Discursos 1998 - Lunes 23 de marzo 1998


A LOS MIEMBROS DE LA PRESIDENCIA


Y A LOS SOCIOS DEL CÍRCULO DE SAN PEDRO


Jueves 26 de marzo de 1998



Amadísimos socios del Círculo de San Pedro:

1. Os acojo con alegría y os saludo con afecto. Este encuentro me brinda, como cada año, la oportunidad de renovaros mis sentimientos de gratitud y estima por la obra que realizáis en el fiel servicio a la Iglesia y al Papa y con múltiples iniciativas de solidaridad para con el prójimo necesitado.

Doy una cordial bienvenida a vuestro asistente espiritual, el arzobispo monseñor Ettore Cunial, que desde hace muchos años es celoso animador de vuestra asociación. Saludo y doy las gracias a vuestro presidente general, el marqués Marcello Sacchetti, que, con sus amables palabras, se ha hecho intérprete de los sentimientos de los presentes y ha ilustrado los diversos ámbitos en que se realiza vuestra significativa y benemérita actividad. Gracias de corazón por lo que hacéis y por la generosidad con que cada día prestáis vuestra valiosa colaboración a la Santa Sede.

2. Acaban de recordarnos el lema que constituye vuestro programa de compromiso: oración, acción y sacrificio. Ciertamente, cada uno de vosotros lleva estas palabras impresas en su corazón, mientras trabaja diariamente, según el espíritu de vuestra asociación, para responder a las necesidades espirituales y materiales de vuestros hermanos. Buscáis apoyo, ante todo, en la oración, encuentro de amor con Dios, del que brota la fuerza indispensable para toda actividad. En efecto, es difícil afrontar siempre con disponibilidad inmediata las innumerables peticiones de ayuda que os llegan, si falta el recurso constante a Dios, fuente de toda energía espiritual.

También forma parte de vuestra espiritualidad una atención particular al sacrificio como medio de ascesis personal y condición concreta de la asistencia a los necesitados. A este respecto, el tiempo de Cuaresma que estamos viviendo brinda estímulos y oportunidades que hay que valorar plenamente: del mismo modo que el Verbo encarnado, con su muerte en la cruz, dio la prueba suprema de su amor y redimió a la humanidad, así cada cristiano está llamado a contribuir también con su sufrimiento a la obra de la salvación. El sacrificio de sí es testimonio sublime de amor y, como tal, signo distintivo de los creyentes, según las palabras del Evangelio: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,35).

3. Amadísimos hermanos, sostenidos por la oración incesante y dispuestos a ayudar con abnegación a vuestro prójimo, no os dejéis abatir por ninguna dificultad. Por el contrario, como ya hacéis, no temáis afrontar los desafíos que se presentan todos los días en nuestra ciudad cosmopolita a quien pretende promover la caridad solidaria. Al respecto, quisiera exhortaros a proseguir con entusiasmo y alegría el valioso apostolado que ya estáis llevando a cabo, ofreciendo a las personas que encontráis la posibilidad de una experiencia de caridad concreta que dispone el corazón a abrirse a Dios.

¿Cómo no subrayar, además, vuestra devota adhesión a la Sede apostólica, a la que os unen estrechos vínculos de fidelidad? Manifestáis esta adhesión singular con el servicio litúrgico en la basílica vaticana, con la presencia en diversas manifestaciones y con el significativo gesto de la colecta del Óbolo de san Pedro en la diócesis de Roma. Gracias, queridos hermanos, por esta solicitud y por vuestra colaboración concreta.

Que vuestro trabajo esté animado cada vez más por una fe profunda y una entrega gozosa a vuestros hermanos. Para ello, invoco la asistencia del Espíritu Santo, a quien está dedicado este segundo año de preparación para el gran jubileo. Disponed vuestro corazón a responder a sus mociones interiores. Sed dóciles instrumentos suyos, difundiendo a vuestro alrededor esperanza y serenidad.

