Discursos 1998 - Jueves 2 de abril de 1998

Muchos cristianos han abrazado la cruz a lo largo de los siglos: ¿podemos dejar de dar gracias a Dios por ello? Y vosotros, jóvenes de Roma, sois testigos de cómo, también durante la misión ciudadana, el mensaje de muerte y resurrección, que brota de la cruz, se convierte en anuncio de esperanza que conmueve y consuela, fortalece el espíritu y apacigua el corazón. ¡Cuán actuales resultan las palabras de Jesús: «Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32), y «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37)!

Hoy queremos proclamar con vigor el evangelio de la cruz, es decir, de Jesús muerto y resucitado para el perdón de los pecados. Este anuncio salvífico, que asegura a los creyentes la vida eterna, desde el día de Pascua no ha dejado nunca de resonar en el mundo. Es la buena noticia que, con los apóstoles Pedro y Pablo, llegó a nuestra Roma, y desde aquí se ha difundido a tantos lugares de Europa y del mundo.

3. Queridos jóvenes, con razón podemos decir que en Roma la cruz es algo natural. En cierto sentido, Roma es la ciudad de la cruz, pues aquí, anunciada y vivida por tantos mártires y santos de ayer y de hoy, ha sellado y escrito la historia de la ciudad.

La cruz está oculta en el nombre mismo de Roma. Si leemos Roma al contrario, pronunciamos la palabra «Amor» ¿No es la cruz el mensaje del amor de Cristo, del Hijo de Dios, que nos amó hasta ser clavado en el madero de la cruz? Sí, la cruz es la primera letra del alfabeto de Dios.

4. Así como la cruz no es algo extraño en Roma, tampoco lo es para la vida de todo hombre y mujer de cualquier edad, pueblo y condición social. Durante este encuentro habéis conocido a varias personas, más o menos famosas. Estas, de diferentes modos, han encontrado y encuentran el misterio de la cruz; han sido tocadas y, en cierto modo, marcadas por ella. Sí, la cruz está inscrita en la vida del hombre. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y, sin embargo, no podemos eliminar de nuestra historia personal el sufrimiento y la prueba. Queridos jóvenes, ¿no experimentáis también vosotros diariamente la realidad de la cruz? Cuando en la familia no existe la armonía, cuando aumentan las dificultades en el estudio, cuando los sentimientos no encuentran correspondencia, cuando resulta casi imposible encontrar un puesto de trabajo, cuando por razones económicas os veis obligados a sacrificar el proyecto de formar una familia, cuando debéis luchar contra la enfermedad y la soledad, y cuando corréis el riesgo de ser víctimas de un peligroso vacío de valores, ¿no es, acaso, la cruz la que os está interpelando?

Una difundida cultura de lo efímero, que asigna valores sólo a lo que parece hermoso y a lo que agrada, quisiera haceros creer que hay que apartar la cruz. Esta moda cultural promete éxito, carrera rápida y afirmación de sí a toda costa; invita a una sexualidad vivida sin responsabilidad y a una existencia carente de proyectos y de respeto a los demás. Abrid bien los ojos, queridos jóvenes; este no es el camino que lleva a la alegría y a la vida, sino la senda que conduce al pecado y a la muerte. Dice Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,24-25).

Jesús no nos engaña. Con la verdad de sus palabras, que parecen duras pero llenan el corazón de paz, nos revela el secreto de la vida auténtica. Él, aceptando la condición y el destino del hombre venció el pecado y la muerte y, resucitando, transformó la cruz de árbol de muerte en árbol de vida. Es el Dios con nosotros, que vino para compartir toda nuestra existencia. No nos deja solos en la cruz. Jesús es el amor fiel, que no abandona y que sabe transformar las noches en albas de esperanza. Si se acepta la cruz, genera salvación y procura serenidad, como lo demuestran tantos testimonios hermosos de jóvenes creyentes. Sin Dios, la cruz nos aplasta; con Dios, nos redime y nos salva.

5. Todo esto es posible, como sabéis, gracias al sacramento del bautismo, que nos une íntimamente a Cristo muerto y resucitado, y nos da el Espíritu Santo, el Espíritu del amor, que brotó del misterio pascual y se derramó en abundancia sobre cuantos confirman su bautismo con el sucesivo sacramento de la confirmación. En la plaza de San Juan, a pocos pasos de uno de los baptisterios más famosos del mundo, quiero recordar que vivir el bautismo significa aceptar la cruz con fe y amor, no sólo en su valor de prueba, sino también en su inseparable dimensión de salvación y resurrección.

