Discursos 1998 - Domingo 21 de junio de 1998

VISITA PASTORAL A AUSTRIA


MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A TODOS LOS ENFERMOS DE AUSTRIA


Y A LOS QUE TRABAJAN EN EL MUNDO DEL DOLOR




A los queridos enfermos del hospicio Rennweg de la Cáritas socialis
y a todos los que viven y trabajan en el mundo del sufrimiento y del dolor

1. En nombre de nuestro Señor Jesucristo, que «soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores» (Is 53,4), os saludo con gran afecto. A mi visita pastoral a Austria le faltaría un acto importante si no hubiera tenido la oportunidad de celebrar un encuentro con vosotros, los enfermos. Al dirigirme a vosotros con este mensaje, aprovecho la ocasión para expresar a todos los que trabajan a tiempo completo o parcial en los hospitales, en las clínicas, en las residencias y en los hospicios, mi más vivo aprecio por su dedicación a este servicio, que exige tantos sacrificios. Ojalá que mi presencia y mi palabra sirvan de apoyo a su compromiso y a su testimonio.

En este día, en que tengo la oportunidad de visitar el hospicio de la Cáritas socialis, deseo reafirmar que el encuentro con el dolor humano encierra una buena nueva. En efecto, el «evangelio del dolor» (Salvifici doloris, 25) no sólo está escrito en la sagrada Escritura, sino que es escrito nuevamente día a día en lugares como éste.

2. Vivimos en una sociedad que trata de hacer desaparecer el dolor. Se quiere desterrar de la memoria personal y pública el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, aunque su presencia acaba por imponerse de muchos modos en la prensa, en la televisión y en las conferencias. El hecho de que muchas personas enfermas mueran en los hospitales o en otros centros, es decir, fuera de su ambiente ordinario, manifiesta ese esfuerzo por alejar la muerte.

En realidad, la mayor parte de las personas desea poder morir en su casa, en medio de sus familiares y de sus amigos fieles, pero numerosas familias no se sienten capaces ni psíquica ni físicamente de cumplir ese deseo. Además, hay muchas personas solas, que no tienen a nadie a su lado al final de su camino terreno. Aun muriendo «bajo» techo, su corazón ha permanecido «sin» techo.

Con el fin de afrontar estas situaciones, en los años pasados, se pusieron en marcha varias iniciativas eclesiales, municipales y privadas, para mejorar la asistencia en los domicilios y en los hospitales, así como la asistencia médica, y asegurar la atención pastoral a los moribundos y la ayuda a los familiares. Una de estas importantes iniciativas es el «Movimiento del hospicio», que en la sede de Cáritas socialis, en Rennweg, ha llevado a cabo una labor ejemplar. En ella las religiosas se han inspirado en el proyecto de su fundadora, Hildegard Burjan, la cual quiso estar presente en los puntos centrales del sufrimiento humano como «anunciadora carismática del amor social».

Quien tiene la oportunidad de visitar este hospicio, no vuelve a casa desconsolado. Al contrario, se da cuenta de que no sólo ha realizado una visita, sino que además ha participado en un encuentro. Con su simple existencia, los enfermos, los que sufren y los moribundos aquí presentes invitan al visitante que se encuentra con ellos a no esconderse a sí mismo la realidad del sufrimiento y de la muerte. Es impulsado a tomar conciencia de los límites de su existencia y a afrontarlos abiertamente. El hospicio ayuda a comprender que morir significa vivir antes de la muerte, porque también la última etapa de la vida terrestre se puede vivir de forma consciente y se puede organizar individualmente. Lejos de ser una «casa de moribundos», este lugar se transforma en un umbral de la esperanza, que lleva más allá del sufrimiento y de la muerte.

3. La mayor parte de las personas enfermas, después de saber el resultado de los análisis y el diagnóstico negativo, vive con el miedo de que avance la enfermedad. A los sufrimientos del momento se añade el miedo de un ulterior empeoramiento, y así muchos pierden el sentido de su vida. Temen que habrán de afrontar un camino marcado por dolores insoportables. El futuro angustioso empeora la calidad de la vida. Quien ha gozado de una larga vida, colmada de satisfacciones, tal vez puede esperar la muerte con cierta serenidad y aceptar morir «lleno de días» (Gn 25,8). Pero para la mayor parte de las personas la muerte llega demasiado pronto. Muchos de nuestros contemporáneos, incluso muy ancianos, desean una muerte rápida y sin dolor; otros solicitan un poco de tiempo para despedirse. Pero los temores, los interrogantes, las dudas y los deseos se hallan siempre presentes en la última etapa de la vida. También a los cristianos les afecta el miedo a la muerte, que es el último enemigo, como dice la sagrada Escritura (cf. 1Co 15,26 Ap 20,14).

4. El fin de la vida plantea al hombre grandes interrogantes: ¿Cómo será la muerte? ¿Estaré solo o podré tener a mi lado a mis seres queridos? ¿Qué me espera después de la muerte? ¿Seré acogido por la misericordia divina? Afrontar estas preguntas con delicadeza y sensibilidad es la tarea de quienes trabajan en los hospitales y en los hospicios. Es importante hablar del sufrimiento y de la muerte de una manera que alivie el miedo. En efecto, incluso el morir forma parte de la vida. En nuestra época existe una necesidad urgente de personas que susciten nuevamente esta convicción. Mientras en la Edad Media se conocía «el arte de morir», hoy incluso los cristianos se resisten a hablar de la muerte y a prepararse para afrontarla de forma adecuada. Se prefiere sumergirse en el presente, tratando de distraerse con el trabajo, la búsqueda de la afirmación profesional y las diversiones. A pesar de ello, o tal vez precisamente a causa de la actual carrera hacia el consumismo, entre los contemporáneos está aumentando el anhelo de trascendencia. Aunque los conceptos concretos de una vida en el más allá sean muy vagos, es muy grande el número de personas que están convencidas de que más allá de la muerte la vida prosigue.

