Discursos 1998 - Jueves 12 de marzo de 1998


A LOS OBISPOS EUROPEOS ORDENADOS


EN LOS ÚLTIMOS CINCO AÑOS, REUNIDOS EN CONGRESO


Viernes 13 de marzo de 1998



Queridos y venerados hermanos en el episcopado:

Un obispo anciano ha venido a ver a los obispos jóvenes, porque los obispos jóvenes han venido a ver a un obispo anciano. Pero a todos van dirigidas las palabras de san Pedro: «Seniores qui in vobis sunt».

1. Me alegra acogeros al término de vuestra asamblea, organizada conjuntamente por el Consejo de las Conferencias episcopales de Europa y la Congregación para los obispos. A vosotros, obispos europeos nombrados durante los últimos cinco años, os dirijo mi saludo cordial y fraterno.

Deseo expresaros, ante todo, mi gratitud por la comunión con el Sucesor de Pedro, que habéis manifestado claramente de muchos modos, como ahora con la afectuosa insistencia para tener esta audiencia. Quería enviaros un mensaje, pero no era suficiente. Agradezco, en particular, al señor cardenal Miloslav Vlk las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, confirmando vuestra adhesión y devoción.

Expreso, asimismo, mi complacencia por la iniciativa de la conferencia en la que participáis, porque en ella podéis vivir un intenso momento de fraternidad, intercambio, confrontación y reflexión, a la luz de la experiencia que cada uno de vosotros va realizando en los primeros años de ministerio episcopal.

2. «Ser obispos hoy en Europa», como reza el tema de vuestro congreso, significa ciertamente tener que afrontar múltiples problemas, algunos de los cuales son muy articulados y complejos, tanto desde el punto de vista doctrinal como desde el pastoral. Lo confirma la serie de preguntas que habéis examinado estos días en las relaciones, en los grupos y en los debates.

Con intensa participación quisiera renovaros el testimonio de mi cercanía espiritual y confirmaros en la fe y la confianza en Jesucristo, que os ha llamado y os ha hecho pastores de su pueblo en nuestro tiempo, mientras nos acercamos rápidamente al tercer milenio de la era cristiana. Él es el mismo ayer, hoy y siempre. Él camina con nosotros. Que ninguna dificultad, por tanto, os turbe. Más bien, confiad en él, que guía a la Iglesia por los caminos de la historia, para que siga prestando su servicio al reino de Dios.

3. Vuestro encuentro se ha celebrado durante este año dedicado al Espíritu Santo: el Espíritu de Pentecostés, el Espíritu de vuestra consagración episcopal, el Espíritu del concilio ecuménico Vaticano II. Él actúa también en nuestro tiempo, que a veces presenta aspectos tan lejanos no sólo de los valores evangélicos, sino también de la dimensión religiosa, connatural al ser humano. Sin embargo, a pesar de las apariencias, el Espíritu no deja de llevar a cabo su acción silenciosa en el secreto de las conciencias, preparando a las almas para acoger el anuncio de la buena noticia de la salvación en Cristo, muerto y resucitado.

La tarea de este anuncio nos corresponde, ante todo, a nosotros, los obispos. Y nos proporciona un gran consuelo saber que el Espíritu Santo está constantemente con nosotros, para sostenernos en nuestro ministerio con la luz y la fuerza de sus siete dones. Confiad, por tanto, en el Espíritu, venerados hermanos, e invocadlo con confianza. Imploradle, en particular, el don de fortaleza, para saber desempeñar con intrépida decisión vuestro ministerio episcopal. Mientras transcurre la historia del mundo, el creyente sabe que se está preparando para el triunfo anunciado en el Apocalipsis: «Al vencedor, al que se mantenga fiel a mis obras hasta el fin, le daré poder sobre las naciones (...). Y le daré el lucero del alba» (Ap 2,26 Ap 2,28).

Sostenidos por esta certeza, profundizad vuestra comunión en la verdad y en la caridad, perseverando con energías siempre nuevas en el compromiso de la evangelización. El Espíritu sabrá hacer fecundos vuestros esfuerzos, incluso cuando parezcan humanamente destinados al fracaso.

