Discursos 1998


A LOS NUEVOS RECLUTAS DE LA GUARDIA SUIZA PONTIFICIA


Sábado 27 de junio de 1998



Coronel;
señor capellán;
queridos amigos de la Guardia suiza;
queridos hermanos y hermanas:

1. Con ocasión de la jura de bandera de la nueva promoción de la Guardia suiza pontificia, me alegra acogeros en la casa del Sucesor de Pedro. Doy las gracias afectuosamente al coronel Roland Buchs que, con gran dedicación, ha asegurado la interinidad, en un período difícil. Ya desde ahora expreso mis sentimientos cordiales al nuevo comandante, coronel Pius Segmüller, y al nuevo subcomandante, teniente coronel Elmar Theodor Mäder, que han aceptado servir en el cuerpo de la Guardia suiza y asumirán pronto sus funciones. Agradezco también a las autoridades suizas el haber favorecido estos nombramientos. Expreso mis mejores deseos a los oficiales, a los suboficiales y a todos los miembros del ilustre Cuerpo, que cumplen con valentía, fidelidad y lealtad su misión al servicio de la Santa Sede.

No podemos olvidar hoy a quienes nos dejaron recientemente en el curso de la tragedia, que sigue siendo para todos nosotros una fuente de sufrimiento, pero que es también un llamamiento a permanecer fieles al Señor y a estar atentos a quienes nos rodean.

La gran familia de la Guardia suiza debe continuar su misión: su historia y su generosidad son un testimonio a los ojos de los católicos y del conjunto de las naciones.

2. Doy la bienvenida a todos los padres y también a los amigos y parientes que han venido aquí y participan en este juramento, para asegurar a los jóvenes reclutas su amor y su afecto. Agradezco a estas personas su presencia, signo del vínculo que une a los católicos suizos con la Iglesia y, más aún, con la Sede de Pedro.

Queridos jóvenes, durante vuestro servicio viviréis un tiempo extraordinario, en cuanto que participaréis en el gran jubileo del año 2000. Este período será una ocasión particular en vuestra preparación para plasmar vuestro futuro de hombres y de cristianos. Vuestro deseo de servir a la Iglesia hoy y dedicar algunos años de vuestra vida a proteger al Papa, expresa vuestra disponibilidad a recorrer el camino al lado de Jesucristo todos los días de vuestra vida y a velar mediante la oración y la fraternidad. A pesar de las cargas a veces pesadas de vuestro servicio, os deseo que pueda reforzar vuestra fe y vuestro amor a la Iglesia. Debéis apoyaros recíprocamente con confianza y escuchar a vuestros hermanos; este es un deber que cada uno de vosotros tiene para con sus compañeros.

3. El juramento de hoy constituye para mí una nueva ocasión para expresar mi más sincera gratitud a todos los miembros del cuerpo de la Guardia suiza pontificia por su fidelidad al Sucesor de Pedro y la atención con que velan por el orden y la seguridad dentro de las murallas de la Ciudad del Vaticano, así como en Castelgandolfo y dondequiera que el Papa se encuentre. Queridos hermanos, sé que os preocupáis por acoger con cortesía y gentileza a los peregrinos, que cada vez son más numerosos, en la medida en que se acerca el tercer milenio; de ese modo, dais un importante testimonio del corazón acogedor del Vaticano y de la Iglesia. Pido al Señor que os recompense por vuestro valioso servicio y colme también a vuestros familiares de sus favores celestiales.

Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón una especial bendición apostólica.






A LA DELEGACIÓN DEL PATRIARCADO ECUMÉNICO


DE CONSTANTINOPLA


Domingo 28 de junio de 1998



Queridos hermanos en Cristo:

Os doy cordialmente la bienvenida a vosotros, delegados del Patriarcado ecuménico, que habéis venido a Roma para tomar parte en la solemne celebración eucarística, con ocasión de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo. Desde hace unos años, este intercambio fraterno reúne a las representaciones de la Iglesia que debe su nacimiento al apostolado de san Pedro y san Pablo aquí en Roma, y de la Iglesia cuyo origen está en san Andrés.

Los dos hermanos apóstoles Pedro y Andrés, patronos respectivamente de la Iglesia de Roma y de la Iglesia de Constantinopla, traen a nuestra memoria la llamada que recibieron del Señor para proclamar la buena nueva del Reino: «Caminando por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dice: .Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres.» (Mt 4,18-19).

Esta es la misteriosa llamada prefigurada en su condición de pescadores de hombres, que ahora cobra un significado nuevo y superior. Jesús mismo nos da el ejemplo perfecto de la tarea apostólica: «Recorría Jesús toda la Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4,23).

