Discursos 1998 - JOSÉ HERNÁNDEZ SÁNCHEZ


A LA CONFERENCIA EPISCOPAL CUBANA


Martes 9 de junio de 1998



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Me complace recibirlos en esta audiencia, a pocos meses de mi recordado viaje a su patria. En esa ocasión pude experimentar de cerca el calor de los cubanos y la riqueza de los valores que adornan a ese querido pueblo. Con las palabras del apóstol Pablo, les digo que «al conocer su fe en Jesús, el Señor, y su amor por todos los que forman el pueblo de Dios, no ceso de dar gracias a Dios por ustedes, recordándoles en mis oraciones» (Ep 1,15-16). Al mismo tiempo pido al Señor de la historia que cada cubano pueda ser protagonista de «sus aspiraciones y legítimos deseos» y que Cuba «pueda ofrecer a todos una atmósfera de libertad, confianza recíproca, de justicia social y de paz duradera» (Discurso en el aeropuerto de La Habana, 21 de enero de 1998, nn. 2 y 5).

Les estoy muy agradecido por todos los esfuerzos que ustedes, junto con los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos, realizaron en la preparación de mi visita y en su posterior desarrollo, preocupándose también de que no se apaguen tantas genuinas esperanzas suscitadas en el mensaje que les dejé y que las enseñanzas que del mismo brotan puedan concretarse gradualmente en el futuro.

2. En los casi cinco meses que han pasado desde mi inolvidable viaje a su nación he visto cómo mi invitación a que «Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba» (ib., n. 5), ha sido acogida por diversas naciones y organismos, y que muchas comunidades eclesiales han intensificado sus deseos y realizaciones, expresando con gestos concretos su solidaridad y manifestando fraternidad con los hijos de Dios que viven en esa hermosa tierra. Pueden estar seguros de que la Santa Sede y el Sucesor de san Pedro proseguirán en todo lo que esté a su alcance, y desde las peculiaridades de su misión espiritual, para que esa respuesta siga extendiéndose y para que la atención suscitada con ocasión de mi visita no se apague, sino que alcance los frutos esperados por el pueblo cubano.

En este sentido, he apreciado también los gestos que, después de mi regreso a Roma, han tenido las autoridades cubanas. Quiero ver en ellos la prenda y la primicia de su disposición a crear espacios legales y sociales para que la sociedad civil cubana pueda crecer en autonomía y participación, y el país pueda ocupar el lugar que le corresponde por derecho propio en la región y en el concierto de las naciones.

3. La apertura deseada no se limita a una simple mejora de las relaciones internacionales que tiendan a promover un proceso de interdependencia solidaria entre los pueblos en el actual contexto de globalización. Se trata ante todo de una disposición interior en cada uno, de modo que la renovación de la mente y la apertura del espíritu lleven hacia una verdadera conversión personal, favoreciendo así un proceso de mejoría y cambio también en las estructuras sociales. A este respecto, ya desde mi llegada al suelo cubano, dije: «No tengan miedo de abrir sus corazones a Cristo, dejen que él entre en sus vidas, en sus familias, en la sociedad, para que así todo sea renovado. La Iglesia repite este llamado, convocando sin excepción a todos: personas, familias, pueblos, para que siguiendo fielmente a Jesucristo encuentren el sentido pleno de sus vidas, se pongan al servicio de sus semejantes, transformen las relaciones familiares, laborales y sociales, lo cual redundará siempre en beneficio de la patria y la sociedad » (ib., n. 4), y repetí en Santa Clara: «No tengan miedo, abran las familias y las escuelas a los valores del Evangelio de Jesucristo, que nunca son un peligro para ningún proyecto social» (Homilía, n. 4).

Los hombres y las naciones, superando fronteras ideológicas, históricas o de parte, que no permiten el crecimiento de la persona humana en libertad y responsabilidad, han de hacer posible que la verdad, aspiración íntima de todo ser humano, sea buscada con honestidad, encontrada con alegría, anunciada con entusiasmo y compartida con generosidad por todos, sin limitaciones arbitrarias en las libertades fundamentales, como son por ejemplo las de expresión, reunión y asociación. Ello facilita que la sociedad pueda acceder a un estado de convivencia presidido por la confianza mutua, la participación, la solidaridad y la justicia. En este sentido, Cuba está llamada a encarnar y vivir su propia identidad, que tiene raíces profundamente cristianas, encaminándose hacia la transparencia, la apertura y la solidaridad.