4. Fortaleceos en el diálogo asiduo con Dios. El Espíritu Santo es el alma de la oración. Él «intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). ¿Cómo no sentirse comprometidos a ser, sobre todo, pastores orantes? Queridos y venerados hermanos, dejaos formar constantemente por el Espíritu Santo en el arte de la escucha de la palabra de Dios y de la incesante comunión con él. Así, estaréis disponibles y seréis capaces de comprender profundamente a los sacerdotes, a los religiosos, a los fieles y a todos los hombres y mujeres a quienes se dirige vuestro trabajo apostólico. A cada uno de ellos podréis darles, con alegría y valentía, las respuestas que vienen del Evangelio, que son las únicas capaces de satisfacer la íntima sed de verdad y amor de cada persona.

Por mi parte, a la vez que os abrazo y os aseguro un recuerdo constante ante el altar de Dios, quisiera deciros que cuento, yo también, con vuestra oración, para poder realizar del mejor modo posible el ministerio petrino que se me ha encomendado. Que Dios refuerce el vínculo espiritual que nos une, vínculo sellado por el Espíritu Santo y por la intercesión celestial de la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia. Sigamos trabajando todos unidos, con renovado impulso, para preparar al pueblo de Dios a la histórica cita del gran jubileo.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón a cada uno de vosotros una especial bendición apostólica, que extiendo con gusto a las comunidades encomendadas a vuestra solicitud pastoral.










A LOS CAPITULARES DE TRES COMUNIDADES MONÁSTICAS


Sábado 14 de marzo de 1998



Queridas comunidades monásticas de Belén,
de la Asunción de la Virgen y de san Bruno:

1. Mientras vuestras comunidades están reunidas en asambleas extraordinarias, me alegra dirigiros un cordial saludo y aseguraros mi oración ferviente por vosotros.

Vuestra familia monástica, en sus dos ramas, se propone seguir a Cristo, inspirándose en la espiritualidad del monaquismo oriental y occidental, particularmente en la sabiduría de san Bruno. En la escucha asidua del Evangelio, y siguiendo el ejemplo de la Virgen María, queréis entregaros a Dios, en una vida de soledad, silencio, oración y contemplación. Os animo a vivir plenamente vuestra entrega al Señor en el amor a la Iglesia y la fidelidad a sus normas, así como en la comunión con el Sucesor de Pedro y manteniendo relaciones de confianza con los obispos de las diócesis donde están implantadas vuestras comunidades.

2. El Magisterio, y en particular el concilio Vaticano II, ha iluminado el lugar central de la vida contemplativa en la Iglesia: «Los institutos puramente contemplativos (...) siguen conservando siempre una misión importante en el Cuerpo místico de Cristo, en el que "todos (...) los miembros no tienen la misma función" (Rm 12,4)» (Perfectae caritatis PC 7). Yo mismo, en la exhortación apostólica Vita consecrata, escribí: «Los institutos orientados completamente a la contemplación, formados por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura » (n. 8). Por eso, deseo que, dejándoos transformar por la fuerza del amor, seáis en medio de los hombres signos luminosos de la santidad de Dios. Sed fieles al seguimiento de Jesús por el desierto, en su encuentro solitario con el Padre, para convertiros en adoradores y adoradoras en espíritu y en verdad. Los hombres de hoy esperan testigos ardientes del Evangelio, que les propongan lugares de espiritualidad, donde puedan encontrar y adorar al Dios vivo, y que les ayuden a dar sentido a su existencia.

En la soledad y el silencio del desierto, siguiendo el espíritu de san Bruno, recibiréis del Señor los dones de la paz y de la alegría: «En efecto, allí los hombres fuertes pueden recogerse cuando lo deseen, reflexionar en su interior, cultivar asiduamente las semillas de las virtudes y alimentarse con gozo de los frutos del paraíso. Allí se esfuerzan por lograr ese ojo cuya clara mirada hiere de amor al divino esposo y cuya pureza permite ver a Dios» (san Bruno, Carta a Raoul le Verd).