La tarea perenne de los discípulos del Señor en todos los tiempos y en todos los lugares es ésta: la proclamación del Reino y la curación de los males que afectan al pueblo de Dios. Mientras nos acercamos al tercer milenio, el Espíritu nos hace comprender la urgencia de una dedicación más intensa a esta tarea. Y el testimonio de la unidad de los cristianos llega a ser cada vez más apremiante: «Que ellos también sean uno (...), para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). En esta perspectiva, recuerdo con alegría la Declaración común que firmamos Su Santidad Bartolomé I y yo, en la que exhortamos a católicos y ortodoxos «a hacer espiritualmente juntos esta peregrinación hacia el jubileo». Expresamos nuestra convicción común de que «la reflexión, la oración, el diálogo, el perdón recíproco y la mutua caridad fraterna nos acercarán más al Señor y nos ayudarán a comprender mejor su voluntad sobre la Iglesia y sobre la humanidad» (Declaración común del Santo Padre Juan Pablo II y del Patriarca ecuménico Bartolomé I, n. 3, 29 de junio de 1995: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de julio de 1995, p. 7).

Vuestra presencia entre nosotros para la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo es un signo claro de nuestra voluntad común de emprender este camino con caridad fraterna y amor a la verdad, confiando en Jesucristo, el único Señor y Salvador del mundo.

Os pido que aseguréis mi saludo cordial y mi estima fraterna a Su Santidad el Patriarca ecuménico. Que Dios lleve a plenitud la obra buena que ha iniciado en nosotros. Amén.





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN EL III ENCUENTRO INTERNACIONAL


DE SACERDOTES (CIUDAD DE MÉXICO)




Queridos hermanos en el sacerdocio:

1. Me complace enviaros un cordial saludo cuando participáis en el III Encuentro internacional de sacerdotes, que tiene lugar a los pies de la Virgen de Guadalupe, en su basílica del Tepeyac (México), como en una tercera etapa de peregrinación espiritual hacia la puerta santa del gran jubileo del año 2000, después de las precedentes, que han tenido lugar en los santuarios marianos de Fátima (Portugal) y Yamusukro (Costa de Marfil).

En el corazón del Sucesor de Pedro tenéis un lugar muy especial. Pensando en vosotros vienen a mi mente las iglesias y capillas donde celebráis, las habitaciones donde residís, los lugares que recorréis, las acciones con las que plasmáis vuestro ministerio con los niños, los jóvenes, los adultos, las familias y demás grupos, para dispensarles los tesoros de Dios. Con esta ocasión quiero renovar mi afecto y mi estima a cada uno de vosotros que, desde los lugares habituales donde ejercéis el ministerio sacerdotal, habéis emprendido esa peregrinación para renovar los vínculos de comunión de vida, la dimensión misionera de vuestra actividad, la catolicidad de los propios horizontes y, a la vez, animaros mutuamente para una nueva evangelización cada vez más incisiva y unitaria, expresando así también de un modo muy elocuente la nueva fraternidad que entre vosotros nace gracias al sacramento del orden. A este respecto, me alegra saber que, gracias a un fondo de solidaridad, constituido entre vosotros mismos, se ha facilitado la presencia de sacerdotes provenientes de países con dificultades económicas.

Estoy agradecido a la Congregación para el clero, a su prefecto, el señor cardenal Darío Castrillón Hoyos, al secretario mons. Csaba Ternyák, y a los organizadores de los trabajos llevados a cabo para asegurar el buen éxito de este Encuentro. Así mismo agradezco la presencia de los señores cardenales y obispos que con su participación han dado una clara muestra de estima y amor hacia los sacerdotes.

2. Vosotros, queridos hermanos, que habéis sido marcados por un carácter indeleble que confiere a vuestro ser una identidad sacerdotal específica y os configura de manera particular con Cristo Cabeza, estáis llamados a presentaros ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo como imágenes vivientes del Señor y supremo Pastor de todos los fieles. Así os han de ver aquellos con quienes os encontráis en el camino a lo largo de vuestra vida sacerdotal, como bellamente se lee en el texto guadalupano del Nican Mopohua cuando refiere lo que la Santísima Virgen le dijo a Juan Diego: «Escucha, hijo mío, Juanito, ¿a dónde te diriges?», él le contestó: «Mi Señora, Reina, Muchachita mía, allá llegaré, a tu casita de México Tlatelolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las imágenes de nuestro Señor: nuestros sacerdotes» (22 y 23).

Sabemos bien que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo, pero el sacerdocio común y el ministerial, aunque están ordenados el uno al otro, difieren esencialmente y no sólo de grado (cf. Lumen gentium LG 10). El mismo Señor, para que todos los fieles formen un sólo cuerpo, en el que cada uno de los miembros desarrolla tareas ordenadamente diversas y complementarias, constituyó a unos como ministros, dotándolos del poder sagrado que deriva de la ordenación (cf. Presbyterorum ordinis PO 2).

