Discursos 1998 - Sábado 30 de mayo de 1998

Con estos deseos, al invocar la ayuda de Dios sobre vuestro servicio, os imparto mi cordial bendición, que extiendo de buen grado a vuestras familias y a cuantos representáis.










DURANTE EL ENCUENTRO


CON LOS MOVIMIENTOS ECLESIALES


Sábado 30 por la tarde de 1998



«De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Ac 2,2-4).

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con estas palabras los Hechos de los Apóstoles nos introducen en el corazón del evento de Pentecostés; nos presentan a los discípulos que, reunidos con María en el cenáculo, reciben el don del Espíritu. Se realiza así la promesa de Jesús y se inicia el tiempo de la Iglesia. Desde ese momento, el viento del Espíritu llevará a los discípulos de Cristo hasta los últimos confines de la tierra. Los llevará hasta el martirio por el intrépido testimonio del Evangelio.

Lo que sucedió en Jerusalén hace dos mil años, es como si esta tarde se renovara en esta plaza, centro del mundo cristiano. Como entonces los Apóstoles, también nosotros nos encontramos reunidos en un gran cenáculo de Pentecostés, anhelando la efusión del Espíritu. Aquí queremos profesar con toda la Iglesia que «uno sólo es el Espíritu, (...) uno sólo el Señor, uno sólo es Dios, que obra todo en todos» (1Co 12,4-6). Éste es el clima que queremos revivir, implorando los dones del Espíritu Santo para cada uno de nosotros y para todo el pueblo de los bautizados. Un acontecimiento de comunión eclesial

2. Saludo y agradezco al cardenal James Francis Stafford, presidente del Consejo pontificio para los laicos, las palabras que ha querido dirigirme, también en nombre vuestro, al inicio de este encuentro. Asimismo, saludo a los cardenales y obispos presentes. Dirijo mi agradecimiento en particular a Chiara Lubich, Kiko Argüello, Jean Vanier y mons. Luigi Giussani, por sus conmovedores testimonios. Saludo también a los fundadores y responsables de las nuevas comunidades y de los movimientos aquí representados. Quiero dirigirme a cada uno de vosotros, hermanos y hermanas pertenecientes a los distintos movimientos eclesiales. Habéis acogido con prontitud y entusiasmo la invitación que os dirigí en Pentecostés del año 1996, y os habéis preparado esmeradamente, bajo la dirección del Consejo pontificio para los laicos, para este extraordinario encuentro, que nos proyecta hacia el gran jubileo del año 2000.

Este acontecimiento es verdaderamente inédito: por primera vez los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales se reúnen, todos juntos, con el Papa. Es el gran «testimonio común» que recomendé para el año dedicado al Espíritu Santo, en el camino de la Iglesia hacia el gran jubileo. El Espíritu Santo está aquí con nosotros. Él es el alma de este admirable acontecimiento de comunión eclesial. En verdad, «éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Ps 117,24). 3. En Jerusalén, hace casi dos mil años, el día de Pentecostés, ante una multitud asombrada y burlona por el cambio inexplicable que notaba en los Apóstoles, Pedro proclama con valentía: «A Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros (...) lo matasteis clavándolo en la cruz por mano de los impíos; pero, Dios lo resucitó» (Ac 2,22-24). Esas palabras de san Pedro manifiestan la autoconciencia de la Iglesia, fundada en la certeza de que Jesucristo está vivo, actúa en el presente y cambia la vida.

El Espíritu Santo, que ya actuó en la creación del mundo y en la antigua alianza, se revela en la Encarnación y en la Pascua del Hijo de Dios, y casi «estalla» en Pentecostés para prolongar en el tiempo y en el espacio la misión de Cristo Señor. El Espíritu constituye así la Iglesia como corriente de vida nueva, que fluye en la historia de los hombres. 4. A la Iglesia que, según los Padres, es el lugar «donde florece el Espíritu» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 749), el Consolador ha donado recientemente con el concilio Vaticano II un renovado Pentecostés, suscitando un dinamismo nuevo e imprevisto.

Siempre, cuando interviene, el Espíritu produce estupor. Suscita eventos cuya novedad asombra; cambia radicalmente a las personas y la historia. Ésta fue la experiencia inolvidable del concilio ecuménico Vaticano II, durante el cual, bajo la guía del mismo Espíritu, la Iglesia redescubrió que la dimensión carismática es parte constitutiva de su esencia: «El mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y lo llena de virtudes. También reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición .y distribuye sus dones a cada uno según quiere. (1Co 12,11). Con esos dones hace que estén preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia» (Lumen gentium LG 12).