5. La muerte oculta también al cristiano la visión directa de lo que debe venir, pero el creyente puede fiarse de la palabra del Señor: «Yo vivo y también vosotros viviréis» (Jn 14,19). Las palabras de Jesús y el testimonio de los Apóstoles nos ilustran, con un lenguaje sugestivo, el nuevo mundo de la resurrección y expresan la esperanza: «Así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 17). Para facilitar a los enfermos terminales y a los moribundos la aceptación de este mensaje, es necesario que los que se acerquen a ellos muestren con su misma conducta que toman en serio las palabras del Evangelio. El cuidado y la asistencia a las personas cercanas a la muerte forman parte de las manifestaciones más significativas de la credibilidad eclesial. Los que en la última etapa de la vida se sienten sostenidos por personas sinceramente creyentes pueden confiar más fácilmente en que Cristo los espera de verdad en la nueva vida, después de la muerte. De esta manera, el dolor y el sufrimiento del presente pueden ser iluminados por la buena nueva: «Ahora subsisten estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad; pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1Co 13,13), porque el amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct Ct 8,6).

6. De la misma manera que la convicción de ser amados ayuda a aliviar el miedo al sufrimiento, así también el respeto a la dignidad del enfermo le ayuda, en esta difícil y ardua etapa de su vida, a descubrir un tesoro de posible maduración humana y cristiana. En el pasado, el hombre sabía que el sufrimiento es parte de la vida y lo aceptaba. Hoy, en cambio, tiende a evitar a toda costa el sufrimiento, como lo demuestran los innumerables analgésicos que se venden. Aun reconociendo la utilidad que desempeñan en muchos casos, es preciso destacar que la eliminación prematura del sufrimiento puede impedir la confrontación con él y la posibilidad, por su medio, de lograr mayor madurez humana. Ahora bien, en este camino de crecimiento es fundamental la compañía de personas expertas en humanidad. Para ayudar a los demás de modo concreto hace falta el respeto a su sufrimiento específico, reconociendo la dignidad que conserva la persona, a pesar del deterioro que la enfermedad conlleva a menudo.

7. Esta convicción fue la que suscitó la Obra del Hospicio, cuya acción se inspira en esta finalidad: respetar la dignidad de los ancianos, enfermos y moribundos, ayudándoles a comprender su sufrimiento como un proceso de maduración y perfeccionamiento de su vida. Así, lo que afirmé en la encíclica Redemptor hominis, es decir, que el hombre es el camino de la Iglesia (cf. n. 5), se está llevando a cabo en la Obra del Hospicio. El objetivo no son las técnicas modernas de la medicina, sino el hombre en su dignidad inalienable. La disposición a aceptar los límites que imponen el nacimiento y la muerte, aprendiendo a decir «sí» a la pasividad creciente del ocaso, no implica alienación. Más bien, es la aceptación de la propia humanidad en su verdad plena, con las riquezas típicas de toda fase de su historia terrena. Incluso en la fragilidad de la última hora, la vida humana nunca «carece de sentido» o es «inútil». Precisamente los pacientes gravemente enfermos y moribundos dan una lección fundamental a nuestra sociedad, atraída por los mitos modernos, como el vitalismo, el eficientismo y el consumismo. Nos recuerdan que nadie puede establecer el valor o la inutilidad de la vida de otra persona, y ni siquiera de su propia vida. La vida, don de Dios, es un bien acerca del cual sólo él puede formular un juicio definitivo.

8. En esa perspectiva, la decisión de una muerte activa de un ser humano es siempre arbitraria, incluso cuando se la quiere presentar como un gesto de solidaridad y compasión. El enfermo espera de quien está a su lado ayuda para vivir a fondo su propia existencia y concluirla, cuando Dios quiera, de modo digno. Tanto la prolongación artificial de la vida humana como la aceleración de la muerte, aun fundadas en principios diversos, brotan de una misma premisa: la convicción de que la vida y la muerte son realidades encomendadas a la libre disponibilidad humana. Es necesario superar esta falsa visión, volviendo a la noción de vida como don que es preciso administrar con responsabilidad bajo la mirada de Dios. De aquí surge el compromiso del acompañamiento humano y cristiano de los moribundos, tal como tratáis de realizarlo en este Hospicio. Los médicos, los enfermeros, los sacerdotes, las religiosas, los familiares y los amigos, partiendo de posiciones diversas, se esfuerzan por hacer que los enfermos y los moribundos puedan organizar personalmente la última etapa de su vida, según las posibilidades de sus fuerzas físicas y psíquicas. Esa labor constituye un compromiso de gran valor humano y cristiano, orientado a ayudarles a descubrir a Dios, «que ama la vida» (Sg 11,26), y a escuchar, más allá del dolor y de la muerte, la buena nueva: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

9. Este rostro de Dios, que ama la vida y al hombre, lo encontramos sobre todo en Jesús de Nazaret. Una de las imágenes más sugestivas del evangelio es la parábola del buen samaritano. El viajero herido, que yace a la vera del camino, suscita la compasión del samaritano: «Acercándose, vendó sus heridas, derramando en ellas aceite y vino; y montándolo sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él» (Lc 10,34). La iniciativa cristiana de este Hospicio hace referencia a la posada del buen samaritano. En la Edad Media, a lo largo de los caminos, precisamente los hospicios ofrecían comida y descanso a las personas que iban de viaje. Para los cansados y agotados constituían refugio y alivio, y para los enfermos y moribundos se transformaban en lugares de asistencia física y espiritual. Hasta nuestros días la Obra del Hospicio conserva este patrimonio. Como el buen samaritano se detuvo al lado de ese hombre que sufría, así se recomienda a los que acompañan a los moribundos que se detengan para acoger los deseos, las necesidades y las peticiones de los pacientes.

