Discursos 1998 - Jueves 18 de junio de 1998


DURANTE LA CEREMONIA DE BIENVENIDA


EN EL AEROPUERTO DE SALZBURGO


Viernes 19 de junio de 1998



Señor presidente:

1. Con alegría piso nuevamente la tierra de Austria y saludo de corazón a todas las autoridades públicas que me honran con su presencia. Al mismo tiempo, expreso mi saludo a todos los ciudadanos de este país tan hermoso, que tengo la oportunidad de visitar por tercera vez como Obispo de Roma.

Señor presidente, le agradezco vivamente su cordial saludo. Con sentimientos de estima fraterna me dirijo a los obispos de este país, dándoles las gracias por haberme invitado de nuevo a visitar la República austriaca.

Pax! Pax vobis! Os saludo con el deseo del Resucitado: ¡La paz esté con vosotros! ¡Paz a vuestro país! ¡Paz a la Iglesia en Austria! ¡Paz a las comunidades y a las parroquias, paz al corazón de todos los austriacos! ¡La paz esté con todos vosotros!

2. La verdadera paz nace del corazón. «Tú estás en medio del continente como un corazón fuerte», dice vuestro himno federal. En los últimos años este país en el centro de Europa se ha unido a la comunidad de los que se han puesto en camino hacia una meta común: la unificación del continente. Para edificar la nueva Europa hacen falta muchas manos, y sobre todo muchos corazones, que no sólo palpiten por la carrera y el dinero, sino por el amor a Dios y al hombre. Abrigo la esperanza de que el corazón de Europa permanezca fuerte y sano. Precisamente por esto, pido a Dios que el pensamiento y la acción de todos los austriacos estén inspirados por la firme voluntad de respetar la dignidad de cada persona y de aceptar la vida sin reservas en todas sus formas y fases. En efecto, entre las riquezas del patrimonio cristiano el concepto del hombre es lo que más profundamente ha influido en la cultura europea.

Para proyectar correctamente una casa hace falta un instrumento de medida adecuado. Quien no conoce la medida, no logra el objetivo. Los constructores de la Casa europea cuentan con la imagen del hombre que el cristianismo infundió en la antigua cultura del continente, creando los supuestos sobre los que se ha podido actuar con la creatividad que todos admiran. Por consiguiente, el concepto del hombre creado a imagen y semejanza de Dios no es una pieza de museo; por el contrario, representa la clave de bóveda de la Europa actual, gracias a la cual las múltiples piedras, que son las diversas culturas, pueblos y religiones, pueden mantenerse unidas para la construcción del nuevo edificio. Sin este criterio de medida, la Casa europea en construcción corre el peligro de desplomarse, sin perdurar.

3. Con estos sentimientos, extiendo la mirada, más allá de las fronteras de este país, hacia toda Europa, hacia todas las naciones de nuestro continente, con su historia, desde el Atlántico hasta los Urales, desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo. Austria, en particular, ha compartido las vicisitudes de Europa, ejerciendo un influjo decisivo. De modo ejemplar, muestra que múltiples etnias pueden convivir en un espacio reducido, con un intercambio fructuoso, colaborando creativamente para construir la unidad en la pluralidad. En el actual territorio austriaco, pequeño en comparación con otras naciones, han arraigado las características de los celtas y de los latinos, de los germanos, de los húngaros y de los eslavos, y se trata de características que perduran en la población. Así Austria se ha convertido en el espejo y el modelo de la Europa unida que no quiere marginar a nadie, sino dar espacio a todos.

4. Veni, Creator Spiritus! ¡Ven, Espíritu Creador!

Esta súplica resonará como un estribillo en los próximos días, que tendré la oportunidad de pasar en vuestro amado país. En efecto, durante los próximos tres días perteneceré a Austria.

«¡Ven, Espíritu Creador, y enciende en nosotros el fuego de tu amor!». Con esta oración quiero expresarle a usted, señor presidente, y a vosotros, queridos hermanos en el episcopado, mi viva gratitud. Mientras esperamos con alegría vivir nuestra comunión de fe y alabanza a Dios, repito a los queridos habitantes de esta tierra mi saludo: ¡La paz esté con vosotros!