Los aspectos institucional y carismático son casi co-esenciales en la constitución de la Iglesia y concurren, aunque de modo diverso, a su vida, a su renovación y a la santificación del pueblo de Dios. Partiendo de este providencial redescubrimiento de la dimensión carismática de la Iglesia, antes y después del Concilio se ha consolidado una singular línea de desarrollo de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades.

5. Hoy la Iglesia se alegra al constatar el renovado cumplimiento de las palabras del profeta Joel, que acabamos de escuchar: «Derramaré mi Espíritu Santo sobre cada persona...» (Ac 2,17). Vosotros, aquí presentes, sois la prueba tangible de esta «efusión» del Espíritu. Cada movimiento difiere del otro, pero todos están unidos en la misma comunión y para la misma misión. Algunos carismas suscitados por el Espíritu irrumpen como viento impetuoso que aferra y arrastra a las personas hacia nuevos caminos de compromiso misionero al servicio radical del Evangelio, proclamando sin cesar las verdades de la fe, acogiendo como don la corriente viva de la tradición y suscitando en cada uno el ardiente deseo de la santidad.

Hoy, a todos vosotros, reunidos en la plaza de San Pedro, y a todos los cristianos quiero gritar: ¡Abríos con docilidad a los dones del Espíritu! ¡Acoged con gratitud y obediencia los carismas que el Espíritu concede sin cesar! No olvidéis que cada carisma es otorgado para el bien común, es decir, en beneficio de toda la Iglesia.

6. Por su naturaleza, los carismas son comunicativos, y suscitan la «afinidad espiritual entre las personas» (cf. Christifideles laici CL 24) y la amistad en Cristo, que da origen a los «movimientos». El paso del carisma originario al movimiento ocurre por el misterioso atractivo que el fundador ejerce sobre cuantos participan en su experiencia espiritual. De este modo, los movimientos reconocidos oficialmente por la autoridad eclesiástica se presentan como formas de autorrealización y reflejos de la única Iglesia.

Su nacimiento y difusión han aportado a la vida de la Iglesia una novedad inesperada, a veces incluso sorprendente. Esto ha suscitado interrogantes, malestares y tensiones; algunas veces ha implicado presunciones e intemperancias, por un lado; y no pocos prejuicios y reservas, por otro. Ha sido un período de prueba para su fidelidad, una ocasión importante para verificar la autenticidad de sus carismas.

Hoy ante vosotros se abre una etapa nueva: la de la madurez eclesial. Esto no significa que todos los problemas hayan quedado resueltos. Más bien, es un desafío, un camino por recorrer. La Iglesia espera de vosotros frutos «maduros » de comunión y de compromiso.

7. En nuestro mundo, frecuentemente dominado por una cultura secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios, la fe de muchos es puesta a dura prueba y no pocas veces sofocada y apagada. Se siente, entonces, con urgencia la necesidad de un anuncio fuerte y de una sólida y profunda formación cristiana. ¡Cuánta necesidad existe hoy de personalidades cristianas maduras, conscientes de su identidad bautismal, de su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo! ¡Cuánta necesidad de comunidades cristianas vivas! Y aquí entran los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales: son la respuesta, suscitada por el Espíritu Santo, a este dramático desafío del fin del milenio. Vosotros sois esta respuesta providencial.

Los verdaderos carismas no pueden menos de tender al encuentro con Cristo en los sacramentos. Las realidades eclesiales a las que os habéis adherido os han ayudado a redescubrir vuestra vocación bautismal, a valorar los dones del Espíritu recibidos en la confirmación, a confiar en la misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación y a reconocer en la Eucaristía la fuente y el culmen de toda la vida cristiana. De la misma manera, gracias a esta fuerte experiencia eclesial, han nacido espléndidas familias cristianas abiertas a la vida, verdaderas iglesias domésticas; han surgido muchas vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida religiosa, así como nuevas formas de vida laical inspiradas en los consejos evangélicos. En los movimientos y en las nuevas comunidades habéis aprendido que la fe no es un discurso abstracto ni un vago sentimiento religioso, sino vida nueva en Cristo, suscitada por el Espíritu Santo.