4. La Iglesia católica en Cuba, de la que ustedes son los legítimos pastores, es una comunidad viva que promueve el amor y la reconciliación y difunde la verdad que brota del Evangelio de Jesucristo, a tiempo y a destiempo (cf. 2Tm 4,2). La Iglesia forma parte notable no sólo de la historia patria, sino del presente y es, en cierto modo, corresponsable, junto con otras instancias, del futuro. Con su labor cotidiana, «en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (San Agustín, De Civ. Dei, XVIII, 51, 2), contribuye al enriquecimiento de toda la sociedad, y no sólo de los creyentes, pues trabaja por alimentar la espiritualidad de todo hombre, la vivencia de los valores más altos y la fraternidad entre los hombres. Por eso, cuando la Iglesia es reconocida y puede contar con los espacios y los medios suficientes para realizar su misión, se beneficia toda la sociedad. El Estado, aunque sea laico, al procurar el bien integral de todos sus ciudadanos, debe reconocer esa misión y garantizar esos espacios.

La Iglesia que vive en cada nación se presenta como «el nuevo pueblo de Dios» que, «aunque de hecho aún no abarque a todos los hombres y muchas veces parezca un pequeño rebaño, sin embargo es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano» (Lumen gentium LG 9).

5. Ustedes, queridos hermanos en el episcopado, «han sido constituidos por el Espíritu Santo, que les ha sido dado, verdaderos y auténticos maestros en la fe, pontífices y pastores» (Christus Dominus CD 2), dedicándose por ello al cuidado habitual y cotidiano de los fieles (cf. Lumen gentium LG 27) y encontrando en ello su gozo y su realización. Les exhorto a vivirlo como auténticos ministros de la reconciliación (cf. 2Co 5,8), de modo que el mensaje que dejé en Cuba pueda tener continuidad y producir abundantes frutos bajo su guía.

En esta hora histórica de la vida nacional, desde su condición de pastores, han de asumir los desafíos derivados de mi visita pastoral. ¡Que no falte nunca su voz, que es la voz de Cristo que los envió y consagró a su servicio! ¡Que la labor de ustedes sea reconocida como la de los verdaderos interlocutores y auténticos pastores de la Iglesia que peregrina en esa amada nación! ¡Que todos vean en ustedes a los «mensajeros que anuncian la paz» (Is 52,7), tal como les decía en mi encuentro en La Habana en un mensaje programático que mantiene íntegra su vigencia!

El ejercicio de su ministerio es a veces gravoso y lleva siempre el signo de la cruz de Cristo. No se desanimen ante ello, perseveren en la oración, presenten en el altar del Señor los sacrificios y las incomprensiones que comporta el ejercicio valiente y audaz de la misión cultual, profética y caritativa que les ha sido confiada. En ese camino no están solos: les asiste la fuerza del Espíritu Santo, a la que se une la solidaridad y afecto de toda la Iglesia, así como la plegaria del Vicario de Cristo. Pido asimismo al Señor, Dueño de la mies, no sólo que envíe pronto nuevos trabajadores a su campo, como necesita la nación cubana, sino que multiplique también las iniciativas, la creatividad y la disponibilidad de los sacerdotes, religiosos y religiosas que, con generosidad y dedicación, trabajan en Cuba, de modo que la evangelización no sea nueva sólo en su ardor, en sus métodos, en su expresión, sino también en sus proyecciones, inculturando el Evangelio en todos los ambientes de la vida personal y social.

6. En mi visita a Cuba tuve la oportunidad de recordar algunos aspectos del «evangelio social». Los fieles laicos deben responder con madurez, perseverancia y audacia a los desafíos de la aplicación de la doctrina social de la Iglesia a la vida económica, política y cultural de la nación. En este sentido los fieles están llamados a participar con pleno derecho y en igualdad de oportunidades en la vida pública, para dar su propia contribución al progreso nacional y participar con generosidad en la reconstrucción del país, accediendo a los diversos sectores de la vida social, como es la educación y los medios de comunicación social, dentro de un marco legal adecuado.

Los cristianos en Cuba deben participar en la búsqueda del bien común, aportando su conciencia crítica, sus capacidades y hasta ofreciendo sus sacrificios con el fin de propiciar las transformaciones que el país necesita en esta hora con el concurso de todos sus hijos.

