Discursos 1998 - Martes 17 de marzo de 1998

Muchas de vuestras parroquias se han comprometido a hacer que los católicos alejados vuelvan a la práctica de la fe y a salir al encuentro de todos los que buscan la verdad del Evangelio. Estos esfuerzos son una expresión profunda de la naturaleza esencialmente misionera de la Iglesia, que debería caracterizar a toda comunidad parroquial. Soy consciente de la complejidad de la vida parroquial en Estados Unidos y del gran trabajo que tienen que realizar los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y los laicos en su esfuerzo diario por impulsar al pueblo de Dios a vivir más plenamente el Evangelio y a construir una sociedad impregnada de los valores cristianos. Estad cercanos a todos los que trabajan en las parroquias, apoyándolos con vuestra oración y vuestro sabio consejo, esforzándoos por crear en cada uno de ellos el sensus Ecclesiae, el sentido vivo de lo que significa prácticamente pertenecer a la Iglesia.

6. En la reciente Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, los padres sinodales invitaron a todos los fieles a ser «evangelizadores del nuevo milenio», testimoniando la fe con su vida de santidad, su bondad con todos, su caridad con los necesitados y su solidaridad con los oprimidos (cf. Mensaje a América, 30). Al vivir la fe y transmitirla a los demás en una cultura que tiende a considerar las convicciones religiosas como una «opción» meramente personal, el único punto de partida de la evangelización es Jesucristo, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), la respuesta al interrogante que cada vida humana representa. Al guiar a la Iglesia en Estados Unidos en su preparación para el gran jubileo, ayudad a todos los miembros de la comunidad católica a comprender que conocemos, amamos, adoramos y servimos a Dios, no como respuesta a una «necesidad» psicológica, sino como un deber cuyo cumplimiento es expresión de la más alta dignidad del hombre y la fuente de su felicidad más profunda. Un aspecto esencial de vuestro ministerio consiste en ayudar a todos los sectores de la comunidad católica a lograr mayor certeza sobre lo que la Iglesia enseña realmente, y mayor serenidad para afrontar las numerosas cuestiones que, a menudo innecesariamente, causan división y polarización entre quienes deberían tener un solo corazón y una sola alma (cf. Hch Ac 4,32). Como afirmó el reciente Sínodo, hay que alentar a todos a «dejar atrás sus cautelosos y dubitativos pasos, para correr con gozo junto a Jesús hacia la vida eterna» (Mensaje a América, 37: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de diciembre de 1997, p. 13).

Dado que los cristianos han llegado a conocer a Cristo y la fuerza liberadora de su Evangelio, tienen la responsabilidad particular de contribuir a la renovación de la cultura. En esta labor, que incumbe de manera especial a los laicos, los discípulos de Cristo no deberían dejar de hacer presente en todas las áreas de la vida pública la luz que la enseñanza de Cristo irradia sobre la condición humana. En la cultura contemporánea se verifica a menudo una disminución del sentido de la dependencia innata de toda la existencia humana del Creador, de la capacidad de la mente humana de conocer la verdad, y de la validez de las normas morales universales e inmutables que guían a todas las personas hacia la plenitud de su vocación humana. Cuando la libertad se separa de la verdad sobre la persona humana y de la ley moral inscrita en la naturaleza humana, la sociedad y su forma democrática de vida corren peligro, pues, si la libertad no va unida a la verdad y ordenada al bien, «se afirma en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público» (Evangelium vitae EV 96). Los cristianos, al proclamar las verdades sobre la persona, sobre la comunidad y sobre el destino humanos, que conocen mediante la Revelación y la razón, dan una contribución indispensable para sostener una sociedad libre en la que la libertad alimente un auténtico desarrollo humano.

7. Queridos hermanos en el episcopado, mientras nos acercamos al próximo milenio cristiano, animad a todos los católicos de Estados Unidos a profundizar su compromiso en la misión evangelizadora de la Iglesia. Guiadlos con vuestro ejemplo, vuestra convicción y vuestra enseñanza. Pido en mi oración que el Espíritu Santo os fortalezca y os ayude a inspirar a vuestro pueblo, a fin de que el corazón de los fieles resplandezca más luminosamente de amor a Cristo y del deseo de darlo a conocer mejor. Encomendándoos a vosotros y a todos los sacerdotes, religiosos y laicos de vuestras diócesis a María, Madre del Redentor, os imparto de corazón mi bendición apostólica.









MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO


PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES




A la Asamblea plenaria
del Consejo pontificio
para las comunicaciones sociales

1. Este es un año significativo para el Consejo pontificio para las comunicaciones sociales, porque se celebra el 50° aniversario de la creación de la Comisión pontificia para las películas educativas y religiosas por obra de mi predecesor el Papa Pío XII. Durante los años posteriores al concilio Vaticano II, la Comisión constituyó un signo claro de la implicación creciente de la Iglesia en el mundo de las comunicaciones sociales y de su reconocimiento de la inmensa influencia de los medios de comunicación modernos en la vida de la sociedad. Finalmente, hace diez años, con la promulgación de la constitución apostólica Pastor bonus, la Comisión fue elevada a la categoría de Consejo pontificio. Cada uno de estos pasos no sólo han correspondido al momento cada vez más importante de la revolución de las comunicaciones, sino también al reconocimiento creciente de la Iglesia del papel de los medios de comunicación en su misión, como un instrumento y un campo de evangelización.

Al saludaros a vosotros, saludo a todos aquellos a quienes representáis, a las numerosas personas que han trabajado a lo largo de los años en la Comisión pontificia y ahora lo hacen en el Consejo pontificio para las comunicaciones sociales. Saludo con especial afecto al cardenal Andrzej María Deskur, vuestro presidente emérito, que ha sido protagonista en gran parte de la historia del Consejo, y al arzobispo John P. Foley, cuya dedicación todos conocéis.

2. En los últimos años, la revolución de las comunicaciones ha continuado su rápido progreso. De hecho, hoy afrontamos un inmenso desafío, dado que la tecnología a menudo parece moverse a tal velocidad, que ya no podemos controlar a dónde podría llevarnos. Sin embargo, también estamos en un tiempo muy prometedor, puesto que la tecnología de las comunicaciones puede ayudar a derribar barreras y crear nuevos vínculos de comunión y nuevas formas de oportunidad en un mundo donde la solidaridad humana es el camino esencial hacia el futuro. La Iglesia está convencida de que las comunicaciones modernas, al permitir un gran flujo de información y un mayor sentido de solidaridad entre todos los miembros de la familia humana, pueden dar una contribución significativa al progreso espiritual de la humanidad y, de ese modo, a la difusión del reino de Dios (cf. Inter mirifica IM 2).

En una situación tan compleja como la de las comunicaciones actuales, hacen falta un cuidadoso discernimiento y una educación efectiva, basada siempre en el reconocimiento de la prioridad de la ética sobre la tecnología, la primacía de la persona sobre las cosas y la superioridad de lo espiritual sobre lo material (cf. Redemptor hominis RH 16). Vuestra asamblea plenaria de este año ha considerado el tema de la ética en las comunicaciones un asunto de creciente urgencia, puesto que los medios de comunicación están ejerciendo cada vez un influjo mayor en la vida de todos los pueblos del mundo. El reciente documento del Consejo sobre: Ética en la publicidad da una contribución real a este discernimiento, pues, por una parte, muestra el inmenso potencial de la publicidad para apoyar «honesta y éticamente una responsable competitividad que contribuya al crecimiento económico y al servicio del auténtico desarrollo humano» (n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de abril de 1997, p. 9); y, por otra, llama la atención sobre sus posibles abusos y su influjo en la vida de la sociedad. Espero que ese documento resulte útil para promover la reflexión y el diálogo entre los profesionales de la comunicación, con el fin de dar una contribución responsable y constructiva a la educación de los consumidores y, por tanto, a la promoción del bien común de la sociedad.