8. ¿Cómo conservar y garantizar la autenticidad del carisma? Es fundamental, al respecto, que cada movimiento se someta al discernimiento de la autoridad eclesiástica competente. Por esto, ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los pastores de la Iglesia. Con palabras muy claras el Concilio escribe: «El juicio acerca de su (de los carismas) autenticidad y la regulación de su ejercicio pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1Th 5,12 y 19-21)» (Lumen gentium LG 12). Ésta es la garantía necesaria de que el camino que recorréis es el correcto.

En la confusión que reina en el mundo de hoy es muy fácil equivocarse, ceder a los engaños. En la formación cristiana que dan los movimientos no ha de faltar jamás el elemento de esta obediencia confiada a los obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con el Sucesor de Pedro. Conocéis los criterios de eclesialidad de las asociaciones laicales, que recoge la exhortación apostólica Christifideles laici (cf. n. 30). Os pido que los aceptéis siempre con generosidad y humildad, insertando vuestras experiencias en las Iglesias locales y en las parroquias, permaneciendo siempre en comunión con los pastores y atentos a sus indicaciones.

9. Jesús dijo: «He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12,49). Mientras la Iglesia se prepara a cruzar el umbral del tercer milenio, acojamos la invitación del Señor, para que su fuego se encienda en nuestro corazón y en el de nuestros hermanos.

Hoy, en este cenáculo de la plaza de San Pedro, se eleva una gran oración: «¡Ven Espíritu Santo! ¡Ven y renueva la faz de la tierra! ¡Ven con tus siete dones! ¡Ven, Espíritu de vida, Espíritu de verdad, Espíritu de comunión y de amor! La Iglesia y el mundo tienen necesidad de ti. ¡Ven, Espíritu Santo, y haz cada vez más fecundos los carismas que has concedido! Da nueva fuerza e impulso misionero a estos hijos e hijas tuyos aquí reunidos. Ensancha su corazón y reaviva su compromiso cristiano en el mundo. Hazlos mensajeros valientes del Evangelio, testigos de Jesucristo resucitado, Redentor y Salvador del hombre. Afianza su amor y su fidelidad a la Iglesia.

A María, primera discípula de Cristo, Esposa del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia, que acompañó a los Apóstoles, en el primer Pentecostés, dirijamos nuestra mirada para que nos ayude a aprender de su fiat la docilidad a la voz del Espíritu.

Hoy, desde esta plaza, Cristo os repite a cada uno: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). Él cuenta con cada uno de vosotros. La Iglesia cuenta con vosotros. El Señor os asegura: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,10). Estoy con vosotros. Amén.
* * * * * * *


Al final del discurso, el Papa dirigió saludos particulares en inglés, francés, español, alemán y polaco. En castellano dijo:

Saludo cordialmente a todas las personas y grupos de lengua española que participan en este gran encuentro eclesial, y pido al Espíritu que os fortalezca y consuele en vuestra misión como piedras vivas de su Iglesia.









Junio de 1998



MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


AL VIII ENCUENTRO INTERNACIONAL


DE LA FRATERNIDAD CATÓLICA


DE LAS COMUNIDADES Y ASOCIACIONES DE LA ALIANZA




Queridos amigos:

1. «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13, 13). Este es mi saludo a los participantes en el VIII Encuentro internacional de la Fraternidad católica de las comunidades y asociaciones carismáticas de la alianza, que se está celebrando en Roma en estos días. El comienzo de vuestro encuentro coincide con otro momento muy significativo para toda la Iglesia, pero, de modo particular, para la Renovación carismática: la fiesta de Pentecostés de este año que, en nuestra preparación para el gran jubileo del año 2000, está dedicado al Espíritu Santo, y en el que participáis con especial intensidad. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente escribí: «Se incluye, por tanto, entre los objetivos primarios de la preparación del jubileo el reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia tanto sacramentalmente, sobre todo por la confirmación, como a través de los diversos carismas, tareas y ministerios que él ha suscitado para su bien» (n. 45).

Ciertamente, vuestro carisma os impulsa a orientar vuestra vida hacia una intimidad «especial» con el Espíritu Santo. Y un análisis de los treinta años de historia de la Renovación carismática católica muestra que habéis ayudado a muchas personas a redescubrir la presencia y la fuerza del Espíritu Santo en su vida, en la vida de la Iglesia y en la del mundo. Se trata de un redescubrimiento que ha llevado a muchas de ellas a una fe en Cristo Jesús rebosante de alegría y entusiasmo, a un gran amor a la Iglesia y a una entrega generosa a su misión. Por eso, en este año especial, me uno a vosotros en una oración de alabanza y acción de gracias por estos valiosos frutos que Dios quiso hacer madurar en vuestras comunidades y, por ellas, en la Iglesia.