Por eso, conviene que hoy celebremos la fiesta en esta plaza de la catedral de Roma, en espera de la cruz. En el corazón de la misión ciudadana, cuyo tema es «Abre la puerta a Cristo, tu salvador », queremos gritar a cada habitante de nuestra ciudad: «Toma la cruz», acéptala, no dejes que los acontecimientos te hundan; al contrario, vence con Cristo el mal y la muerte. Si haces del evangelio de la cruz tu proyecto de vida; si sigues a Jesús hasta la cruz, te encontrarás a ti mismo plenamente.

Amadísimos jóvenes, como conclusión de nuestro sugestivo encuentro, tomad vuestra cruz y llevadla como mensaje de amor, de perdón y de compromiso misionero por las calles de Roma, a las diversas regiones de Italia y a todos los rincones del mundo.

Que os acompañe María, que permaneció fiel al pie de la cruz junto al apóstol Juan; os protejan los numerosos santos y mártires romanos. También yo estoy cerca de vosotros con mi oración, mientras con afecto os bendigo a todos.










A LOS RESPONSABLES DE LA


RENOVACIÓN EN EL ESPÍRITU EN ITALIA


Sábado 4 de abril de 1998

1. Os saludo cordialmente, queridos responsables de la Renovación en el Espíritu en Italia y, por medio de vosotros, a todas las comunidades carismáticas italianas. Saludo afectuosamente, en especial, a las que participarán en el solemne Congreso sobre el Espíritu Santo, que habéis organizado en Rímini, del 30 de abril al 3 de mayo próximo.

Nos encontramos en el año que, en el marco de la preparación del gran jubileo, está dedicado al Espíritu Santo, para invitar a los cristianos a redescubrir la presencia y las obras maravillosas del Espíritu en la historia de la salvación, en la vida de la Iglesia, en el mundo y en la vida de cada discípulo de Cristo. Es un año que vosotros, miembros de la Renovación, estáis llamados a vivir con especial intensidad y compromiso.

El movimiento carismático católico es uno de los muchos frutos del concilio Vaticano II que, como un nuevo Pentecostés, ha suscitado en la vida de la Iglesia un extraordinario florecimiento de asociaciones y movimientos, particularmente sensibles a la acción del Espíritu. ¿Cómo no dar gracias por los grandes frutos espirituales que la Renovación ha producido en la vida de la Iglesia y en la vida de tantas personas? ¡Cuántos fieles laicos, hombres y mujeres, jóvenes, adultos y ancianos, han podido experimentar en su vida la sorprendente fuerza del Espíritu y de sus dones! ¡Cuántas personas han redescubierto la fe, el gusto por la oración, la fuerza y la belleza de la palabra de Dios, traduciendo todo esto en un generoso servicio a la misión de la Iglesia! ¡Cuántas vidas han cambiado totalmente! Por todo ello, hoy, junto con vosotros, quiero alabar y dar gracias al Espíritu Santo.

2. Sois un movimiento eclesial. Por eso, en vuestra vida deben encontrar expresión todos los criterios de eclesialidad sobre los que escribí en la Christifideles laici (cf. n. 30), especialmente la adhesión fiel al Magisterio eclesial, la obediencia filial a los pastores y el espíritu de servicio con relación a las Iglesias particulares y a las parroquias.

Al respecto, he sabido que, recientemente, el consejo permanente de la Conferencia episcopal italiana ha aprobado el Estatuto de vuestro movimiento y ha querido presentar la Renovación como una «experiencia consoladora de vida cristiana, que merece señalarse por su ferviente animación de numerosas comunidades eclesiales». Estas palabras, muy elocuentes, confirman que habéis elegido el camino de la comunión y la colaboración estrecha con los pastores. Y, en el mundo de hoy, confundido por un relativismo y un subjetivismo extremos, esta es la mejor garantía de permanecer fieles a la verdad.

Una de las tareas más urgentes de la Iglesia de hoy es la formación de los fieles laicos. «La formación de los fieles laicos tiene como objetivo fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad cada vez mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión» (Christifideles laici CL 58).