3. En el centro de vuestra vida consagrada, queréis atribuir un lugar esencial a la Eucaristía del Señor. Por la celebración y la contemplación en soledad de este misterio, os unís a la ofrenda de Jesús a su Padre, os comprometéis a seguirlo y a renunciar a todo lo que puede entorpecer la acogida de su amor. Al recibir su Cuerpo y su Sangre, dados como alimento, los consagrados están llamados de manera particular a convertirse en discípulos fieles y semejantes a Cristo, y unen su «sí» sin reservas al del Hijo amado del Padre. Por la entrega de todo su ser, se unen así a él en el memorial del sacrificio pascual, realizado por amor a toda la humanidad. Recuerdan también con alegría que «la asidua y prolongada adoración de la Eucaristía permite revivir la experiencia de Pedro en la Transfiguración: "Bueno es estarnos aquí". En la celebración del misterio del Cuerpo y Sangre del Señor se afianza e incrementa la unidad y la caridad de quienes han consagrado su existencia a Dios» (Vita consecrata VC 95). En profunda armonía con la Eucaristía, recurrir con frecuencia al sacramento de la reconciliación, con el respeto que implica de la libertad interior de cada uno, permite lograr la purificación necesaria para hacer que la relación con Dios sea cada vez más transparente y que crezca la fidelidad a los compromisos asumidos. Que el encuentro diario con Cristo sea para cada uno y cada una de vosotros una llamada constante a la santidad, en espera del regreso del Señor.

4. A imagen de María y con ella, estad continuamente a la escucha de la palabra de Dios, conservándola y meditándola día y noche en vuestro corazón. Esta palabra, fuente inagotable de vida espiritual que proyecta la luz de la Sabiduría sobre la existencia humana, os transformará y os hará crecer. Ojalá que, como los discípulos de Emaús, también vosotros reconozcáis al Resucitado en vuestros caminos de soledad y digáis: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). La familiaridad con la palabra de Dios, que alimenta la contemplación, permite recibir la luz para reconocer los caminos del Señor a través de los signos de los tiempos y discernir los designios de Dios. En efecto, al buscar la voluntad del Padre para cumplirla día tras día, recorréis los caminos de Jesús mismo, el Hijo que se hizo obediente en todo hasta dar su vida para que todos los hombres se salven. En esta obediencia cumplió plenamente la misión recibida de su Padre, que lo elevó después a la gloria.

5. San Bruno os enseña a amar a cada persona humana, sin distinción, como Jesús la amó. Vuestra consagración a la oración y a la adoración os compromete también a interceder por la Iglesia y por el mundo. Debe ser el testimonio del amor de la Iglesia a su Señor y, a la vez, una contribución al crecimiento del pueblo de Dios. De ese modo, participáis en la misión de la Iglesia, que es un deber esencial para todos los institutos de vida consagrada. La profesión de los consejos evangélicos hace que los consagrados sean totalmente libres para la causa del Evangelio. «En efecto, antes que en las obras exteriores, la misión se lleva a cabo en el hacer presente a Cristo en el mundo mediante el testimonio personal. ¡Éste es el reto, éste es el quehacer principal de la vida consagrada! Cuanto más se deja conformar a Cristo, más lo hace presente y operante en el mundo para la salvación de los hombres » (Vita consecrata VC 72). Queridos hermanos y hermanas, ¡dejaos conquistar por Cristo, para dar vuestra contribución a la santificación del mundo!

6. Por vuestra profesión monástica, y particularmente por los votos que emitís y los medios de la ascesis, queréis manifestar de modo radical el primado de Dios y de los bienes futuros. ¡Que vuestra entrega total permita que la gracia de Dios os transforme y os conforme plenamente a Cristo, en comunidades fraternas donde cada uno crezca en la verdad de su ser!