De esta sensibilidad pueden brotar múltiples iniciativas espirituales, como la escucha de la palabra de Dios y la oración en común, y humanas, como la conversación, la presencia silenciosa, pero llena de afecto, y un sinfín de atenciones, que hacen sentir el calor del amor. Al igual que el buen samaritano derramó aceite y vino sobre las heridas del hombre que sufría, así la Iglesia tampoco debe permitir que los que lo deseen carezcan del sacramento de la unción de los enfermos. Ofrecer con fervor este signo permanente del amor divino forma parte de los deberes de la verdadera cura de almas. A los cuidados paliativos se ha de añadir un elemento espiritual que dé al moribundo la sensación de un «pallium», es decir, de un «manto» en el que pueda refugiarse en el último momento.

Ojalá que, como el sufrimiento del hombre herido suscitó la compasión del samaritano, así el encuentro con el mundo del dolor en el Hospicio suscite en todos los que acompañan a un paciente en la última etapa de su vida los sentimientos cordiales y delicados de la verdadera caridad cristiana. Sólo los que saben llorar pueden enjugar las lágrimas de los demás. En esta casa desempeñan un papel especial las religiosas de la Cáritas socialis, a las que su fundadora dirigió estas palabras: «En la persona del enfermo siempre podemos curar a nuestro Salvador que sufre, uniéndonos a él» (Hildegard Burjan, Cartas, 31). Aquí resuena la buena nueva: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

10. A todos los que se prodigan incansablemente en el Movimiento del Hospicio, manifiesto mi más vivo aprecio, que extiendo a los que prestan servicio en los hospitales y en las residencias, así como a los que no abandonan a sus familiares gravemente enfermos y moribundos. En particular, doy las gracias a los enfermos y a los moribundos, cuyo ejemplo nos ayuda a comprender mejor el evangelio del dolor. Credo in vitam: Creo en la vida. Cuando nuestro corazón se inquieta frente al último desafío que debemos afrontar en esta tierra, nos sostienen las palabras de Cristo: «No se turbe vuestro corazón. (...) En la casa de mi Padre hay muchas mansiones » (Jn 14,1-2).

Os bendigo de todo corazón.

Viena, 21 de junio de 1998





VISITA PASTORAL A AUSTRIA



DURANTE LA CEREMONIA DE DESPEDIDA


Aeropuerto de Viena

Domingo 21 de junio de 1998



Señor presidente;
queridos hermanos en el episcopado;
señoras y señores:

1. Mi tercera visita pastoral a esta hermosa tierra austriaca está a punto de concluir. Ha llegado el momento de la despedida. Con emoción y gratitud revivo con mi memoria los días pasados entre vosotros. He venido como peregrino en la fe, como colaborador de vuestro gozo y como cooperador de la verdad. Ahora vuelvo a mi sede episcopal de Roma honrado de numerosas maneras y llevando grabadas en mi corazón muchas impresiones positivas.

2. El momento de la despedida me brinda la posibilidad de decir a todos un sincero: «¡Gracias! Que Dios os lo pague ». Mi agradecimiento se dirige ante todo a Dios, dador de todo bien, por los días pasados con vosotros, por el intenso encuentro espiritual, por las celebraciones litúrgicas y los momentos de reflexión común para un nuevo despertar de la Iglesia en Austria.

Mi gratitud va, en particular, a mis queridos hermanos en el episcopado, que en estos tiempos tan difíciles se dedican incansablemente, con todas sus fuerzas, al servicio de la unidad en la verdad y en el amor. La invitación a esta visita pastoral y el encuentro con la Conferencia episcopal, que he vivido en los días pasados, han sido para mí motivo de consuelo y de aliento, porque me confirman que los obispos, en comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, están firmemente decididos a construir, junto con los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y los fieles laicos, el futuro de la Iglesia en Austria.

Asimismo expreso mi agradecimiento a usted, señor presidente federal, y a las autoridades públicas y a todos los habitantes de este amado país. También esta vez me habéis dado hospitalidad de un modo realmente generoso. Aquí no puedo menos de mencionar a los numerosos voluntarios que, desde hace muchas semanas, se han prodigado con gran entusiasmo para garantizar que esta visita se desarrollara sin problemas, trabajando incluso más de lo normal.

En este momento, debemos recordar con gran gratitud a los que han contribuido en silencio al éxito de mi visita: el servicio de orden y de seguridad, el servicio de primeros auxilios y los numerosos hombres y mujeres que han trabajado de modo oculto.

3. Con mi visita he querido manifestar a la República austriaca y a la Iglesia de este país mi estima y mi aprecio, indicando al mismo tiempo algunas perspectivas para el camino futuro. En Salzburgo nos dedicamos al tema de la misión y en Sankt Pölten reflexionamos sobre la cuestión de las vocaciones. En vuestra tierra, por último, he incluido los nombres de tres siervos de Dios en el catálogo de los beatos. Durante la sugestiva celebración en la plaza de los Héroes, pude constatar una vez más que el heroísmo de la Iglesia es su santidad. Los héroes de la Iglesia no son necesariamente los que han escrito páginas significativas de la historia universal según los criterios humanos, sino mujeres y hombres que tal vez ante los ojos de muchos han parecido pequeños, pero que, en realidad, son grandes a los ojos de Dios. En vano los buscábamos entre los poderosos, mientras que en el libro de la vida sus nombres quedan escritos con letras mayúsculas.

