Discursos 1998

5. Nuestra época conoce un nuevo entusiasmo por el patrimonio espiritual y cultural cisterciense, expresado en vuestros monasterios, que presentan muchas particularidades en cuanto a su historia, al contexto de su presencia o también a su modo de responder a las expectativas de las Iglesias particulares. Para numerosas personas, los interrogantes espirituales esenciales pueden expresarse y profundizarse gracias a la acogida que se les brinda en los monasterios. Una comunidad fraterna de fe permite percibir un polo de estabilidad en un sociedad en que están desapareciendo los puntos de referencia más fundamentales, sobre todo para los más jóvenes. Hijos e hijas del Císter, la Iglesia espera de vosotros que vuestros monasterios sean entre los hombres de hoy, según vuestra vocación específica, «un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de diálogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de la celestial» (Vita consecrata VC 6).

Os aliento también, de acuerdo con las circunstancias, a discernir con prudencia y sentido profético la participación de fieles laicos en vuestra familia espiritual, bajo la forma de «miembros asociados» o, «según las exigencias de algunos ambientes culturales, de personas que comparten, durante un cierto tiempo, la vida comunitaria» (ib., 56) y de un compromiso de contemplación, con tal de que no vaya en perjuicio de la identidad propia de vuestra vida monástica.

6. La conmemoración de la fundación del Císter nos recuerda también el papel que ha desempeñado este gran movimiento de renovación espiritual en las raíces cristianas de Europa.Me alegra saber que durante este año jubilar muchas manifestaciones permitirán poner de relieve este aspecto de la herencia cisterciense. La fecundidad de vuestro carisma no se ha limitado a vuestras comunidades monásticas; en realidad, ha llegado a ser una riqueza común para toda la cristiandad. Ahora que Europa prosigue su edificación, espero que sus inspiradores encuentren en el espíritu del Císter los elementos de una renovación espiritual profunda, que dé un alma a la convivencia europea.

7. El deseo de una vida nueva a imitación de Cristo, que ha caracterizado al Císter desde sus orígenes, sigue siendo una intuición de gran actualidad. En efecto, la Regla ofrece a cada uno un camino recto de perfección evangélica, gracias a un sobrio equilibrio entre las diferentes reglas monásticas tradicionales. Los monjes encuentran en estas exigencias instrumentos que los pueden guiar a la puritas cordis y a la unitas spiritus con Dios. Esto fue subrayado recientemente por el Sínodo sobre la vida consagrada, que quiso ponderar la dimensión profética y espiritual de la vida religiosa. «En nuestro mundo, en el que parece haberse perdido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un testimonio, ante todo, de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas» (ib., 85).

Al volver hoy a su inspiración primitiva, al cabo de nueve siglos de historia continua, no siempre exenta de vicisitudes, la familia cisterciense se reconoce en la gracia fundadora de los primeros padres. Descubre también la legítima diversidad de sus tradiciones, que son una riqueza para todos y expresan la vitalidad del carisma original; la Iglesia ve en ella la obra del único Espíritu a partir de un don idéntico.

En esta celebración de la fundación del Císter, animo vivamente a las comunidades que forman la gran familia cisterciense a entrar juntas en el nuevo milenio, en verdadera comunión, con confianza mutua y respeto a las tradiciones transmitidas por la historia. Que este aniversario del «nuevo monasterio», que durante nueve siglos ha tenido una irradiación tan grande en la Iglesia y en el mundo, sea para todos la llamada de un origen y de una pertenencia comunes, así como el símbolo de una unidad que es preciso recibir y construir siempre.

8. La actualidad y el vigor del carisma del Císter en este final del segundo milenio están marcados por el testimonio que dieron del Evangelio, de modo particularmente significativo, numerosos hijos e hijas de la familia cisterciense. Quisiera mencionar aquí al padre Cipriano Miguel Iwene Tansi, a quien, precisamente el día de la celebración del IX centenario del Císter, tendré la alegría de beatificar en Nigeria, su país de origen, donde tanto trabajó para llevar el Evangelio a sus compatriotas.