Desde hace muchos años, para discernir las llamadas del Espíritu y responder a ellas en la obediencia, habéis iniciado la redacción de las Constituciones de vuestras dos ramas. Ahora que os preparáis para recibir el decreto de reconocimiento pontificio de vuestras comunidades, os aliento vivamente a proseguir vuestra reflexión mediante un diálogo confiado con la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, a fin de dar a todos los miembros una Regla de vida que los comprometa a vivir su vocación a la santidad en la paz interior y en la entrega generosa. La exhortación apostólica Vita consecrata, fruto del Sínodo de los obispos, os ayudará a proseguir la profundización del don que habéis recibido de Dios y a ponerlo al servicio de la Iglesia y de su misión apostólica.

7. Durante este segundo año de preparación para la celebración del gran jubileo, dedicado al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos, os invito a velar en medio de los hombres y a participar cada vez más en la nueva evangelización, según vuestro carisma propio, vivido en comunión con la Iglesia. Que este período, propicio para la oración y la adoración, os permita descubrir más al Espíritu como «aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos» (Tertio millennio adveniente TMA 45). Encomendándoos a la protección materna de Nuestra Señora de la Asunción y a la intercesión de san Bruno, os imparto de todo corazón mi afectuosa bendición apostólica.









DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PEREGRINOS QUE ACUDIERON A ROMA

PARA LA BEATIFICACIÓN



Lunes 16 de marzo de 1998






Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos religiosos y religiosas;
hermanos y hermanas en el Señor:

1. Sigue vivo en todos nosotros el eco de la solemne celebración litúrgica, durante la cual ayer fueron elevados a la gloria de los altares tres nuevos beatos. Nos encontramos hoy reunidos para prolongar la gozosa meditación sobre las maravillas de gracia que el Señor realizó en estas personas, inscritas en el catálogo de los beatos.

A todos vosotros, queridos peregrinos venidos a Roma para esta singular circunstancia, se dirige mi más cordial saludo. Mientras, juntos, damos gracias al Señor por los nuevos beatos, quisiera reflexionar con vosotros en los ejemplos y en las enseñanzas que nos legaron estos fieles testigos de Cristo.

2. Toda la existencia y el ministerio sacerdotal del beato obispo y mártir Vicente Eugenio Bossilkov estuvieron fuertemente marcados, desde el inicio, por la pasión de Cristo. Formado en la escuela espiritual de san Pablo de la Cruz, poseía notables dotes de inteligencia y humanidad. Aprovechando esas cualidades, vivió un fuerte dinamismo apostólico, sostenido por una notable inclinación a la actividad pastoral. Su elección a obispo de Nicópoli marcó la presencia en esa sede episcopal, después de más de un siglo, de un nuevo prelado de origen búlgaro.

Ya en su primera carta pastoral manifestó su clara conciencia de las graves dificultades procedentes del régimen comunista, pero también su firme decisión de permanecer fiel, a toda costa, a la misión de pastor de la grey de Cristo, aun corriendo el riesgo de sufrir el martirio. «No puedo decir lo que vivo en mi interior —escribió cerca del final de su vida— y se resienten mis nervios, sobre todo porque debo callar todo y mostrarme fuerte, e infundir valor en todos» (Carta XIV). Su apresamiento, las inauditas torturas, la farsa del proceso, la condena a muerte y el martirio sellaron su plena conformación a Cristo, buen pastor, dispuesto a dar su vida por la salvación de la grey.

Amadísimos hermanos y hermanas, nos unimos con gratitud a la alegría de la diócesis de Nicópoli, de la comunidad católica búlgara, de los fieles de Holanda, espiritualmente cercanos al nuevo beato, y de la entera familia religiosa de los Pasionistas, exaltando el holocausto de este heroico obispo, inmolado por la causa de la fe católica y por permanecer fiel al Sucesor de Pedro.

Mientras lo contemplamos, nuestro pensamiento va a los muchos otros que, como él, en este siglo que está a punto de concluir, han derramado su sangre por Cristo y ahora gozan en el cielo «con palmas en las manos» y proclamando: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7,9-10).