En virtud del sello de Cristo que lleváis impreso, os habéis convertido en propiedad de Dios con un título exclusivo, para ocuparos en cuerpo y alma en prolongar la misión de anunciar la presencia del reino de Dios entre los hombres. Esta es una realidad que habéis de tener siempre presente, recordando que Cristo llamó a los primeros Apóstoles «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13). Los envía en su nombre, con el poder de la Palabra salvadora y la fuerza del Espíritu, por lo que puede decirles claramente: «quien a vosotros recibe, a mí me recibe » (Mt 10,40).

3. El carácter sacramental os capacita para proseguir la misión de Cristo anunciando la buena nueva. Por vuestro medio, él continúa guiando y custodiando el propio rebaño y, con las acciones sagradas que realizáis, ofrece su sacrificio redentor, perdona los pecados y distribuye su gracia. Vosotros actualizáis la misión del divino Maestro y habéis sido elegidos desde la eternidad para ser constituidos en favor de los hombres en aquellas cosas que se refieren a Dios, como prolongación viviente del ministerio de Cristo (cf. Hb He 5,1). San Juan Crisóstomo escribe refiriéndose al sacerdote: «Si Dios no obrase por medio de él, tú no habrías sido bautizado, no participarías en los misterios, no habrías sido bendecido; vale decir, no serías cristiano » (Hom in 2Tm 2,2 2Tm 2,4).

Tenéis conciencia de Quién os ha enviado y custodia la misión que habéis recibido. Resuenan en vosotros las palabras de Jesús: «Como el Padre me ha enviado a mí, así yo os envío» (Jn 20,21). Sois, pues, los responsables, desde los puestos de vanguardia, de la nueva evangelización y para ello habéis sido dotados de la fuerza, la autoridad y la dignidad que os permiten continuar la obra de Jesucristo.

Ante las dificultades que tenéis que afrontar, no dudéis nunca que el Espíritu, el Paráclito, será vuestro defensor y abogado y os dará fuerzas para superar todos los obstáculos. Por eso, proseguid confiados con seguridad a su poder y experimentad el alivio y el descanso en la oración, frecuente y prolongada. La oración unifica la vida del sacerdote, tantas veces en peligro de dispersión por la multiplicidad de tareas que hay que realizar, y confiere autenticidad a lo que hacéis, pues hace brotar del Corazón de Cristo los sentimientos que animan vuestra labor. No temáis dedicarle tiempo y energías, sino más bien procurad ser hombres de oración asidua, gustando el silencio contemplativo y la celebración devota y diaria de la Eucaristía y de la Liturgia de las Horas, que la Iglesia os ha encomendado para bien de todo el Cuerpo de Cristo. La oración del sacerdote es también una exigencia de su ministerio pastoral, pues las comunidades cristianas se enriquecen con el testimonio del sacerdote orante, que con su palabra y su vida anuncia el misterio de Dios.

4. Vuestra misión, queridos hermanos, está revestida de gran dignidad, y ello os ha de impulsar a entregaros al cuidado de los fieles con solicitud y generosidad, a ejemplo del Buen Pastor. Es confortador el número de sacerdotes que dedican su vida con abnegación al servicio de Dios y de los hermanos. El pueblo santo de Dios os ama, valora vuestros sacrificios, agradece vuestra dedicación y servicio pastoral. Que las incomprensiones o recelos, y a veces hasta las persecuciones de diverso signo que marcan la vida de algunos, no mengüen el ardor de vuestra entrega y el celo que desplegáis en vuestro santo ministerio (cf. Rm Rm 8,37). No tengáis miedo, pues estáis en el lugar de Jesús, vencedor del mundo y de las insidias del mal. Conservad el ardor de los primeros años del sacerdocio, sin caer en el desaliento, sosteniéndoos mutuamente, fuertes en la fraternidad sacerdotal que brota del mismo sacramento.

5. Tres son los lemas que van a presidir los trabajos de este Encuentro: «Convertirse para convertir», «En comunión para promover la comunión», «Con la Virgen María para la misión». Mediante la reflexión y el estudio orientado en esa dirección se podrán alcanzar buenos resultados y, de modo especial, intensificar la preparación para la entrada, ya cercana, en la puerta santa del gran jubileo que «celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano» (Tertio millennio adveniente TMA 44), plenitud de los tiempos (cf. Ga Ga 4,4).

