Discursos 1998 - EN VISTA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sábado 6 de junio de 1998



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría en el Señor os doy la bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en los Estados de Minnesota, Dakota del norte y Dakota del sur, durante vuestra visita ad limina. Este año el tema de mis reflexiones con los obispos de vuestro país, ante la cercanía del nuevo milenio, es el del deber de una evangelización renovada, cuyo camino preparó admirablemente el concilio Vaticano II. Hoy deseo reflexionar sobre los laicos en la vida y en la misión de la Iglesia. La nueva evangelización, que puede suscitar en el siglo XXI una primavera del Evangelio, es una tarea de todo el pueblo de Dios, pero dependerá de modo decisivo de la plena conciencia de los fieles laicos de su vocación bautismal y de su responsabilidad de llevar la buena nueva de Jesucristo a su cultura y a su sociedad.

Los padres del concilio Vaticano II prestaron especial atención a la dignidad y a la misión de los fieles laicos, exhortándolos a que «respondan de buen grado, con generosidad y prontitud de corazón, a la voz de Cristo, que en esta hora los invita con particular insistencia, y al impulso del Espíritu Santo» (Apostolicam actuositatem AA 33). Para restablecer el necesario equilibrio en la vida eclesial, el Concilio, en la Lumen gentium, dedicó un capítulo muy denso al papel de los laicos en la misión salvífica de la Iglesia, y siguió desarrollando este tema en el decreto sobre el apostolado de los laicos (Apostolicam actuositatem ). Especificó más concretamente aún su misión, con particular referencia a las circunstancias contemporáneas, en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes ). En estos y otros documentos, el Concilio procuró extender el gran florecimiento del apostolado seglar, característico de las décadas anteriores. Los laicos habían acogido con fervor las estimulantes palabras del Papa Pío XII: «Los laicos están en la vanguardia de la vida de la Iglesia; gracias a ellos, la Iglesia es el principio animador de la sociedad humana. Por eso, ellos, en particular, deben tener una conciencia cada vez más clara, no sólo de que pertenecen a la Iglesia, sino también de que son la Iglesia» (Discurso, 20 de febrero de 1946).

2. En este ámbito de vigorosa acción de los laicos el Concilio pudo afirmar claramente: «Para todos, pues, está claro que todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium LG 40); y el decreto conciliar sobre el apostolado de los seglares aclara que los laicos están llamados a ejercer el apostolado en la Iglesia y en el mundo (cf. Apostolicam actuositatem AA 5). Realmente los laicos han respondido a esta llamada. Por doquier ha habido un florecimiento de diversas formas de participación de los laicos en la vida y en la misión de la Iglesia. Mucho se ha hecho desde el Concilio para examinar más profundamente el fundamento teológico de la vocación y de la misión de los laicos. Este desarrollo alcanzó cierta madurez en 1987, durante el Sínodo de los obispos sobre la misión de los laicos, con la consiguiente exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici, publicada el 30 de diciembre de 1988. El Sínodo indicó la manera concreta de llevar nuevamente a la práctica la rica enseñanza del Concilio sobre el estado seglar. Uno de sus principales logros fue el de situar los diversos ministerios y carismas en el marco de una eclesiología de comunión (cf. Christifideles laici CL 21). Abordó la misión específica de los laicos, no como una extensión o derivación de la clerical y jerárquica, sino en relación con la verdad fundamental según la cual todos los bautizados reciben la misma gracia santificante, la gracia de la justificación, por la que cada uno llega a ser «una nueva creatura», un hijo adoptivo de Dios, «partícipe de la naturaleza divina», miembro de Cristo y coheredero con él, templo del Espíritu Santo (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1 CEC 265). Todos los fieles, tanto los ministros ordenados como los laicos, forman juntos el único cuerpo del Señor: «Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo o libre, sino que Cristo es todo en todos» (Col 3,11).

Se está verificando un regreso a la auténtica teología de los laicos basada en el Nuevo Testamento, según la cual la Iglesia, el cuerpo de Cristo, es la totalidad del linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo de Dios (cf. 1P 2,9), y no una parte de él. San Pablo nos recuerda que el crecimiento del cuerpo depende de todos los miembros, que cumplen su misión: «Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas, que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ep 4,15-16). Al preparar el gran acontecimiento eclesial que fue el concilio Vaticano II, el Papa Juan XXIII se sintió tan conmovido por estas palabras, que declaró que merecían ser grabadas en las puertas del Concilio (cf. Discurso con ocasión del domingo de Pentecostés, 5 de junio de 1960).