3. También la beata Brígida de Jesús Morello, fundadora de las religiosas Ursulinas de María Inmaculada, vivió con gran intensidad la llamada a la santidad en el seguimiento fiel del Evangelio, aunque en una época y en unas circunstancias diversas. Al vivir en un siglo en el que todavía se apreciaba poco el papel de la mujer, Brígida de Jesús Morello es testigo de los auténticos valores de la mujer y resplandece también en nuestra época como ejemplo luminoso de la contribución específica que la mujer puede dar a la comunidad cristiana y a la sociedad, tanto en la vida civil como en la religiosa.

Su compromiso de solidaridad hacia los hermanos era expresión de una intensa vida espiritual, enriquecida con particulares experiencias místicas. En sus largos años de enfermedad y dolor físico e interior, la nueva beata dirigía a menudo su mirada y su oración al crucifijo, que llevaba siempre consigo. Habéis traído a esta sala una artística reproducción de esa imagen, oportunamente engrandecida, para llevarla luego a Sarajevo, a la nueva iglesia erigida en honor de san Leopoldo Mandic. En efecto, hacia la tierra de los Balcanes se dirigía con frecuencia la oración de la beata Brígida, pidiendo al Señor la conversión de todos y la paz para «el universo mundo». Saludo con afecto a sus hijas espirituales, a la vez que les deseo que la beatificación de la madre Morello infunda renovado impulso a su valioso testimonio de vida consagrada y al generoso servicio que prestan en el campo de la educación y la asistencia.

4. Saludo con gran afecto a los numerosos peregrinos venidos a Roma para participar en la solemne beatificación de la madre Carmen Sallés y Barangueras, hija preclara de España, que tiene como patrona a la Virgen inmaculada. Desde pequeña aprendió de sus padres a invocar a María como Madre.

En su juventud supo conjugar la alegría desbordante con el compromiso responsable. Su espiritualidad nunca la tuvo aislada; al contrario, contemplando la acción del Señor en María, encontró la inspiración del carisma educativo concepcionista, como respuesta válida para afrontar la marginación cultural de la niña y la mujer. Con este objetivo fundó en Burgos las Religiosas Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza, con un novedoso proyecto de educación integral y amplia visión de futuro.

Sin salud ni dinero logró abrir en España trece colegios y, antes de su muerte en Madrid, impulsó la expansión de su instituto. Siguiendo sus deseos, las Concepcionistas fundaron poco después en Italia y, sucesivamente en otras muchas naciones, nuevas «Casas de María Inmaculada», para acoger niños, jóvenes y mujeres, cuidando de su promoción humana y de su formación cristiana.

Queridas religiosas: el carisma de Carmen Sallés mantiene hoy su vigor a las puertas del tercer milenio. A vosotras, a vuestras ex alumnas y alumnas, os invito a contemplar la figura de la nueva beata y a seguir su ejemplo, junto con su proyecto educativo, que sigue siendo un fecundo instrumento de apostolado para la elevación humana y cristiana de la mujer. A todas os aliento a dar testimonio, con la propia vida, de la formación recibida, colaborando en la construcción de una sociedad basada en la «civilización del amor».

5. Amadísimos hermanos y hermanas, juntos alegrémonos y agradezcamos al Señor los luminosos ejemplos de santidad de vida y de caridad cristiana que nos han dado los nuevos beatos. Que su cercanía espiritual y su celestial intercesión nos estimulen a responder, también nosotros, cada vez con mayor generosidad a la llamada universal a la santidad.

Al volver a casa, llevad con vosotros, junto con el recuerdo de esta intensa peregrinación a Roma, la riqueza espiritual que brota de esta beatificación. Os acompañe la maternal protección de la Virgen María, Reina de todos los santos, juntamente con mi bendición, que con afecto os imparto a vosotros y a vuestras comunidades diocesanas y religiosas.