Encomendándoos a la protección materna de María, Salus populi romani, invoco su ayuda celestial para las iniciativas y los propósitos de vuestra asociación, y os imparto de corazón a cada uno de vosotros, a vuestras familias y a quienes se benefician de vuestro servicio, una especial y propiciadora bendición apostólica.








AL COMITÉ INTERNACIONAL CATÓLICO-JUDÍO DE COORDINACIÓN


Jueves 26 de marzo de 1998



Queridos amigos:

Me complace dar la bienvenida a los miembros del Comité internacional católico-judío de coordinación, reunidos en Roma con ocasión de vuestro decimosexto encuentro. Vuestro Comité ha contribuido en gran medida a mejorar las relaciones entre nuestras dos comunidades, fomentando la reflexión teológica y el diálogo sobre significativas cuestiones religiosas y sociales. La Declaración conjunta publicada como fruto de vuestra última asamblea mostró importantes convergencias en la comprensión católica y judía de la familia, fundamento de la sociedad. Habéis estudiado la visión bíblica de la creación de Dios, con sus consecuencias para el reconocimiento de la dignidad de la persona humana y de nuestra responsabilidad con respecto al medio ambiente.

El progreso que ya habéis logrado pone de manifiesto que gracias a la continuación del diálogo entre judíos y cató- licos se han cumplido con creces las expectativas. Pero vuestra obra es también un gran signo de esperanza para un mundo marcado por conflictos y divisiones, fomentados muy a menudo en nombre de intereses económicos o políticos. Un compromiso de auténtico diálogo, enraizado en un amor sincero a la verdad y en una apertura a todos los miembros de la familia humana, sigue siendo el camino primero e indispensable hacia la reconciliación y la paz, que el mundo necesita. Cuando los creyentes miran los acontecimientos con la convicción de que todas las cosas están gobernadas en última instancia por la divina Providencia, seguramente se acercan más a esa armonía bendita que el salmista compara con el ungüento fino derramado sobre la cabeza de Aarón, o con el rocío que desciende de las alturas de Sión (cf. Sal Ps 133,2-3).

Queridos amigos, que vuestro actual encuentro descubra caminos cada vez más efectivos para dar a conocer y hacer apreciar tanto a católicos como a judíos el significativo progreso en la comprensión mutua y en la cooperación que ha tenido lugar entre nuestras dos comunidades. Sobre vosotros y vuestra importante obra invoco cordialmente abundantes bendiciones divinas.








A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS


DEL PONTIFICIO SEMINARIO LOMBARDO EN ROMA


Viernes 27 de marzo de 1998

1. Con gran alegría lo acojo a usted, a los superiores y a los estudiantes del Pontificio seminario lombardo, y a cada uno le doy mi cordial bienvenida al Palacio apostólico. Le agradezco, monseñor rector, las palabras que acaba de dirigirme en nombre de los presentes. Queridos hermanos, me agrada particularmente encontrarme con vosotros en el marco del centenario del nacimiento del siervo de Dios Papa Pablo VI. Él pasó un período significativo de su formación en vuestro seminario, que, años después, llamado por la divina Providencia a guiar la Iglesia universal, definió con estas palabras: «El seminario lombardo tiene un espíritu propio, un estilo propio, una pedagogía propia, pues, de una tradición, de una escuela, de una experiencia muy larga (...) deriva su arte de formar a los que en él ponen su confianza, no ya como huéspedes y extraños, sino como miembros, como hijos, como herederos de una tradición que no en vano procede de los santos titulares del Seminario: san Ambrosio y san Carlos» (Discurso a los superiores y alumnos del Pontificio seminario lombardo, 15 de junio de 1965: Insegnamenti di Paolo VI, vol. III, III 1965,0, p. 605).

Ciertamente, también en la escuela del seminario lombardo, y gracias a su espíritu eclesial, Pablo VI maduró el amor al Evangelio y a la Iglesia, que distinguió toda su existencia.

