritual. Se busca satisfacer esta hambre de diversos modos; pero el fracaso de muchas de las soluciones propuestas, ya sean filosofías, ideologías o modas, ha llevado, en la cultura contemporánea, a un gran malestar, e incluso a una corriente de desesperación. A menudo se define nuestro tiempo como una época de incertidumbre; esta incertidumbre, convertida en un principio que niega la posibilidad de conocer la verdad de las cosas, afecta a la vida moral, a la vida de oración y a la rectitud teologal de la fe del pueblo (cf. Tertio millennio adveniente TMA 36).

Por otra parte, mucha gente está cobrando cada vez mayor conciencia de que, para construir sociedades libres, justas y prósperas, y crear así las condiciones que satisfagan las aspiraciones más profundas y nobles del espíritu humano, la cultura mediante la cual se relacionan y se comunican debe corresponder a determinadas verdades básicas sobre la persona humana. Mi última visita a vuestro país tuvo lugar en 1995, durante la celebración del 50° aniversario de la Organización de las Naciones Unidas. En la sede de la Asamblea general expresé mi convicción de que la aceleración en la búsqueda humana de la libertad es uno de los grandes procesos de la historia moderna en todo el mundo. Este proceso se pone claramente de manifiesto por el hecho de que los pueblos del mundo reivindican una mayor participación en la decisión de las opciones políticas y económicas que les atañen (cf. Discurso a la Asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas, 5 de octubre de 1995, n. 2). ¿No vemos, en el desarrollo de la historia, el avance gradual de algunas verdades evangélicas: la dignidad de la persona humana, un mayor respeto a los derechos humanos, un debido reconocimiento de la igual dignidad de la mujer y un rechazo de la violencia como medio de resolver los conflictos?

6. Sin embargo, la afirmación de algunos valores morales no es todavía la proclamación de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1Tm 2,5). Nuestra época necesita escuchar la verdad revelada sobre Dios, sobre el hombre y sobre la condición humana. Es el momento propicio para el kerigma.El desafío pastoral del gran jubileo consiste en proclamar con renovado vigor que «Jesucristo es el único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf. Hb He 13,8). Y la comunidad católica en Estados Unidos está llamada a obrar así, en un clima cultural en el que muchos de sus elementos más poderosos dudan de la existencia de la verdad objetiva y absoluta, y rechazan la misma idea de una enseñanza autorizada. El desafío del escepticismo radical puede llevar a la idea de que la Iglesia está al margen de la vida contemporánea. Pero aceptar esta suposición puede impulsar a pensar que el catolicismo, y de hecho el cristianismo en general, es sólo una forma, entre muchas otras, de una realidad humana genérica definida «religión».

Este no es el mensaje del concilio Vaticano II, que proclamó con firmeza el carácter central de Jesucristo para la historia humana y la misión esencial de la Iglesia de predicar el Evangelio a todas las naciones: porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Ac 4,12). La Iglesia es enviada al mundo con una finalidad, y esta finalidad evangélica es hacer que el mundo comprenda su historia y sus aspiraciones de un modo más adecuado, más verdadero, a través del Evangelio. Si esta es la verdad que proclamamos, entonces la Iglesia no estará nunca al margen, aunque parezca débil a los ojos del mundo. Frente a una modernidad que ha perdido la capacidad de realizar la noble aspiración de lograr la completa liberación del hombre, de todo hombre y de toda mujer, la Iglesia sigue siendo testigo del significado pleno de la libertad humana. Está comenzando una nueva fase en la historia de la libertad, y en estas circunstancias es necesario que la Iglesia, especialmente a través de sus pastores, enseñe y muestre que «las capacidades liberadoras de la ciencia, de la técnica, del trabajo, de la economía y de la acción política darán sus frutos si encuentran su inspiración y su medida en la verdad y en el amor, más fuertes que el sufrimiento, que Jesucristo ha revelado a los hombres» (Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, 22 de marzo de 1986, n. 24).