Por tanto, esta debe ser una de vuestras prioridades. En el mundo secularizado de hoy, que propone modelos de vida carentes de valores espirituales, es una tarea más urgente que nunca. La fe muere cuando se reduce a costumbre, a hábito, a experiencia puramente emotiva. Necesita ser cultivada, ayudada a crecer, tanto a nivel personal como a nivel comunitario. Sé que la Renovación en el Espíritu se esfuerza por responder a esta necesidad, buscando formas y modalidades siempre nuevas y más adecuadas a las exigencias del hombre de hoy. Os agradezco lo que hacéis y os pido que perseveréis en vuestro compromiso.

3. Queridos hermanos y hermanas, acoged en vuestro corazón al Espíritu Santo con la docilidad con que lo acogió la Virgen María. Dejad siempre que Dios os asombre y evitad acostumbraros a sus dones. Que el Espíritu Santo, Maestro interior, os conforte en la fe y os conforme cada vez más con Cristo. En este mundo, a menudo impregnado de tristeza e incertidumbre, tened la audacia de colaborar con el Espíritu en una nueva y gran efusión de amor y esperanza sobre toda la humanidad.

Deseo que vuestro Congreso de Rímini, en este año dedicado al Espíritu Santo, se convierta en piedra miliar de vuestro camino hacia el gran jubileo del año 2000. ¡Que el fuego del Espíritu se encienda en el corazón de cuantos participen en él!

Concluyo con las palabras de san Pablo: «Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, para que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios» (Ph 1,9-11). Os espero a todos en la plaza de San Pedro el próximo 30 de mayo para mi encuentro con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Estoy seguro de que no faltaréis a una cita tan significativa.

Imparto mi paterna y afectuosa bendición a toda la Renovación en el Espíritu en Italia.








A LOS MUCHACHOS Y MUCHACHAS DEL UNIV


Martes 7 de abril de 1998



1. Os doy mi afectuosa bienvenida a todos vosotros, queridos chicos y chicas, con motivo de vuestro Congreso internacional UNIV. Saludo, en particular, a los responsables y a los organizadores del evento. Nuestro encuentro tiene lugar durante la Semana santa, y constituye una ocasión propicia para dirigir nuestra mirada con mayor intensidad al misterio pascual.

Además, como sabéis, este año, segundo de la fase preparatoria para el gran jubileo, está dedicado al Espíritu Santo. Invoquemos juntos al Espíritu Paráclito, para que os asista en los trabajos de vuestro congreso sobre el tema: «Progreso humano y derechos de la persona», y os conceda a todos ser testigos auténticos de Jesús y promotores valientes de renovación social. Para lograr plenamente todo eso, es preciso actuar en dos vertientes simultáneamente: convertirse, o sea, borrar el mal de la propia vida, mejorando progresivamente, y compartir con los demás los frutos de la gracia divina mediante obras de solidaridad concreta. Son requisitos para llegar al respeto efectivo de los derechos de cada uno.

2. Los derechos de la persona son el elemento clave de todo el orden social. Reflejan las exigencias objetivas e inviolables de una ley moral universal, que tiene su fundamento en Dios, primera Verdad y sumo Bien. Precisamente por esto son el fundamento y la medida de toda organización humana, y solamente basados en ellos se puede construir una sociedad digna del hombre, arraigada sólidamente en la verdad, articulada según las exigencias de la justicia y vivificada por el amor.

Ante las diversas formas de opresión existentes en el mundo, la Iglesia no duda en denunciar con valentía las violencias. Seguirá luchando por la justicia y la caridad, mientras en el mundo se den formas de injusticia; si no lo hiciera, no sería fiel a la misión confiada por Jesús. Cuando está en juego la persona, Cristo mismo mueve a los creyentes a levantar la voz en su nombre. En su nombre y en todas partes, la Iglesia no deja de recordar que la primacía de la dignidad del hombre sobre cualquier estructura social es una verdad moral que nadie puede ignorar.

3. «Progreso humano y derechos de la persona». ¿Por qué la Iglesia se compromete con tanta fuerza en el campo de los derechos humanos? La respuesta nos remite a una afirmación que me es muy querida: El hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión.