En una eclesiología de comunión, la estructura jerárquica de la Iglesia no es cuestión de poder, sino de servicio, ordenado completamente a la santidad de los miembros de Cristo. El triple oficio de enseñar, santificar y gobernar, confiado a Pedro, a los Apóstoles y a sus sucesores, «no tiende más que a formar a la Iglesia en ese ideal de santidad, que ya está formado y prefigurado en María» (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 1987, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de enero de 1988, p. 9). La dimensión mariana de la Iglesia es anterior a la dimensión petrina o jerárquica, «así como más alta y preeminente, más rica de implicaciones personales y comunitarias para cada una de las vocaciones eclesiales » (ib.).

Menciono estas verdades, bien conocidas, porque en toda la Iglesia, no sólo en la de vuestro país, observamos la difusión de una nueva y vigorosa espiritualidad seglar y los magníficos frutos del mayor compromiso de los laicos en la vida de la Iglesia. Al acercarnos al tercer milenio cristiano es muy importante que el Papa y los obispos, plenamente conscientes de su especial ministerio de servicio en el Cuerpo místico de Cristo, sigan «suscitando y alimentando una toma de conciencia más decidida del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos, y cada uno de ellos en particular, tienen en la comunión y en la misión de la Iglesia» (Christifideles laici CL 2).

3. La renovación litúrgica que el Concilio deseó y fomentó ardientemente tuvo como resultado la participación más frecuente y viva de los laicos en las tareas que les competen en la asamblea litúrgica. Una participación plena, activa y consciente en la liturgia debería dar vida a un testimonio seglar más vigoroso en el mundo, y no a una confusión de misiones en la comunidad de culto. Existe una distinción fundamental, basada en la voluntad de Cristo mismo, entre el ministerio ordenado, que deriva del sacramento del orden, y las funciones de los laicos, fundadas en los sacramentos del bautismo, la confirmación y, sobre todo, el matrimonio. La Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, publicada recientemente por la Santa Sede, quiso reafirmar y aclarar las normas canónicas y disciplinarias que regulan este ámbito, relacionando esas importantes directrices con los respectivos principios teológicos y eclesiológicos. Os exhorto a hacer que la vida litúrgica de vuestras comunidades esté orientada y gobernada por la gracia de Cristo, operante en la Iglesia, que el Señor quiso como comunión jerárquica. Es preciso respetar siempre la distinción entre el sacerdocio de los fieles y el sacerdocio ministerial, puesto que pertenece a «la forma constitutiva que Cristo quiso imprimir indeleblemente a su Iglesia » (Discurso al Simposio sobre «La participación de los fieles laicos en el sacerdocio presbiteral», 22 de abril de 1994, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 1994, p. 6).

4. Como subrayaron los padres en el Sínodo sobre los laicos, en 1987, es una comprensión inadecuada de su papel lo que impulsa a los laicos a interesarse tanto por los servicios y las tareas eclesiales, que llegan a descuidar la participación activa en sus responsabilidades en los campos profesional, social, cultural y político (cf. Christifideles laici CL 2). La primera exigencia de la nueva evangelización es el testimonio auténtico de los cristianos que viven según el Evangelio: «Brille de tal manera vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Dado que los laicos son la vanguardia de la misión de la Iglesia para evangelizar todas las áreas de la actividad humana, incluyendo los lugares de trabajo, el mundo de la ciencia, de la medicina y de la política, y los diversos sectores de la cultura, deben ser bastante firmes y suficientemente formados en la catequesis, para «testificar que la fe cristiana (...) constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad» (Christifideles laici CL 34). Como dijo mi predecesor el Papa Pablo VI: «Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos, además, que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la buena nueva» (Evangelii nuntiandi EN 21).

Mediante la gracia de Dios, vuestras Iglesias particulares fueron bendecidas con católicos deseosos de vivir una vida cristiana plena y de trabajar por el reino de Cristo en su entorno. Los obispos debéis proporcionarles guía espiritual. En vuestro ministerio y gobierno tenéis que mostrar a todos la importancia de la formación y de la catequesis para adultos, de la oración y de la práctica sacramental, de un compromiso real en favor de la evangelización de la cultura y de la aplicación de la doctrina moral y social cristiana en la vida pública y privada.