El sacrificio de los trapenses de Tibhirine está aún presente en nuestro corazón. Mártires del amor de Dios a todos los hombres, fueron constructores de paz mediante la entrega de su vida. Esos mártires invitan a los discípulos de Cristo a fijar su mirada en Dios y a vivir el amor hasta el extremo, recordando sobre todo que no hay sequela Christi sin renuncia. Conservad su recuerdo como un bien espiritual precioso para€la familia cisterciense y para toda la Iglesia.

9. Citando las palabras de san Bernardo: «Si María os protege, no tenéis nada que temer; bajo su guía, no conoceréis la fatiga; gracias a su favor, llegaréis a la meta» (Las alabanzas de la Virgen Madre, homilía II), os encomiendo a Nuestra Señora y Reina del Císter; y, a la vez que saludo en particular a la comunidad del «nuevo monasterio », que celebra también el centenario del regreso de los monjes después de una larga interrupción, envío a todos los miembros de la familia cisterciense una afectuosa bendición apostólica.

Vaticano, 6 de marzo de 1998








AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES


Sábado 7 de marzo de 1998



1. Al final de esta semana de intenso camino espiritual, deseo dar las gracias al señor cardenal Ján Chryzostom Korec. Con las reflexiones que ha dirigido en estos ejercicios, ha querido guiarnos en la tradicional peregrinación del alma a través de la Cuaresma, acudiendo a las abundantes fuentes de la palabra de Dios y la liturgia. En el silencio del desierto se percibe mejor la presencia benéfica de Dios, que prepara grandes cosas para quienes están dispuestos a creer en él y a vivir a su luz.

El tema de los ejercicios espirituales de este año guarda relación directa con el itinerario de preparación al gran jubileo del año 2000, «Christus heri, hodie et in saecula», dado que toda la Iglesia está viviendo con grandes expectativas la espera del nuevo milenio. El misterio de Cristo la penetra, la anima y la impulsa por el arduo camino de la penitencia, para que, purificada y limpia, pueda salir, con corazón alegre, al encuentro del Esposo que viene.

2. Doy vivamente las gracias al predicador, que se ha hecho eco de nuestro deseo de prepararnos con fe y amor para la Pascua, hacia la que nos estamos encaminando. Las reflexiones de nuestro guía se enmarcaron en una perspectiva de optimismo y esperanza. A través del benéfico esfuerzo de la peregrinación espiritual, nos ha ayudado a superar la oscuridad de quien no sabe escrutar el misterio que nos envuelve, y nos ha introducido en la contemplación de los misterios de la fe, sobre los que se apoya nuestra vida. Se lo agradecemos cordialmente, asegurándole al mismo tiempo nuestra oración por él y por su ministerio pastoral.

Querido cardenal, al igual que todos los presentes, le agradezco las reflexiones espirituales que nos ha dirigido y, de manera especial, el testimonio de valiente fidelidad a Cristo que dio usted en años difíciles, durante los cuales fue en su patria un punto de referencia para sacerdotes y laicos. Me alegra también que, por primera vez, haya predicado los ejercicios espirituales un cardenal eslovaco.

Expreso también mi gratitud a los que han querido compartir este itinerario espiritual, así como a los que han colaborado para que todo se desarrollara serenamente y con fruto.

3. Ahora, como Moisés bajó de la montaña donde había contemplado la fascinadora y tremenda belleza de Dios, también nosotros volvemos al valle, a nuestro trabajo diario, para anunciar las maravillas que hemos contemplado. El predicador nos ha recordado que, en esto, podemos contar con la ayuda del Espíritu Santo. Gracias a la acción, silenciosa pero omnipotente, de la tercera Persona de la santísima Trinidad, la Iglesia puede seguir cumpliendo, con inquebrantable confianza, su ministerio, anunciando a las generaciones que se suceden en toda la tierra, a Cristo, que es el mismo «ayer, hoy y siempre».

Terminamos los ejercicios espirituales en este sábado, primero del mes, dedicado en particular al Corazón inmaculado de María. Invoquemos con intenso afecto a María, la primera que acogió a Cristo con total docilidad a la obra del Espíritu. Que ella nos guíe y nos sostenga en el camino cuaresmal que estamos recorriendo, para que sepamos ser constantemente fieles al Señor de la vida y de la historia.