VISITA PASTORAL A AUSTRIA



A LAS AUTORIDADES Y AL CUERPO DIPLOMÁTICO


Sábado 20 de junio\i \Ide 1998



Señor presidente federal;
señor canciller federal;
señoras y señores:

1. Es para mí motivo de gran honor y alegría poder encontrarme hoy con usted, señor presidente federal, así como con los miembros del Gobierno federal y los representantes de la vida pública y política de la República austriaca. Este encuentro subraya una vez más las relaciones de amistad que existen desde hace mucho tiempo entre Austria y la Santa Sede.

Así mismo, podemos experimentar de forma visible que esta concorde y fecunda relación se inserta en la larga red de relaciones diplomáticas que Austria mantiene con diversos Estados en todo el mundo. Doy las gracias a los representantes diplomáticos presentes por su participación y por el honor que de este modo me rinden y les agradezco todo lo que hacen «en el arte de la paz».

Este mismo lugar histórico es especialmente adecuado para tender la mirada, más allá de las fronteras de este país, hacia la Europa que se está unificando y hacia su inserción en la familia de las naciones de todos los continentes. Asimismo, es adecuado para contemplar los problemas que existen en Austria.

2. Mi primera visita pastoral a Austria, en el año 1983, comenzó con las Vísperas dedicadas a Europa y celebradas bajo el signo de la cruz. En esa ocasión el cardenal Franz König dirigió a la asamblea las siguientes palabras: «En nuestro pequeño país, que marca la línea de separación de dos mundos (...), se puede y se debe hablar de Europa».

Seis años después, cuando se derrumbó el muro de Berlín y cayó el telón de acero, parecía que dejaba de existir la línea de separación entre los dos bloques. Desde entonces muchos entusiasmos se han apagado y muchas esperanzas han quedado defraudadas. No basta llenar únicamente las manos de bienes materiales, cuando el corazón del hombre permanece vacío, sin encontrar el sentido de la vida. El hombre no tiene siempre esta conciencia y a menudo prefiere distracciones superficiales, en vez de la verdadera alegría interior. Sin embargo, al final se ve obligado a constatar que no se puede vivir únicamente de pan y diversiones.

3. De hecho, la línea de separación entre los dos bloques no ha desaparecido ni de la realidad económica ni de los corazones humanos. Incluso en un país socialmente ordenado y económicamente próspero como Austria se difunden el desvarío y el miedo al futuro.

¿No es verdad que se han producido insidiosas grietas incluso en la sólida y hasta hoy convalidada estructura de cooperación entre los grupos sociales, que ha contribuido notablemente al bienestar del país y a la prosperidad de la población?

¿No se están difundiendo entre los ciudadanos austriacos, sólo pocos años después del referéndum, el escepticismo y la frustración con respecto a su adhesión a Europa? 4. En la geografía europea, Austria, que durante muchos decenios había sido un país de frontera, se ha convertido en un «país puente». Dentro de pocos días le corresponderá la presidencia de turno del Consejo de la Unión europea. Por eso, Viena, en el pasado centro focal de la historia europea, se transformar á en el centro de muchas esperanzas para los países que están tramitando su entrada en la Unión europea. Espero que se den los pasos necesarios para acercar el este y el oeste del continente: los dos pulmones que Europa necesita para poder respirar.

La diversidad de las tradiciones orientales y occidentales promoverá la cultura europea y constituirá, a través de la memoria y el intercambio recíproco, una base para la anhelada renovación espiritual. Por eso, más que de una «ampliación hacia el este», se debería hablar de una «europeización» de toda el área continental.

5. Permitidme profundizar en este pensamiento. Al comienzo de mi pontificado invité a los fieles reunidos en Roma, en la plaza de San Pedro, a abrir las puertas a Cristo (cf. Homilía, 22 de octubre de 1978). Hoy, en esta ciudad tan importante desde el punto de vista histórico, cultural y religioso, repito mi llamamiento al viejo continente: «Europa, abre las puertas a Cristo».