5. El ámbito inmediato, y en muchos sentidos importantísimo, del testimonio de los laicos cristianos es el matrimonio y la familia. Cuando la vida familiar es fuerte y sana, también el sentido de comunidad y solidaridad es fuerte, y eso ayuda a construir la «civilización de vida y amor» que debe ser el objetivo de todos. Por el contrario, cuando la familia es débil, todas las relaciones humanas están expuestas a la inestabilidad y a la fragmentación. Hoy la familia está sometida a presiones que provienen de muchos sectores: «La familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor.
A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien, cuya fuente se encuentra en Cristo, redentor del hombre» (Carta a las familias, 23). En un tiempo en que las mismas definiciones de matrimonio y familia son puestas en tela de juicio por la tentativa de incorporar en la legislación concepciones alternativas y distorsionadas de esas comunidades humanas básicas, vuestro ministerio debe incluir la proclamación clara de la verdad del designio original de Dios.

Puesto que la familia cristiana es la «iglesia doméstica», se ha de ayudar a los matrimonios a relacionar su vida familiar de modo concreto con la vida y la misión de la Iglesia (cf. Familiaris consortio FC 49). La parroquia debería ser una «familia de familias», ayudando del mejor modo posible a alimentar la vida espiritual de los padres y de los hijos con la oración, la palabra de Dios, los sacramentos y el testimonio de santidad y caridad. Los obispos y los sacerdotes deberían preocuparse por ayudar y animar a las familias de todos los modos posibles, y brindar su apoyo a los grupos y a las asociaciones que promueven la vida familiar. Aunque es importante que la Iglesia particular responda a las necesidades de la gente en situaciones problemáticas, la planificación pastoral también debería prestar una atención adecuada a las necesidades de las familias normales, que se esfuerzan por vivir su vocación. Estas familias son la columna vertebral de la sociedad y la esperanza de la Iglesia: los principales promotores de la vida familiar cristiana son los matrimonios y las familias mismas, que tienen la responsabilidad particular de servir a los demás matrimonios y familias.

6. Este año se celebra el trigésimo aniversario de la publicación de la encíclica Humanae vitae, de mi predecesor el Papa Pablo VI. La verdad sobre la sexualidad humana y la enseñanza de la Iglesia sobre la santidad de la vida humana y la paternidad responsable ha de presentarse a la luz del desarrollo teológico que se produjo después de la publicación de ese documento, y a la luz de la experiencia de los matrimonios que siguieron fielmente esa enseñanza. Muchos matrimonios experimentaron cómo los métodos naturales de planificación familiar promueven el respeto mutuo, estimulan el afecto entre el marido y la esposa, y ayudan a desarrollar una auténtica libertad interior (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2 CEC 370 Humanae vitae, 21). Su experiencia merece compartirse, porque es la confirmación viva de la verdad que enseña la Humanae vitae. Por el contrario, crece la conciencia de los graves daños que causa a las relaciones matrimoniales el recurso a los métodos artificiales de anticoncepción, que, al impedir inevitablemente la entrega total de sí en el acto conyugal, destruyen su significado procreativo y, al mismo tiempo, debilitan su significado unitivo (cf. Evangelium vitae EV 13).

Con valentía y compasión, los obispos, los sacerdotes y los laicos católicos deben aprovechar la oportunidad de proponer a los hijos e hijas de la Iglesia, y a toda la sociedad, la verdad sobre el don especial que constituye la sexualidad humana. Las falsas promesas de la «revolución sexual» se descubren ahora dolorosamente en el sufrimiento humano causado por índices de divorcio sin precedentes y por la plaga del aborto y sus efectos duraderos en las personas que recurrieron a él. Sin embargo, la enseñanza del Magisterio, el desarrollo de la «teología del cuerpo» y la experiencia de matrimonios de fieles católicos han brindado a los católicos en Estados Unidos una oportunidad particularmente propicia para llevar la verdad sobre la sexualidad humana a una sociedad que necesita escucharla urgentemente.