Os imparto a todos mi bendición.










A LOS MIEMBROS DE LA OBRA DE LA IGLESIA



Sábado 7 de marzo de 1998




Queridos hermanos y hermanas:

1. Con gusto recibo hoy a los miembros de la Obra de la Iglesia que, formando este numeroso grupo, habéis querido peregrinar hasta Roma para renovar los sentimientos de amor y afecto al Papa, Sucesor del apóstol Pedro, y el compromiso de entrega y servicio a la Iglesia de Jesucristo. Os mueve a ello la reciente aprobación pontificia de vuestra Obra, que ha sido reconocida como institución eclesial, compuesta por las tres ramas de vida consagrada: sacerdotal, laical masculina y femenina, en torno a las cuales se organizan las demás ramas: adheridos, militantes y colaboradores. Al daros la bienvenida, os agradezco vuestra presencia aquí y, de modo especial, todo lo que hacéis en los diversos campos de apostolado que los obispos os han confiado.

2. La Obra de la Iglesia surgió en 1959, de manos de la que hoy es vuestra presidenta, la Madre Trinidad Sánchez Moreno. Posteriormente, erigida como Pía Unión en la archidiócesis de Madrid, ha ido recorriendo diversas etapas hasta llegar al momento, tan deseado por la fundadora y por todos los miembros, de la promulgación del decreto que la reconoce como de derecho pontificio. En estos años la Obra de la Iglesia se ha distinguido por su fidelidad y amor al Papa, así como por su espíritu de cooperación en las diócesis donde tiene centros. Por esto habéis querido estar también presentes en Roma, ofreciendo vuestra colaboración en algunos campos de apostolado. Así lo pude comprobar en la visita pastoral que realicé a la parroquia Nuestra Señora de Valme, confiada a sacerdotes de vuestra institución, conociendo más de cerca las actividades que lleváis a cabo.

3. En este encuentro de hoy deseo animaros a vivir con generosidad el misterio de la Iglesia, que en Cristo «es como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium LG 1). Para ello, seguid trabajando con fidelidad al Papa y a los obispos, para mostrar a los hombres de nuestro tiempo lo bello y atractivo de ese don de Dios a la humanidad, como es su Iglesia.

A este respecto, siguiendo las orientaciones de mi exhortación apostólica Vita consecrata, es aconsejable que los consagrados y consagradas reciban una formación permanente mediante una adecuada formación teológica, conscientes de que de ellos se espera una nueva y luminosa propuesta de amor, con el testimonio de una castidad que agranda el corazón, de una pobreza que elimina barreras y de una obediencia que construye comunión en la comunidad, en la Iglesia y en el mundo. Todos, además, debéis profundizar en las enseñanzas que la Escritura y la Tradición nos presentan sobre la Iglesia, de modo que vuestro amor a ella esté basado en la sólida doctrina que después transmitiréis en vuestros apostolados.

4. La Virgen María, proclamada Madre de la Iglesia, fue presentada por el concilio Vaticano II como «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (ib., 65). Que su materna intercesión os acompañe en vuestro camino y os haga ser fieles a los compromisos que, dóciles al Espíritu Santo, habéis asumido para gloria de Dios y servicio de la Iglesia. Que os sea también de ayuda la bendición apostólica que os imparto con afecto.








A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO


PARA LA PASTORAL DE LOS AGENTES SANITARIOS


Lunes 9 de marzo de 1998



1. Me alegra este encuentro, que tiene lugar con ocasión de la cuarta asamblea plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios. Saludo a vuestro presidente, monseñor Javier Lozano Barragán, y le agradezco las cordiales palabras con que ha expresado, además de los sentimientos comunes de afecto, la vitalidad y el compromiso de vuestro joven dicasterio.