La verdadera dignidad del hombre se encuentra en la verdad revelada por Cristo. Él es la luz del mundo y el que cree en él no camina en tinieblas (cf. Jn Jn 12,46). Por ello, la ofuscación de la luz, la mentira personal y la doblez social deben ser superadas por la cultura de la verdad, de modo que, respetando profundamente cada persona y cada cultura, se anuncie la convicción de que la plenitud de la vida se alcanza cuando se trasciende el marco de los materialismos y se accede a la luz inefable y trascendente que nos libera de todo egoísmo.

7. La lluvia que me despidió cuando dejaba el suelo cubano trajo a mi memoria el himno «Rorate caeli», pidiendo que las semillas sembradas con sacrificio y paciencia por todos ustedes, pastores y fieles, crezcan con vigor y Cuba pueda abrir de par en par sus puertas a la potencia redentora de Cristo, para que todos los cubanos puedan vivir un nuevo Adviento en su historia nacional.

A su regreso a la Isla, hagan presente a todos los cubanos el afecto y la cercanía del Papa. Que tengan la seguridad de que «siempre que me acuerdo de ustedes, doy gracias a Dios. Cuando ruego por ustedes, lo hago siempre con alegría... Estoy seguro de que Dios, que ha comenzado en ustedes la obra buena, la llevará a feliz término. Está justificado esto que yo siento por ustedes, pues los llevo en el corazón... Dios es testigo de lo entrañable que los quiero a todos ustedes en Cristo Jesús. Y les pido que su amor crezca más en conocimiento y sensibilidad para todo» (Ph 1,3-10).

A la Virgen de la Caridad del Cobre, Madre de todos los cubanos, recordando con emoción el momento en que le ceñí la corona que sus hijos le ofrecieron, presento los anhelos y esperanzas, los gozos y las penas de todos ellos, a la vez que con afecto les imparto de corazón una especial bendición apostólica.





MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO DE LAS ASOCIACIONES,


MOVIMIENTOS Y ORGANIZACIONES NO GUBERNAMENTALES


AL SERVICIO DE LA FAMILIA Y DE LA VIDA EN EUROPA


(ROMA, 12-13 DE JUNIO DE 1998)






Al venerado hermano
cardenal ALFONSO LÓPEZ TRUJILLO
presidente del Consejo pontificio para la familia

Se celebra durante estos días el encuentro, organizado por ese dicasterio, con los responsables de las asociaciones, de los movimientos y de las organizaciones no gubernamentales, comprometidos al servicio de la familia y de la vida en el continente europeo. En esta ocasión, deseo enviarle a usted, señor cardenal, y, por su amable mediación, a los participantes y a los relatores del congreso, mi cordial saludo, con mi deseo de que estos momentos providenciales de reflexión y diálogo produzcan los frutos esperados, y den nuevo impulso a la pastoral familiar en Europa.

A nadie pasa inadvertida la importancia del momento histórico que estamos atravesando. Además, es bien sabido que, tanto en el «viejo continente» como en otras partes del mundo, la institución familiar sufre desde hace tiempo una profunda evolución, no siempre positiva, y por eso exige una constante y atenta solicitud por parte de los pastores y de toda la comunidad eclesial. La defensa de la familia y de la vida humana constituye una urgencia pastoral que hay que subrayar con vigor también en relación con el próximo milenio, hacia el que nos encaminamos a grandes pasos.

En efecto, entre las verdades oscurecidas en el corazón del hombre a causa de la creciente secularización y del difundido clima hedonista están afectadas más seriamente sobre todo las que se refieren a la familia. Tuve la posibilidad de subrayar, con ocasión del reciente Encuentro mundial de las familias en Río de Janeiro, que «en torno a la familia y a la vida se libra hoy la batalla fundamental de la dignidad del hombre» (Discurso al Congreso teológico pastoral de Río de Janeiro, 3 de octubre de 1997, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de octubre de 1997, p. 4). Toda la comunidad cristiana está llamada a defender y promover estos valores humanos y evangélicos fundamentales.