Esta exhortación no nace de una fantasía soñadora; se funda en un realismo abierto a la esperanza. En efecto, la cultura, el arte, la historia y el presente de Europa han sido forjados, y lo siguen siendo, por el cristianismo, hasta el punto de que ni siquiera hoy existe una Europa completamente secularizada o incluso atea. No sólo lo atestiguan las iglesias y los monasterios en muchos países europeos, las capillas y las cruces plantadas a la vera de los caminos europeos, las oraciones y los cantos cristianos en todas las lenguas del continente. Más claramente aún lo confirman los numerosos testigos vivos: hombres y mujeres que buscan, preguntan, creen, esperan y aman; los santos del pasado y del presente.

6. No conviene olvidar que la historia europea está íntimamente vinculada con la historia del pueblo del que procede el Señor Jesús. Al pueblo judío le han infligido en Europa inauditos sufrimientos y no podemos afirmar que todas las raíces de esas injusticias han sido arrancadas. Por tanto, la reconciliación con los judíos forma parte de los deberes fundamentales de los cristianos en Europa.

7. Los constructores de la nueva Europa deberán afrontar otro gran desafío: el de crear un espacio global europeo de libertad, de justicia y de paz, en lugar de la isla de bienestar occidental del continente. Los países más ricos inevitablemente deberán afrontar sacrificios concretos para nivelar poco a poco la brecha inhumana del bienestar existente en Europa. Hace falta una ayuda espiritual para proseguir la construcción de las estructuras democráticas y su consolidación, y para promover una cultura de la política y las condiciones justas del Estado de derecho. Para este esfuerzo la Iglesia ofrece como orientación su doctrina social, centrada en la solicitud y en la responsabilidad por el hombre, encomendado a ella por Cristo: «No se trata del hombre .abstracto., sino del hombre real, concreto e histórico (...) que la Iglesia no puede abandonar » (Centesimus annus CA 53).

8. En este contexto está implicado el mundo entero, que se está transformando cada vez más en una «aldea global». No por casualidad hoy muchos expertos, que se ocupan del desarrollo económico de grandes dimensiones, hablan de globalización. El hecho de que las regiones de la tierra se están relacionando económicamente entre sí no debe significar automáticamente una globalización en la pobreza y en la miseria, sino ante todo una globalización en la solidaridad.

Estoy convencido de que Austria no sólo contribuirá al proceso de globalización por motivos políticos o económicos, sino, principalmente, por los vínculos que unen su población a las otras naciones, como lo ha demostrado su ejemplar compromiso en favor de sus hermanos necesitados del sureste de Europa, así como su ayuda constante a los países en vías de desarrollo. Quisiera recordar, asimismo, la disponibilidad de Austria a acoger las poblaciones de otros países privadas de la libertad de religión, de la libertad de opinión y del respeto a la dignidad humana. También numerosos compatriotas míos os deben mucho a causa de lo que habéis hecho en el pasado por ellos. Permaneced fieles a las buenas tradiciones de vuestro país. Conservad también en el futuro la disponibilidad a acoger a los extranjeros que se ven obligados a salir de su patria.

9. Con este deseo, quiero hablar ahora de una cuestión que resulta cada vez más urgente. No sólo vosotros, que vivís en este país y sois responsables de él, debéis afrontar un problema que aflige cada vez más el corazón de las personas, de enteras familias y clases sociales. Me refiero a la creciente exclusión de muchos, especialmente jóvenes y personas maduras, del derecho al trabajo.

El mercado laboral, condicionado por la competencia económica, incluso con balances positivos, no progresa. Por eso, considero deber mío hacerme portavoz de los más débiles, subrayando: el hombre como persona es el sujeto del trabajo. También en el actual mundo del trabajo debe hacerse espacio a los débiles, los menos dotados, los ancianos y los minusválidos, así como a tantos jóvenes que no tienen la posibilidad de acceder a una formación adecuada. En la época de la técnica sofisticada no hay que olvidar nunca al hombre. En la valoración y la retribución de su trabajo deben influir, además del producto evaluado objetivamente, también el esfuerzo y el empeño, la fidelidad y la honradez.