7. La realidad multicultural de la sociedad norteamericana es una fuente de enriquecimiento para la Iglesia, pero también plantea desafíos a la actividad pastoral. Muchas diócesis, a causa de las inmigraciones del pasado y las actuales, tienen una fuerte presencia hispana. Los fieles hispanos aportan sus dones propios a la Iglesia particular, entre los que cabe destacar la vitalidad de su fe y su profundo sentido de los valores familiares. También ellos afrontan enormes dificultades, y vosotros estáis haciendo grandes esfuerzos para contar con sacerdotes y otros agentes adecuadamente formados, a fin de proporcionar una buena atención pastoral y los servicios necesarios a las familias y a las comunidades de esas minorías. Frente al proselitismo sumamente activo de otros grupos religiosos, resultan esenciales la instrucción en la fe, la construcción de comunidades vivas, la atención a las necesidades de las familias y de los jóvenes, la promoción de la oración personal y familiar, y una vida espiritual y litúrgica centrada en la Eucaristía y en una genuina devoción mariana (cf. Discurso a los hispanos en la plaza de Nuestra Señora de Guadalupe, San Antonio, 13 de septiembre de 1987: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de octubre de 1987, p. 22). Los fieles hispanos deberían poder sentir que su lugar natural, su casa espiritual, está en el centro de la comunidad católica.

Lo mismo habría que decir de los miembros de la comunidad afro-americana, que también constituyen una presencia vital en todas vuestras Iglesias. Su amor a la palabra de Dios es una bendición especial, que hay que conservar. Aunque los Estados Unidos han dado grandes pasos para liberarse de los prejuicios raciales, hay que esforzarse continuamente por asegurar que los católicos negros participen plenamente en la vida de la Iglesia.

En vuestras diócesis, como en otras partes de Estados Unidos, viven algunos indígenas norteamericanos, orgullosos descendientes de los pueblos originarios de vuestro país. Apoyo vuestros esfuerzos por proporcionarles atención espiritual, por ayudarles cuando procuran conservar las buenas y nobles tradiciones de su cultura, y por estar cerca de ellos cuando luchan para superar los efectos negativos de la marginación que sufren desde hace tanto tiempo. En la única Iglesia de Cristo encuentran lugar todas las culturas y todas las razas.

8. Por último, deseo expresaros la gran alegría que experimenté la semana pasada en la plaza de San Pedro, durante el encuentro con tantos miembros laicos de los diferentes movimientos y comunidades eclesiales, que representan un don providencial del Espíritu Santo a la Iglesia de nuestro tiempo. Estos movimientos y estas comunidades comparten un fuerte compromiso de vida espiritual y de impulso misionero. Como instrumentos de conversión y de auténtico testimonio evangélico, prestan un magnífico servicio, ayudando a los miembros de la Iglesia a responder a la llamada universal a la santidad y a su vocación de transformar las realidades terrenas a la luz de los valores evangélicos de vida, libertad y amor. Representan una fuente genuina de renovación y evangelización y, por esta razón, deberían ocupar un lugar importante en vuestro discernimiento y en vuestros planes pastorales.

Una nueva, extraordinaria y sorprendente primavera para la Iglesia surgirá de la fe dinámica, de la esperanza viva y de la caridad activa de los laicos, que abren su corazón a la presencia vivificante del Espíritu Santo. A los obispos nos corresponde la tarea de enseñar, santificar y gobernar en nombre de Cristo, procurando siempre hacer fructificar los dones y los talentos de los fieles encomendados a nuestro cuidado pastoral. Os exhorto a impulsar a todos a ocupar su propio lugar en la Iglesia y a ser cada vez más responsables personalmente de su misión. Dedicad especial atención al fortalecimiento de la vida familiar, como condición esencial para el bienestar de las personas y de la sociedad. Utilizad los recursos espirituales de las diversas culturas presentes en la Iglesia en Estados Unidos, y dirigidlos hacia la auténtica renovación de todo el pueblo de Dios.
Encomendando vuestro ministerio episcopal a la intercesión de María, Auxilio de los cristianos, pido por los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestras diócesis, y os imparto cordialmente mi bendición apostólica.