4. Las biografías de los beatos y de los santos son documentos creíbles que también la gente de hoy puede leer y comprender. Frente a la apertura histórica y geográfica de vuestro país, esta reflexión es particularmente significativa. Los cimientos de Austria los pusieron los mártires y confesores de la época del imperio romano en decadencia. Luego vinieron los monjes irlandeses y los misioneros escoceses del Occidente cristiano. Los santos Cirilo y Metodio, apóstoles de los eslavos, extendieron su labor evangelizadora hasta las tierras cercanas a Viena. Por eso, era oportuno que durante mi visita a vuestro país y en el lugar en que el Danubio une Occidente con Oriente .dos mundos que antes estaban separados. hablara también de la futura Europa. Después de la «revolución de terciopelo» y del derrumbamiento del telón de acero, nos ha sido donada de nuevo Europa.

Este don es un desafío y un compromiso. Europa necesita un rostro espiritual. Con todos los programas políticos y los planes económicos que ocupan actualmente los debates, no se debe olvidar que Europa tiene una gran deuda con el cristianismo. Pero también el cristianismo tiene muchos motivos para dar gracias a Europa, pues desde Europa ha sido llevado a muchas otras partes del mundo. Hoy Europa tampoco puede ni debe olvidar su responsabilidad espiritual. Por eso, hace falta volver a los orígenes cristianos. Éste es el desafío que deberán afrontar los cristianos de la futura Europa.

5. Resumo todos los pensamientos y los sentimientos que en este momento me embargan, en una expresión de gratitud que me brota del corazón: «¡Gracias! Que Dios os lo pague». A todos os deseo: «Que Dios os bendiga».

Que Dios bendiga las buenas intenciones en la reflexión y en la programación.

Que Dios bendiga las buenas palabras en los encuentros y en los diálogos.

Que Dios bendiga el esfuerzo por realizar las ideas y los propósitos.

Que Dios bendiga todo el bien que realiza vuestro país. Que bendiga el bien que la Iglesia realiza en Austria.

Que Dios os bendiga a todos vosotros y a cada uno en particular.

«¡Gracias! ¡Que Dios os lo pague!».






A LOS REPRESENTANTES DEL FORO


DE LAS ASOCIACIONES FAMILIARES CATÓLICAS DE ITALIA


Sábado 27 de junio de 1998






Venerados hermanos en el episcopado y queridos representantes del Foro de las Asociaciones familiares:

1. Me alegra mucho saludaros con las palabras de la Familiaris consortio: «Familia, ¡"sé" lo que "eres"!» (n. 17). Indican claramente el objetivo al que dedicáis con generosidad vuestra inteligencia y energías.

Saludo a monseñor Giuseppe Anfossi y doy las gracias a la señora que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos, ilustrando las finalidades del Foro de las Asociaciones familiares católicas de Italia, de las cuales constituís una importante representación. Os agradezco de corazón a todos esta visita, con la que queréis renovar vuestra adhesión al Sucesor de Pedro.

Sé que trabajáis incansablemente, con las treinta y ocho asociaciones y los comités regionales que se adhieren al Foro, para que las familias italianas expresen y desarrollen en plenitud su identidad y su misión, también en el plano cultural, social y político. Con esta finalidad, muy oportunamente habéis inspirado vuestro Estatuto en la Carta de los derechos de la familia y, en pocos años, vuestra organización ha sabido granjearse amplia estima y consideración, convirtiéndose en portavoz puntual y valiente de las necesidades y de las legítimas exigencias de millones de familias italianas, y en interlocutor serio y creíble de las diversas fuerzas sociales y políticas. La Iglesia ve en vosotros una gran esperanza para el presente y el futuro de las familias en Italia.

2. La situación de Italia y de otras muchas partes del mundo se caracteriza por desafíos radicales, que es preciso afrontar con valentía y unidad de propósitos. La familia constituye, también hoy, el recurso más valioso e importante de que dispone la nación italiana, a la que tanto amo. La mayor parte de los italianos cree profundamente en la familia y en sus valores, y esta confianza es compartida por las generaciones jóvenes. Es incalculable la contribución que las familias dan a la vida social, afrontando graves dificultades, como el difundido desempleo juvenil y las carencias del sistema asistencial y sanitario.

Y, sin embargo, la familia recibe poca ayuda a causa de la debilidad e improvisación de las políticas familiares, que con demasiada frecuencia no la sostienen de modo adecuado, ni económica ni socialmente. Hay que recordar aquí el principio claro de la Constitución italiana, que afirma: «La República favorece con medidas económicas y otras disposiciones la formación de la familia y el cumplimiento de sus relativas obligaciones». La seria disminución de la natalidad que afecta desde hace muchos años al pueblo italiano, y que está comenzando a tener consecuencias negativas en la vida social, debería hacer reflexionar sobre cuánto perjudica a los verdaderos intereses de la nación la ausencia de una política familiar efectiva.

Pero más preocupante aún es el ataque directo a la institución familiar que se está llevando a cabo tanto a nivel cultural como en el ámbito político, legislativo y administrativo. Ignora o tergiversa el significado de la norma constitucional con que la República italiana «reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio » (art. 29). En efecto, es clara la tendencia a equiparar la familia con otras formas muy diferentes de convivencia, prescindiendo de fundamentales consideraciones de orden ético y antropológico. Y son igualmente explícitas y actuales las tentativas de atribuir categoría de ley a formas de procreación que prescinden del vínculo conyugal y no tutelan suficientemente los embriones. Además, sigue abierta en toda su trágica gravedad la herida en la conciencia moral y jurídica causada por la ley sobre el aborto voluntario.