2. Al encontrarme con vosotros hoy, amadísimos hermanos en el sacerdocio, quisiera saludar, a través de vosotros, a vuestros obispos, que muy oportunamente os han pedido que prosigáis la formación intelectual, espiritual y pastoral aquí en Roma, centro de la cristiandad. La Iglesia necesita ministros competentes, dotados de sabiduría divina, de la sabiduría que toma forma y rostro en la persona de Jesús (cf. 1Co 1,24). En nuestro tiempo, en que la comunidad eclesial italiana va promoviendo su «proyecto cultural» encaminado al diálogo con los hombres contemporáneos, vuestro ministerio de presbíteros exige una adecuada preparación doctrinal y ascética. No estáis llamados a dar al mundo oro y plata, sino la única riqueza que la Iglesia posee, el Evangelio de su Señor (cf. Hch Ac 3,6). Como se comprende fácilmente, esto requiere un ministerio cualificado y actualizado, que sepa conjugar el rigor científico con el horizonte del amor a Cristo, la búsqueda de la verdad con el testimonio de una vida según el Evangelio, y el anuncio de la fe con la caridad que brota de la vida de Jesús y que constituye el criterio último de valor de la existencia y del ministerio sacerdotal.

Los años que pasáis en Roma son, pues, una ocasión privilegiada para profundizar los vínculos que, como ministros de Cristo, establecéis con la Iglesia universal y la sede de Pedro, y también el singular servicio a la verdad que desde esta ciudad se difunde a todo el mundo. Roma tiene la prerrogativa única de expresar al mismo tiempo la dimensión diocesana y la universalidad. Ciertamente, la experiencia romana ocupa un período relativamente breve de vuestra misión presbiteral. Como dijo el mismo Pablo VI al colegio lombardo, «ya participáis desde ahora, aunque sea sólo con el corazón, en el ministerio que se os encomendará. Esta gravitación hacia el futuro (...) es también una fuerza, y se llama amor, se llama fidelidad, se llama servicio, se llama vocación, se llama sacrificio. Cada uno tiene el suyo. Esta es la dinámica de un seminario, y el Lombardo la vive» (Discurso a los superiores y alumnos del Pontificio seminario lombardo, 15 de junio de 1965: Insegnamenti di Paolo VI, vol. III 1965,0, p. 607).

Por tanto, ojalá que la experiencia de estos años os lleve a incrementar el amor a vuestras diócesis y, a la vez, la comunión de toda la Iglesia católica. Amadísimos jóvenes, ofreced por las personas que serán encomendadas a vuestro cuidado pastoral el sacrificio de pasar ahora la mayor parte del tiempo en la soledad de vuestra habitación y sobre los textos de estudio. Durante estos años de formación no estáis viviendo un ministerio sacerdotal infecundo, porque, a través de la oración y el estudio, vais conformándoos cada vez más a Cristo, para servirle fielmente en la Iglesia. Por tanto, sed generosos y abrid vuestro corazón a la gracia divina. Se beneficiarán de ello vuestro apostolado y toda la Iglesia, en la que habéis sido elegidos y ordenados.

3. El seminario, con su estilo de comunidad presbiteral, os ayuda a experimentar a diario que vuestro ministerio tiene como condición la vida fraterna y la comunión de vuestra vocación.

Una comunidad de sacerdotes jóvenes es algo muy diferente de una simple estructura dedicada a brindar hospitalidad: la experiencia de la vida comunitaria, en quienes la viven con intensidad, alimenta un espíritu auténticamente eclesial, y así llega a ser para ellos una valiosa verificación del camino de crecimiento en la obediencia a la voluntad de Dios y en el servicio a los hermanos. Ayuda, además, a comprender que los primeros beneficiarios de su ministerio son aquellos a quienes el Señor pone diariamente a su lado, compartiendo sus mismos esfuerzos por el Reino.

4. Este período de formación, en los últimos años del siglo XX, marca para cada uno de vosotros un itinerario espiritual que constituye una preparación aún más exigente para vuestro futuro apostolado. En efecto, sois los presbíteros del tercer milenio. Preparaos para prestar vuestro servicio ministerial con una generosa pasión por el Evangelio, unida a un amor ilimitado a Cristo, camino, verdad y vida. Ojalá que el tiempo cuaresmal, que estamos viviendo, os ayude a comprender cada vez mejor el valor y el sentido de vuestra misión.