El hombre es criatura de Dios, y por esto los derechos humanos tienen su origen en Él, se basan en el designio de la creación y se enmarcan en el plan de la Redención. Podría decirse, con una expresión atrevida, que los derechos del hombre son también derechos de Dios. Por eso su tutela y promoción pertenecen al núcleo central de la misión de la Iglesia. Ella condena todo abuso contra la persona, porque sabe que es un pecado contra el Creador. La Iglesia hace todo lo posible por promover el auténtico desarrollo de lo humano de cada hombre, convencida de que el respeto por la persona es el camino para un mundo mejor.

La Iglesia debe servir al hombre si quiere servir a Dios. Este es un elemento decisivo de su fidelidad a él. Por tanto, los cristianos deben procurar con todos los medios a su alcance testimoniar esta convicción en su vida cotidiana. Sé que en vuestro forum tendréis ocasión de ilustrar tantas iniciativas de voluntariado que se llevan a cabo en regiones del planeta marcadas por la miseria, la injusticia, la violencia o la enfermedad. Os exhorto a proseguir en este esfuerzo. Incluso quisiera invitaros a hacer todavía más. ¡Sed apóstoles del amor de Cristo!, respondiendo a las necesidades materiales de la gente, pero tratando de satisfacer especialmente la sed espiritual de Dios, que siente toda criatura humana.

Decía recientemente: «El mundo y el hombre se asfixian si no se abren a Jesucristo » (Homilía en Camagüey, 23 de enero de 1998). No os canséis de evangelizar y de formaros en la verdad de Cristo. «También hoy —escribí en mi primera encíclica Redemptor hominis—, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia» (n. 12).

4. Aquí entra otro punto, que podríamos enunciar así: la Iglesia insiste en los deberes, no sólo en los derechos. La conciencia de todo cristiano debe estar profundamente marcada por la categoría del deber. La relación con Dios, creador y redentor del hombre, su principio y su fin, posee la fuerza de un auténtico vínculo.

La conciencia es lugar de conquista de la verdadera libertad, pero a condición de que esté dispuesta a reconocer «los derechos de Dios», inscritos en su estructura más profunda. «Es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo fortiter et suaviter a la obediencia (...), espacio santo donde Dios habla al hombre» (Veritatis splendor VS 58). La pregunta ineludible, que debería brotar de forma espontánea en nosotros ante Dios, es la que dirigió Pablo a Jesús cuando se encontró por primera vez con él en el camino de Damasco: «¿Qué he de hacer, Señor?» (Ac 22,10).

Cristo lo pide todo. El testigo del amor infinito del Padre es exigente. Pero cuando el Espíritu Santo suscita en nosotros la conciencia viva de que somos hijos de Dios (cf. Rm Rm 8,15), su llamada no da miedo, sino que atrae con la fuerza del amor. Quien se pone totalmente en sus manos, experimenta el maravilloso intercambio que describe el beato Josemaría Escrivá con estas palabras: «Jesús mío: lo que es mío es tuyo, porque lo que es tuyo es mío, y lo que es mío lo pongo en tus manos» (Forja, 594).

María, Madre de la Iglesia, ayude a cada uno a comprender que la generosidad de su respuesta a Dios constituye el factor decisivo para el desarrollo de los dones recibidos. Estad dispuestos, queridos chicos y chicas, a hacer de vuestra vida un don a Dios y al prójimo.

Por mi parte, os aseguro el recuerdo en mi oración, mientras con afecto os deseo felices Pascuas y de corazón os bendigo a todos.








AL FINALIZAR EL VIA CRUCIS


(Viernes Santo, 10 de abril de 1998)


1. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

"Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su hijo único" (cf. Jn Jn 3,16). El Hijo eterno de Dios, que asumió nuestra naturaleza humana por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, se hizo "obediente al Padre hasta la muerte y muerte de cruz" (cf. Flp Ph 2,8) para la salvación del mundo. La Iglesia medita cada día el gran misterio de la Encarnación salvífica y de la muerte redentora del Hijo de Dios, inmolado por nosotros en la cruz.

Hoy, Viernes Santo, nos detenemos a contemplarlo con mayor intensidad. En la oscuridad del atardecer ya casi acabado, hemos venido aquí, al Coliseo, para recorrer, mediante el piadoso ejercicio del Via Crucis, las etapas del camino doloroso de Cristo hasta el dramático epílogo de su muerte.

Subir espiritualmente al Gólgota, donde Jesús fue crucificado y entregó su espíritu, tiene un valor muy significativo entre estas ruinas de la Roma imperial, especialmente en este lugar vinculado al sacrificio de tantos mártires cristianos.