3. Precisamente el carácter radical de los desafíos actuales exalta la importancia y la función del Foro de las Asociaciones familiares. Gracias a él, múltiples realidades asociativas, cada una con su vocación y tradición específicas, pueden colaborar de modo eficaz en la defensa y promoción de la familia.

Al recurrir a la linfa vital de la espiritualidad familiar y al aplicar a las situaciones concretas las orientaciones que provienen de la doctrina social cristiana, estáis llamados a un compromiso que es, ante todo, de orden moral y cultural, para ayudar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a comprender más profundamente, y a vivir con impulso y estilo renovados, la gran tradición cristiana y civil de Italia, centrada en el significado y el valor de la familia. Sería un error considerar la progresiva disolución de la familia como un fenómeno inevitable, que acompaña casi automáticamente el desarrollo económico y tecnológico. Al contrario, el destino de la familia está confiado, ante todo, a la conciencia y al compromiso responsable de cada uno, a las convicciones y a los valores que viven dentro de nosotros. Por tanto, es preciso dirigirse siempre, con confianza suplicante, a Aquel que puede cambiar el corazón y la mente de los hombres.

Acertadamente dedicáis atención no menor a las leyes y a las instituciones, que expresan y sostienen la cultura y las convicciones morales de un pueblo, o, por el contrario, las perjudican. Amadísimos hermanos y hermanas, seguid intensificando vuestra acción, en todos los organismos y en todos los niveles, para que se reconozcan concretamente los derechos que pertenecen a la familia por naturaleza. Al hacerlo, ponéis en práctica el principio según el cual las familias «deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia», creciendo así en la conciencia de ser protagonistas de la «política familiar» (Familiaris consortio FC 44).

4. En vuestra obra en favor de la familia, queridos representantes del Foro, tenéis el apoyo total de la comunidad eclesial y de sus pastores, que son conscientes de que la familia es «la célula primera y vital de la sociedad» y «un santuario doméstico de la Iglesia» (Apostolicam actuositatem AA 11) y, en particular, de que «en torno a la familia y a la vida se libra hoy la batalla fundamental de la dignidad del hombre» (Discurso a los obispos del Celam y al Congreso teológico-pastoral de Río de Janeiro, n. 3, 3 de octubre de 1997: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de octubre de 1997, p. 4).

La Iglesia no puede sustraerse a este desafío, puesto que el hombre, en la plena verdad de su existencia, «es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión» (Redemptor hominis RH 14). Por tanto, como escribió mi predecesor, de venerada memoria, Juan XXIII, le compete «el derecho y el deber no sólo de tutelar la integridad de los principios de orden ético y religioso, sino también de intervenir con su autoridad en la esfera del orden temporal, cuando se trata de juzgar sobre la aplicación de aquellos principios a casos concretos» (Mater et Magistra MM 239).

Además, el testimonio de la comunidad cristiana en favor de la familia se expresa, de manera significativa, a través de aquellos medios de comunicación social que saben intervenir con claridad en el debate cultural y político, proponiendo y motivando ideas y posiciones genuinamente conformes con la naturaleza y las obligaciones de la institución familiar.

5. También son evidentes, en este campo, las responsabilidades de los políticos. Les corresponde a ellos promover una legislación y sostener una acción de gobierno que respeten los criterios éticos fundamentales (cf. Evangelium vitae EV 71-73), sin ceder ante el relativismo que, con el pretexto de defender la libertad y la democracia, termina en realidad por privarlas de su sólida base (cf. Centesimus annus CA 46 Veritatis splendor, 99; Evangelium vitae EV 70).

Por consiguiente, en ningún caso el legislador que quiera trabajar en sintonía con la recta conciencia moral puede contribuir a la elaboración de leyes que contrasten con los derechos esenciales de la familia fundada en el matrimonio.

Resulta indispensable, en este campo, un amplio y tenaz compromiso de sensibilización y clarificación. Por tanto, os dedicáis oportunamente a esta tarea, difícil pero profética, para que los hombres y las fuerzas políticas sepan converger en lo que está en conformidad con la dignidad de las personas y con el bien común de la sociedad humana, superando posiciones partidistas o vínculos de otra naturaleza.

Queridos representantes del Foro de las Asociaciones familiares, al mismo tiempo que os agradezco una vez más el trabajo que realizáis con tanta pasión y valentía, imploro para vosotros y para todos vuestros asociados los dones del consejo y de la fortaleza, para proseguir y desarrollar la obra tan bien empezada.

Que la Virgen santísima, Madre de la esperanza, os sostenga y ayude. Por mi parte, os acompaño con mi oración y, como prenda de mi afecto, os imparto de corazón una especial bendición apostólica, propiciadora de la protección y del consuelo del Señor.






AL NOVENO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS


EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 27 de junio de 1998




Queridos hermanos en el episcopado:

1. Os doy una afectuosa bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en los Estados de Texas, Oklahoma y Arkansas, con ocasión de vuestra visita ad limina. En los encuentros que he tenido hasta ahora, durante este año, con los obispos de Estados Unidos, hemos considerado algunos aspectos importantes de la nueva evangelización, a la que impulsó el concilio Vaticano II, el gran acontecimiento de gracia con que el Espíritu Santo ha preparado a la Iglesia para entrar en el tercer milenio cristiano. Un aspecto esencial de esta tarea es la proclamación de la verdad moral y su aplicación a la vida personal de los cristianos y a su compromiso en el mundo. Por eso, deseo reflexionar con vosotros hoy sobre vuestro ministerio episcopal como maestros de la verdad moral y testigos de la ley moral.