10. Con esto me acerco al último tema que me interesa. Uno de los objetivos de mi pontificado consiste en construir una «cultura de la vida» para hacer frente a la «cultura de la muerte» en expansión. Por eso, estoy promoviendo incansablemente la defensa incondicional de la vida humana desde el instante de su concepción hasta su muerte natural. La legalización del aborto dentro de los primeros tres meses, vigente en Austria, sigue siendo una herida sangrante en mi corazón.

Está, además, el problema de la eutanasia. También la muerte forma parte de la vida. Todo hombre tiene derecho a morir de modo digno según la voluntad de Dios. Quien piensa privar al hombre de este derecho le está quitando la vida. El valor de cada persona es tan grande que no se puede pagar con dinero. Por eso, nunca se debe sacrificar ni por una ilimitada autonomía privada ni por los condicionamientos de orden social o económico. Las personas mayores recuerdan, no sólo por los libros de historia, los capítulos oscuros escritos en el siglo XX también en este país. Si nos alejamos de la ley de Dios, ¿quién nos garantiza que, en alguna ocasión, una autoridad humana no llegue de nuevo a reivindicar el derecho a decidir sobre el valor o no valor de una fase de la vida humana?

11. Señor presidente federal; señoras y señores, los temas de las reflexiones que he querido proponeros hoy han sido: la fidelidad a la patria y la apertura a la Europa vinculada a la historia y disponible al futuro.

Evocando con gratitud y orgullo el gran tesoro del cristianismo, os pido que acojáis este patrimonio como una propuesta que la Iglesia viva quiere presentar al final del segundo milenio cristiano. Nadie pretende considerar la universalización de este patrimonio como una victoria o como una confirmación de superioridad. Profesar ciertos valores significa solamente comprometerse a cooperar en la construcción de una verdadera comunidad humana universal: una comunidad en la que no haya líneas de separación entre mundos diversos.

También de nosotros, los cristianos, dependerá que Europa, con sus aspiraciones terrenas, se cierre en sí misma, en sus egoísmos, renunciando a su vocación y a su misión histórica, o que recupere su alma mediante la cultura de la vida, del amor y de la esperanza.

A Austria corresponde una misión de puente en el corazón de Europa.

Mi reflexión sobre el hombre y esta constatación no son abstractas, sino concretas: os deseo gran entereza en el cumplimiento de vuestra misión de puente.





VISITA PASTORAL A AUSTRIA



A LA CONFERENCIA EPISCOPAL AUSTRIACA


Arzobispado de Viena

Domingo 21 de junio de 1998



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Me alegra que este encuentro nos brinde la oportunidad de reflexionar, en comunión fraterna, sobre la responsabilidad que, como sucesores de los Apóstoles, llevamos sobre nuestros hombros. Os saludo cordialmente a todos, como colegio e individualmente. Hago mías las palabras de san Pedro: «El poder de Dios, por medio de la fe, os protege (...). Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas» (1P 1,5-6).

2. Afrontáis pruebas de varios tipos. Aunque no es este el momento adecuado para intentar hacer una evaluación global, quisiera aseguraros que en todo este período os he tenido particularmente presentes en mis oraciones. Como compañero de viaje en tiempos difíciles, en Roma mi corazón latía incesantemente por vosotros, a los que está encomendada la atención pastoral en este amado país. En mis oraciones ante el santísimo Sacramento del altar, muchas veces os he encomendado al Señor a vosotros, a los sacerdotes, a los diáconos, a los colaboradores en la cura de almas, a todos los hombres y mujeres confiados a vuestros cuidados, a los jóvenes y a los ancianos, a los creyentes, a los escépticos y a los que han perdido la confianza. Ahora tengo la oportunidad de manifestar visiblemente esta continua cercanía en el espíritu con mi presencia en medio de vosotros. Así podréis sentir mejor con cuánto afecto os apoyo. En efecto, me considero «colaborador de vuestro gozo» (cf. 2Co 1,24).