3. Este año, durante el cual la Iglesia reflexiona en la persona y en la obra del Espíritu Santo como preparación para la celebración del gran jubileo del año 2000, nuestro pensamiento va espontáneamente a la tarea de la nueva evangelización que el Espíritu Santo inspira y sostiene. Dado que esta evangelización tiene que ser «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión» (Discurso a la XIX Asamblea plenaria del Celam, Puerto Príncipe, 9 de marzo de 1983: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 1983, p. 24), no puede menos de recurrir a los medios de comunicación social más modernos y efectivos. El mensaje de salvación, confiado a la Iglesia para que lo proclame «hasta los confines de la tierra » (Ac 1,8), debe conservar toda su lozanía y atractivo cuando se dirige a cada nueva generación y encuentra una expresión creativa en cada medio.

A este respecto, es un signo muy positivo el hecho de que los medios de comunicación social se están considerando como algo más que simples instrumentos. Son en sí mismos un mundo, «una cultura y una civilización» (Ecclesia in Africa ), que la Iglesia también está llamada a evangelizar. Por eso, la cuestión de la implicación de la Iglesia en el mundo de las comunicaciones sociales se convierte en parte de su misión, buscando una verdadera inculturación (cf. Redemptoris missio RMi 37). Al mismo tiempo, el mundo de las comunicaciones sociales no constituye un sector aislado; influye en las diversas culturas y está profundamente insertado en estas culturas. Por tanto, no sólo hay que inculturar la predicación del Evangelio en el mundo de las comunicaciones sociales; también tiene que encarnarse en ese mundo, y a través de él, en la variedad de culturas, antiguas y modernas, a las que los actuales medios de comunicación están abriéndoles una puerta.

4. Para dar este testimonio, todos los creyentes en Cristo necesitan un nuevo celo, que sólo puede venir de una fe más ardiente. Ojalá que en este año del Espíritu Santo seáis fortalecidos en vuestro compromiso de hacer del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales un instrumento de evangelización, tan importante para la Iglesia, que es misionera por su naturaleza y existe con el fin de evangelizar.

María, Madre de la Iglesia, os sostenga en vuestros esfuerzos por comunicar a Cristo al mundo. Con gratitud por vuestro servicio al Evangelio, os imparto a todos mi bendición apostólica.

Vaticano, 20 de marzo de 1998

JOANNES PAULUS II








MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


AL CARDENAL WILLIAM WAKEFIELD BAUM,


A LOS PRELADOS Y OFICIALES


DE LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA



Al venerado hermano
card. WILLIAM W. BAUM
Penitenciario mayor

1. Doy gracias al Señor porque, también este año 1998, dedicado a la meditación y a la invocación del Espíritu Santo como preparación del gran jubileo, me concede dirigirme con este mensaje a usted, señor cardenal, a los prelados y oficiales de la Penitenciaría apostólica, a los religiosos frailes menores, menores conventuales, dominicos y benedictinos, que desempeñan su tarea de penitenciarios respectivamente en la archibasílica lateranense, en la vaticana, en Santa María la Mayor y en San Pablo extramuros, así como a los de diversas órdenes, penitenciarios extraordinarios en las mismas basílicas, y a los jóvenes sacerdotes y a los candidatos ya próximos a la ordenación sacerdotal, que han seguido con provecho el curso sobre el fuero interno, organizado e impartido por la Penitenciaría con gran éxito de participación.

Mi profundo agradecimiento se eleva al Señor, Padre de las misericordias, con las palabras de la liturgia: «Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam». Alabamos y damos a gracias al Señor porque hace todo para su gloria, a la que su santidad no puede renunciar: «Gloriam meam alteri non dabo» (Is 48,11), y así dispone todo para nuestra salvación: «Propter nos homines et propter nostram salutem».

La voluntad salvífica de Dios, que es esplendor de su gloria, se realiza de modo privilegiado en el ministerio del sacramento de la reconciliación, que es el objeto principal del servicio diario que prestan la Penitenciaría y los padres penitenciarios, y que es, en perspectiva próxima, el servicio para el que, desde el punto de vista del fuero interno, nuestros queridos jóvenes candidatos al sacerdocio han profundizado su preparación en el mencionado curso anual.

En virtud de la representación que expresan en la variedad de sus orígenes, de sus tareas y de sus destinos, mi reflexión, que una vez más tendrá como tema el sacramento de la misericordia, no sólo se dirige a ellos, sino también a todos los sacerdotes de la Iglesia, como ministros, y a todos los fieles, como beneficiarios, del perdón en la confesión sacramental.