2. En cierto sentido, vuestro encuentro forma parte de la gran asamblea de movimientos eclesiales y nuevas comunidades que tuvo lugar en la plaza de San Pedro el pasado 30 de mayo, víspera de Pentecostés. Deseé mucho ese encuentro y lo esperé con mucha ilusión; fue un encuentro de «testimonio común». Y hoy debo decir que me conmovió profundamente el espíritu de recogimiento y oración, el clima de alegría y celebración en el Señor, que caracterizó dicho acontecimiento, verdadero don del Espíritu Santo en el año dedicado a él. Fue un intenso momento de comunión eclesial y una manifestación de la unidad de los numerosos carismas diversos, que distinguen a los movimientos eclesiales y a las nuevas comunidades. Sé que tomaron parte muchos representantes de las comunidades de la Renovación de todo el mundo y os doy las gracias por ello.

Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he considerado a los movimientos un gran recurso espiritual para la Iglesia y la humanidad, un don del Espíritu Santo para nuestro tiempo y un signo de esperanza para todos. De la plaza de San Pedro, el 30 de mayo, salió un importante mensaje, una palabra poderosa que el Espíritu Santo no sólo quiso dirigir a los movimientos, sino también a toda la Iglesia. Los movimientos quisieron testimoniar su comunión con la Iglesia y la entrega completa a su misión, bajo la guía de sus pastores. Quisieron confirmar nuevamente su deseo de poner sus carismas al servicio de la Iglesia universal, de las Iglesias particulares y de las comunidades parroquiales. Estoy seguro de que ese acontecimiento inolvidable será fuente de rica inspiración para vuestro encuentro.

3. Dentro de la Renovación carismática, la Fraternidad católica tiene una misión específica, reconocida por la Santa Sede. Uno de los objetivos indicados en vuestros Estatutos es salvaguardar la identidad católica de las comunidades carismáticas y animarlas a mantener siempre un vínculo estrecho con los obispos y el Romano Pontífice. Ayudar a los católicos a tener un fuerte sentido de su condición de miembros de la Iglesia es especialmente importante en nuestro tiempo, en que reinan la confusión y el relativismo.

Pertenecéis a un movimiento eclesial. Aquí la palabra «eclesial» no es meramente decorativa. Significa una tarea precisa de formación cristiana, y requiere una profunda convergencia de fe y vida. La fe entusiasta que anima a vuestras comunidades es una gran riqueza, pero no basta. Debe ir acompañada por una formación cristiana sólida, completa y fiel al magisterio de la Iglesia; una formación que se base en la vida de oración, en la escucha de la palabra de Dios y en la digna recepción de los sacramentos, especialmente de la reconciliación y la Eucaristía. Para madurar en la fe, tenemos que crecer en el conocimiento de sus verdades. Si esto no sucede, se corre el peligro de caer en la superficialidad, en el subjetivismo extremo y en el engaño. El nuevo Catecismo de la Iglesia católica debería convertirse para todo cristiano y, por tanto, para todas las comunidades de la Renovación, en un punto de referencia constante. Continuamente debéis examinaros a la luz de los «criterios de eclesialidad», que expuse en la exhortación apostólica Christifideles laici (n. 30). Como movimiento eclesial, una de vuestras características distintivas debería ser sentire cum Ecclesia, es decir, vivir con obediencia filial al magisterio de la Iglesia, a los pastores y al Sucesor de Pedro, y construir con ellos la comunión de todo el Cuerpo.

4. El lema del VIII Encuentro internacional de la Fraternidad católica recoge las palabras de Cristo: «He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12,49). En el ámbito del gran jubileo de Jesucristo, el Salvador del mundo, estas palabras resuenan con toda su fuerza. El Hijo de Dios hecho hombre nos trajo el fuego del amor y la verdad que salva. Al aproximarse el nuevo milenio, la Iglesia escucha la llamada, la exhortación apremiante del Maestro a asumir un compromiso cada vez mayor por la misión: «Cuando el fruto está maduro (...), ha llegado la siega» (Mc 4,29). Sin duda, trataréis de esto durante vuestro encuentro. Por consiguiente, dejad que os guíe el Espíritu Santo, que es siempre el protagonista de la evangelización y la misión.

Acompaño vuestros trabajos con mis oraciones, y espero sinceramente que este encuentro, que se celebra en circunstancias tan significativas, produzca abundantes frutos espirituales para toda la Renovación carismática católica. Ojalá que sea una piedra miliar en el itinerario de vuestra preparación espiritual para el gran jubileo del año 2000. A todos vosotros, a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos, imparto de corazón mi bendición apostólica.