El seminario lombardo, situado junto a la basílica de Santa María la Mayor, ofrece a sus huéspedes la oportunidad de recurrir constantemente a la Virgen, Madre de Dios. Invocadla, queridos hermanos, para que os acompañe en vuestra formación cristiana y sacerdotal y atraiga para vuestro ministerio presente y futuro la abundancia de la gracia del Espíritu Santo, que obró en ella el misterio de la maternidad divina. María os ayude a perseverar con fidelidad y alegría en el seguimiento de Cristo y a alimentar constantemente una entrega fructuosa a la grey encomendada a vosotros.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón a vosotros y a quienes os guían, así como a vuestros familiares y seres queridos, una especial bendición apostólica.








AL PONTIFICIO COLEGIO IRLANDÉS EN ROMA


Sábado 28 de marzo de 1998



Excelencia;
queridos hermanos sacerdotes;
queridos seminaristas:

Me da gran alegría recibir al rector, a los superiores y a los estudiantes del Colegio irlandés, acompañados por el arzobispo de Armagh, con ocasión del quincuagésimo aniversario de la concesión del título de Colegio pontificio. Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por todo lo que el Colegio ha representado para la Iglesia en Irlanda y para la comunidad irlandesa en Roma desde su fundación en 1628 y, especialmente, en estos últimos cincuenta años. Basta recordar los nombres de quienes han estado relacionados con el Colegio para formarse una idea de su rico patrimonio espiritual y cultural: sus fundadores, el cardenal Ludovico Ludovisi y el padre Luke Wadding; su mártir, san Oliver Plunkett; el primer cardenal de Irlanda, Paul Cullen; y el escritor de espiritualidad, dom Columba Marmion. Su ejemplo de santidad y celo debería servir de inspiración, especialmente a vosotros, seminaristas, que os preparáis para dar a conocer mejor el Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Vuestros años en Roma os permiten experimentar, en primer lugar, la dimensión universal de la Iglesia y profundizar los vínculos de comunión que os unen con el Obispo de Roma y Sucesor de Pedro. El estudio de la filosofía y la teología, el descubrimiento de los monumentos cristianos de esta ciudad, y el contacto diario con los cristianos de muchos países enriquecen vuestra comprensión de la fe católica.

Como futuros maestros de la fe, debéis ser capaces de afrontar la complejidad de los tiempos y responder a las cuestiones fundamentales que afectan a la vida de las personas, cuestiones que sólo pueden encontrar una respuesta total y definitiva en el evangelio de Jesucristo (cf. Pastores dabo vobis PDV 56).

Sobre todo, tenéis que ser hombres de oración. Para poder guiar a los demás hacia Cristo, necesitáis una profunda intimidad con él, que sólo es posible pasando tiempo en su compañía. Los años del seminario deberían ser un tiempo de meditación fiel sobre la palabra de Dios y de participación activa en los sacramentos y en el Oficio divino. Especialmente en la misa, en la que los irlandeses han hallado siempre fuerza espiritual para vivir los períodos de mayores pruebas (cf. Homilía en el parque de Fénix, 29 de septiembre de 1979, n. 1), crecéis en amistad con Cristo y recibís la fuerza interior para responder generosamente a su llamada.

Pido a Dios que el Pontificio Colegio Irlandés siga cumpliendo su misión de formar sacerdotes impregnados del amor a Dios y de celo por la difusión del Evangelio. Acordaos de la recomendación de san Patricio: Ut Christiani, ita et Romani sitis!

Encomendándoos a vosotros y a vuestras familias a la intercesión de María, Reina de Irlanda, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.