En nuestro camino personal, así como en el itinerario que sigue la Iglesia a lo largo de la historia, hay tramos en los que es difícil manifestar el gozo. En ciertos momentos el cúmulo de arduos problemas hace que el ejercicio de nuestro ministerio resulte particularmente difícil, entre otras razones porque está expuesto a malentendidos e incomprensiones. Por más dolorosas que sean estas experiencias, tenemos la misión común de «anunciar el bien» (Rm 10,15) a la Iglesia y al mundo, es decir, a todos los que tienen cifradas grandes esperanzas en el tercer milenio, ya tan cercano. Cuando sintamos el ministerio episcopal más como una carga que como una dignidad, nos conviene volver con el corazón y la mente a los inicios, recordándolos con gratitud, para reavivar la gracia que nos ha sido concedida por la imposición de las manos. «Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza» (2Tm 1,7).

3. Remontándonos con la memoria al día en que nos impusieron las manos para constituirnos primero sacerdotes y luego obispos, revivamos el diálogo sugestivo, en el que, antes de ser consagrados, pronunciamos ante el obispo nuestro Adsum: Heme aquí. Estoy dispuesto. En ese diálogo no fuimos nosotros quienes hablamos primero. Nos correspondía dar una respuesta generosa: estoy dispuesto a ponerme al servicio del Señor, con mis inclinaciones y cualidades, con mis esperanzas y mis esfuerzos, con mis luces y mis sombras. Todo esto lo dijimos cuando pronunciamos con alegría nuestro Adsum.

Esa afirmación de disponibilidad, manifestada en público por cada uno de forma inequívoca, adquirió para mí un nuevo significado cuando, como joven obispo durante el concilio Vaticano II, pude repetirla junto con otros miembros de la Asamblea ecuménica: Adsumus, Domine, Sancte Spiritus. Aquí estamos, Señor, Espíritu Santo. Con estas palabras comenzaban todas las sesiones del Concilio. Esa oración me ha hecho experimentar y comprender que el Adsum personal se inserta en el Adsumus de la comunidad. Como el mismo Señor Jesús, después de llamar a sus Apóstoles por su nombre, los constituyó también como «los Doce» (cf. Mc Mc 3,13-19), así también la llamada del Señor y la respuesta generosa de cada uno representan el fundamento de nuestra entrega personal para formar una comunidad firme y fiel, sellada por la imposición de las manos y la oración. La llamada del Señor y la misión a realizar la obra común crean la comunidad. En efecto, desde el inicio de la Iglesia, el ministerio pastoral no se confiere sólo a una persona, individualmente, sino a cada uno considerado como parte de una comunidad, de un colegio. Por tanto, con razón podemos decir: Adsumus. Estamos dispuestos. Un obispo solo no realiza el proyecto de Cristo. Los obispos unidos entre sí y con Cristo constituyen el sujeto pleno del servicio pastoral en la Iglesia, según el designio de su Fundador.

4. El estrecho vínculo que existe entre Adsum y Adsumus invita a reflexionar sobre los modos concretos de expresar la comunión en nuestros días. Como toda comunidad debe dejar espacio al desarrollo de cada persona, así dentro del Adsumus incluso el indelegable Adsum tiene su derecho y su lugar. En la comunidad se debe respetar plenamente la vocación y la misión propia de cada uno. En el ámbito de lo que es común a todos, cada obispo ha de tener la posibilidad de expresarse a sí mismo y ejercer su propia responsabilidad pastoral. Prescindiendo de las diferencias de capacidad y de carácter que los diversos obispos poseen, están revestidos de autoridad propia y con toda verdad son «presidentes de los pueblos que gobiernan» (Lumen gentium LG 27). Ahora bien, esta autoridad, ejercida personalmente en nombre de Cristo, no tiene como objetivo dominar; se debe ejercer a imagen del buen Pastor, que no vino para ser servido sino para servir (cf. Mt Mt 20,28). A cada obispo se dirigen las palabras de san Pedro: «no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey» (1P 5,3).