Os saludo también a vosotros, queridos miembros, oficiales y consultores del Consejo pontificio, que participáis en esta audiencia. A través de vosotros, expreso mi gratitud a todos los sacerdotes, religiosos, médicos, científicos e investigadores, así como a cuantos, con sensibilidad humana y eclesial, están comprometidos, según sus respectivas competencias, en el complejo mundo de la salud.

2. Son importantes los temas que queréis afrontar durante estas jornadas de estudio, en las que haréis un atento examen de los problemas y los desafíos que plantea el vasto ámbito sanitario en el campo de la pastoral de la salud.

En estos primeros trece años de actividad el dicasterio ha trabajado con gran diligencia y dinamismo en ese sector delicado y a menudo difícil, y se ha confirmado la necesidad y la urgencia del servicio eclesial que presta. Miro con gratitud las múltiples obras que, por vuestra constante solicitud, se han podido realizar apoyando la admirable disponibilidad, a veces heroica, de médicos, religiosas y capellanes, al servicio de los enfermos. La pastoral sanitaria, nacida de la caridad de la Iglesia y testimoniada de modo eminente por muchos santos, entre los que san Juan de Dios y san Camilo de Lelis ocupan un lugar destacado, ha conocido a lo largo de los siglos un florecimiento extraordinario gracias a la obra de órdenes e institutos religiosos dedicados al servicio de los enfermos. La coordina y promueve hoy el organismo del que, con diferentes encargos, formáis parte. Lo instituí yo mismo en 1985, encomendándolo a la iniciativa del cardenal Fiorenzo Angelini, cuya intensa actividad también deseo recordar con aprecio y gratitud.

3. Al recoger y continuar esta valiosa herencia, os habéis ocupado, con sentido de responsabilidad y amor, de las tareas que el documento de institución asigna al dicasterio. Por tanto, seguís con solicitud los difíciles problemas de la salud, ayudando a quienes se ponen al servicio de los enfermos y de los que sufren, para que su obra responda cada vez mejor a las exigencias que se presentan en este campo tan delicado. En particular, os preocupáis por prestar vuestra colaboración a las Iglesias particulares, para que los agentes sanitarios cuenten con una adecuada asistencia espiritual y puedan conocer a fondo la doctrina de la Iglesia sobre los aspectos morales de la enfermedad y el sentido del dolor humano. Además, vuestro dicasterio sigue con atención los problemas teóricos y prácticos de la medicina, así como el desarrollo de la legislación referente al campo de la salud, con el fin de salvaguardar en cada situación el respeto a la dignidad de la persona.

Desgraciadamente, la benéfica acción de protección y defensa de la salud no sólo encuentra obstáculos en los múltiples factores patógenos, antiguos y recientes, que amenazan la vida en la tierra, sino también, algunas veces, en la mentalidad y el comportamiento de los hombres. La prepotencia, la violencia, la guerra, la droga, los secuestros de personas, la marginación de los inmigrantes, el aborto y la eutanasia son atentados contra la vida, que dependen de la iniciativa humana. Las ideologías totalitarias, que han degradado al hombre a la categoría de objeto, despreciando y violando los derechos humanos fundamentales, se reflejan, de forma preocupante, en ciertas instrumentalizaciones de las potencialidades biotecnológicas, que manipulan la vida en nombre de una desproporcionada ambición de dominio, que deforma aspiraciones y esperanzas, multiplicando inquietudes y sufrimientos.

. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10): la Iglesia, que custodia y difunde el mensaje de la salvación, considera esta aguda y estimulante afirmación de Jesús como su programa. Esta misión se cumple en la defensa de la salud del hombre, que es vuestro programa.

El concepto de salud no puede limitarse a significar solamente la ausencia de enfermedad o de momentáneas disfunciones orgánicas. La salud comprende el bienestar de toda la persona, su estado biofísico, psíquico y espiritual. Por eso, en cierto modo, implica también su adaptación al ambiente en que vive y trabaja.

«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Los objetivos que perseguís —como, por ejemplo, la defensa de la dignidad de la persona, en su vida física y espiritual; la promoción de estudios e investigaciones en el campo sanitario; la incentivación de políticas sanitarias adecuadas; y la animación de la pastoral hospitalaria— son el reflejo, en el plano operativo, de la tarea que Jesús ha encomendado a su Iglesia: ¡servir a la vida! No puedo menos de animaros al cumplimiento de esta misión.