2. Desde 1981, cuando recibí por primera vez colegialmente a la Penitenciaría y a los padres penitenciarios (desde 1990 se han unido los participantes en el curso sobre el fuero interno), he considerado progresivamente el sacramento de la penitencia bajo diversos aspectos: en sí mismo, en sus leyes constitutivas y disciplinarias, en sus efectos propiamente sacramentales y en los ascéticos, y en los deberes de expiación y reparación que de él se derivan para los fieles. He examinado también la tarea de los sacerdotes como ministros del sacramento, recordando la sublimidad de su misión, sus prerrogativas, sus deberes de profunda preparación cultural, de generosidad en la entrega, sobre todo de caridad acogedora, de sabiduría y de mansedumbre, virtudes premiadas con el gozo espiritual en orden a la santidad de su oficio. Por último, he tratado sobre los fieles como beneficiarios del sacramento, desde el punto de vista de las convicciones y de las disposiciones con que deben acercarse a este sacramento, bien como forma habitual de su mundo moral, bien como actitud actual al recibirlo, para que sea válido y lo más provechoso posible.

Esta insistencia deliberada en el mismo tema pone de manifiesto, de suyo, que el sacramento de la reconciliación es de suma importancia, en razón de su oficio de mediadores en Cristo entre Dios y los hombres, para el Sumo Pontífice y para sus hermanos en el sacerdocio, obispos y presbíteros.

Hoy es oportuno considerar las finalidades propias, que la Iglesia quiere alcanzar y que los fieles deben proponerse al recibir el sacramento de la penitencia; junto con ellas, o más bien como especificaciones particularmente gratificantes de dichas finalidades esenciales del sacramento, los beneficios de armonía interior que derivan de la gracia; por último, ciertos resultados buscados subjetivamente por quien recibe o administra el sacramento (o sugeridos por autores que no deben ser puntos de referencia), que van más allá de su dinámica sobrenatural, introduciendo también a veces en el rito, que debe ser esencial y exclusivamente religioso, modalidades que lo desvirtúan y desacralizan.

3. Con razón el sacramento de la penitencia ha recibido de los Santos Padres y de los teólogos, entre otras denominaciones, la de secunda tabula post naufragium, segunda en relación con el bautismo. El naufragio del que nos salvan el bautismo y la penitencia es el del pecado. El bautismo borra la culpa original y, si se recibe en edad adulta, también los pecados personales y toda la pena debida a ellos; en efecto, es el nacimiento, la novedad absoluta de vida en el orden sobrenatural. El sacramento de la penitencia está destinado a borrar los pecados personales, cometidos después del bautismo: ante todo, los mortales; luego, los veniales. Los pecados mortales, si el penitente ha cometido más de uno, se deben perdonar simultáneamente todos. En efecto, la remisión del pecado grave consiste en la efusión de la gracia santificante perdida, y la gracia es incompatible con los pecados graves, con todos y cada uno. Es diversa la consideración que hay que hacer sobre los pecados veniales, que no causan la pérdida de la gracia y por eso pueden coexistir con el estado de gracia; pueden no perdonarse por falta de suficiente aborrecimiento en el penitente, aunque se perdonaran, mediante la absolución sacramental, pecados mortales que, por hipótesis, haya cometido. Obviamente, los fieles que se acercan al sacramento de la penitencia desean también la remisión de la pena temporal, debida al pecado, aunque no necesariamente tengan en acto la consideración explícita de dicha pena. A este propósito, conviene recordar la verdad de fe del Purgatorio, en el que se expían las penas que quedan después del paso a la otra vida. Pero el sacramento de la penitencia, precisamente porque infunde o aumenta la gracia sobrenatural, encierra en sí mismo la virtud de estimular a los fieles al fervor de la caridad, a las consiguientes buenas obras y a la piadosa aceptación de los sufrimientos de la vida, que también merecen la remisión de las penas temporales.