En toda época, los hombres y las mujeres necesitan escuchar a Cristo, el buen Pastor, que los llama a la fe y a la conversión de vida (cf. Mc Mc 1,15). Como pastores de almas, debéis ser la voz de Cristo hoy, animando a vuestro pueblo a redescubrir «la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles » (Veritatis splendor VS 107). La pregunta formulada por el joven rico del evangelio: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna? » (Mt 19,16), es un interrogante humano constante. Todos los seres humanos, en todas las culturas y en todos los momentos del drama de la historia, se lo plantean de una forma u otra, explícita o implícitamente. La respuesta de Cristo a este interrogante, es decir, seguirlo a él haciendo la voluntad de su Padre, es la clave para lograr la plenitud de vida que él promete. La obediencia a los mandamientos de Dios no sólo no nos aleja de nuestra humanidad, sino que es el camino hacia la liberación genuina y la fuente de la verdadera felicidad.

En este año de preparación para el gran jubileo, dedicado al Espíritu Santo, recordemos que nuestros esfuerzos por predicar la buena nueva y enseñar la verdad moral sobre la persona humana están sostenidos por el Espíritu, que es el agente principal de la misión de la Iglesia (cf. Evangelium nuntiandi, 75). Al Espíritu Santo «se debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida» (Veritatis splendor VS 108). Os exhorto a realizar durante este año un esfuerzo especial en vuestras diócesis y parroquias para aumentar la conciencia de la actividad eficaz del Espíritu en el mundo, pues mediante su gracia experimentamos «una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honradez y transparencia» (ib., 98).

2. Dadas las circunstancias de la cultura contemporánea, vuestro ministerio episcopal es particularmente comprometedor, y la situación que afrontáis como maestros de la verdad moral es compleja. En vuestras parroquias hay un gran número de católicos deseosos de vivir una vida responsable como esposos, padres, ciudadanos, trabajadores y profesionales. Estos hombres y mujeres, con quienes os encontráis diariamente durante vuestra misión pastoral, saben que deben vivir una vida moralmente recta, pero a menudo les resulta difícil explicar exactamente lo que esto implica. Esta dificultad refleja otro aspecto de la cultura contemporánea: el escepticismo relativo a la existencia misma de la «verdad moral» y de una ley moral objetiva. Esta actitud se da con frecuencia en las instituciones culturales, que influyen en la opinión pública, y —es preciso admitirlo— se trata de una realidad común en muchas instituciones académicas, políticas y legales de vuestro país. En esa situación, quienes procuran vivir de acuerdo con la ley moral, a menudo se sienten presionados por fuerzas que contradicen lo que, en el fondo de su corazón, saben que es verdad. Y los responsables de la enseñanza de la verdad moral pueden sentir que su tarea es virtualmente imposible, dada la fuerza de esas presiones culturales externas.

En la historia bimilenaria de la Iglesia ha habido momentos parecidos, pero la actual crisis cultural tiene características distintivas que confieren a vuestra tarea de maestros morales una urgencia real. Esta urgencia se refiere a la transmisión de la verdad moral contenida en el Evangelio y en el magisterio de la Iglesia, y al futuro de la sociedad como estilo de vida libre y democrático.

¿Cómo deberíamos definir esta crisis de la cultura moral? Podemos vislumbrar su primera fase en lo que el cardenal John Henry Newman escribió en su Carta al duque de Norfolk: «En este siglo (la conciencia) ha sido reemplazada por una falsificación, desconocida en los dieciocho siglos anteriores, y que, aunque la hubieran conocido, no la habrían confundido. Es el derecho a la autodeterminación». Lo que era verdad en el siglo XIX, cuando vivió Newman, hoy lo es con más razón. Las fuerzas culturalmente poderosas insisten en que los derechos de la conciencia son violados por la misma idea de que existe una ley moral inscrita en nuestra humanidad, que podemos llegar a conocer reflexionando en nuestra naturaleza y en nuestras acciones, y que nos impone ciertas obligaciones, porque las reconocemos como universalmente verdaderas y vinculantes. Se dice con frecuencia que esto implica una abrogación de la libertad. Pero ¿de qué concepto de «libertad» se trata? ¿Es libertad únicamente la afirmación de mi voluntad .«debería permitírseme hacer esto, porque quiero hacerlo ».? ¿O es libertad el derecho de hacer lo que debo hacer, de adherirme libremente a lo que es bueno y verdadero? (cf. Homilía en Baltimore, 8 de octubre de 1995).

La noción de libertad como autonomía personal es atractiva sólo en la superficie; sostenida por los intelectuales, los medios de comunicación social, las legislaturas y los tribunales, se transforma en una poderosa fuerza cultural. Pero, en el fondo, destruye el bien personal de los individuos y el bien común de la sociedad. La libertad como autonomía, concentrándose únicamente en la voluntad autónoma de la persona como único principio organizador de la vida pública, disuelve los vínculos de obligación entre hombres y mujeres, padres e hijos, fuertes y débiles, mayorías y minorías. Esto lleva a la destrucción de la sociedad civil, y a una vida pública en la que los únicos protagonistas son el individuo autónomo y el Estado. Como debería habernos enseñado el siglo XX, se trata de un camino seguro hacia la tiranía.

3. En sus raíces, la crisis contemporánea de la cultura moral es una crisis de comprensión de la naturaleza de la persona humana. Como pastores y maestros de la Iglesia de Cristo, recordáis al pueblo que la grandeza de los seres humanos se funda precisamente en el hecho de que son criaturas de un Dios lleno de amor, que les ha dado la capacidad de conocer el bien y de elegirlo, y que envió a su Hijo para ser el testigo último e insuperable de la verdad sobre la condición humana: «En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella y, al mismo tiempo, en Cristo y por Cristo, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor trascendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia» (Redemptor hominis RH 11). En Cristo, sabemos que «el bien de la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad» (Discurso al Congreso internacional de teología moral, 10 de abril de 1986, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de mayo de 1986, p. 12).