5. La encarnación del Verbo ha sanado todas nuestras debilidades y ennoblecido la naturaleza humana, elevándola a la dignidad sobrenatural y haciendo del pueblo de los redimidos, gracias a la acción del Espíritu Santo, un solo cuerpo y un solo espíritu. Precisamente por eso, cada gesto de asistencia al enfermo, tanto en las estructuras sanitarias de vanguardia como en las sencillas de los países en vías de desarrollo, si se hace con espíritu de fe y delicadeza fraterna, llega a ser, en sentido auténtico, un acto de religión.

El cuidado de los enfermos, si se realiza en un marco de respeto a la persona, no se limita a la terapia médica o a la intervención quirúrgica, sino que tiende a curar al hombre en su totalidad, devolviéndole la armonía de un equilibrio interior, el gusto por la vida y la alegría del amor y de la comunión.

En el complejo y variado mundo de la sanidad, esa es también la finalidad de las actividades de vuestro dicasterio, en colaboración con los centros pastorales análogos de las Iglesias particulares, que coordinan el servicio de los capellanes y de las religiosas que trabajan en hospitales, junto con la generosa disponibilidad de los voluntarios. El fin común es el respeto a la vida de cada persona que, aunque esté disminuida en sus funciones y en su integridad orgánica, conserva intacta la dignidad humana que le es propia.

6. Deseo de corazón que en el trabajo de los próximos días lleguéis a formular oportunos programas operativos. Este es el camino para cumplir las finalidades propias del Consejo pontificio, que desempeñará su papel específico en el tiempo de preparación para el gran jubileo del año 2000. Así, se ayudará a los fieles a tomar conciencia de que «en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo» (Salvifici doloris, 26). El sufrimiento del ser humano, transformado así en el misterio del sufrimiento del Redentor, llega a ser «el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo» (ib., 27).

Seguid brindando vuestro inteligente servicio a las Conferencias episcopales nacionales y a todos los organismos comprometidos en la pastoral sanitaria, y el Espíritu Santo, que «con su fuerza y con la íntima conexión de los miembros, da unidad al cuerpo y así produce y estimula el amor entre los creyentes» (Lumen gentium LG 7), continuará manifestándose a la Iglesia, al comienzo de su tercer milenio, como «el agente principal de la nueva evangelización» (Tertio millennio adveniente TMA 45).

A la vez que encomiendo estos deseos a la Virgen santísima, que después del anuncio del ángel concretó su inmediata disponibilidad con un servicio a la vida prestado a su prima Isabel, a punto de ser madre, os imparto de corazón mi afectuosa bendición, que extiendo complacido a cuantos colaboran con vosotros para hacer cada vez más eficaz y humano el servicio a las personas probadas por la enfermedad.








A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN III DE ESTADOS UNIDOS


EN VISITA «AD LIMINA»


Jueves 12 de marzo de 1998



Querido cardenal Bevilacqua;
queridos hermanos en el episcopado:

1. «A vosotros gracia y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo » (Rm 1,7). Al continuar esta serie de visitas ad limina de los obispos de Estados Unidos, os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Pensilvania y Nueva Jersey. Encomiendo el fruto de nuestra oración y de nuestros encuentros a la gracia del Espíritu Santo, que «a través de los siglos ha recibido del tesoro de la redención de Cristo, dando a los hombres la nueva vida» (Dominum et vivificantem DEV 53). El Espíritu está preparando ahora a la Iglesia para el gran jubileo, tiempo para volver a escuchar y responder cada vez con mayor decisión a la llamada a abrir nuestro corazón al Evangelio, acoger su mensaje salvífico, y permitirle que transforme nuestra vida. Al acercarse el jubileo, los pastores del pueblo de Dios tienen una nueva oportunidad de proclamar y anunciar a los hombres y mujeres de hoy que Dios vino realmente a nosotros y que el Evangelio es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16). Oremos para que el Espíritu Santo siga iluminando nuestra mente sobre la «hora» que estamos viviendo y sobre las oportunidades y responsabilidades que esta «hora» supone para el futuro de la Iglesia y de la sociedad.