Desde este punto de vista, la verdad de fe y la práctica de las indulgencias están estrechamente relacionadas con el sacramento de la penitencia. En efecto, «la indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (Código de derecho canónico, c. 992). Gracias a Dios, cuando viven intensamente su vida cristiana, los fieles aprecian las indulgencias y recurren con fervor a ellas. Y puesto que para lucrar la indulgencia plenaria es preciso en primer lugar que el alma se desprenda totalmente del afecto al pecado, las indulgencias y el sacramento de la penitencia se integran admirablemente en el objetivo esencial y primario que es la destrucción del pecado, que, como he dicho antes, se identifica concretamente con la infusión o el aumento de la gracia santificante.

A este propósito, mi pensamiento, o mejor el pensamiento de toda la Iglesia, se eleva con gratitud al Sumo Pontífice Pablo VI, de venerada memoria, que en la constitución apostólica Indulgentiarum doctrina, monumento insigne del Magisterio, profundizó el tema de las indulgencias y, con viva sensibilidad pastoral, renovó su disciplina.

Así, el recuerdo y la invocación del Espíritu Santo, con que he comenzado mis palabras, han sido intencionales, no sólo en relación con el gran jubileo, sino también con el tema desarrollado aquí, pues la destrucción del pecado y la santidad son efecto admirable del Espíritu Santo, que habita en nosotros: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Co 6,11); «la esperanza no quedará confundida, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Por eso, la Iglesia proclama y administra el perdón de Dios en el sacramento de la penitencia, para que en los fieles se cumpla la voluntad divina, que es nuestra santificación: «Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Th 4,3).

4. La gloria de Dios, que por lo que respecta a los hombres se identifica con su salvación eterna, fue anunciada por los ángeles en la Navidad del Señor como íntimamente relacionada con la paz: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (Lc 2,14), y Jesús, en el supremo testamento de la última cena, dejó como herencia definitiva su paz: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). «Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado » (Jn 15,11). El sacramento de la penitencia, por infundir o aumentar la gracia, ofrece el don de la paz. El rito litúrgico de la absolución sacramental, cuya fórmula actual fue felizmente renovada en 1973, pone explícitamente de relieve este don divino de la paz: «Dios, Padre de misericordia, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz».

A este respecto, o sea, para entender bien la naturaleza de esta paz, es necesario recordar que la armonía entre el alma y el cuerpo, entre la voluntad del espíritu y las pasiones, ha sido íntimamente turbada como consecuencia de la culpa original y de los pecados personales, de modo que a menudo se libra en nosotros una lucha dramática: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero (...). Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rm 7,19 Rm 7,22-23). Pero este conflicto no excluye la paz profunda en el alma de la persona: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! (...). Soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios» (Rm 7,25).

Por consiguiente, es legítimo que en el sacramento de la penitencia los fieles también procuren instaurar el proceso interior que lleva, dentro de las posibilidades de nuestra condición de peregrinos, a la asimilación progresiva del propio estado psicológico a la paz superior, que consiste en conformarse con la voluntad de Dios. En efecto, la razonable seguridad —que no puede ser certeza de fe, como enseña el concilio de Trento— de nuestro estado de gracia, aunque no elimina las dificultades interiores, las hace tolerables y, más aún, cuando se busca la santidad, deseables. Por eso, san Francisco de Asís decía: «Tanto es el bien que espero, que toda pena me da contento». En este mismo orden de ideas, entre los efectos del sacramento de la penitencia, que con razón los fieles pueden esperar y desear, se encuentran los de la mitigación de los impulsos pasionales, la corrección de los defectos lógicos o emotivos (como en el caso de los escrupulosos) y la mejora de todo nuestro libre obrar, por efecto de la caridad sobrenatural restablecida y creciente. En buena parte, como he recordado en un discurso anterior, estos efectos, propios pero secundarios, del sacramento de la penitencia dependen también de la capacidad y la virtud del sacerdote confesor.