En el servicio pastoral a la familia y a la vida, desempeñan un papel cada vez más importante las asociaciones, los movimientos y las organizaciones no gubernamentales, en el ámbito más amplio de la participación de los laicos en el apostolado y en la animación de las realidades terrenas, impulsados por el concilio ecuménico Vaticano II. Y la Iglesia cuenta con su contribución y su compromiso constante y valiente. «Quien lucha por defender y favorecer la institución matrimonial y la familia adquiere méritos muy grandes para el futuro de Europa» (Asamblea especial del Sínodo de los obispos para Europa, Declaración final, 10: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de diciembre de 1991, p. 10).

Se trata de una verdad que hoy quisiera reafirmar con fuerza, mientras deseo de corazón que vuestro encuentro contribuya seriamente a mantener viva, en los creyentes y en todos los hombres de buena voluntad, una voluntad cada vez más decidida de trabajar por la auténtica promoción de la vida humana y de su hábitat natural, que es la familia fundada en el matrimonio.

Señor cardenal, estos son los pensamientos con los que acompaño los trabajos del presente congreso, mientras, invocando sobre usted y los participantes la abundancia de los dones del Espíritu Santo y la protección de la Virgen María, Madre de la vida, imparto de corazón a todos una especial bendición apostólica.

Vaticano, 11 de junio de 1998






A LOS MIEMBROS DE LA ESCUELA DE DERECHO DE HARVARD


Sábado 13 de junio de 1998

Señoras y señores:

Me complace dar la bienvenida a los miembros de la Asociación de alumnos de la Escuela de derecho de Harvard, con ocasión de vuestra reunión, que este año se celebra en Roma. Es oportuno que vuestro grupo, que incluye a distinguidos juristas de todo el mundo, se reúna en esta ciudad, vinculada tan estrechamente al desarrollo del derecho occidental, tanto civil como canónico. Espero que vuestra tarea de elaboración, aplicación y enseñanza del derecho esté guiada por los altos ideales de justicia y equidad que inspiran la gran tradición de juristas que, a lo largo de más de dos mil años, ha sabido hacer del derecho romano no sólo un instrumento de orden público, sino también de educación en las virtudes cívicas y, por tanto, un maestro de civilización.

El siglo que ahora está a punto de terminar se ha caracterizado por crímenes inauditos contra la humanidad, cometidos en ocasiones con la apariencia de la legalidad. Pero también asistimos a un renacimiento de la esperanza en la fuerza del derecho y de las instituciones legales para proteger la dignidad humana, fomentar la paz y promover la justicia entre los pueblos. La realización de esta esperanza no sólo requiere la creación de estructuras legales más eficaces, sino también, algo más importante aún, la renovación de una cultura jurídica de respeto a las exigencias objetivas de la ley moral universal, como fundamento y criterio último de todas las leyes positivas. En efecto, hace falta un redescubrimiento de los valores humanos y morales esenciales e innatos que nacen de la naturaleza y de la verdad de la persona humana, y que expresan y salvaguardan la dignidad de la persona: valores que ninguna persona, ninguna mayoría y ningún Estado pueden crear, modificar o destruir jamás, sino únicamente reconocer, respetar y promover (cf. Evangelium vitae EV 71).

Queridos amigos, ojalá que se cumplan en vosotros las palabras del salmista: «¡Dichosos los que guardan el derecho, los que practican en todo tiempo la justicia!» (Ps 106,3). Que vuestros esfuerzos diarios al servicio del derecho contribuyan al desarrollo de un mundo más pacífico y humano. Sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos invoco de corazón las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.





DISCURSO DE SUS SANTIDAD JUAN PABLO II


AL OCTAVO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS


EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 13 de junio



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con ocasión de vuestra visita ad limina, os doy mi cordial bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en la región eclesiástica de Saint Louis, Omaha, Dubuque y Kansas City. A través de vosotros, saludo a los sacerdotes, religiosos y fieles laicos de vuestras diócesis: «Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro» (1Tm 1,2). Continuando el tema de estas conversaciones ad limina, deseo dedicar hoy mis reflexiones a la realidad de la vida consagrada en las Iglesias que vosotros y vuestros hermanos en el episcopado presidís en la caridad y en el servicio pastoral. Estas breves reflexiones no pretenden ser una presentación completa de la vida consagrada; tampoco afrontan todas las cuestiones prácticas que se plantean en vuestras relaciones con los religiosos. Más bien, quiero sosteneros en vuestro ministerio de sucesores de los Apóstoles, que se extiende también a las personas consagradas que viven y trabajan en vuestras diócesis.