AL CUARTO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS


EN VISITA "AD LIMINA"


Martes 31 de marzo de 1998



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Después de las visitas de los otros grupos de obispos de Estados Unidos, os doy ahora afectuosamente la bienvenida a vosotros, obispos de las provincias eclesiásticas de Louisville, Mobile y Nueva Orleans. A través de vosotros, saludo a todos los miembros de las diócesis en que el Espíritu Santo os ha puesto como centinelas, para pastorear la Iglesia de Dios (cf. Hch Ac 20,28). De modo especial, doy gracias a Dios por los vínculos de comunión que nos unen en el ministerio episcopal al servicio de su pueblo santo. La experiencia de la Iglesia desde el Vaticano II demuestra cuán importante es el ministerio de los obispos para la renovación que recomendaba el Concilio y para la nueva evangelización que es preciso llevar a cabo en el umbral del tercer milenio cristiano. Por eso, propongo reflexionar hoy en algunos de los aspectos más fundamentales de nuestro ministerio, que nos viene de los Apóstoles «a través de una sucesión que se remonta hasta el principio» (Lumen gentium LG 20).

2. En vuestro documento El ministerio de enseñar del obispo diocesano, habéis centrado la atención en esta importante verdad: el ministerio episcopal es una parte crucial de la obra salvífica de Dios en la historia humana. No puede reducirse «a un aspecto de la común necesidad humana de organización y autoridad» (loc. cit., 1, A, 1). En efecto, por mandato y orden de Cristo, los obispos enseñan «la fe inmutable de la Iglesia tal como debe comprenderse y vivirse hoy» (ib., 1, A, 2). Este deber sólo puede entenderse y cumplirse en el ámbito de una adhesión personal del obispo a la fe. En efecto, el mandato del Señor a sus Apóstoles de enseñar en su nombre está vinculado a un profundo acto de fe de su parte: el acto de fe por el que los Apóstoles, con Pedro, reconocieron que Jesús era «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Esta profesión de fe en Cristo ha de estar siempre en el centro de la vida y del ministerio del obispo.

En su diócesis, el obispo declara la fe de la Iglesia con la autoridad que deriva de su ordenación episcopal y de su comunión con el Colegio de obispos bajo su Cabeza (cf. Lumen gentium LG 22). Su tarea consiste en enseñar de modo pastoral, iluminando los problemas actuales con la luz del Evangelio y ayudando a los fieles a vivir una vida plenamente cristiana en medio de los desafíos de nuestro tiempo (cf. Directorio sobre el ministerio pastoral de los obispos, n. 56). El obispo, al aplicar el Evangelio a las nuevas cuestiones, salvaguardando la interpretación auténtica del magisterio de la Iglesia, asegura que la Iglesia particular obre conforme a la verdad que salva y libera. Todo esto requiere que el obispo sea un hombre de firme fe sobrenatural y sólida fidelidad a Cristo y a su Iglesia.

3. Nuestra enseñanza implica una gran responsabilidad, puesto que «está dotada de la autoridad de Cristo» (Lumen gentium LG 25); sin embargo, debemos enseñar y predicar con gran humildad, ya que somos servidores de la palabra y no sus dueños. Si queremos ser maestros eficaces, debemos hacer que toda nuestra vida sea transformada por la oración y por nuestra continua dependencia de Dios, a imitación de Cristo mismo. Para apagar la sed de verdad del Evangelio que tiene el pueblo de Dios, los obispos tendríamos que prestar atención a las palabras de san Carlos Borromeo a sus sacerdotes durante su último Sínodo: «¿Tenéis el deber de predicar y enseñar? Entonces, concentraos en lo esencial, para cumplir este deber de modo adecuado. Sobre todo haced que vuestra vida y vuestra conducta sean sermones» (Liturgia de las Horas, fiesta de san Carlos).