En esta antropología cristiana, la nobleza del hombre y de la mujer no reside simplemente en su capacidad de elegir, sino en su capacidad de elegir sabiamente y vivir de acuerdo con la elección de lo que es bueno. En toda la creación visible, sólo la persona humana elige reflexivamente. Sólo la persona humana puede discernir entre el bien y el mal, y dar una razón que justifique dicho discernimiento. Sólo los seres humanos pueden sacrificarse por lo que es bueno y verdadero. Por este motivo, a lo largo de la historia cristiana, el mártir sigue siendo el paradigma del seguimiento de Cristo, pues encarna del modo más radical la relación entre verdad, libertad y bondad.

Al enseñar la verdad moral sobre la persona humana y al testimoniar la ley moral inscrita en el corazón humano, los obispos de la Iglesia no defienden ni promueven exigencias arbitrarias establecidas por la Iglesia, sino verdades esenciales y, por tanto, el bien de las personas y el bien común de la sociedad.

4. Si la dignidad de la persona humana como agente moral reside en su capacidad de conocer y elegir lo que es verdaderamente bueno, entonces la cuestión de conciencia llega a enfocarse más claramente. El respeto a los derechos de la conciencia está profundamente arraigado en vuestra cultura nacional, que en parte ha sido formada por los inmigrantes que llegaron al nuevo mundo para defender sus convicciones religiosas y morales frente a las persecuciones. La admiración histórica de la sociedad norteamericana por los hombres y mujeres de conciencia es el fundamento en que podéis basaros para enseñar la verdad sobre la conciencia hoy.

La Iglesia honra la conciencia como el «santuario» de la persona humana: en ella las personas están «solas con Dios», cuya voz resuena en lo más íntimo de su corazón, €animándolas €a amar el bien y rechazar el mal (cf. Gaudium et spes GS 16). La conciencia es el lugar más íntimo en donde «el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer» (ib.). Por consiguiente, se degrada la dignidad de la conciencia cuando se sugiere, como pretenden los defensores de la autonomía individual radical, que es una capacidad totalmente independiente y exclusivamente personal de determinar lo que constituye el bien y el mal (cf. Dominum et vivificantem DEV 43).

Todos deben obrar de acuerdo con su conciencia. Pero la conciencia no es ni absolutamente independiente ni infalible en sus juicios. Si así fuera, la conciencia debería reducirse a una mera afirmación de la voluntad personal. Por eso, precisamente para defender la dignidad de la conciencia y de la persona humana, hay que enseñar que la conciencia debe formarse, a fin de que se pueda discernir lo que realmente corresponde o no corresponde a «la misma ley divina, eterna, objetiva y universal», que la inteligencia humana es capaz de descubrir en el orden del ser (cf. Dignitatis humanae DH 3 Veritatis splendor, 60). A causa de la naturaleza de la conciencia, la exhortación a seguirla siempre debe ir acompañada por la pregunta de si lo que nos está diciendo nuestra conciencia es verdadero o no. Si no hacemos esta aclaración necesaria, la conciencia, en vez de ser el sagrario en que Dios nos revela el verdadero bien, se convierte en una fuerza que destruye nuestra verdadera humanidad y todas nuestras relaciones (cf. Catequesis en la audiencia general del 17 de agosto de 1983, n. 3).

Como obispos, tenéis que enseñar que la libertad de conciencia no es jamás libertad de la verdad, sino siempre y sólo libertad en la verdad. Esta manera de entender la conciencia y su relación con la libertad debería aclarar ciertos aspectos de la cuestión del disenso con respecto a la enseñanza de la Iglesia. Por voluntad de Cristo mismo y por la fuerza vivificante del Espíritu Santo, la Iglesia está preservada en la verdad, «y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (Dignitatis humanae DH 14).

Cuando la Iglesia enseña, por ejemplo, que el aborto, la esterilización o la eutanasia son siempre moralmente inadmisibles, expresa la ley moral universal inscrita en el corazón humano, y, por tanto, enseña algo que es vinculante para la conciencia de cada uno. Su absoluta prohibición de que esas intervenciones se lleven a cabo en centros sanitarios católicos es simplemente un acto de fidelidad a la ley de Dios. Como obispos, debéis recordar a todos los interesados, administraciones de hospitales y personal médico, que el incumplimiento de esta prohibición constituye un pecado grave y una fuente de escándalo (con respecto a la esterilización, cf. Congregación para la doctrina de la fe, Quaecumque sterilizatio, 13 de marzo de 1975: AAS [1976] 738-740). Conviene subrayar que tanto estas como otras disposiciones del mismo tipo no son una imposición de una serie de criterios externos, que violan la libertad humana. Por el contrario, la enseñanza de la verdad moral por parte de la Iglesia «manifiesta las verdades que (la conciencia) ya debería poseer» (Veritatis splendor VS 64), y estas verdades son las que nos hacen libres en el sentido más profundo de la libertad humana y confieren a nuestra humanidad su auténtica nobleza. Hace casi dos mil años, san Pablo nos exhortaba a «no acomodarnos al mundo presente» (Rm 12,2), sino a vivir la verdadera libertad que es obediencia a la voluntad de Dios. Enseñando la verdad sobre la conciencia y su relación intrínseca con la verdad moral, desafiaréis a una de las mayores fuerzas del mundo moderno. Pero, al mismo tiempo, prestaréis al mundo moderno un gran servicio, dado que le recordaréis el único fundamento capaz de sostener una cultura de libertad: lo que los fundadores de vuestra nación llamaron verdades «evidentes».