2. Nuestra mente, en este momento, recorre con la memoria todo lo que está narrado en la antigua Historia Sagrada, para encontrar en ella las profecías y los anuncios de la muerte del Señor. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, el camino de Abrahán hacia el monte Moira? Es justo recordar a este gran patriarca, que san Pablo presenta como "padre de todos los creyentes" (cf. Rm Rm 4,11-12). Él es el depositario de las promesas divinas de la Antigua Alianza, y sus visicitudes humanas prefiguran también momentos de la pasión de Jesús.

Al monte Moira (cf. Gén Gn 22,2), referencia simbólica llamada del monte en el que el Hijo del Hombre moriría en cruz, Abrahán subió con su hijo Isaac, el hijo de la promesa, para ofrecerlo como holocausto. Dios le había pedido el sacrificio del hijo único que él había esperado tanto tiempo y con la esperanza siempre viva. Abrahán, en el momento de inmolarlo, es él mismo, en cierto modo, "obediente hasta la muerte": muerte del hijo y muerte espiritual del padre.

Este gesto, aunque sea sólo una prueba de obediencia y fidelidad, ya que el ángel del Señor detuvo la mano del patriarca y no permitió que Isaac fuera inmolado (cf. Gén Gn 22,12-13), es un anuncio elocuente del sacrificio definitivo de Jesús.

3. Dice el evangelista Juan: el Padre eterno tanto amó al mundo que le dio a su hijo único (cf. Jn Jn 3,16). Lo comenta el apóstol Pablo: el Hijo se hizo "obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz" (cf. Flp Ph 2,8). La mano de los verdugos no fue detenida por el ángel al sacrificar al Hijo de Dios.

Y sin embargo en Getsemaní el Hijo había orado para que, si era posible, pasase el cáliz de la pasión, aunque expresando enseguida su plena disponibilidad a que se cumpliera la voluntad del Padre (cf. Mt 26,39). Obediente por nuestro amor, el Hijo se ofreció en sacrificio, llevando a término la obra de la redención. Hoy todos somos testigos de este misterio desconcertante.

4. Permanezcamos en silencio sobre el Gólgota. A los pies de la Cruz está María, Mater dolorosa: esta mujer con el corazón destrozado por los dolores, pero dispuesta a aceptar la muerte del Hijo. La Madre dolorosa reconoce y acoge en el holocausto de Jesús la voluntad del Padre para la redención del mundo. De Ella nos dice el Concilio Vaticano II: "Avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn Jn 19,25), sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (cf. Jn Jn 19,26-27)" (Lumen gentium, LG 58).

María nos fue dada como Madre a todos nosotros, llamados a seguir fielmente los pasos de su Hijo, que por nosotros se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz: "Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem, mortem auten crucis" (Ant. de la Semana Santa; cf. Flp Ph 2,8).

5. Ya es de noche. Contemplando a Cristo muerto en la cruz, pienso en tantas injusticias y sufrimientos que prolongan su pasión en todos los rincones de la tierra. Pienso en los lugares donde el ser humano es ofendido y humillado, maltratado y explotado. En cada persona herida por el odio y la violencia, o marginada por el egoísmo y la indiferencia, Cristo sufre aún y muere. En los rostros de los "derrotados por la vida" se dibujan las facciones del rostro de Cristo que muere en la cruz. Ave, Crux, spes unica! De la Cruz brota también hoy la esperanza para todos.

Hombres y mujeres de nuestro tiempo, ¡dirigid la mirada hacia Aquel que fue crucificado! Por amor Él dio su vida por nosotros. Fiel y dócil a la voluntad del Padre, es ejemplo y aliento para nosotros. Precisamente por esta obediencia filial, el Padre "le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre" (Ph 2,9).

Que toda lengua proclame que "Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre" (Ibíd. 2, 11).










A UN GRUPO DEL MOVIMIENTO DE SCHÖNSTATT


Viernes 17 de abril de 1998



Queridos hermanos y hermanas:

1. Os acojo cordialmente en el palacio apostólico, y os aseguro que he aceptado con gusto este encuentro con vosotros. Por tercera vez realizáis una peregrinación a Roma como Unión de familias de Schönstatt. Este año, los días que pasaréis ante las tumbas de los Apóstoles deben constituir una etapa importante del camino espiritual que nos lleva al umbral del tercer milenio.