La predicación del mensaje evangélico requiere efectivamente oración personal, estudio y reflexión constantes, así como consulta a consejeros preparados. El empeño por el estudio y el conocimiento que exige el munus episcopale es fundamental para conservar «la verdad que nos ha confiado el Espíritu Santo, que habita en nosotros» (cf. 2Tm 1,14), y para proclamarla con fuerza, «a tiempo y a destiempo» (2Tm 4,2). Dado que el obispo tiene la responsabilidad personal de enseñar la fe, necesita tiempo para asimilar, también en la oración, el contenido de la tradición y del magisterio de la Iglesia. De igual modo, debería actualizar sus conocimientos de la teología, de los estudios bíblicos y de la reflexión moral sobre cuestiones sociales. Conozco, por mi experiencia personal de obispo diocesano, lo mucho que se exige de un obispo. Pero esa experiencia me ha convencido de que es esencial encontrar el tiempo para estudiar y reflexionar, porque sólo con el estudio, la reflexión y la oración el obispo, trabajando con sus colaboradores, puede guiar y gobernar de modo verdaderamente cristiano y eclesial, preguntándose siempre: «¿Cuál es la verdad de fe que ilumina el problema que estamos afrontando?». Así, puede darse hoy que el obispo necesite reorganizar el modo como ejerce su oficio episcopal, para dedicarse a lo que es fundamental en su ministerio.

4. El gran jubileo del año 2000 nos invita a redoblar nuestros esfuerzos para predicar el Evangelio como respuesta al profundo deseo de verdad espiritual, que caracteriza a nuestro tiempo. Esta «hora» de evangelización implica exigencias especiales para los obispos. En El ministerio de enseñar del obispo diocesano habéis explicado las cualidades que garantizan que la enseñanza de un obispo sea eficaz. Con su experiencia pastoral, el estudio, la reflexión, el discernimiento y la oración, debe hacer suya la verdad salvífica, para poder comunicar la plenitud de la fe y animar a los fieles a vivir de acuerdo con las exigencias del Evangelio. El obispo tiene la misión de transmitir la fe que ha recibido; por eso, debe considerar su enseñanza como un humilde servicio a la palabra de Dios y a la tradición de la Iglesia. Dispuesto a sufrir por el Evangelio (cf. 2Tm 1,8), debe proclamar valientemente la verdad, incluso cuando ello signifique desafiar las opiniones comunes de la sociedad. El obispo debe enseñar con frecuencia y constancia, predicando homilías, escribiendo cartas pastorales, dando conferencias y usando los medios de comunicación social, para que se vea que enseña la fe y da testimonio público del Evangelio. Además, su enseñanza debe caracterizarse por la caridad, de acuerdo con las palabras de Pablo a Timoteo: «A un siervo del Señor no le conviene altercar, sino ser amable con todos, pronto a enseñar, sufrido, y que corrija con mansedumbre a los adversarios » (2 Tm 2, 24-25).

5. «Apacentad la grey de Dios que os está encomendada» (1P 5,2). Cualquier reflexión sobre vuestra responsabilidad de gobierno pastoral de la porción del pueblo de Dios confiada a vosotros «como vicarios y legados de Cristo» (Lumen gentium LG 27), debe comenzar por la atenta consideración del ejemplo de Cristo mismo, el buen Pastor, nuestro supremo modelo. En la reciente Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, muchos pastores plantearon la cuestión del ejemplo de su vida y de su ministerio, conscientes de que el pueblo de Dios sólo escuchará su voz y responderá si percibe que su testimonio es auténtico. En la sala del Sínodo escuchamos la exhortación a los obispos, individual y colegialmente, a ser más sencillos, con la sencillez de Jesús y del Evangelio, una sencillez que consiste en dedicarse a las cosas esenciales del Padre (cf. Lc Lc 2,49).

Para afrontar las necesidades de los tiempos modernos, las diócesis han creado frecuentemente complejas estructuras y gran variedad de oficinas diocesanas, que proporcionan asistencia en el ejercicio del gobierno pastoral. Sin embargo, como obispos debéis preocuparos por salvaguardar la naturaleza personal de vuestro gobierno, dedicando mucho tiempo a conocer los puntos fuertes y los débiles de vuestras diócesis, las expectativas y las necesidades de los fieles, sus tradiciones y sus carismas, el ambiente social en que viven, y los problemas que tienen que afrontar a largo plazo. Esto significa asegurar que las estructuras, necesarias hoy para guiar una diócesis, no impidan precisamente lo que deben facilitar: el contacto del obispo con su pueblo y su misión evangelizadora. En el Sínodo se subrayó el hecho de que hoy es demasiado fácil para un obispo delegar en otros su responsabilidad de evangelizar y catequizar, transformándose en prisionero de sus propias obligaciones administrativas. Ya que nuestro ministerio está ordenado siempre a la construcción del cuerpo de la Iglesia en la verdad y la santidad (cf. Lumen gentium LG 27), el ejercicio de la autoridad episcopal no es nunca una mera necesidad administrativa, sino un testimonio de la verdad sobre Dios y el hombre revelada en Jesucristo y un servicio para el bien de todos. Para guiar a los hombres hacia la plenitud de Jesucristo, debemos efectivamente «realizar la función del evangelizador» (2 Tm 4, 5). Ninguna otra tarea es tan urgente como ésta.