A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACIÓN DE PADRES DE ALUMNOS


DE LAS ESCUELAS CATÓLICAS DE ITALIA


Sábado 6 de junio de 1998



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra particularmente encontrarme con vuestra delegación, que ha venido aquí en representación de toda la Asociación de padres de las escuelas católicas. Dirijo mi saludo al presidente, dr. Stefano Versari, a quien agradezco las cordiales palabras que ha querido dirigirme en nombre de los presentes. Vuestra asociación se pone al servicio de la familia y de la escuela católica, promoviendo los valores de la educación integral, de la libertad y del diálogo, valores fundamentales para el desarrollo de una sociedad auténticamente democrática.

La familia y la escuela católica son dos realidades sociales ante las cuales la Iglesia tiene una solicitud constante. Podríamos decir que vuestra Asociación constituye casi una síntesis de esas realidades, pues se propone garantizar a las generaciones jóvenes las condiciones necesarias para crecer y madurar en la vida espiritual, cultural y civil.

Durante los últimos veinte años la Asociación ha contribuido en Italia, de modo considerable, a superar una larga historia de olvido de la escuela católica y a atraer la atención del mundo político y de la opinión pública hacia el problema de la libertad de educación. Estoy seguro de que la reciente aprobación de los nuevos Estatutos por parte de la Conferencia episcopal italiana favorecer á aún más vuestro compromiso, dirigido sobre todo a la formación de los padres.

En efecto, la atención a la dimensión formativa resulta particularmente urgente, porque se os pide no sólo que reivindiquéis derechos, sino sobre todo que participéis de forma creativa y constructiva en la vida de la escuela católica, en el ámbito eclesial, educativo y social.

2. Vuestra asociación es eclesial. Esta característica exige que la obra que realiza, aun llevándose a cabo principalmente en el ámbito educativo, jamás pierda de vista el anuncio salvífico y la misión evangelizadora de la Iglesia. La participación en la vida de la comunidad cristiana ayuda a los padres creyentes a realizar plenamente su tarea educativa, convirtiendo su familia en una «pequeña iglesia», llamada a testimoniar los valores del reino de Dios en las instituciones humanas.

En la comunidad eclesial los padres, al experimentar la riqueza sobreabundante de los dones del Espíritu Santo, serán capaces de abrirse a las perspectivas del Evangelio y a las necesidades de la humanidad y, gracias a un sereno discernimiento comunitario, podrán colaborar en servicios específicos en beneficio del crecimiento integral de las nuevas generaciones.

En la Carta a las familias recordé que los padres son «los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental (...). Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad» (n. 16), es decir, respetando la diversidad de las tareas y de las responsabilidades.

Con frecuencia, los padres se encuentran desprevenidos y perplejos ante los problemas que afectan a las estructuras escolares, el malestar de los estudiantes y las señales de separación de la sociedad por parte de la escuela. A este respecto, resulta muy útil el papel de las asociaciones de padres, que les ayudan a ejercer su responsabilidad educativa y a colaborar de forma constructiva con la institución escolar. En la escuela católica esa colaboración se funda en el proyecto educativo de inspiración cristiana, que permite a los padres verificar sus opciones y a la institución escolar definir cada vez mejor su identidad propia y su propuesta cultural y pedagógica.

Por tanto, es necesario que la escuela católica ponga especial atención en la formación de los padres, para que puedan tomar conciencia de sus tareas y competencias específicas. La presencia organizada de los padres dentro de la escuela católica constituye un elemento fundamental para la realización plena de su proyecto formativo.

3. Los padres son portadores de la sensibilidad y de las expectativas presentes en la sociedad; son el puente natural entre la escuela católica y la realidad de su entorno. Por eso, a ellos les corresponde presentar a la escuela las sugerencias relativas a las orientaciones que tiene que dar a sus hijos y compartir con el personal docente las intervenciones formativas específicas, en las que la familia está llamada a participar responsablemente.

El hecho de servir de «puente» entre la escuela y la sociedad exige, además, que los padres y sus asociaciones atraigan la atención de los políticos hacia los problemas relacionados con la educación de sus hijos y la escuela católica, interviniendo en los cambios que se producen en la sociedad y en la definición de los proyectos de reforma del sistema escolar italiano.

En este marco, os renuevo mi deseo de que pronto se llegue a aprobar, también en Italia, una ley de igualdad que reconozca, como en muchos otros países de Europa y del mundo, el valioso servicio que presta la escuela católica y garantice a los padres la plena libertad de elección de la orientación educativa para sus hijos.