El desafío es enorme, pero el tiempo es propicio, porque las otras fuerzas culturales se han agotado, no son creíbles o carecen de recursos intelectuales adecuados para satisfacer el anhelo humano de una liberación auténtica, aunque esas fuerzas aún logran ejercer una fuerte atracción, especialmente a través de los medios de comunicación social. El gran logro del Concilio es haber llevado a la Iglesia a afrontar la modernidad con la verdad sobre la condición humana, que nos dio Jesucristo; él es la respuesta al interrogante que plantea toda vida humana. La misión de un obispo consiste en ser testigo convincente y maestro valiente de la verdad que libera al hombre (cf. Jn Jn 8,42).

7. Queridos hermanos en el episcopado, durante la última cena Jesús exhortó y animó a sus discípulos: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23). Sabemos que el Espíritu habita en la Iglesia y guía a los fieles hacia una comprensión cada vez más profunda de la palabra de Dios, porque Cristo anunció a sus discípulos: «el Espíritu os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho » (Jn 14,26). El Espíritu Santo os asista siempre en el cumplimiento de la misión que el Concilio confió, sobre todo, a los pastores de la Iglesia: comunicar la verdad y la gracia de Cristo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo (cf. Ad gentes AGD 2 Redemptoris missio RMi 1).

Encomiendo a la intercesión de María, Madre de la Iglesia y patrona de Estados Unidos, las alegrías y dificultades de vuestro ministerio y las necesidades y esperanzas de vuestras Iglesias particulares y de toda la comunidad católica que está en vuestro país. A cada uno de vosotros, y a todos los sacerdotes, religiosos y laicos de vuestras diócesis, imparto cordialmente mi bendición apostólica.






AL SEÑOR MARIO ANTONIO VELÁSQUEZ FERNÁNDEZ,


NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE PANAMÁ


ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 28 de febrero de 1998



Señor Embajador:

Me es sumamente grato recibirle en este acto solemne en que me hace entrega de las Cartas Credenciales, que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Panamá ante la Santa Sede, y que me ofrece también la oportunidad de saludarle y darle mi más cordial bienvenida.

Agradezco de corazón el deferente mensaje que el Señor Presidente de la República, Dr. Ernesto Pérez Balladares, ha tenido a bien enviarme por mediación suya. Deseo corresponder al mismo manifestando mis mejores deseos de prosperidad y paz para el querido pueblo panameño. Por eso, le ruego, Señor Embajador, que se haga intérprete de ellos ante la más alta autoridad de su Nación.

2. Desde que Núñez de Balboa, atravesando sus tierras, descubriera el Océano Pacífico a la cultura europea, Panamá se ha distinguido por ser encrucijada entre las tierras americanas y los grandes mares que las rodean, especialmente tras la construcción del canal interoceánico que lleva su nombre. Cercano ya el momento en que su País asumirá la gestión de esta gran obra del ingenio humano, se prepara a dar también un paso decisivo en la vocación que el destino parece haberle asignado, de ser puente de comunicación y lugar de encuentro.

De este modo, el comienzo del tercer milenio adquiere para los panameños connotaciones muy particulares y les abre fundadas esperanzas de una sensible mejora en las condiciones de vida de sus gentes, una creciente afirmación de su propia identidad y un mayor protagonismo en la historia.

Además, la coincidencia de este acontecimiento con la celebración del Gran Jubileo del año 2000, ofrece al pueblo panameño una ocasión providencial para vivir con particular intensidad el "año de gracia" que la Iglesia proclama para todos los cristianos. En efecto, la tradición bíblica del Jubileo hunde sus raíces en el supremo dominio de Dios sobre la tierra y en su voluntad de ejercerlo en favor de los hombres, especialmente los más desheredados, abriendo especialmente para ellos nuevas posibilidades (cf. Lv Lv 25,23 Tertio millennio adveniente TMA 12-13). De esta experiencia profunda de fe en la intervención salvadora y providente del Señor nace en el hombre una actitud agradecida y al mismo tiempo respetuosa y responsable ante los bienes de la creación.