Vaticano, 1 de junio de 1998


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS

Viernes 5 de junio de 1998



Venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Al término de vuestra asamblea general anual, habéis deseado, como en el pasado, encontraros conmigo, y es para mí una gran alegría acogeros y saludaros cordialmente. Aprovecho la ocasión para expresaros mi profundo agradecimiento por la incansable e intensa labor que realizáis al servicio de la Iglesia misionera. Saludo, ante todo, al cardenal Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos; a monseñor Charles Schleck, secretario adjunto de la Congregación y presidente de las Obras misionales pontificias; a los secretarios generales, a los consiliarios, a los directores nacionales, procedentes de muchos países del mundo, y al personal de los secretariados generales. Con afecto os renuevo mi sincera y fraterna bienvenida.

2. A través de cada uno de vosotros quisiera hacer llegar mi saludo a las comunidades eclesiales de donde venís. Algunas de ellas tienen una antigua y gloriosa tradición misionera, y han desempeñado un papel significativo en la difusión del Evangelio. Con el envío generoso de misioneros y la utilización de notables recursos económicos, han favorecido el nacimiento y el desarrollo de las Iglesias jóvenes, muchas de las cuales, durante estos años, están celebrando el centenario de su evangelización. Pero, no podemos menos de expresar públicamente nuestra estima también por las diócesis que, a pesar de carecer de personal apostólico y de medios económicos, se esfuerzan por responder con valentía al mandato misionero, abriéndose a las exigencias de la llamada universal a la salvación, en la medida que se lo permiten sus limitadas posibilidades. ¡Qué providencial realidad de intercambio mutuo entre las Iglesias, en el que cada una comparte con las demás los dones recibidos de Dios! Se trata de un impulso del Espíritu Santo, que abre el corazón de cada creyente, con una significativa experiencia apostólica, a las necesidades del mundo entero. Gracias a la ayuda de todos los bautizados es posible difundir a un número cada vez mayor de personas la perenne verdad del Evangelio.

Sí, es obra del Espíritu el impulso a elevar la mirada de las propias necesidades inmediatas para dirigirla a las exigencias de cuantos están «como ovejas que no tienen pastor» (Mc 6,34), y «quieren ver a Jesús» (Jn 12,21).

Queridos directores nacionales de las Obras misionales pontificias, es importante el papel que os corresponde en esta acción evangelizadora. Que vuestra solicitud por sensibilizar a los miembros de las comunidades cristianas con vistas a la obra de evangelización sea siempre vuestra preocupación primera y fundamental. El trabajo que os compete como responsables de estas Obras es un servicio dirigido de suyo a toda la Iglesia; un servicio que las cuatro Obras, que «tienen en común el objetivo de promover el espíritu misionero universal en el pueblo de Dios» (Redemptoris missio RMi 84), prestan de modo diverso y complementario.

Mientras que la Obra pontificia de la Santa Infancia tiene como objetivo infundir en los católicos, desde su más tierna edad, un espíritu auténticamente misionero, la Obra pontificia de San Pedro apóstol tiene como finalidad la formación de los seminaristas, los religiosos y las religiosas en las Iglesias de fundación reciente. Es necesario que esta actividad de sensibilización misionera implique a todo el pueblo de Dios y llegue a ser una exigencia que todos sientan. Tener vivo este anhelo apostólico corresponde sobre todo a la Obra pontificia de la Propagación de la fe, cuya finalidad es hacer que en la nueva evangelización participen las familias, las comunidades de base, las parroquias, las escuelas, los movimientos, las asociaciones y los institutos religiosos, de modo que cada diócesis tome conciencia de su vocación misionera universal (cf. Estatutos de las Obras misionales pontificias, Roma 1980, II, 9/a) no sólo por lo que concierne a la colecta de ayudas materiales y a la cooperación espiritual, sino también por lo que se refiere a la promoción de las vocaciones misioneras, tanto «ad tempus» como «ad vitam ».

Doy gracias también al Señor por el trabajo que la Unión misionera pontificia está realizando, y la aliento a dirigir todos sus esfuerzos a la animación de los animadores y a la formación de los formadores, respondiendo de ese modo a su vocación específica. Precisamente por eso, fue definida «el alma de las demás Obras» (cf. Pablo VI, carta ap. Graves et increscentes).