2. Hoy me encuentro entre numerosas familias. Me rodean diversas generaciones, padres e hijos, jóvenes y ancianos. Vuestra presencia es una prueba de la vitalidad de la familia. Vuestra comunidad viva demuestra, más que muchos discursos, que existen hoy numerosos matrimonios y familias cristianas bien consolidados. En consecuencia, crece la conciencia de la necesidad de entablar relaciones entre las familias, para una ayuda espiritual y material recíproca. Precisamente la Unión de familias de Schönstatt es un ejemplo elocuente del hecho de que cada vez más familias descubren su vocación eclesial y su responsabilidad para la edificación de una sociedad más justa.

3. Dios tiene un plan para cada persona, y también para la familia. En este plan divino la familia no sólo encuentra su identidad, o sea, lo que «es», sino también su misión, es decir, lo que puede y debe «hacer». Según la voluntad de Dios, la familia se estructura como «íntima comunidad de vida y amor» (Gaudium et spes GS 48). Ha sido enviada para convertirse cada vez más en lo que es: una comunidad de vida y amor. Por eso, la decisión de una persona de vivir en matrimonio y en familia es una respuesta a la llamada personal de Dios. Se trata de una auténtica llamada, que implica una misión.

4. En una familia que corresponde al plan de Dios el hombre recibe como don la experiencia de una comunidad viva, en la que cada uno es responsable de los demás. En la familia vige la ley de la comunión y la reciprocidad: hombre y mujer, padres e hijos, hermanos y hermanas se consideran recíprocamente don de Dios y se transmiten la vida y el amor. En la familia conviven los sanos y los enfermos. Los jóvenes y los ancianos se ayudan. Se trata de colaborar en la solución de los problemas. Cada uno se percibe en su singularidad y, al mismo tiempo, se siente unido a los demás por la relación que tiene con ellos. Puesto que cada uno es y se reconoce unido en la comunidad de la familia, esta se convierte en el terreno privilegiado en que se puede realizar la convivencia pacífica también en la diversidad de los intereses. En fin, la familia es también el lugar donde, en un clima de amor, cada uno debe vivir la entrega recíproca. La «cultura de la paz», que el mundo anhela cada vez más, se funda en la familia, como ya dije hace cuatro años con ocasión de la Jornada mundial de la paz, expresando un concepto fundamental: de la familia nace la paz para la familia humana.

5. Todo lo grande requiere paciencia. Esta debe aumentar. También los matrimonios y las familias se desarrollan. En vuestros matrimonios y en vuestras familias, queridas hermanas y queridos hermanos, se realiza vuestra historia de salvación personal, en la que Dios os acompaña a lo largo de todos los caminos, sean secundarios, transversales o equivocados. En la familia empieza también la vida religiosa del niño. Sin muchas palabras, se transmiten experiencias fundamentales, como la alegría de vivir, la confianza, la gratitud y la solidaridad, sobre las cuales cada uno desarrollar á las sucesivas enseñanzas en la fe. Esto se logra mejor cuando la vida de la familia constituye una Iglesia en pequeño. La iglesia doméstica necesita formas en las que pueda vivir: la oración común; una cultura del domingo, que sea algo más que un día libre; y el cultivo de las tradiciones religiosas, que encierran la sabiduría profunda y el amor auténtico al prójimo, sin el cual el testimonio cristiano carece de fuerza.

6. Queridos miembros de la Unión de familias de Schönstatt, os expreso mi profundo agradecimiento porque os unís como grupo de familias y os sostenéis recíprocamente en la fe. Que la Madre de Dios, bajo cuya protección particular habéis puesto vuestra comunidad, interceda por vosotros para que cada vez más familias lleguen a ser comunidades de vida y amor. Para ello, os imparto de corazón mi bendición apostólica.








A LOS MIEMBROS DE LA ACADEMIA PONTIFICIA


DE CIENCIAS SOCIALES


Jueves 23 de abril de 1998



Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señoras y señores:

1. Me alegra acogeros, mientras estáis reunidos en el Vaticano para la IV sesión plenaria de la Academia pontificia de ciencias sociales, que tiene por tema «Democracia: algunas cuestiones urgentes».

Dirijo a cada uno de vosotros mi cordial saludo, y agradezco en particular a vuestro presidente, el profesor Edmond Malinvaud, las palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos y ha ilustrado la finalidad de la actual sesión.