3. Estas perspectivas de un futuro prometedor son también un llamado a todos los panameños, y especialmente a sus representantes y a quienes tienen responsabilidades directas en la administración del bien común, para que las circunstancias favorables sean puestas al servicio de un progreso integral para todos los ciudadanos. En efecto, el simple incremento de los bienes materiales no es lo más importante en la vida de los hombres, de las empresas y de los pueblos. Por el contrario, "el desarrollo se vuelve contra aquellos mismos a quienes se desea beneficiar" (Sollicitudo rei socialis SRS 28) cuando se limita a la dimensión económica. "Por esto, es necesario esforzarse por implantar estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones" (Centesimus annus CA 36).

Es, pues, de desear que las nuevas oportunidades sean aprovechadas para incrementar la solidaridad, especialmente con las personas y los grupos menos favorecidos, y potenciar con mayores esperanzas de éxito las iniciativas ya afrontadas por el Gobierno, encaminadas a promover las zonas más deprimidas del País o remediar las consecuencias producidas por las adversidades naturales, respetando siempre el debido protagonismo de cada sector, lo cual requiere contar con la participación de todos en la elaboración y realización de los proyectos. En efecto, la historia reciente de la humanidad demuestra cuánto sea efímero y frágil un desarrollo que, en aras de la máxima productividad de bienes materiales, sacrifica el papel primordial de la persona en toda actividad humana o explota de manera desmedida y destructiva una tierra que el Creador ha confiado al hombre como administrador responsable y respetuoso (cf. Gn Gn 1,28).

4. Me complace constatar que las relaciones de su País con la Santa Sede están caracterizadas por el respeto mutuo y el espíritu de colaboración. Ellas son el reflejo de la íntima relación que une a la Iglesia con el pueblo panameño, al que ha servido y acompañado desde que la Cruz de Cristo fue plantada en esas tierras, proclamando e iluminando en sus hijos "la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta" (Gaudium et spes GS 3).

Conscientes de los valores que, inspirados por el Evangelio, ennoblecen a las personas y las naciones, los católicos sienten como un deber ineludible cooperar al bien común, poniendo a su servicio, además de las capacidades técnicas e intelectuales de cada uno, una especial sensibilidad por los aspectos éticos y espirituales que dignifican y enriquecen al ser humano y sustentan su convivencia en sociedad. Proclamando la grandeza de la dignidad de la persona, creada y querida por Dios como imagen suya, redimida por Cristo y llamada a compartir con Él la gloria de la plena victoria sobre el mal y la muerte, la Iglesia, en el pleno respeto de las competencias que son propias de las autoridades públicas, contribuye al bien común de los ciudadanos, defendiendo sus derechos inalienables, como el respeto a la vida en cada una de sus etapas, la promoción de la familia, el cuidado de los más débiles y la oportunidad para todos de una educación integral, que incluya también las dimensión espiritual y religiosa propias del ser humano.

Estas relaciones, además, ponen de manifiesto la común estima por los valores humanos y espirituales que la Santa Sede proclama constantemente en los foros internacionales. Dichos valores necesitan ser afirmados con vigor en un momento histórico en que la comunicación y la interdependencia económica, política y cultural entre las naciones hacen necesario un frente común en las grandes opciones que pueden determinar el futuro de la humanidad. En efecto, es de capital importancia que, a pesar de las insidias de ciertos intereses inmediatos, se promuevan los derechos humanos en todo su alcance e integridad, como he recordado en mi último mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (cf. n. 2), se continúe confiando en el diálogo como el mejor medio para resolver los conflictos y, en fin, se promueva una auténtica civilización de la vida y del amor.

5. Al terminar este encuentro, Señor Embajador, quiero confiarle que, a pesar de los años transcurridos desde mi Visita Pastoral en 1983, tengo muy vivo el recuerdo de Panamá, de sus comunidades eclesiales, sus familias y sus gentes. Como entonces, les deseo prosperidad y paz, pidiendo para todos el gran don de la esperanza que "ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios" (Tertio millennio adveniente TMA 46).