3. Amadísimos hermanos y hermanas, al concluir este encuentro, os expreso de corazón el deseo de que vuestro celo apostólico, alimentado por la oración constante y una devoción filial a María santísima, acompañe día tras día vuestra actividad. Que el icono de la Virgen, recogida en contemplación orante en el cenáculo con los Apóstoles, sea la imagen de las comunidades cristianas siempre a la escucha de Dios y dispuestas a recibir fuerza del Espíritu Santo. ¡Dejaos guiar por el Espíritu de Dios! Colaborad con él en la animación de todo el pueblo cristiano, para que sea fiel a Cristo, que quiere que se dedique generosamente a la edificación de su Reino. «Se impone a todos los cristianos .recuerda el concilio Vaticano II. la obligación gloriosa de colaborar para que todos los hombres, en el mundo entero, conozcan y acepten el mensaje divino de salvación» (Apostolicam actuositatem AA 3).

El futuro de la misión y vuestro programa es: «Hoy y más allá del año 2000», como bien lo expresa el título de vuestro congreso.

A la vez que os pongo en las manos misericordiosas de María, Estrella de la evangelización, os aseguro mi constante recuerdo en la oración. Os exhorto a proseguir por el camino emprendido y os imparto de corazón una bendición apostólica especial, que extiendo a todos vuestros colaboradores en el incansable trabajo de animación misionera.






AL COLEGIO LEONIANO DE ANAGNI (ITALIA)


Viernes 5 de junio de 1998

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra daros a cada uno de vosotros mi cordial bienvenida, y saludar en particular a los señores cardenales y obispos presentes. Agradezco al monseñor rector las devotas palabras que ha querido dirigirme en nombre de los superiores, los seminaristas, el personal y las respectivas familias. A todos os doy las gracias de corazón por esta visita, con la que queréis renovar vuestra adhesión al Sucesor de Pedro en el centenario del Colegio pontificio Leoniano de Anagni, fundado por mi venerado predecesor, León XIII.

Cien años de historia constituyen un arco de tiempo muy significativo para una institución tan importante para la vida de las Iglesias suburbicarias y del sur del Lacio. Por eso, era necesario programar una celebración jubilar adecuada, que permitiera recorrer las fases más destacadas de estos cien años de vida. Cada año se compone de páginas a menudo desconocidas, colmadas de oración, disciplina austera, sacrificios y entusiasmo. Pero también hay páginas en que resaltan, como hitos luminosos, los acontecimientos que coronaron el esfuerzo diario de este camino centenario.

Mi pensamiento va a las más de mil ordenaciones sacerdotales, a los momentos de celebración, a los congresos de estudio y a los encuentros fraternos, así como a los intensos momentos de despedida de los compañeros que partían para una congregación religiosa o misionera, y a las jornadas de fiesta por la ordenación episcopal de algunos ex alumnos.

Entre los acontecimientos especiales que han marcado la historia del seminario regional de Anagni, me complace evocar la jornada del 31 de agosto de 1986, cuando vuestra comunidad me brindó, durante mi visita, una acogida que recuerdo aún con emoción.

2. Deseo dar las gracias aquí a cuantos, con su presencia benéfica y discreta, a lo largo de estos cien años, han marcado positivamente la historia del «Leoniano», y en particular a los padres de la Compañía de Jesús, que lo dirigieron y animaron con encomiable entrega durante casi noventa años, y a todos los que, con gran empeño, han proseguido su actividad.

Una mención especial merecen los numerosos ex alumnos que, después de haber vivido en el seminario la espera activa y gozosa del sacerdocio, han sostenido y siguen sosteniendo su casa de formación con el afecto, la oración y la ayuda concreta. Entre los ex alumnos de los primeros tiempos, me complace dedicar un especial recuerdo a un seminarista excepcional, joven discípulo del gran Vladimir Soloviev, el exarca Leónidas Feodoroff. Habiendo venido a Italia para abrazar la fe católica y hacerse sacerdote, fue enviado por el Papa León XIII al Colegio de Anagni. Allí dio un testimonio ardiente de amor a la Iglesia, abriendo el corazón de sus compañeros a las multiformes riquezas de la tradición oriental y a la causa de la unidad de los cristianos.

3. Amadísimos seminaristas, contemplando el bien realizado por cuantos se han formado en el itinerario secular del «Leoniano» para seguir a Cristo en el camino del sacerdocio, deseo daros algunas consignas, que constituyeron el secreto de la misión sacerdotal de quienes os han precedido, a fin de que os ayuden también a vosotros a ser ardientes y generosos heraldos del Evangelio para la humanidad del año 2000.