2. Como dije al primer grupo de obispos de vuestro país, la acogida de las enseñanzas del concilio Vaticano II, y la renovación de la Iglesia impulsada por él, serán la luz que guíe nuestras reflexiones durante esta serie de visitas ad limina Apostolorum. Muchos católicos no tienen hoy un recuerdo personal del Concilio. Pero los que tuvimos la magnífica oportunidad de participar en él, lo vivimos como un tiempo de extraordinario dinamismo y crecimiento espiritual. El Concilio nos llevó a un contacto más estrecho y concreto con la riqueza de diecinueve siglos de santidad, doctrina y servicio a la familia humana; nos reveló la unidad y la diversidad de la comunidad católica en todo el mundo; nos enseñó a abrirnos a nuestros hermanos y hermanas cristianos, a los seguidores de otras religiones, a las alegrías y esperanzas, a los dolores y preocupaciones de la humanidad. Es evidente que en su providencia, Dios quiso preparar a la Iglesia para una nueva primavera del Evangelio, para el comienzo del próximo milenio cristiano, con la gracia extraordinaria del Concilio.

Entre las enseñanzas que el Concilio nos impartió, ninguna ha tenido hasta ahora una influencia tan amplia en toda la comunidad católica, y en nuestra vida de sacerdotes y obispos, como la reflexión de la Iglesia sobre sí misma, «ad intra» y «ad extra», en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes. ¿Con qué profundidad ha penetrado la visión del Concilio sobre la Iglesia en la vida de nuestras comunidades cristianas? ¿Qué hay que hacer para asegurar que toda la Iglesia entre en el próximo milenio con una conciencia más clara de su misterio, con mayor confianza en su importancia fundamental para la familia humana, y con ferviente entrega a su misión?

3. Como obispos, tenemos la urgente responsabilidad de ayudar al pueblo de Dios a comprender y apreciar el profundo misterio de la Iglesia: considerarla, sobre todo, como la comunidad en que encontramos al Dios vivo y su amor misericordioso. Nuestro objetivo pastoral debe consistir en crear una conciencia más intensa de que Dios, que interviene en la historia cuando quiere, en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, nacido de mujer, para la salvación del mundo (cf. Ga Ga 4,4). Esta es la gran verdad de la historia humana: la historia de la salvación ha entrado en la historia del mundo, llenándola de la presencia de Dios y enriqueciéndola con acontecimientos muy significativos para el pueblo que Dios escogió para que fuera su pueblo. La obra redentora del Hijo continúa en la Iglesia y a través de la Iglesia. En efecto, desde el comienzo Dios «dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia» (Lumen gentium LG 2). En este sentido trascendente y teológico, la Iglesia es el fin de todas las cosas: porque Dios creó el mundo para comunicarle su bondad infinita y llevar a sus criaturas amadas a la comunión consigo, comunión realizada por la convocación de todos en Cristo. Esta convocación es la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 760). «Así como la voluntad de Dios es creación y se llama "el mundo", así también su finalidad es la salvación del hombre, y se llama "la Iglesia"» (Clemente de Alejandría, Paedagogus, I, 6, 27).

4. Los padres conciliares procuraron subrayar esta verdad fundamental sobre la Iglesia: es «el reino de Cristo presente ya en misterio» (Lumen gentium LG 3). Los discípulos de Cristo están «en el mundo», pero no son «del mundo» (Jn 17,16); por eso, ciertamente experimentan la influencia de los procesos económicos, sociales, políticos y culturales que determinan la vida y la actividad de los pueblos y las sociedades. Así, en su peregrinación por la historia, la Iglesia se adapta a las circunstancias que cambian, mientras sigue siendo siempre la misma, fiel a su Señor, a su palabra revelada y a «lo que ha recibido» bajo la guía del Espíritu Santo. En el período posconciliar hemos sido llamados a servir al pueblo de Dios en medio de profundos cambios sociales. La rapidez de los cambios durante los treinta años posconciliares y la tendencia de las culturas occidentales a confinar las convicciones religiosas a la esfera privada, han impedido en algunos casos que los cató- licos «recibieran» la enseñanza del Concilio sobre la naturaleza y la misión únicas de la Iglesia. La historia cultural de Estados Unidos ha tenido un influjo particular en el modo como los católicos han percibido a la Iglesia en las últimas décadas. Es necesario recordar a todos que, precisamente porque la Iglesia es un «misterio», su realidad no puede comprenderse nunca con categorías o análisis sociológicos o políticos.