A UN GRUPO DE RECTORES DE SEMINARIOS


DE LENGUA ALEMANA


Martes 17 de marzo de 1998



Queridos hermanos en el sacerdocio:

1. Os doy una cordial bienvenida al palacio apostólico y os aseguro que he acogido con gusto vuestro deseo de tener este encuentro. Este año habéis elegido Roma como lugar para vuestra Conferencia, con miras a realizar un intercambio fraterno cerca de las tumbas de los Apóstoles y buscar un diálogo con los representantes de la Santa Sede.

«Venid y lo veréis» (Jn 1,39). Jesús dirigió esta invitación a los dos discípulos de Juan que le preguntaron dónde vivía. Precisamente a quienes tienen la responsabilidad de la formación sacerdotal se les pide que recuerden siempre esta escena, que se repite del mismo modo en la historia de cada vocación también en nuestros días. Desempeñáis el papel que entonces correspondió a Andrés en relación con su hermano Simón: promovió e impulsó el encuentro con Jesús. Por tanto, «lo llevó a Jesús» (Jn 1,42). También vosotros estáis llamados a promover en los jóvenes que se os encomiendan el nacimiento y la maduración de una relación interior con Cristo. Con respecto al estudio de la teología, es necesario que se arraigue en los corazones. Para este fin, son instrumentos importantes la oración y la liturgia, el estudio de las sagradas Escrituras y el testimonio de la propia vida, de modo que los candidatos al ministerio sacerdotal puedan llegar a ser buenos sacerdotes.

2. El hecho de que hoy se describa a menudo a la Iglesia como comunión, lleva a pensar que dicha comunión se realiza de la manera más profunda en la celebración de la Eucaristía. En la misa la comunión se realiza en la consagración del pan, que se parte y distribuye. Por eso, la celebración diaria de la Eucaristía y la adoración asidua del Sacramento del altar ocupan un lugar central en la formación sacerdotal. Todo lo que el servicio del sacerdote implica en el cumplimiento de las labores diarias es como una traducción de la Eucaristía: Jesús se presenta ante los hombres y por amor se entrega a ellos.

3. A la comunión, además de la cultura de la vida eucarística, pertenece también la de la participación fraterna. De la misma forma que el Credo del cristiano se sostiene con el credimus de la comunidad, así también el adsum de cada candidato al sacerdocio se sostiene con el adsumus del presbiterio, en el que los sacerdotes, según la enseñanza del concilio Vaticano II, están unidos entre sí «por la íntima fraternidad del sacramento» (Presbyterorum ordinis PO 8). El seminario debería ser una especie de escuela, para transmitir a los alumnos el concepto de que, a pesar de todas las diferencias, son enviados por su obispo para participar en la misma obra. Con diversos oficios, prestan a las personas el mismo servicio sacerdotal. Lo que san Pablo escribió a los Corintios a propósito de las controversias y las divisiones amenazadoras, tiene valor aún hoy. «Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1Co 3,11)

4. Nuestro tiempo necesita sacerdotes que recorran el camino que lleva desde la concepción racional, según la cual todo es factible, hasta la fe en la Revelación divina, desde el conocimiento hasta la sabiduría y desde la especulación hasta la contemplación, para transmitir todo eso a los hombres. Hace casi doscientos años, el teólogo y obispo Johann Michael Sailer recorrió este camino y formó a una generación de sacerdotes que contribuyó entonces a la renovación de la Iglesia en los territorios de lengua alemana. Elaboró una fórmula breve de fe, que en el umbral del tercer milenio es particularmente significativa: Dios en Cristo es la salvación del mundo pecador.

Queridos hermanos en el sacerdocio, al expresaros mi aprecio por vuestro incansable compromiso, os deseo que, en vuestra condición de hermanos mayores, guiéis con fe hacia Cristo a los seminaristas que se os han encomendado, como Andrés hizo con su hermano Simón. Para ello, os imparto de corazón mi bendición apostólica.







DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE LAS PROVINCIAS ECLESIÁSTICAS

DE BALTIMORE, WASHINGTON, ATLANTA Y MIAMI


EN VISITA "AD LIMINA"


Martes 17 de marzo de 1998



Queridos cardenales Hickey y Keeler;
queridos hermanos en el episcopado:

1. Os doy la bienvenida, pastores de las provincias eclesiásticas de Baltimore, Washington, Atlanta y Miami. Vuestra visita ad limina es un tiempo de gracia, porque oráis ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, que proclamaron intrépidamente la buena nueva de la salvación hasta el martirio. Al encomendarles vuestra misión pastoral de predicar «la inescrutable riqueza de Cristo» y dar a conocer «el misterio escondido desde siglos en Dios, creador de todas las cosas» (Ep 3,8-9), tened la certeza de que no estáis solos en vuestra tarea; el Señor os da la fuerza y los medios necesarios para cumplir su mandato: «Proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16,15).

En mis encuentros con los primeros dos grupos de obispos de vuestra nación, reflexionamos juntos sobre la forma como vuestro país acogió la gran gracia del concilio Vaticano II. En esas reflexiones, mencioné los dos elementos esenciales de vuestro ministerio episcopal en el ámbito cultural de Estados Unidos. En primer lugar, dado que el mensaje que predicamos es la sabiduría de Dios, no la nuestra, todo en la vida de la Iglesia debe corresponder al «buen depósito» que nos ha confiado «el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tm 1, 14). En segundo lugar, la finalidad de nuestro ministerio consiste en guiar a los miembros de la Iglesia a una comunión viva con Dios y con los demás. Esta comunión, de acuerdo con el Concilio, es el verdadero centro de la comprensión que la Iglesia tiene de sí misma.

En este encuentro, quisiera reflexionar con vosotros en la verdad de que la Iglesia peregrina es misionera por su misma naturaleza, porque la comunidad universal de los seguidores de Cristo, presente y viva por las Iglesias particulares, es la continuación en el tiempo de la misión eterna del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Ad gentes AGD 2). Mientras toda la Iglesia se prepara para el gran jubileo del año 2000, confío en que trataréis de renovar en vuestras comunidades un sentido vital y dinámico de la misión de la Iglesia, a fin de que este tiempo de gracia sea una nueva primavera para el Evangelio. Esta esperanza y esta determinación inspiraron la reciente Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, que hizo un apremiante llamamiento a la conversión, a la comunión y a la solidaridad. Esta esperanza y esta determinación inspiran lo que escribisteis en vuestro Plan y estrategia nacional para la evangelización católica en Estados Unidos, «Id y haced discípulos», que constituye una guía significativa y valiosa para vuestros esfuerzos por «despertar en todos los católicos un entusiasmo tal por su fe, que, al vivirla en Jesús, la compartan libremente con los demás» (ib., I).

2. En ese documento insistís con razón en que «la evangelización sólo puede realizarse si las personas aceptan libremente el Evangelio como la "buena noticia", tal como quiere serlo, por la fuerza del mensaje evangélico y de la correspondiente gracia de Cristo». La evangelización es el esfuerzo de la Iglesia por proclamar a todos que Dios los ama, que se entregó a sí mismo por ellos en Cristo Jesús, y que los invita a un vida eterna de felicidad. Una vez que este Evangelio ha sido aceptado como «buena nueva», es preciso compartirlo. Todos los cristianos bautizados deben comprometerse en la evangelización, conscientes de que Dios ya está obrando en la mente y el corazón de sus oyentes, precisamente como sugirió al etíope que pidiera el bautismo, cuando Felipe le anunció «la buena nueva de Jesús» (Ac 8,35). Así, la evangelización es parte del gran misterio de la autorrevelación de Dios al mundo: implica el esfuerzo humano de predicar el Evangelio y la obra poderosa del Espíritu Santo en quienes acogen su mensaje salvífico. Dado que estamos anunciando un misterio, somos servidores de un don sobrenatural, que supera todo lo que nuestra mente humana es capaz de comprender o explicar plenamente, pero que atrae por su propia lógica interna y su belleza.