Queridos padres, las escuelas que frecuentan vuestros hijos surgieron del carisma y de la intuición, a menudo profética, de hombres y mujeres que dejaron en la Iglesia una estela luminosa de santidad. Ojalá que el redescubrimiento de las maravillas que el Espíritu Santo obró en su vida os sostenga en vuestro esfuerzo diario por orientar a vuestros hijos hacia los valores perennes del Evangelio y hacia la persona viva de Cristo. Espero, asimismo, que la escuela católica sepa acoger y valorar vuestro carisma de padres.

Con estos deseos, os encomiendo a la protección de la Virgen María y de san José, modelos de los padres cristianos, y, a la vez que os animo a proseguir vuestro meritorio servicio a la escuela católica, os bendigo a todos con afecto.





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS MIEMBROS DE LA ORDEN DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


EN EL VIII CENTENARIO DE LA APROBACIÓN DE SU REGLA




Al reverendísimo padre

JOSÉ HERNÁNDEZ SÁNCHEZ

ministro general de la orden de la Santísima Trinidad

1. La benemérita orden de los trinitarios recuerda este año el VIII centenario de la aprobación de su Regla de vida. En efecto, el 17 de diciembre de 1198, con la bula Operante divinae dispositionis clementia, mi predecesor Inocencio III, acogiendo de buen grado los deseos de fray Juan de Mata, confirmaba el documento fundamental, que instituía en la Iglesia una fraternidad, con el fin de rescatar a cuantos se encontraban encarcelados a causa de la fe en Cristo.

Me uno con mucho gusto a la alegría de todos vosotros en esta feliz conmemoración. Lo saludo ante todo a usted, reverendísimo ministro general, y, a la vez que le renuevo el aprecio de la Santa Sede por la actividad apostólica realizada por la orden y por toda la familia trinitaria, le expreso mi deseo de que el acontecimiento jubilar sea para todos los que siguen las huellas de san Juan de Mata motivo y ocasión de una renovada fidelidad a su carisma propio, acudiendo a las fuentes frescas de la espiritualidad de los orígenes.

2. Esta feliz celebración jubilar se inscribe providencialmente en el camino de preparación inmediata para el gran jubileo del año 2000, que conmemorará la encarnación del Hijo de Dios, que vino «a anunciar la buena nueva a los pobres (...), a vendar los corazones desgarrados; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los prisioneros la libertad; a pregonar el año de gracia del Señor» (Is 61,1-2).

Vuestra orden escogió la liberación de los oprimidos y el amor a los pobres como rasgo característico de su misión en la Iglesia y en el mundo, siguiendo fielmente a su santo fundador que, obedeciendo a una llamada interior, se sintió impulsado a trabajar por la salvación de los esclavos cristianos y por el servicio humilde y generoso a los pobres como testimonio de alabanza y gloria a la santísima Trinidad.

Con la orden trinitaria, la cristiandad instauró un contacto humanitario con el mundo del islam; más aún, el mismo Inocencio III presentó la obra redentora y liberadora de vuestro instituto a jefes del mundo musulmán, inaugurando así un diálogo, que tenía como objetivo la práctica de las obras de misericordia (cf. Arch. Vat., Reg. Vat., vol. 4, fol. 148 r-v, an. II, n. 9).

A distancia de ocho siglos, un carisma tan singular sigue resultando extraordinariamente actual en el marco social multicultural de hoy, marcado por tensiones y desafíos a veces incluso dramáticos. Compromete a los trinitarios a descubrir, con valentía y audacia misionera, caminos siempre nuevos de evangelización y de promoción humana, como hizo san Juan de Mata durante su existencia.

Él «buscaba incesantemente la voluntad de Dios». Durante su primera santa misa, en el momento de la consagración, tuvo una visión de Cristo redentor, que daba la mano a dos esclavos, uno blanco y otro de color, a quienes ofrecía la libertad redentora. Esto sucedió en el año 1193. El acontecimiento, representado en un artístico mosaico alrededor del año 1210, puede verse todavía en el portal de la casa de santo Tomás en Formia, que Inocencio III donó al mismo fundador. De esta divina inspiración nació en él el deseo de ocuparse de los esclavos.