Siguiendo la línea del Papa Pío XII en su encíclica Mystici Corporis, y después de un período en que la eclesiología tendía a considerar principalmente a la Iglesia como una institución, el concilio Vaticano II trató de profundizar la concepción de la Iglesia como sacramento del encuentro con Cristo vivo. Los pastores de almas debemos preguntarnos hasta qué punto se ha acogido la invitación de la Lumen gentium a profundizar más en el sentido del misterio interior de la Iglesia; o si, en cambio, los católicos han cedido a veces a la tentación, difundida en la cultura occidental moderna, de juzgar a la Iglesia en términos predominantemente políticos. Desde luego, el Concilio no tenía intención de «politizar» a la Iglesia, de modo que cualquier cuestión pudiera ser considerada política. Por el contrario, precisamente para ampliar y profundizar nuestra fe y nuestra experiencia de la Iglesia como comunión, los padres conciliares la describieron con esa admirable serie de imágenes bíblicas que encontramos en la Lumen gentium (Nb 5 y 6), más que con las categorías institucionales a las que estaban acostumbrados.

Ahora, más de treinta años después de la Lumen gentium y la Gaudium et spes, tenemos suficiente perspectiva para comprender que, mientras los frutos del Concilio son múltiples y por doquier hay signos de que ha originado una nueva firmeza en la fe, nuevas manifestaciones de santidad y un nuevo amor a la Iglesia, algunos tienden a hacer una interpretación limitada de la Iglesia. Como consecuencia, eclesiologías inadecuadas, radicalmente diferentes de la que habían presentado el Concilio y el Magisterio posterior, se han abierto camino en las obras teológicas y catequísticas. En la práctica pastoral, se han convertido en bases de una visión más o menos horizontal y sociológica de las realidades eclesiales por parte de algunos sectores del catolicismo. Por eso, debemos orientar nuevamente nuestros esfuerzos a enseñar la profunda eclesiología del Concilio.

5. Sólo podemos apreciar verdaderamente lo que es la Iglesia cuando comprendemos que todos los aspectos de su ser están plasmados por la nueva relación, por la nueva alianza, que Dios estableció con la humanidad mediante la cruz de Cristo. El misterio que nos envuelve es un misterio de comunión, una participación mediante la gracia en la vida del Padre, que se nos da por Cristo en el Espíritu Santo. Nunca deberíamos dejar de reflexionar en la llamada a entrar en esta íntima relación de vida y amor con la santísima Trinidad. La finalidad de nuestro ministerio consiste en guiar a otros hacia esta comunión, que no es una obra nuestra. Debemos procurar que los fieles comprendan que no entramos en comunión con Dios simplemente por una opción personal según nuestros gustos; no nos unimos a la Iglesia como se hace con una asociación de voluntarios. Más bien, entramos a formar parte del cuerpo de Cristo por la gracia del bautismo y la plena participación en todo lo que constituye la realidad divina y humana de la Iglesia.

Por consiguiente, la comunidad de los seguidores de Cristo es, sobre todo, una solidaridad espiritual, la communio sanctorum. Somos el pueblo peregrino de Dios, en camino hacia nuestra casa celestial, asistidos por la intercesión de María y de los santos que nos han precedido. La Iglesia está formada también por los que ya gozan de la visión de Dios y por los que murieron y deben purificarse. Quizá nuestra conciencia de esta dimensión de la naturaleza de la Iglesia haya disminuido un poco durante los últimos años. Es necesario prestar mayor atención a la íntima relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celeste. Los católicos más jóvenes, ¿tienen suficiente conciencia de la realidad de María y de los santos? El ejemplo y la intercesión de María y de los santos ¿ayudan a nuestro pueblo a responder a la vocación universal a la santidad? ¿Comprendemos la liturgia de la Iglesia como una participación en la liturgia celestial? Un aumento de esa comprensión ¿podría ayudar a revitalizar la participación en la misa dominical?