Os exhorto, ante todo, a ser constantemente dóciles a la invitación con que Jesús inauguró su misión: «Convertíos» (Mc 1,15). Sabéis bien que no podemos seguir al Señor y convertirnos en pescadores de hombres, si no nos dejamos «pescar» por él, y si no tenemos la valentía de abandonar todo: la «barca», las «redes», el padre, la madre..., hasta que podamos decir: «Tú eres mi Señor, mi bien; nada hay fuera de ti» (Ps 16,2). Este es el camino que Jesús os propone seguir con plena disponibilidad y sin temor, porque el que «sigue a Cristo, hombre perfecto, también se hace él mismo más hombre» (Gaudium et spes GS 41). Para alcanzar esta meta anhelada, os invito a ser dóciles a la voz del Espíritu Santo y a aprovechar todas las ocasiones para formaros en la plena madurez humana y sobrenatural.

Os recomiendo, además, que cultivéis una intensa vida de oración. No se puede anunciar a Cristo sin aprender a «estar con él» (cf. Mc Mc 3,14). Este programa de vida os compromete, en especial, a esmeraros con fidelidad y amor en los momentos de oración —la celebración eucarística diaria, la meditación, el rosario, la visita al santísimo Sacramento... —, y a acercaros asiduamente al sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual.

Es necesario, asimismo, que la conversión incesante del corazón y la contemplación vayan acompañadas por el esfuerzo constante por lograr una profunda y gozosa comunión con vuestros compañeros y superiores, de modo que os preparéis para ser celosos promotores de unidad en vuestro futuro ministerio.

4. Al contemplar la historia pasada y presente de vuestro seminario regional y las riquezas espirituales, culturales y humanas que ha producido en su siglo de historia, deseo unirme a la acción de gracias que elevan al Señor vuestra comunidad, los pastores y el pueblo de Dios de las diócesis suburbicarias y del Lacio meridional. Ojalá que las celebraciones jubilares constituyan una valiosa ocasión para renovar la estima por la benemérita obra del «Leoniano» y sostener con convicción su servicio educativo y eclesial.

Espero que el empeño de los obispos y los superiores, a pesar de las inevitables dificultades, haga que el «Leoniano» siga dando a la Iglesia pastores santos, maestros humildes y creíbles, sacerdotes celosos de la causa del reino de Dios.

Que la Virgen, «Mater Salvatoris», a la que os encomiendo a todos, ayude a vivir en el seminario el clima intenso y gozoso de la casa de Nazaret, para hacer de él un lugar bendito en el que cuantos están llamados a ser imagen viva de Jesús, buen pastor, progresen en sabiduría, edad y gracia.

Con estos deseos, os bendigo con especial afecto a todos vosotros, al seminario y a vuestras familias.






AL SEÑOR HORACIO SÁNCHEZ UNZUETA


NUEVO EMBAJADOR DE MÉXICO ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 6 de junio de 1998



1. Me complace darle mi cordial bienvenida en este acto, en el que me presenta las cartas credenciales que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de México ante esta Sede apostólica. Correspondo con sincero agradecimiento al afectuoso saludo que el señor presidente de la República, doctor Ernesto Zedillo Ponce de León, me hace llegar por medio de usted, y le ruego que le transmita mis mejores augurios de prosperidad y bien espiritual para su persona y para todos los habitantes de la querida tierra mexicana.

2. Su presencia aquí me hace recordar con agrado mis visitas pastorales a su amado país, en las cuales pude percibir, junto al calor de la acogida y hospitalidad y tantas muestras de afecto, los grandes esfuerzos realizados para llevar a cabo su vocación histórica.

Pienso asimismo en mi nuevo viaje a la Ciudad de México, que tiene como finalidad la entrega de la exhortación apostólica postsinodal relativa a la Asamblea especial para América del Sí- nodo de los obispos, celebrada en Roma en 1997. Tendré así la grata oportunidad de volver a pisar el suelo mexicano, encontrar a sus gentes y a sus autoridades. La Ciudad de México será por unos días la capital pastoral de las Américas y testigo privilegiado de una etapa histórica en el proceso de la nueva evangelización, tanto del continente americano como de todo el mundo.