6. De modo especial, un obispo diocesano tiene que hacer todo lo posible para mantener una íntima relación con sus sacerdotes, que se caracterice por la caridad y la preocupación por su bienestar espiritual y material. Promoviendo un clima de confianza y familiaridad con ellos, ha de ser su maestro, padre, amigo y hermano (cf. Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, n. 107). De esa manera, el vínculo jurídico de obediencia entre el sacerdote y el obispo está animado por la caridad sobrenatural que existe entre Cristo y sus discípulos. Esta caridad pastoral y este espíritu de comunión entre el obispo y los sacerdotes es vital para la eficacia del apostolado. De la misma forma, el obispo se ha de esforzar en especial por salir al encuentro de los jóvenes a quienes Cristo llama a compartir su sacerdocio mediante el ministerio ordenado. La experiencia demuestra que cuando el obispo local asume con seriedad esta responsabilidad, no hay «escasez de vocaciones». Los jóvenes quieren ser invitados a la entrega radical, y el obispo, como principal responsable de la continuación de la misión salvífica de Cristo en el mundo, es el único que puede repetir con autoridad las palabras de Cristo: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19).

Asimismo, la relación entre el obispo y los miembros de las comunidades religiosas debería estar animada por su estima hacia la vida consagrada y por su compromiso de dar a conocer los diversos carismas en la Iglesia particular, con la intención de invitar a los jóvenes a vivir su gracia bautismal, abrazando con generosidad los consejos evangélicos. Por otra parte, a partir del Concilio todos somos más conscientes de la necesidad de reconocer, salvaguardar y promover la dignidad, los derechos y los deberes de los fieles laicos. Es esencial que el obispo y sus más íntimos colaboradores aprecien y animen su servicio a la comunidad eclesial, su consejo y sus esfuerzos por llevar la enseñanza de la Iglesia a la cultura contemporánea mediante la transformación de la vida intelectual, política y económica.

7. Uno de los frutos del concilio Vaticano II es el desarrollo de las Conferencias episcopales como instrumentos para ejercer la colegialidad entre los obispos que deriva de la ordenación y de la comunión jerárquica. La Conferencia existe para intercambiar experiencias pastorales y permitir un enfoque común de las diversas cuestiones que se plantean en la vida de la Iglesia, en una región o un país. Vuestra reciente decisión de estudiar la estructura y las funciones de vuestra Conferencia muestra que reconocéis la necesidad de examinar de nuevo sus actividades, para que puedan servir mejor a los propósitos pastorales y evangélicos que dan a la Conferencia su sentido único.

Esto significa, entre otras cosas, que la Conferencia episcopal debe encontrar el modo de ser verdaderamente eficaz, sin debilitar la enseñanza y la autoridad pastoral propias únicamente del obispo. Sus estructuras administrativas no deben convertirse en un fin en sí mismo; al contrario, tienen que ser siempre instrumentos para las grandes tareas de evangelización y servicio eclesial. Hay que cuidar especialmente que la Conferencia funcione como un cuerpo eclesial, y no como una institución modelada según los equipos directivos de la sociedad secular. De esa forma, cada obispo será capaz de aportar sus dones únicos a las discusiones y decisiones de la Conferencia. El deber del obispo de enseñar, santificar y gobernar es, efectivamente, un deber personal, que no puede delegarse a otros.