6. La Iglesia en Estados Unidos se ha enriquecido con una gran diversidad de expresiones de fe entre personas de diferentes orígenes étnicos. Esta rica diversidad indica que la Iglesia es católica en sentido pleno y abraza a todos los pueblos y culturas. Sin embargo, la Iglesia, con todos sus diferentes miembros, sigue siendo el único cuerpo de Cristo. La diversidad en la Iglesia debe servir a la unidad de la única fe, del único bautismo (cf. Ef Ep 4,5), para que «siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión (...) para su edificación en el amor» (Ep 4,15-16). El respeto a una cultura y a una tradición específicas debe ir acompañado siempre por la fidelidad a la verdad esencial del Evangelio, tal como es transmitida en la enseñanza de la Iglesia.

Una forma particularmente rica de la diversidad que edifica el cuerpo de Cristo se encuentra en las Iglesias de rito oriental presentes, junto a la Iglesia latina, en muchas partes de vuestro país. Me complace especialmente saludar a los archieparcas y eparcas que participan en esta visita ad limina. Los católicos orientales que viven en Estados Unidos constituyen un puente natural entre Oriente y Occidente. Por una parte, gracias a su experiencia directa dan a conocer el Oriente cristiano y, por otra, contribuyen al desarrollo de las Iglesias orientales en sus países de origen, testimoniando lo que han asimilado de Occidente y proporcionando apoyo espiritual y material al pueblo en su tierra natal. Para realizar esta doble tarea, es esencial que conserven y profundicen el sentido de pertenencia a su tradición eclesial específica, recurriendo a las orientaciones que se brindan en la Instrucción para la aplicación de las prescripciones litúrgicas del Código de cánones de las Iglesias orientales, publicada por la Congregación para las Iglesias orientales.

Los pastores de las Iglesias orientales afrontan nuevos y exigentes desafíos para asegurar que los fieles que han llegado recientemente a Estados Unidos se integren como conviene en sus respectivas comunidades eclesiales. También es necesario prestar atención particular al modo de afrontar los problemas que surgen de la dispersión de los fieles, que siguen abandonando las áreas donde tradicionalmente estaban presentes sus comunidades y donde su identidad eclesial se ha conservado más fácilmente, para vivir en otras partes del país.

Estos aspectos ilustran la gran necesidad de una estrecha colaboración entre los obispos latinos y los orientales, para salvaguardar y garantizar la diversidad legítima que constituye la riqueza de la universalidad de la Iglesia. Insto a mis hermanos en el episcopado de rito latino a fomentar un mayor conocimiento y aprecio por la herencia oriental, que es parte integrante de la expresión católica de la fe. De ese modo, todos los fieles tendrán un conocimiento más profundo de la experiencia cristiana, y la comunidad católica será capaz de dar una respuesta cristiana más completa a las expectativas de los hombres y mujeres de hoy (cf. Orientale lumen, 5).

7. Queridos hermanos en el episcopado, mientras aguardamos con esperanza la celebración del gran jubileo del año 2000, pido a Dios que los sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles laicos de vuestras diócesis se sientan impulsados a crecer en su amor a la Iglesia, y así logren una unión cada vez más profunda con Cristo, el esposo. El aspecto más importante de nuestra preparación para la celebración del bimilenario de la Encarnación es nuestra respuesta a la llamada a la santidad, «sin la cual nadie verá al Señor» (He 12,14). Porque sólo con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo el pueblo de Dios puede desafiar de verdad a la sociedad, con su incansable y valiente testimonio de la verdad. Encomendándoos a vosotros y a todos aquellos a cuyo servicio estáis a la protección materna de María, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.








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