3. México, por su posición geográfica dentro del continente americano, que le consiente participar en las diversas corrientes culturales, científicas y económicas, muchas veces creativas y que abren caminos de futuro, está llamado a ser instrumento de paz y diálogo entre las gentes del norte y las gentes del sur, entre países desarrollados y otros en vías de desarrollo, entre antiguas y nuevas culturas. Al cumplir este cometido, México puede aportar toda la riqueza de su patrimonio espiritual y cultural, que tiene hondas raíces cristianas, contribuyendo así al progreso de la sociedad en América, con un desarrollo que tenga en cuenta la dimensión humana, tan necesaria para garantizar un porvenir realmente digno de las personas.

4. En México, señor embajador, el camino hacia el afianzamiento y la promoción armónica de los derechos humanos en favor de todos está condicionado, como en diversas áreas del continente americano, entre otras causas, por desequilibrios económicos y crisis sociales. Esto afecta especialmente a las personas con escasos recursos materiales, las más expuestas también al desempleo y víctimas tantas veces de la corrupción y otras muchas formas de violencia. No se ha de olvidar que los desequilibrios económicos contribuyen al progresivo deterioro y a la pérdida de los valores morales, lo que se manifiesta en la desintegración de las familias, el permisivismo en las costumbres y el poco respeto por la vida.

Para recuperar dichos valores morales, necesarios en toda sociedad, se han de incluir entre los objetivos prioritarios del momento presente medidas políticas y sociales que fomenten un empleo digno y estable para todos, de modo que se supere la pobreza material que amenaza a muchos de los habitantes. Es ineludible también dedicar especial cuidado a la educación de las nuevas generaciones, desarrollando una política educativa que consolide y difunda estos valores fundamentales. Así se contribuirá a que el pueblo mexicano progrese espiritual, cultural y materialmente, en un clima de justicia social y solidaridad. Ésta no puede reducirse a un vago sentimiento emotivo o a una palabra vacía de contenido real, sino que exige un compromiso moral activo, una decisión firme y constante de dedicarse al bien común, o sea, al bien de todos y de cada uno, porque todos somos responsables de todos (cf. Sollicitudo rei socialis SRS 39-40).

5. La Iglesia en México, junto con la labor evangelizadora que le es propia, colabora en la promoción de una sociedad cada vez más abierta y participativa, en la que cada uno se sienta plenamente acogido y respetado en su irrenunciable dignidad. Como madre y maestra, la Iglesia hace suyos los problemas del hombre, proyectando sobre ellos las enseñanzas del Evangelio y de su doctrina social, proclamando la primacía de la persona sobre las cosas, y de la conciencia moral sobre los criterios exclusivamente utilitaristas, que a veces oscurecen la imagen de Dios en el hombre.

Una especial atención merecen los pueblos indígenas, cuyo acceso a una vida cada día mejor y más digna, desde un punto de vista cualitativo y cuantitativo .en sectores como educación, sanidad, infraestructuras y otros servicios ., debe realizarse en el respeto de sus propias culturas, tan dignas de consideración. A este respecto, hay que destacar que las diócesis mexicanas, en cuyo ámbito viven comunidades indígenas, promueven proyectos específicos encaminados a confirmar a dichas comunidades en la fe católica que abrazaron sus antepasados y a promover el reconocimiento de su dignidad como personas y como pueblo, facilitándoles, al mismo tiempo, una plena integración en las conquistas del progreso alcanzado por el resto de la nación mexicana.

Todas estas reflexiones ayudan a sentar las bases del México que está a las puertas del tercer milenio cristiano. Para ello debe profundizar en las raíces de la propia identidad, teniendo en cuenta que «no se puede permanecer prisioneros del pasado: es necesaria, para cada uno y para los pueblos, una especie de .purificación de la memoria., a fin de que los males del pasado no vuelvan a producirse» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1 de enero de 1997). Gracias a ello, todos los mexicanos y mexicanas de hoy podrán convivir, sin detrimento del aprecio debido a sus tradiciones, tanto de origen occidental como indígena, conjuntadas de manera armónica en una nación unida.

6. Antes de concluir este acto deseo formularle, señor embajador, mis mejores votos para que la misión que hoy inicia sea fecunda en frutos perdurables. Le ruego que se haga intérprete de mis sentimientos y vivas esperanzas ante el señor presidente y las demás autoridades de la República. Al mismo tiempo, invoco abundantes bendiciones del Altísimo sobre usted, su distinguida familia y sus colaboradores, así como sobre todos los hijos de la noble nación mexicana, junto con la constante y maternal intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de todos los mexicanos.






AL SÉPTIMO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS


EN VISTA «AD LIMINA APOSTOLORUM»



Discursos 1998 - Sábado 30 de mayo de 1998