Para reflexionar en la revelación y madurar su proyecto, fray Juan se retiró a la soledad de Cerfroid, donde se encontró con Félix de Valois y otros eremitas. Con su ayuda y la de los obispos de Meaux y París, y la del abad de San Víctor, elaboró y experimentó la Regla trinitaria que, en el año 1198, presentó al Sucesor de Pedro solicitando su aprobación.

3. La santísima Trinidad, fuente, modelo y fin de toda la existencia, es el centro de vuestra espiritualidad. En efecto, vuestra Regla empieza con las palabras «en el nombre de la santa e indivisa Trinidad», subrayando que la fe en este misterio fundamental impregna toda la existencia de quien, como vuestro fundador, opta por seguir radicalmente al Hijo de Dios. De esta fuente inagotable de amor brota vuestra misión en favor de los esclavos y de los pobres, que, con razón, vivís como una prolongación de la acción redentora de Cristo.

La contemplación de los misterios de la Trinidad y de la Redención alimenta y orienta vuestro ministerio apostólico, impulsándoos a compartir todos los dones recibidos, tanto espirituales como materiales, hasta hacer de vuestra vida una oblación de amor por el rescate de las víctimas de cualquier tipo de esclavitud material y espiritual.

Ojalá que todas vuestras casas y todas vuestras obras sean un cenáculo de alabanza a Dios uno y trino, y un crisol de entrega gratuita a vuestros hermanos.

4. La historia plurisecular de la orden testimonia que vuestra misión es siempre actual, a pesar de que van cambiando las circunstancias sociales y políticas. Los ejemplos de santidad y martirio que enriquecen a vuestra familia religiosa son una confirmación de la validez de vuestro carisma. A los actuales discípulos de san Juan de Mata y de Félix de Valois corresponde ser heraldos en nuestro mundo del misterio trinitario, socorriendo, como modernos apóstoles de liberación para el hombre contemporáneo, a quien corre el riesgo de ser víctima de esclavitudes menos visibles, pero igualmente trágicas y opresoras.

Estamos en vísperas de un nuevo milenio cristiano: esta perspectiva ha de constituir un ulterior motivo de aliento para vosotros, a fin de que hagáis resplandecer entre los hombres de hoy el rostro misericordioso de Dios, que se nos reveló en la encarnación de Cristo. Así, seréis defensores intrépidos de la dignidad de todo ser humano. Que en esta tarea se una toda la familia de los trinitarios en sus diversos componentes —monjas, religiosas, instituto secular, orden secular y laicado—, traduciendo en un compromiso eclesial concreto la reflexión sobre el carisma trinitario específico, que se ha desarrollado durante estos años a la luz del concilio Vaticano II.

Vuestra misión sigue consistiendo en ser entre los hombres de hoy epifanía de Cristo redentor, testigos creíbles a través de los cuales Dios actúa y revela su amor misericordioso y redentor. Con este objetivo, prestáis un servicio de misericordia y redención a los marginados y a los oprimidos de nuestra sociedad y, de modo particular, a los perseguidos o discriminados a causa de su fe religiosa, de la fidelidad a su conciencia o a los valores del Evangelio. Vuestra acción será eficaz en la medida en que sigáis las huellas de Jesús, encarnando su estilo de vida con un esfuerzo constante por anunciar a todos los hombres la feliz y liberadora «buena nueva» del Reino.

5. Reverendísimo ministro general, durante los ocho siglos pasados, los discípulos de san Juan de Mata han sintetizado su espiritualidad y su acción apostólica en el lema: Gloria tibi, Trinitas, et captivis libertas. Ojalá que, en los complejos escenarios de la sociedad contemporánea, este lema siga guiando vuestro ministerio y vuestra actividad.

Que os sostenga una constante y ferviente oración, gracias a la cual podáis alcanzar las inagotables reservas de luz y de amor presentes en los abismos insondables de la vida trinitaria.

Que os acompañe la Virgen María, Tabernáculo de la santísima Trinidad, y obtenga de su Hijo divino abundantes gracias y consuelos espirituales para cada miembro de vuestra gran familia espiritual. Con estos sentimientos, os aseguro a cada uno mi afectuoso recuerdo ante el altar del Señor, y os imparto de corazón a todos una especial bendición apostólica.

Vaticano, 7 de junio, solemnidad de la Santísima Trinidad del año 1998, vigésimo de mi pontificado.






Discursos 1998 - EN VISTA «AD LIMINA APOSTOLORUM»