8. Conviene recordar siempre que los pastores de la Iglesia son personalmente responsables de la transmisión de la luz y de la alegría de la fe. Decir esto significa afrontar inmediatamente la cuestión de nuestra fe y nuestra convicción. Esta visita ad limina, con vuestra oración ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, os brinda una ocasión llena de gracia para recordar cuán esenciales son para vuestro testimonio vuestra relación con Cristo y la seriedad de vuestra búsqueda personal de la santidad. La vitalidad de vuestras Iglesias particulares y el bienestar de la Iglesia universal son, ante todo y siempre, un don del Espíritu Santo. Pero este don depende también de la oración ferviente y de la caridad pastoral abnegada de los obispos, tanto de forma individual como colegial. En nuestras debilidades, necesitamos ser sostenidos por la gracia del Espíritu Santo, para poder decir sin miedo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios» (Jn 6,68-69). Ojalá que, con ocasión del bimilenario de la Encarnación, la Iglesia, la Esposa, ofrezca a su Señor un Colegio episcopal unido y firme en la fe, ardiente en el testimonio del evangelio de la gracia del Señor, y consagrado al servicio del Espíritu y de la justificación llena de gloria (cf. Lumen gentium LG 21).

Queridos hermanos, con estas reflexiones sobre vuestro ministerio, deseo animaros en la gracia y en la vocación que Cristo os ha concedido. Oro por vosotros mientras cumplís vuestra misión de proclamar el amor de Dios y los misterios de la salvación a todos, confiando en que el Espíritu Santo os guíe y fortalezca. Con gratitud por vuestra labor de predicar la palabra de Dios «con toda paciencia y doctrina» (2Tm 4,2), os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María, Sedes sapientiae, para que os sostenga con sabiduría pastoral e infunda alegría y paz en vuestro corazón. A vosotros y a los sacerdotes, religiosos y fieles laicos de vuestras diócesis, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.









Abril de 1998



XIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD



DURANTE EL ENCUENTRO CELEBRADO


EN LA PLAZA DE SAN JUAN DE LETRÁN


Jueves 2 de abril de 1998



1. «¡Toma la cruz!».

Amadísimos jóvenes de Roma, las palabras que constituyen el lema de este encuentro remiten a las de Jesús, que acabamos de proclamar: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8,34). Estas palabras permiten comprender el valor y el significado de esta fiesta, en espera de la cruz.

En efecto, como bien sabéis, está a punto de llegar a Roma la cruz de las Jornadas mundiales de la juventud, que yo mismo entregué a los jóvenes en 1984, al término del Año santo de la redención. Después de haber peregrinado en los diversos continentes, vuelve ahora a nuestra ciudad, centro del mundo cristiano. El domingo próximo, al final de la misa de Ramos, en la plaza de San Pedro, una representación de los jóvenes de París la entregará a algunos jóvenes italianos, y de ese modo empezar á la preparación de la Jornada mundial de la juventud del año 2000, que tendrá lugar aquí, en Roma, en el corazón del gran jubileo.

Jóvenes romanos, que esta tarde os habéis reunido aquí, os dirijo a cada uno mi afectuoso saludo. También doy mi más cordial bienvenida a los jóvenes franceses, que han venido para esta significativa entrega, y a los quinientos representantes de las diócesis de Italia. Saludo al cardenal vicario y le agradezco las palabras que, en vuestro nombre, ha querido dirigirme. Gracias a todos los que han preparado esta tarde de fiesta y a cuantos participan en ella, animándola con sus testimonios y sus expresiones artísticas. Un saludo, además, a quienes están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión.

2. Así pues, es fiesta por la llegada de la cruz, de vuestra cruz. La cruz se ha de acoger, ante todo, en el corazón, y después se ha de llevar en la vida. Nos hemos reunido hoy para recordárnoslo unos a otros en esta plaza, entre la Escala santa, que evoca la pasión de Cristo, y la cercana Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, en la que se venera la reliquia de la cruz.


Discursos 1998 - Lunes 23 de marzo 1998