En estos cuatro años desde la fundación de la Academia, en las reuniones plenarias y en los encuentros de estudio habéis elegido como temas centrales de vuestras investigaciones y debates dos asuntos de vital importancia para la doctrina social de la Iglesia: primero, el del trabajo y el empleo, y ahora el de la democracia.

Me congratulo con vosotros y os expreso mi sincero agradecimiento por el fecundo trabajo que ya habéis realizado en tan breve tiempo. Las actas de las sesiones plenarias y el libro sobre los problemas concernientes a la democracia, que habéis publicado y que habéis tenido la amabilidad de enviarme, no sólo muestran gran riqueza y variedad de contenidos; al mismo tiempo, sugieren aplicaciones concretas, para lograr que el mundo sea más humano, más unido y más justo.

2. He notado con complacencia que todas las investigaciones que realizáis han tenido siempre presentes las orientaciones fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, desde la memorable encíclica Rerum novarum, del Papa León XIII, hasta las más recientes Laborem exercens, Sollicitudo rei socialis y Centesimus annus.

Las enseñanzas de la Iglesia sobre la temática social constituyen un cuerpo doctrinal siempre abierto a nuevas profundizaciones y actualizaciones. En efecto, como escribí en la Centesimus annus, «la Iglesia no tiene modelos para proponer. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que afronten los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políticos y culturales que se relacionan entre sí» (n. 43).

La doctrina social de la Iglesia no debe ocuparse de los aspectos técnicos de las diversas situaciones sociales, para sugerir soluciones. La Iglesia anuncia el Evangelio y se preocupa de que pueda manifestar en toda su riqueza la novedad que lo caracteriza. El mensaje evangélico debe impregnar las diferentes realidades culturales, económicas y políticas. En este esfuerzo de inculturación y profundización espiritual, también la Academia de ciencias sociales está llamada a dar su contribución específica.

Como expertos en disciplinas sociales y como cristianos, debéis desempeñar un papel de mediación y diálogo entre fe y ciencia, entre ideales y realidades concretas; un papel que, a veces, es también el de pioneros, porque se os pide que indiquéis nuevas pistas y nuevas soluciones para resolver de modo más equitativo los urgentes problemas del mundo de hoy.

3. Vuestro presidente, el profesor Malinvaud, acaba de subrayar cómo en esta cuarta sesión plenaria vuestra intención es estudiar el complejo tema de la democracia, que habéis articulado según tres grandes perspectivas de investigación: la relación entre democracia y valores; el papel de la sociedad civil en la democracia; y la relación entre la democracia y las organizaciones supranacionales e internacionales.

Estos temas requieren profundizaciones y orientaciones idóneas para guiar a los investigadores, a los gobernantes y a las naciones en este paso milenario entre el siglo XX y el XXI. ¡Qué significativo es este tiempo que nos prepara para el gran jubileo del año 2000, del que esperamos para la Iglesia y el mundo un fuerte mensaje de reconciliación y de paz!

Ilustres y queridos académicos, el Espíritu del Señor resucitado os acompañe en este itinerario de análisis e investigación. Os sigo con viva participación y, como prenda de mi cercanía a vuestros trabajos, os imparto de corazón a vosotros, miembros de la Academia pontificia de ciencias sociales, una particular bendición apostólica, extendiéndola a los expertos que habéis invitado, a los colaboradores y a todos vuestros seres queridos.












AL SEMINARIO DE FLORENCIA


Jueves 30 de abril de 1998



Señor cardenal;
amadísimos superiores y alumnos del seminario arzobispal de Florencia:

1. He acogido con mucho gusto vuestra petición de encontraros con el Papa. Sé que corresponde a un deseo vuestro profundo, que ha manifestado vuestro arzobispo, el venerado y querido hermano cardenal Silvano Piovanelli, a quien saludo cordialmente y doy las gracias. Mientras lo escuchaba, me venían a la memoria las imágenes de vuestra casa de formación, que el Señor me dio la alegría de visitar, en octubre de 1986, con ocasión de mi peregrinación apostólica a la diócesis y a la ciudad de Florencia.