5. Desde este punto de vista, debería resultar claro que la Iglesia no afronta cuestiones de la vida pública por razones políticas, sino como servidora de la verdad sobre la persona humana, para defender la dignidad humana y promover la libertad humana. Una sociedad o una cultura que desee sobrevivir no puede declarar que la dimensión espiritual de la persona humana es irrelevante para la vida pública. Las culturas se desarrollan como modos de afrontar las experiencias más profundas de la existencia humana: el amor, el nacimiento, la amistad, el trabajo y la muerte. Cada una de estas experiencias plantea, de un modo único, la cuestión de Dios: «El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios» (Centesimus annus CA 24). Los cató- licos norteamericanos, junto con los demás cristianos y con todos los creyentes, tienen la responsabilidad de asegurar que el misterio de Dios y la verdad sobre la humanidad, que se revela en el misterio de Dios, no sean excluidos de la vida pública. Esto es especialmente importante para las sociedades democráticas, pues una de las verdades que encierra el misterio de nuestra creación por obra de Dios es que la persona humana debe ser «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales» (Gaudium et spes GS 25). Nuestra dignidad intrínseca y nuestros derechos fundamentales e inalienables no son el resultado de una convención social: preceden a todas las convenciones sociales y proporcionan las normas que determinan su validez. La historia del siglo XX es una firme advertencia contra los males que se producen cuando los seres humanos se reducen al estado de objetos, que los poderosos manipulan para su beneficio egoísta o por razones ideológicas. Proclamando la verdad según la cual Dios ha dado al hombre y a la mujer una dignidad inestimable y derechos inalienables desde el momento de su concepción, estáis ayudando a reconstruir los fundamentos morales de una auténtica cultura de libertad, capaz de sostener a las instituciones autónomas que están al servicio del bien común.

6. El hecho de que tantos católicos en Estados Unidos participen en la vida política es un tributo a la Iglesia y a la apertura de la sociedad norteamericana. Como pastores y maestros, vuestra responsabilidad ante los funcionarios públicos católicos consiste en recordarles su patrimonio de reflexión sobre la ley moral, sobre la sociedad y sobre la democracia, que deberían poner en práctica en el desempeño de sus funciones. Vuestro país se siente orgulloso de ser una democracia consolidada, pero la democracia es una empresa moral, una prueba continua de la capacidad de un pueblo de gobernarse a sí mismo, para servir al bien común y al bien de cada ciudadano. La supervivencia de una democracia particular no depende sólo de sus instituciones; en mayor medida, depende del espíritu que inspira e impregna sus procedimientos legislativos, administrativos y judiciales. De hecho, el futuro de la democracia depende de una cultura capaz de formar a hombres y mujeres preparados para defender ciertas verdades y valores. Corre peligro cuando la política y la ley rompen toda conexión con la ley moral inscrita en el corazón humano.

Si no hay un modelo objetivo que ayude a decidir entre las diferentes concepciones del bien personal y común, entonces la política democrática se reduce a una áspera lucha por el poder. Si el derecho constitucional y el legislativo no tienen en cuenta la ley moral objetiva, las primeras víctimas serán la justicia y la equidad, porque se convierten en cuestiones de opinión personal. En la vida pública, los católicos prestan un servicio particularmente importante a la sociedad cuando defienden las normas morales objetivas que constituyen «el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana y, por tanto, de una verdadera democracia» (Veritatis splendor VS 96), porque nuestra obligación común con respecto a estas normas morales nos permite conocer, y así defender, la igualdad de todos los ciudadanos, que están «unidos en sus derechos y deberes » (ib.

Un clima de relativismo moral es incompatible con la democracia. Este tipo de cultura no puede responder a preguntas fundamentales para una comunidad política democrática: ¿Por qué debería considerar a mis compatriotas iguales a mí?; ¿por qué debería defender los derechos de los demás?; ¿por qué debería trabajar por el bien común? Si las verdades morales no pueden reconocerse públicamente como tales, la democracia no es posible (cf. ib., 101). Por eso, deseo animaros a seguir hablando de forma clara y eficaz sobre las cuestiones morales fundamentales que afrontan los hombres de nuestro tiempo. El interés con el que muchos de vuestros documentos han sido recibidos en la sociedad es signo de que estáis proporcionando una guía muy necesaria cuando recordáis a todos, y especialmente a los ciudadanos y a los líderes políticos católicos, el vínculo esencial que existe entre libertad y verdad.

7. Queridos hermanos en el episcopado, un tiempo de «crisis» es un tiempo de oportunidad y también de peligro. Ciertamente, esto es verdad por lo que atañe a la crisis de la cultura moral en nuestro mundo desarrollado. La exhortación del concilio Vaticano II al pueblo de Dios a testimoniar la verdad sobre la persona humana en medio del gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia del mundo contemporáneo, es una exhortación dirigida a todos nosotros para un compromiso personal en favor de una guía episcopal eficaz en la nueva evangelización.

Al centrar la atención de los fieles y de todos vuestros compatriotas en las opciones morales tan importantes que deben realizar, contribuiréis a la renovación de la bondad moral, de la solidaridad y de la libertad auténtica que Estados Unidos y el mundo necesitan urgentemente. Encomendando vuestro ministerio, así como a los sacerdotes, los religiosos y los laicos de vuestras diócesis a la protección de María, patrona de Estados Unidos con el gran título de su Inmaculada Concepción, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.






Discursos 1998 - Domingo 21 de junio de 1998