El Adsumus, que concede conveniente espacio al Adsum de cada uno, debe manifestarse también mediante el esfuerzo de todos por permanecer unidos. De lo contrario, el único magisterio de Cristo se diluye en muchas voces individuales. En lugar de la armonía, se abre camino el ruido y la confusión. Eso no conviene a personas que se encuentran unidas en la larga serie de la sucesión apostólica, cuyo origen se remonta al Señor de la Iglesia misma. La íntima unión de cada uno con Cristo significa responsabilidad recíproca de todos. Por eso, la acción episcopal incluye también la asistencia mutua, el apoyo en el servicio pastoral, en el intercambio fraterno, en la vida pública y, además, en la oración recíproca. Conviene que cada uno sepa que no se encuentra solo. Una gran ayuda es la Conferencia episcopal que, como dice el concilio Vaticano II, debe promover «una santa armonía de fuerzas, en orden al bien común de las Iglesias» (Christus Dominus CD 37), mediante un intercambio de conocimientos y experiencias, y una consulta recíproca entre los obispos. Como pastores de los fieles a vosotros encomendados, os encontráis unidos ante Dios, vinculados unos a otros en la comunión colegial, en la que cada uno tiene una responsabilidad personal inevitable. Una confirmación de que guiáis en armonía al pueblo de Dios peregrinante en Austria podría ser, por ejemplo, que todos tomarais parte en formas de retiro o de ejercicios espirituales.

5. El Adsumus del Concilio no era sólo oración; constituía, asimismo, un programa. Cuando los obispos como comunidad en oración se reunían en el Concilio, también eran una comunidad de diálogo bajo la protección y la asistencia del Espíritu Santo. Así pues, no es de extrañar que la relación de Dios uno y trino con el hombre sea descrita como un diálogo (cf. Gaudium et spes GS 19 Dei Verbum DV 8 Dei Verbum DV 12 Dei Verbum DV 25). A la luz del misterio de la salvación, la misión de la Iglesia se realiza en forma de diálogo. En Cristo, único mediador entre Dios y el hombre, la Iglesia, su Cuerpo místico, se presenta como sacramento universal de la salvación del mundo (cf. Lumen gentium LG 1 Lumen gentium LG 9 Lumen gentium LG 48 Lumen gentium LG 59 Gaudium et spes GS 42 Gaudium et spes GS 45 Ad gentes AGD 15 Sacrosanctum Concilium SC 5 Sacrosanctum Concilium SC 26).

Por consiguiente, a la Iglesia compete la tarea de entablar un «diálogo de salvación» tanto en su interior como con los de fuera, para que todos puedan descubrir en ella las «insondables riquezas de Cristo» (Ep 3,8). Desde el inicio de mi pontificado, hace ya casi veinte años, me he empeñado en promover ese diálogo, tratando de contribuir a él con mi ministerio (cf. Redemptor hominis RH 4). A este respecto, me complace recordar a mi predecesor, de venerada memoria, el Papa Pablo VI, el cual dedicó su primera encíclica, Ecclesiam suam, al tema del diálogo sincero, instituyendo al mismo tiempo durante su pontificado organismos competentes y eficaces para el diálogo. En estos años he tratado de servirme de esos organismos para promover el diálogo, sobre todo en los sectores en los que ha habido mayores dificultades (cf. últimamente mi encíclica Ut unum sint UUS 28-29).

Con vivo aprecio contemplo las numerosas estructuras que en muchos ambientes se han ido formando para dar forma concreta al diálogo de la Iglesia tanto en su interior como con los de fuera, y hacerlo así más fecundo. También vosotros, queridos hermanos, en el ámbito de vuestra Conferencia episcopal, habéis puesto en marcha una iniciativa encaminada a estimular y profundizar el diálogo. Con el documento «Diálogo para Austria» queréis promover la confrontación entre las Iglesias locales, que presidís, y entre las órdenes y familias religiosas, las comunidades espirituales, y los diversos grupos y movimientos. Con este fin habéis ensanchado el círculo de los posibles interlocutores y os habéis dirigido a los consejos parroquiales y a los grupos apostólicos, a los organismos y asociaciones públicas, así como a las personas y a las comunidades (cf. Grundtext zum «Dialog für Österreich », p. 3).