Con estos sentimientos, reitero mi cordial bienvenida a Usted y a su distinguida familia, a la vez que hago mis mejores votos para que su estancia en Roma sea muy grata y su misión produzca los frutos que todos esperamos para el bien de la querida Nación panameña.



Marzo de 1998



MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LA OFICINA CATÓLICA INTERNACIONAL DE LA INFANCIA


CON MOTIVO DEL 50 ANIVERSARIO DE SU CREACIÓN






A la señora Mijo Beccaria
presidenta de la Oficina católica internacional de la infancia

1. La Oficina católica internacional de la infancia festeja en este año 1998 el quincuagésimo aniversario de su creación. Con esta ocasión, me alegra dar gracias al Señor por el desarrollo de esta organización católica internacional y por lo que ha realizado en favor de los niños, en todos los continentes.

2. Animo de buen grado a todos los que, en su interior o en colaboración con ella, trabajan en favor de la causa de los niños y desarrollan numerosos proyectos para defenderlos y promoverlos. Como muestra el reciente informe de vuestra asociación, en muchos países, tanto ricos como pobres, todavía se explota a los niños muy a menudo, se hiere su dignidad y se compromete gravemente su desarrollo físico, psicológico, intelectual, moral y espiritual. En este final de milenio, las situaciones de opresión que afectan a los niños son numerosas; el recurso criminal al aborto constituye un atentado contra la vida y contra el respeto debido a todo ser humano, en particular a los más pequeños, con los que Cristo se identificó: el que recibe a un niño, recibe al Señor (cf. Mt Mt 18,5); los niños minusválidos son marginados de la sociedad; desde muy pequeños, algunos están a merced de patronos poco escrupulosos e, insertados demasiado pronto en los circuitos económicos, se ven sometidos a trabajos agobiantes o degradantes, que no les dejan ninguna posibilidad de seguir un curso escolar, indispensable para su maduración; otros niños no tienen hogar y deben vivir en la calle, en centros del servicio social o en correccionales; del mismo modo, las redes de la droga y de la pornografía, el tráfico de órganos o las situaciones de conflicto llevan a formas ofensivas de explotación juvenil. Es urgente seguir denunciando de manera vigorosa esas situaciones, como estáis haciendo. Así pues, con este espíritu, a las autoridades civiles y a todas las instituciones que desempeñan un papel en la protección y educación de los niños, las invito a continuar oponiéndose con extrema firmeza a esas situaciones de opresión (cf. Evangelium vitae EV 10).

3. En este campo, la misión de vuestra organización, cercana a las realidades locales, es de gran importancia. Cumpliendo una función de vigilancia en la vida internacional y proponiendo múltiples iniciativas, la Oficina católica internacional de la infancia ayuda a las asociaciones locales de promoción y desarrollo. Con sus numerosos colaboradores, contribuye a reconstruir alrededor de los niños el entramado humano y afectivo indispensable para su crecimiento integral, teniendo en cuenta su fragilidad natural y sus necesidades fundamentales. En efecto, sería de desear que en el mundo de la infancia se reconocieran en todas partes como elementos fundamentales: la familia, con la presencia del padre y la madre, el afecto y la ternura cordial del ambiente, la escuela, los juegos, las risas, el descubrimiento gozoso y sereno de la vida, para que cada niño, en su familia y en la sociedad, con sus hermanos y compañeros, pueda desarrollarse y dar al mundo lo mejor de sí mismo.

Por eso, el cincuentenario de la Oficina católica internacional de la infancia me brinda una ocasión oportuna para dirigirme a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, pidiéndoles que se esfuercen por proteger, ayudar y sostener a todos los niños en la edificación de su personalidad y en la construcción de su futuro personal, familiar y social. En la perspectiva del gran jubileo para el que la Iglesia se prepara activamente, es conveniente redescubrir la virtud teologal de la esperanza, «la pequeña hija esperanza», según la expresión de Charles Péguy (Le porche du mystère de la deuxième vertu). En efecto, los niños son la esperanza de la humanidad; por eso, los adultos han de darles una confianza renovada en el futuro, para que sean los protagonistas y los primeros responsables del mundo del mañana.