Hoy es como si vosotros hubierais venido a devolverme esa visita, para testimoniar que el seminario sigue vivo y activo. En efecto, queridos superiores y alumnos, a quienes os doy mi más afectuosa bienvenida, sé que los miembros de vuestra comunidad provienen de diversas diócesis. Forman parte de ella seminaristas de Florencia, San Miniato, Volterra, Massa Marittima y Piombino, sin olvidar a los jóvenes procedentes de Polonia y de Kerala (India). Por tanto, sois una comunidad que, en cierta medida, puede llamarse legítimamente internacional.

No os ha traído hoy aquí una circunstancia específica. Y, sin embargo, ¿qué momento podía ser más adecuado que este, en vísperas del domingo llamado del «buen Pastor»? Precisamente en este domingo, el cuarto de Pascua, se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones. El contexto litúrgico y eclesial brinda a nuestro encuentro un marco muy significativo, y nos invita a sentirnos unidos, en comunión de oración y de propósitos, con todas las comunidades vocacionales esparcidas por el mundo, en particular con aquellas en que, precisamente durante este período del año, se celebran las ordenaciones sacerdotales.

2. Toda la Iglesia es, en realidad, «comunidad vocacional», pues existe porque está llamada y enviada por el Señor para evangelizar a las naciones y hacer crecer en medio de ellas el reino de Dios. El alma de ese dinamismo espiritual, en virtud del cual todo bautizado está invitado a descubrir el don de Dios y a ponerlo al servicio de la edificación común, es el Espíritu Santo. He subrayado esta singular realidad en el Mensaje que dirigí con ocasión de la XXXV Jornada mundial de oración por las vocaciones. El Espíritu es como el viento que impulsa las velas de la gran barca de la Iglesia. Sin embargo, si observamos bien, ésta se sirve también de otras innumerables velas pequeñas, que son los corazones de los bautizados. Queridos hermanos, cada uno está invitado a izar su propia vela y a desplegarla con valentía, para permitir que el Espíritu actúe con toda su fuerza santificadora. Al permitir que el Espíritu actúe en la historia personal, se da también la mejor contribución a la misión de la Iglesia.

¡No temáis, queridos seminaristas, desplegar vuestra vela al soplo del Espíritu! Dejad que su fuerza de verdad y amor anime todas las dimensiones de vuestra joven existencia: vuestro compromiso espiritual, las intenciones profundas de vuestra conciencia, la profundización del estudio teológico y las experiencias de servicio pastoral, vuestros sentimientos y afectos, y vuestra misma corporeidad. Todo vuestro ser está llamado a responder al Padre por el Hijo en el Espíritu, para que toda vuestra persona se transforme en signo e instrumento de Cristo, buen pastor.

3. Queridos hermanos, os estáis preparando para ser, en la Iglesia y para la Iglesia, «representación sacramental de Jesucristo, cabeza y pastor» (Pastores dabo vobis PDV 15), a fin de proclamar con autoridad su Palabra y repetir sus gestos de perdón y salvación, sobre todo con el bautismo, la penitencia y la Eucaristía, y ejercer su amorosa solicitud, hasta la entrega total de sí por la grey (cf. ib.). Esta expresión, «representación sacramental », es muy fuerte y elocuente, y hace falta meditarla a fondo y, sobre todo, interiorizarla en el recogimiento de la oración.

En efecto, ¿quién podría considerarse a la altura de esa dignidad? Vienen a la memoria las palabras de la carta a los Hebreos: «Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios» (He 5,4). Se trata de acoger este don inmerecido con la disponibilidad humilde y valiente de María, que dice al ángel: «¿Cómo ser á esto?», y después de escuchar su iluminadora respuesta, se entrega sin reservas: «Heme aquí; hágase en mí según tu palabra» (cf. Lc Lc 1,34-38).

Queridos hermanos, el seminario es el tiempo providencial ofrecido a los llamados para renovar, día tras día, este «sí» al Padre por el Hijo en el Espíritu. A partir de este «sí» el ministerio sacerdotal puede llegar a ser, en las modalidades concretas de su devenir histórico, un «Amén» a Dios y a la Iglesia configurado con el «Amén» salvífico del buen Pastor, que da la vida por sus ovejas (cf. 2Co 1,20).

Para ello, oro por vosotros y con vosotros. Para ello, invoco la amorosa intercesión de la Reina de los Apóstoles, mientras os imparto de corazón a cada uno una especial bendición apostólica.










Discursos 1998 - Jueves 2 de abril de 1998