En particular, deseo expresar mi estima, gratitud y aliento a las mujeres y a los hombres que, mediante la observancia de los consejos evangélicos, reproducen en la Iglesia la forma que el Hijo encarnado de Dios asumió durante su vida terrena (cf. Vita consecrata VC 14). Con su consagración y su vida fraterna, dan testimonio de la nueva creación inaugurada por Cristo y hecha posible en nosotros mediante la fuerza del Espíritu Santo. Con su oración y su sacrificio, sostienen la fidelidad de la Iglesia a su misión salvífica. Con su solidaridad hacia los pobres, imitan la compasión de Jesús y su amor a la justicia. Con sus apostolados intelectuales, sirven a la proclamación del Evangelio en el centro de las culturas del mundo. Al dedicar su vida a las tareas más arduas, innumerables hombres y mujeres consagrados en Estados Unidos y en todo el mundo testimonian la supremacía de Dios y el significado último de Jesucristo para la vida humana. Muchos de ellos desempeñan tareas misioneras, especialmente en América Latina, África y Asia, y recientemente algunos han dado el testimonio supremo, derramando su sangre por el Evangelio. El testimonio de las personas consagradas hace realidad en medio del pueblo de Dios el espíritu de las bienaventuranzas, el valor del gran mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo. En suma, las personas consagradas están en el centro del misterio de la Iglesia, la Esposa que responde con todo su ser al amor infinito de Cristo. Los obispos no podemos menos de alabar incesantemente a Dios y de agradecerle este don concedido a su Iglesia.

2. El don de la vida consagrada forma parte de la solicitud pastoral del Sucesor de Pedro y de los obispos. La indivisibilidad del ministerio pastoral de los obispos significa que tienen la específica responsabilidad de velar por todos los carismas y todas las vocaciones, y esto se traduce en deberes específicos sobre la vida consagrada, tal como existe en cada Iglesia particular (cf. Mutuae relationes, 9). Por su parte, los institutos religiosos deberían esforzarse por establecer una cooperación cordial y efectiva con los obispos (cf. ib., 13), que por institución divina han sucedido a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo (cf. Lc Lc 10,16 Lumen gentium LG 20). La nueva primavera que la Iglesia espera con confianza debe ser también un tiempo de renovación e incluso renacimiento de la vida consagrada. Las semillas de renovación ya están dando muchos frutos, y los nuevos institutos de vida consagrada, que ahora toman su lugar, junto a los más antiguos, dan testimonio de la importancia y del interés constantes de la entrega total de sí al Señor, de acuerdo con los carismas de sus fundadores y fundadoras.

3. Durante un período considerable, la vida religiosa en Estados Unidos se ha caracterizado por cambios y adaptaciones, como pidió el concilio Vaticano II y quedó codificado en el Código de derecho canónico y otros documentos magisteriales. No ha sido un tiempo fácil, pues una renovación tan compleja y con consecuencias tan amplias, que implicó a tantas personas, no podía llevarse a cabo sin muchos esfuerzos y tensiones. No siempre ha sido fácil lograr un equilibrio adecuado entre los cambios necesarios y la fidelidad a la experiencia espiritual y canónica, que había llegado a ser parte estable y fecunda de la tradición viva de la Iglesia. Todo esto ha causado a veces sufrimiento, tanto a los religiosos como a comunidades enteras; sufrimiento que, en algunos casos, ha creado nuevas ideas y nuevos compromisos, pero que en otros ha producido desilusión y desaliento.

Desde el comienzo de mi pontificado he procurado animar a los obispos a invitar a las comunidades religiosas a un diálogo de fe y de fidelidad, con el fin de ayudar a los religiosos a vivir plenamente su vocación eclesial. A lo largo de los años, muchas veces he examinado junto con los mismos religiosos, así como con los obispos y otras personas interesadas, la situación de la vida religiosa en vuestro país. En todas las iniciativas tomadas a este respecto he querido, por una parte, afirmar la responsabilidad personal y colegial que compete a los obispos con respecto a la vida religiosa, dado que son los primeros responsables de la santidad, de la doctrina y de la misión de la Iglesia; y, por otra, afirmar la importancia y el valor de la vida consagrada, y los extraordinarios méritos de tantos hombres y mujeres consagrados, en todo tipo de servicios, al lado de la humanidad que sufre.