6. Con esta iniciativa de diálogo, de la que no queréis excluir a nadie, no sólo buscáis facilitar un modo muy actual de relacionarse o promover un método neutro para que diversas personas se pongan en contacto. El radio de las formas de diálogo es amplio. Hay intercambios amistosos de pensamiento, consideraciones objetivas, debates científicos o procesos formativos del consenso social. Aunque en los últimos decenios la palabra «diálogo» ha sufrido algún malentendido y alguna deformación, no por ello debe quedar desacreditada. El diálogo entablado por la Iglesia, y al que ella nos invita, nunca es una pura forma de apertura hacia el mundo y tampoco una forma de adaptación superficial. Por el contrario, se entiende como un hablar y actuar sostenido por la acción de Dios y marcado por la fe de la Iglesia. En este sentido, el Diálogo para Austria debe convertirse en un «diálogo de salvación». Resultaría demasiado limitado si se entablara según una dimensión exclusivamente horizontal, reduciéndose a un intercambio de puntos de vista o sólo a una confrontación estimulante. Por el contrario, debe abrirse a una dimensión vertical, que lo lleve hacia el Salvador del mundo y Señor de la historia, que nos reconcilia entre nosotros y con Dios (cf. Ut unum sint UUS 35).

7. Ese diálogo representa un desafío para todos los interlocutores, una auténtica forma de experiencia espiritual. Se trata de escuchar al otro y de abrirse mediante el testimonio personal, pero también de aprender a correr riesgos, dejando a Dios el éxito del diálogo. El diálogo, a diferencia de una conversación superficial, tiene como objetivo el descubrimiento y el reconocimiento común de la verdad. ¡Cuántas veces vosotros, los pastores, habéis intentado y seguís intentando pacientemente llevar por la senda de la verdad a los sacerdotes y a los laicos encomendados a vuestra solicitud, por medio de un diálogo lleno de amor! Sabéis, por experiencia, que un diálogo felizmente realizado puede resolver un problema o una controversia. Pero, al mismo tiempo, a veces también experimentáis el fracaso doloroso de vuestros esfuerzos: en vez de llevar a la verdad y a la comprensión, el diálogo no pasa de ser un discurso sin sustancia que, al final, se desentiende de la verdad.

Esa forma no corresponde al diálogo de salvación. Para todos los interlocutores se sitúa siempre a la luz de la palabra de Dios. Por tanto, supone un mínimo de acuerdo y unión de base. La fe viva, transmitida por la Iglesia universal, representa el fundamento del diálogo para todas las partes. Quien abandona esta base común elimina de todo diálogo en la Iglesia la posibilidad de convertirse en diálogo de salvación. Así pues, es importante saber si cierto disenso no se explica más bien a causa de diferencias de fondo. Si es así, estas divergencias deben resolverse previamente. Si no es posible, el diálogo corre el riesgo de ser inútil, pues no lleva a nada o se reduce a sutilezas marginales. De todos modos, nadie puede desempeñar sinceramente un papel en un proceso de diálogo si no está dispuesto a exponerse a la verdad y a crecer en ella. La apertura a la verdad significa estar dispuestos a la conversión. En efecto, el diálogo sólo llevará a la verdad cuando se realice con conocimiento de causa, con sinceridad y franqueza, con acogida y escucha de la verdad y con voluntad de corregirse. Sin la disponibilidad a dejarse convertir a la verdad, cualquier diálogo resultaría inútil. Llegar a componendas sería una farsa. Por eso, se debe garantizar que el acuerdo de las partes no sea sólo ficticio y que no se consiga con engaño, sino que brote del corazón. En este marco, a vosotros, los pastores, compete la tarea del discernimiento, gracias al cual sois «colaboradores en la obra de la verdad» (3Jn 8).

8. El diálogo de salvación es una empresa espiritual. Profundiza en la comunidad eclesial el conocimiento de las riquezas misteriosas de la fe. A los que se comprometen en él les abre un espacio de comunicación en la verdad. Los interlocutores lo experimentan como un «intercambio de dones» (cf. Lumen gentium LG 13). Si el diálogo se realiza de modo convincente dentro de la comunidad, tendrá efecto en el exterior. Así pues, el diálogo es un instrumento pastoral y contribuye a la evangelización. En efecto, un diálogo auténtico tendrá seguramente fuerza de irradiación. Desde luego, deberá realizarse con honradez. Aunque es preciso estar abiertos, la profesión de la fe eclesial debe conservar su claridad y firmeza. Interlocutores con convicciones claras tienen muchas probabilidades de darse a entender y de suscitar respeto sincero, aunque sobre alguna cuestión particular el diálogo pueda resultar duro y arduo y el interlocutor no parezca dispuesto, al menos en ese momento, a aceptar el punto de vista propuesto.