4. Para favorecer y acompañar el desarrollo del niño, es particularmente importante sostener a las familias y a las comunidades propias de los jóvenes; a este propósito, exhorto a los responsables, a los educadores y a los animadores de la Oficina católica internacional de la infancia a continuar su obra de prevención y reintegración entre los niños de la calle, a fin de alejarlos de los ambientes que los arrastran a la delincuencia, reintegrarlos en una estructura familiar y darles una educación humana y moral. Lo mismo sucede con la labor entre los niños minusválidos, que tienen necesidad de ser ayudados y asistidos, para ocupar el lugar que les corresponde en virtud de su dignidad intrínseca. Es preciso proseguir e intensificar los proyectos de alfabetización, de educación básica y de formación profesional, para que cada niño, habiendo recibido la instrucción necesaria, pueda disponer de los medios necesarios para insertarse en la vida social y económica. Felicito de manera especial a las mujeres que colaboran en los diferentes proyectos. Por su gran cercanía a los niños, ejercen una influencia benéfica, ya que establecen con ellos una relación afectiva y educativa fundada en la confianza y en el aprendizaje progresivo del sentido de responsabilidad.

5. En el ámbito local, nacional e internacional, la Oficina católica internacional de la infancia colabora también en el diálogo y en la actividad con las diferentes autoridades civiles y con las instituciones que se ocupan de los niños, para que pueda producirse un cambio en las políticas relacionadas con los jóvenes, a fin de que se respeten su dignidad, su cultura y sus iniciativas humanas y religiosas. La participación en la elaboración de la Convención de los derechos del niño es un aspecto significativo de la obra emprendida.

6. Quiero agradecer profundamente a todos los que, en el seno de la Oficina católica internacional de la infancia, trabajan en favor de la juventud y participan así de modo muy concreto en la evangelización. Pero mi gratitud va también a los organismos y a las personas que la sostienen con sus donativos. Exhorto a todos a renovar incesantemente su presencia entre los niños, para darles el consuelo y el apoyo que necesitan, a fin de que lleguen a ser ciudadanos con pleno derecho, capaces de construir su futuro y participar activamente en la vida social. A través de quienes están cerca de ellos, los niños descubrirán así el rostro de Cristo, atento a cada uno de sus hermanos más pequeños, puesto que lo que hacemos a los más pequeños, se lo hacemos al Señor (cf. Mt Mt 25,45).

En este quincuagésimo aniversario de la Oficina católica internacional de la infancia, imparto a los responsables de esta organización católica internacional, a todos sus miembros y colaboradores, la bendición apostólica.

Vaticano, 3 de marzo de 1998





MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


A LA FAMILIA CISTERCIENSE


CON MOTIVO DEL NOVENO CENTENARIO


DE LA FUNDACIÓN DE LA ABADÍA DEL CÍSTER




1. En este año en que la abadía del Císter celebra con fervor el IX centenario de su fundación, me uno a la alegría y a la acción de gracias de la gran familia cisterciense que, con ocasión de este acontecimiento, quiere acudir a las fuentes de su carisma de fundación para hallar en ellas las promesas de una nueva vitalidad.

2. Al aproximarse el tercer milenio, mientras toda la Iglesia se prepara para el gran jubileo, recordamos la obra profética de Roberto de Molesme y de sus compañeros, que en el año 1098 fundaron el «nuevo monasterio», para responder a su ardiente deseo de «abrazar de ahora en adelante más estrecha y perfectamente la Regla de san Benito» (Breve exordio), que releyeron a la luz de la tradición espiritual anterior, iluminándola con su lectura de los signos de los tiempos. Viviendo de un modo más auténtico las exigencias monásticas, encontraron la armonía interior necesaria para buscar a Dios en la humildad, la obediencia y el buen celo.