5. En cambio, sería un error querer transformar el sacramento de la penitencia en psicoanálisis o psicoterapia. El confesionario no es y no puede ser una alternativa al despacho del psicoanalista o del psicoterapeuta. Tampoco se puede esperar del sacramento de la penitencia la curación de situaciones de índole propiamente patológica. El confesor no es un curandero y tampoco un médico en el sentido técnico de la palabra; más aún, si el estado del penitente requiere atención médica, el confesor no debe afrontar el asunto, sino remitir al penitente a profesionales competentes y honrados. De modo análogo, aunque la iluminación de las conciencias exige la aclaración de las ideas sobre el contenido propio de los mandamientos de Dios, el sacramento de la penitencia no es, y no debe ser, el lugar de la explicación de los misterios de la vida. Sobre estos temas pueden verse las Normae quaedam de agendi ratione confessariorum circa sextum Decalogi praeceptum, emanadas el 16 de mayo de 1943 por la entonces suprema Congregación del Santo Oficio, ahora Congregación para la doctrina de la fe, que, a pesar de los años transcurridos desde su publicación, siguen siendo muy actuales. De igual modo, no sólo por el sigilo sacramental, sino también por la distinción necesaria entre el fuero sacramental y la responsabilidad jurídica y pedagógica de los formadores de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa, el estado de conciencia revelado en la confesión no puede y no debe trasladarse a la sede decisoria canónica del discernimiento vocacional; pero, como resulta evidente, al confesor de los candidatos al sacerdocio le incumbe el gravísimo deber de disuadir, con el máximo empeño, de proseguir hacia él a quienes en la confesión den muestras de carecer de las virtudes necesarias (esto vale especialmente con respecto a la vivencia de la castidad, indispensable para el compromiso del celibato) o del necesario equilibrio psicológico o, por último, de la suficiente madurez de juicio.

6. El período cuaresmal que vivimos nos recuerda la caída y nos prepara para la resurrección: el sacramento de la penitencia socorre a los caídos y les da la resurrección a la vida eterna, cuya prenda posee ya desde ahora el alma en estado de gracia. Jesús es el único y absoluto Salvador de todos los hombres y de todo el hombre. En esta perspectiva de salvación integral se ha de concebir el sacramento de la penitencia, don de gracia, don de santidad y don de vida. La humilde conciencia de haber mediado en favor de los fieles estas misericordias del Señor es para nosotros, sacerdotes ya mayores, motivo de inmensa gratitud a él, que se ha dignado hacer de nosotros sus instrumentos vivos. Ojalá que la espera del cumplimiento de esta sublime misión sea para vosotros, jóvenes esperanzas de la Iglesia, estímulo y adecuada preparación cultural y ascética, e impulso a la máxima generosidad para vuestro próximo ministerio. Con razón se dice que podría bastar incluso una sola misa celebrada santamente para realizar de modo cabal una vocación sacerdotal. Queridos jóvenes, ojalá pueda decirse del mismo modo: que vuestra caridad, brindada a los fieles en el sacramento de la reconciliación, sea la plenitud y la alegría de vuestro futuro.

Como prenda de la gracia del Señor, que haga fecundos estos deseos y esta confianza, os imparto de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 20 de marzo de 1998









MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A UN CONGRESO SOBRE LOS FUNDAMENTOS BIOLÓGICOS


Y PSICOLÓGICOS DE LA EDUCACIÓN PRENATAL


20 de marzo de 1998

: Ilustres señores; gentiles señoras:

1. Me alegra saludaros con ocasión del congreso sobre los «Fundamentos biológicos y psicológicos de la educación prenatal», en el que participáis. Os dirijo a cada uno mi cordial saludo, con un pensamiento particular de estima a los promotores del encuentro, entre quienes figuran los responsables del «Movimiento en favor de la vida», meritoria iniciativa de corazones generosos que, durante estos años, ha ido recibiendo cada vez más adhesiones.

Es motivo de consuelo encontrar en el panorama científico actual a un grupo de investigadores que, reconociendo la plena dignidad del niño por nacer, exploran los caminos de una nueva disciplina, la educación prenatal. Se trata de una admirable y meritoria investigación: inclinarse ante el hijo que se encuentra todavía en el seno materno, no sólo para constatar y observar su crecimiento físico y escuchar los latidos de su pequeño corazón, sino también para indagar sus emociones y registrar los signos de desarrollo de su psique. En esta investigación hay un tributo implícito de respeto a la persona, en la que ya palpita el espíritu inmortal y se manifiesta la imagen del Creador.