Hoy quiero invitar a los obispos de Estados Unidos a seguir fomentando los contactos personales con los religiosos que viven y trabajan actualmente en cada diócesis, para animarlos y estimularlos. Hablando en general, vuestras relaciones con los religiosos están marcadas por la amistad y la colaboración, y en muchos casos desempeñan un papel importante en vuestros planes y proyectos pastorales. Es preciso consolidar esas relaciones en su marco natural, el ámbito de la comunión dinámica con la Iglesia particular. La misión de los religiosos los sitúa en una Iglesia particular determinada; por tanto, su vocación al servicio de la Iglesia universal se realiza dentro de las estructuras de la Iglesia particular (cf. Discurso a los superiores generales, 24 de noviembre de 1978). Este aspecto es importante, porque pueden producirse muchos errores de valoración si una sana eclesiología cede ante una concepción de la Iglesia demasiado marcada por términos civiles y políticos, o tan «espiritualizada» que las opciones subjetivas de la persona se convierten en criterios de comportamiento.

4. Como obispos, tenéis el deber de salvaguardar y proclamar los valores de la vida religiosa, para que puedan preservarse fielmente y transmitirse a la vida de vuestras comunidades diocesanas. La pobreza y el dominio de sí, la castidad consagrada y la fecundidad, la obediencia y la libertad: estas paradojas propias de la vida consagrada deben ser más comprendidas y estimadas por toda la Iglesia y, en particular, por quienes participan en la educación de los fieles. La teología y la espiritualidad de la vida consagrada han de incluirse en la formación de los sacerdotes diocesanos, como debería incluirse el estudio de la teología de la Iglesia particular y de la espiritualidad del clero diocesano en la formación de las personas consagradas (cf. Vita consecrata VC 50).

En vuestros contactos con los religiosos, debéis poner de relieve la importancia de su testimonio comunitario y mostrar vuestra voluntad de contribuir, del mejor modo posible, a asegurar que sus comunidades dispongan de los medios espirituales y materiales para vivir con serenidad y alegría la vida común (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Vida fraterna en comunidad, 2 de febrero de 1994). Uno de los servicios más valiosos que puede prestar el obispo consiste en asegurar que estén a disposición de los religiosos directores espirituales y confesores buenos y experimentados, especialmente en los monasterios de monjas contemplativas y en las casas madres con muchos miembros.

De la misma manera, la capacidad de un instituto de realizar un apostolado común o comunitario es de vital importancia para la vida de una Iglesia particular. No basta que todos los miembros de un instituto compartan los mismos valores generales o trabajen «según el espíritu del fundador» y que cada uno se responsabilice de encontrar un área de actividad apostólica y una residencia. Es obvio que no todos los miembros de un instituto son idóneos para trabajar en un único apostolado, pero la identidad y la naturaleza del apostolado común, y la voluntad de dedicarse a él, deberían ser parte esencial del discernimiento que realiza el instituto con respecto a la vocación de sus candidatos. Sólo cuando una diócesis puede contar con la participación de un instituto religioso en el apostolado común, puede dedicarse seriamente a una planificación pastoral de gran alcance.

Habría que alentar y ayudar a perseverar a los institutos que ya se dedican a los apostolados comunitarios, como la educación y la asistencia sanitaria. La sensibilidad ante las nuevas necesidades y los nuevos pobres, siempre indispensable y laudable, no debería llevar a descuidar a los antiguos pobres, a los que necesitan una auténtica educación católica, a los enfermos y a los ancianos. También deberíais animar a los religiosos a prestar atención explícita a la dimensión específicamente católica de sus actividades. Sólo sobre esta base las escuelas y los centros católicos de enseñanza superior podrán promover una cultura impregnada de los valores y la moral católicos; sólo de esta forma las instituciones sanitarias católicas asegurarán que se atienda a los enfermos y a los necesitados «por amor a Cristo» y de acuerdo con los principios morales y éticos católicos.