En efecto, por la observancia fiel de la Regla de san Benito en su pureza y rigor, los fundadores del Císter, Roberto, Alberico y Esteban dieron vida a una nueva forma de existencia monástica.Su vida religiosa se orientó completamente hacia la experiencia del Dios vivo, experiencia que hicieron siguiendo a Cristo, junto con sus hermanos, en la sencillez y la pobreza evangélicas. En la soledad procuraron vivir para Dios, edificando una comunidad fraterna. En la renuncia, en una vida austera y laboriosa, se esforzaron por promover el crecimiento del hombre nuevo.

3. El carisma del Císter, que tuvo una rápida expansión, dio una contribución muy importante a la historia de la espiritualidad y de la cultura en Occidente. Desde el siglo XII, los cuatrocientos monasterios ya existentes fueron centros de intensa vida espiritual en toda Europa. A los fundadores y sus discípulos .sobre todo Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint-Thierry, Guerrico d'Igny, Aelred de Rievaulx, Isaac de l'Étoile, Amadeo de Lausana, Gilberto de Hoyland, Baudoin de Ford, Juan de Ford y Adán de Perseigne., la Regla les brindó de modo eminente una orientación y consejos para la vida interior. En Benito, descubrieron una rica doctrina sobre la humildad, la obediencia, el amor y el temor de Dios; más aún, se sintieron animados a acudir directamente al Evangelio y a los Padres de la Iglesia.

Muy pronto, los cistercienses desarrollaron una profunda espiritualidad basada en una sólida antropología teologal, centrada en la imagen y semejanza del hombre con Dios. Del mismo modo, desarrollaron también otros aspectos de la vida espiritual, ya esbozados en san Benito, como el conocimiento de sí y las enseñanzas sobre el amor y la contemplación mística. La dominici schola servitii se convirtió, asimismo, en una schola caritatis. Se puede ver aquí una profundización del sentido del hombre en su capacidad de amar y responder libremente al amor, dejándose guiar por la razón. Este humanismo se funda en la economía divina y en la gracia, particularmente en la Encarnación, en su dimensión más humana.

4. La reforma cisterciense marcó también profundamente la renovación de la liturgia: la simplificó y la unificó. Hoy, en las celebraciones comunitarias caracterizadas por la grandeza y la sobriedad, monjes y monjas expresan luminosamente su vocación a la alabanza divina y a la intercesión por la Iglesia y por el mundo, en comunión con la oración de todos los cristianos. En la eucaristía y en la liturgia de las Horas, que expresan el misterio de Cristo y muestran la naturaleza auténtica de la Iglesia, manifiestan de manera privilegiada su unión íntima con el Señor y su obra de salvación. Al encontrar en ellas su alimento diario, en un equilibrio sereno con su vida de trabajo, testimonian con fuerza lo que constituye la razón de ser de su misión particular entre los hombres.

El arte cisterciense, puesto al servicio de la vida monástica, se desarrolló con una armónica belleza en los edificios que proclaman el esplendor y la gloria divinos. Por su elegancia y su desprendimiento de todo lo que no favorece el encuentro con el Creador, guía al hombre hacia Dios para hacerle gustar su nobleza y bondad. Así, lo impulsa a entrar en la oración y a cultivar la interioridad, que lleva al conocimiento del Señor. Hermanos y hermanas, herederos del patrimonio cisterciense, os invito a seguir siendo testigos ardientes y entusiastas de la búsqueda de Dios, por la celebración de la liturgia, fuente y cumbre de vuestra vida monástica, por la lectio divina, escucha y meditación asiduas de la palabra de Dios recibida con humildad y alegría, así como por la dedicación frecuente a la oración, aceptando la invitación de vuestro padre san Benito. En ellas encontraréis una fuente inagotable de paz interior, que debéis compartir generosamente con todos.


Discursos 1998