3. El espíritu de la nueva evangelización debería impregnar todos los aspectos de vuestra enseñanza, instrucción y catequesis. Estas tareas requieren un esfuerzo vital para llegar a comprender más profundamente los misterios de la fe y encontrar un lenguaje adecuado que convenza a nuestros contemporáneos de que están llamados a una vida nueva mediante el amor de Dios. Dado que sólo quien ama realmente puede comprender el amor, el misterio cristiano sólo pueden comunicarlo de modo eficaz quienes permiten que el amor de Dios los posea auténticamente. Así, la transmisión de la fe, de acuerdo con la tradición de la Iglesia, tiene que realizarse en un ambiente espiritual de amistad con Dios, enraizada en el amor, que un día encontrará su plenitud en la contemplación de Dios mismo. Todos tienen un papel que desempeñar en este gran esfuerzo. Debéis impulsar a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y los fieles, a ser intrépidos y convincentes cuando compartan su fe con los demás. Los cristianos, al proclamar el Evangelio, ayudan a los demás a cumplir el anhelo de plenitud de vida y verdad que existe en todo corazón humano.

4. La parroquia será necesariamente el centro de la nueva evangelización; por eso, la vida parroquial debe renovarse en todas sus dimensiones. Durante las visitas parroquiales que realicé como arzobispo de Cracovia, me esforcé siempre por subrayar que la parroquia no es una reunión accidental de cristianos que viven por casualidad en el mismo barrio. Por el contrario, puesto que la parroquia hace presente y, en cierto sentido, encarna el Cuerpo místico de Cristo, en ella ha de ejercerse el triple munus (oficio) de Cristo como profeta, sacerdote y rey. Por tanto, la parroquia debe ser un lugar donde, mediante la adoración en comunión de doctrina y vida con el obispo y con la Iglesia universal, los miembros del cuerpo de Cristo se forman para la evangelización y las obras del amor cristiano. Una parroquia realiza muchas actividades, pero ninguna es tan vital ni forma la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2 CEC 177). Mediante la recepción regular y fervorosa de los sacramentos, el pueblo de Dios llega a conocer la plenitud de la dignidad cristiana, que le pertenece en virtud del bautismo; es elevado y transformado. Gracias a la escucha atenta de la Escritura y la sana instrucción en la fe, es capaz de vivir su vida, y la vida de la parroquia, como una comunión dinámica en la historia de la salvación. Esa experiencia se convierte, a su vez, en un motivo eficaz de evangelización.

Todo lo que hacéis para asegurar la correcta y digna celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos, precisamente porque lleva a un encuentro profundo y transformador con Dios, construye la Iglesia en su vida interior y como signo visible de salvación para el mundo. La predicación y la catequesis deberían destacar que la gracia de los sacramentos es lo que nos permite vivir de acuerdo con las exigencias del Evangelio. La adoración de la Eucaristía fuera de la misa nos permite apreciar más profundamente el don que Cristo nos hace en su Cuerpo y su Sangre en el santo sacrificio del altar. Impulsar a los fieles a recibir con frecuencia el sacramento de la penitencia aumenta su madurez espiritual, mientras se esfuerzan por testimoniar la verdad del Evangelio tanto en la vida privada como en la pública.

5. La fuerza de la vida parroquial en vuestro país puede evaluarse, sobre todo, por el modo como las familias transmiten la fe a cada generación sucesiva, y por el sistema eficiente y esencial de las escuelas católicas que vosotros y vuestros predecesores habéis construido y sostenido con gran sacrificio. Como sacerdote y obispo, siempre he estado convencido de que el ministerio al servicio de las familias es una dimensión muy importante de la tarea evangelizadora de la Iglesia, puesto que «la familia misma es el lugar preferente y más apropiado para la enseñanza de las verdades de nuestra fe, para la práctica de las virtudes cristianas y para el cultivo de los valores esenciales de la vida humana » (Discurso en la plaza de Nuestra Señora de Guadalupe, San Antonio, 13 de septiembre de 1987, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de octubre de 1987, p. 22). Por su parte, las escuelas católicas deben tener una específica identidad católica, y quienes las administran y enseñan en ellas tienen la responsabilidad de sostener y comunicar las verdades, los valores y los ideales que constituyen una auténtica educación católica.


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