5. En muchas diócesis la vida consagrada está afrontando el desafío de la disminución del número y del aumento de la edad de sus miembros. Los obispos de Estados Unidos ya han manifestado su disponibilidad a brindar su apoyo y los fieles católicos han mostrado gran generosidad, proporcionando ayuda financiera a los institutos religiosos con particulares necesidades en este campo. Las comunidades religiosas deben reafirmar su confianza en la llamada y, contando con la ayuda del Espíritu Santo, proponer nuevamente el ideal de la consagración y de la misión. No basta una mera presentación de los consejos evangélicos basada en su utilidad y conveniencia para una particular forma de servicio. Sólo la experiencia personal, mediante la fe, de Cristo y del misterio de su Reino que actúa en la historia humana puede lograr que el ideal llegue vivo a la mente y al corazón de quienes pueden ser llamados.

Al aproximarse el nuevo milenio, la Iglesia necesita con urgencia una vida religiosa vital y atrayente, que muestre más concretamente la soberanía de Dios y dé testimonio ante el mundo del valor trascendente de la «entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos» (Vita consecrata VC 16), entrega que nace de la contemplación y del servicio. Este es seguramente el tipo de desafío que los jóvenes aceptarán. Si es verdad que la persona llega a ser ella misma mediante su entrega sincera (cf. Gaudium et spes GS 24), entonces no se debería dudar en invitar a los jóvenes a la consagración. De hecho, se trata de una llamada a la madurez y a la realizaci ón plenamente humanas y cristianas.

Tal vez con motivo del gran jubileo los institutos de vida consagrada podrán instituir y sostener nuevas comunidades de sus miembros que deseen una experiencia auténtica y estable, centrada en la comunidad, según el espíritu de sus fundadores y fundadoras. En muchos casos, esto permitiría a los religiosos empeñarse con más serenidad en estos objetivos, libres de dificultades y problemas que, en definitiva, son insolubles.

6. El segundo milenio del nacimiento del Salvador invita a toda la Iglesia a dedicarse con gran esmero a llevar a Cristo al mundo. Debe proclamar su victoria sobre el pecado y la muerte, victoria que conquistó con su sangre en la cruz y que todos los días se hace verdaderamente presente en la Eucaristía. Sabemos que la esperanza auténtica en el futuro de la familia humana consiste en presentar claramente al mundo al Hijo encarnado de Dios como ejemplo de toda vida humana. Los religiosos, en particular, deberían estar dispuestos a realizar esta proclamación, abiertos a la fuerza santificadora del Espíritu Santo y plenamente libres, en su interior, de cualquier miedo a desagradar al «mundo », entendido como cultura que promete una liberación y una salvación diferentes de las de Cristo. Esto no es vano triunfalismo o presunción, porque en todas las épocas Cristo es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1,24). En nuestros días, como a lo largo de la historia de la Iglesia, las personas consagradas son iconos vivos de lo que significa hacer del seguimiento de Jesús el fin supremo de su vida y ser transformados por su gracia. De hecho, como subraya la exhortación apostólica Vita consecrata, los religiosos «han emprendido un camino de conversión continua, de entrega exclusiva al amor de Dios y (a sus) hermanos, para testimoniar cada vez con mayor esplendor la gracia que transfigura la existencia cristiana» (n. 109). Dado que Cristo no defraudará jamás a su Iglesia, los religiosos «no solamente tienen una historia gloriosa que recordar y contar, sino una gran historia que construir» (ib., 110). Queridos hermanos en el episcopado, por medio de vosotros exhorto sinceramente a las religiosas y a los religiosos, que han soportado «el peso del día y el calor» (Mt 20,12), a perseverar en su fiel testimonio. Hay un modo de vivir la cruz con amargura y tristeza, pero quebranta nuestro espíritu. Y hay otro modo de llevar la cruz, como hizo Cristo, y entonces percibimos claramente que lleva «a la gloria» (cf. Lc Lc 24,26). A través de vosotros, exhorto a todas las personas consagradas, y a los hombres y mujeres que están pensando en entrar en una comunidad, a renovar cada día su convicción del privilegio extraordinario que tienen: la llamada a servir a la santidad del pueblo de Dios, a «ser santos» en el corazón de la Iglesia.

Con vuestra orientación y guía, el futuro de la vida consagrada en vuestro país será ciertamente glorioso y fecundo. La santísima Virgen María, que, perteneciendo completamente a Dios y estando consagrada totalmente a él es ejemplo sublime de la perfecta consagración, acompañe la renovación y el nuevo florecimiento de la vida consagrada en Estados Unidos. A vosotros y a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos de vuestras diócesis, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.






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