9. Con todo, es evidente que, al promover el diálogo, no quiero decir simplemente que se deba hablar más. En nuestro tiempo se habla mucho, pero esto no facilita necesariamente el entendimiento recíproco. Lamentablemente, el diálogo puede también fracasar. Por eso, quisiera subrayar en particular dos peligros que, ciertamente, conocéis.

El primero consiste en la pretensión de tener siempre razón. Es el caso de interlocutores que no se dejan guiar por el deseo de comprender, sino que exigen para sí mismos todo el espacio del diálogo. En esta línea, pronto deja de existir un intercambio sincero. La diversidad que enriquece se convierte en oposición agresiva, en busca de un escenario para presentar el propio monólogo. Entre los interlocutores se levanta una muralla fría, que separa mundos cerrados en sí mismos. En vez de la sincera búsqueda de la verdad, se dan pretensiones, amenazas e imposiciones. Esto contrasta con el sentido del diálogo de salvación, que exige en el creyente la disposición a responder a cualquiera que le pida razón de su esperanza, recordando la exhortación del apóstol Pedro: «Pero hacedlo con dulzura y respeto » (cf. 1P 3,15 ss).

El segundo peligro consiste en las interferencias de la opinión pública mientras se está desarrollando el diálogo. La Iglesia de nuestro tiempo se esfuerza por ser siempre una «casa de cristal», transparente y creíble. Y está bien. Pero de la misma manera que cualquier casa posee habitaciones íntimas, que al inicio no están abiertas a todos los huéspedes, también con respecto al diálogo dentro de la Iglesia hay habitaciones para conversaciones que se han de realizar con la debida reserva. Eso no tiene nada que ver con el secreto, sino con el respeto recíproco, en beneficio de la cuestión que se examina. En efecto, el éxito del diálogo corre peligro si se lleva a cabo ante un público no suficientemente cualificado o preparado, y con el uso, no siempre imparcial, de los medios de comunicación social. Una precipitada e inadecuada implicación de la opinión pública puede perturbar sensiblemente un proceso de diálogo muy prometedor.

Frente a estos peligros debéis proseguir vuestro diálogo de salvación con sensibilidad, comprensión y profundo respeto. La Iglesia en Austria debe transformarse cada vez más en «signo de aquella fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero. Esto requiere que, en primer lugar, promovamos en la misma Iglesia la estima mutua, el respeto y la concordia, reconociendo toda legítima diversidad, para establecer un diálogo cada vez más fructífero entre todos los que constituyen el único pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles cristianos. Lo que une a los fieles es más fuerte que lo que los divide. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo» (Gaudium et spes GS 92).

10. Queridos hermanos en el episcopado, después de abriros mi corazón y de confiaros mis pensamientos y preocupaciones con respecto a la Iglesia en vuestro amado país, quiero concluir con esta exhortación: dejad que actúe en vosotros el Espíritu Santo. Imitemos a la Virgen María, cuya vida entera fue un diálogo de salvación. Por obra del Espíritu Santo concibió al Verbo, para que se hiciera carne. Aprendamos de ella, que vivió en silencio hasta el final, al pie de la cruz, cuando él entregó su Espíritu por nosotros, los hombres. Contemplemos a María, que estaba en oración con los Apóstoles cuando imploraban la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente. La Virgen María no sólo intercede por nosotros; también es nuestro modelo de vida en el Espíritu Santo. De ella podemos aprender cómo debemos cooperar en la salvación del mundo. Así seremos colaboradores del gozo y de la verdad. Como la Virgen María se definió «esclava del Señor» (Lc 1,38), también nosotros debemos sentirnos siempre humildes «servidores de Cristo» y «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1).

Os recomiendo: No abandonéis el diálogo. Os acompañaré con mi oración también en el futuro. ¡Que todos sean uno, para que Austria crea! Con este deseo, os imparto de corazón mi bendición apostólica.






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