2. Es justo poner al niño en el centro de la atención de las ciencias humanas, y no sólo de las biológicas, ya desde el comienzo de su camino temporal en el seno materno. Por tanto, queridos congresistas, vuestro compromiso tiene ciertamente un valor en el campo de las ciencias experimentales, pero también un significado antropológico y moral. En efecto, vuestro interés, al superar el puro organicismo y la consideración de los aspectos físico-funcionales, que a pesar de todo conservan su importancia, se dirige hacia la intimidad del nuevo ser, que es huésped del seno materno.

Vosotros lo veis, por decirlo así, en perspectiva: miráis al desarrollo sucesivo del niño —su infancia, su adolescencia, su edad adulta—, a fin de captar las conexiones psicológicas que existen entre estas fases de la existencia y sus comienzos en el seno de la madre, y sugerir a los padres la conducta más idónea para asegurar el comienzo armónico del proceso.

La historia de la persona después del nacimiento depende, ciertamente, del cuidado físico y médico que recibe. Pero también ejercen gran influencia en ella la serenidad, la intensidad y la riqueza de las emociones experimentadas durante la vida prenatal. Por consiguiente, hay que considerar de máxima importancia esta línea de investigación prenatal.

En esta perspectiva, también es importante destacar la conexión que existe entre el desarrollo de la psicología del hijo por nacer y el ambiente de vida familiar de su entorno. La armonía de los esposos, el calor del hogar y la serenidad de la vida diaria influyen en su psicología, favoreciendo su nacimiento armonioso: no sólo los genes transmiten los rasgos hereditarios de los padres, sino también las repercusiones de su situación espiritual y emotiva.

3. Es grato constatar cómo la medicina y la psicología, con sus respectivos recursos, pueden ponerse al servicio de la vida del hijo por nacer y de su desarrollo progresivo. Mientras hoy algunas líneas de investigación e intervención experimental corren el riesgo de olvidar el misterio de la persona presente en la?vida que brota en el seno de la madre, vosotros os proponéis desarrollar vuestros estudios partiendo de este supuesto. En efecto, sabéis que la desgracia más grave para la humanidad es perder el significado del valor de la vida humana ya desde su inicio.

Conocer la vida en todas sus dimensiones, para respetarla y promoverla en todo su desarrollo y en todo su misterio: este es el horizonte que os guía y que hoy queréis reafirmar ante el Sucesor de Pedro. Es de desear, en este contexto, que los encargados de la asignación de los medios económicos destinados a la investigación sepan distinguir entre los programas que servirán para sostener la vida y los que ofenden su integridad o ponen en peligro su misma existencia.

Corresponde, en particular, a los investigadores católicos la tarea de hacer que sus esfuerzos se ordenen hacia los objetivos humanos más altos a los que la ciencia puede servir. A este respecto, escribí en la carta encíclica Evangelium vitae: «También los intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una tarea particular corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de?la reflexión humanística» (n. 98).

4. Invito nuevamente a los creyentes a colaborar con espíritu abierto con sus colegas del mundo científico, para desarrollar la investigación sobre los componentes físicos, psicológicos y espirituales de la vida humana ya desde sus albores. Cualquier persona que sea sensible a la defensa y a la promoción de la vida, especialmente cuando es frágil e indefensa, no puede contentarse con la proclamación, aunque sea justa y sacrosanta, del derecho a la vida, sino que debe sentirse comprometida a elaborar una cultura científicamente fundada «con aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos» (ib.).

La victoria, en definitiva, será de la verdad, porque Dios está de su parte. ¿No es él, acaso, el Dios de la verdad y el Señor de la vida?

Por tanto, os exhorto a continuar en vuestros estudios con rigor ejemplar. El Señor seguramente os acompañará con su gracia en vuestro trabajo diario, que ponéis al servicio de un futuro más hermoso y rico de vida.

Con estos deseos, mientras invoco sobre vosotros y sobre vuestras actividades, la protección de la Virgen María, Sede de la sabiduría y Madre del Verbo encarnado, os imparto de corazón mi afectuosa bendición.

Vaticano, 20 de marzo de 1998










Discursos 1998 - Martes 17 de marzo de 1998