Deseo ardientemente que, al concluir este Encuentro, regreséis a vuestros lugares de misión enriquecidos con una magnífica experiencia de fraternidad sacerdotal y deseosos de transmitir a vuestros presbiterios diocesanos y a las comunidades a las que servís un renovado dinamismo apostólico que favorezca la evangelización, teniendo como punto de referencia tres pilares, que caracterizan la vida religiosa de las tierras latinoamericanas que os han acogido en estos días: La Eucaristía, «fuente y cumbre de toda evangelización» (Presbyterorum ordinis PO 5); la comunión eclesial, fruto de la presencia de Jesucristo (cf. Lumen gentium LG 4) y la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia.

A ella, que desde su imagen grabada en la tilma de Juan Diego es venerada por los pueblos en ese continente con el título de Guadalupe y «es la primera evangelizadora de América» (carta Los caminos del Evangelio, 34), confío los trabajos del Encuentro y, mientras le pido que siga guiando vuestros pasos y fecundando vuestras tareas evangelizadoras, os imparto de corazón una especial bendición apostólica.

Vaticano, 29 de junio de 1998, solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo






A LOS METROPOLITANOS QUE HABÍAN RECIBIDO EL PALIO


Y A SUS FAMILIARES


Sala Pablo VI

Martes 30 de junio de 1998



Venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Ayer, en la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, siguiendo una significativa tradición, tuve la alegría de imponeros los palios, amadísimos arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año. Hoy, con alegría y gratitud, os acojo con vuestros familiares y con los fieles que os han acompañado a Roma para esta feliz circunstancia. Os doy a todos una cordial bienvenida, y dirijo un saludo particular a los nuevos metropolitanos italianos, mons. Gennaro Franceschetti, arzobispo de Fermo, y mons. Giuseppe Molinari, arzobispo de L’Aquila.

El palio, como bien sabéis, es insignia litúrgica papal que, a partir del siglo IX, los arzobispos metropolitanos piden al Obispo de Roma como signo de unidad y de comunión plena con la sede del Sucesor de Pedro. Los palios, confeccionados cada año con la lana de dos corderos blancos bendecidos en la memoria de Santa Inés, se conservan en un cofre adecuado junto a la tumba de Pedro, bajo el altar de la Confesión, para entregarlos después a los nuevos metropolitanos en la fiesta del Apóstol.

2. Me alegro con vosotros, amadísimos fieles, por este encuentro, porque confiere a esta antiquísima tradición un marco eclesial muy propicio para poner de relieve su valor y su sentido. Procedéis de diversos países del mundo, y vuestra presencia orante y alegre, junto a vuestros respectivos pastores, hace más expresivo aún el signo de la imposición de los palios, que manifiesta de suyo la unidad católica cum Petro et sub Petro. Por tanto, os expreso mi complacencia, queridos hermanos y hermanas, por esta peregrinación. Deseo que dé abundantes frutos de fe y de vida evangélica en cada uno de vosotros, en vuestras familias y en vuestras comunidades eclesiales.

Después del saludo general en italiano, el Santo Padre dedicó unas afectuosas palabras a cada uno de los nuevos metropolitanos en sus respectivas lenguas. En español dijo:

Deseo dirigir un cordial saludo a mons. Luis Augusto Castro Quiroga, arzobispo de Tunja, en Colombia, a mons. Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, Argentina, y a mons. Francisco Javier Errázuriz Ossa, arzobispo de Santiago de Chile, así como a los sacerdotes y fieles de sus respectivas Iglesias particulares, familiares y amigos que les acompañan en el momento de recibir el palio que les distingue como metropolitanos de sus respectivas provincias eclesiásticas.

Pido a la Virgen María, nuestra Madre del cielo y Estrella de la nueva evangelización, que proteja su ministerio en esta nueva responsabilidad que la Iglesia les ha encomendado, que aliente a los sacerdotes y comunidades religiosas de sus Iglesias particulares, haga crecer en ellas las vocaciones al sacerdocio y la vida consagrada y fortalezca la fe de sus fieles. Llevadles a todos mi afectuoso saludo, junto con la bendición apostólica, que ahora os imparto de corazón.

Al término de la audiencia, Juan Pablo II saludó y bendijo a los participantes con estas palabras:

Os encomiendo, queridos hermanos y hermanas, a la Virgen santísima, Madre de la Iglesia, mientras os imparto de corazón la bendición apostólica a todos vosotros y a las comunidades de las que procedéis, y renuevo mi abrazo de paz a los arzobispos metropolitanos, vuestros celosos pastores.





                                                                                    Julio de 1998




A LA SECCIÓN DE VALENCIA DEL INSTITUTO PONTIFICIO


JUAN PABLO II PARA ESTUDIOS SOBRE MATRIMONIO Y FAMILIA


Jueves 2 de julio de 1998



Queridos hermanos en el episcopado;
amados sacerdotes, profesores, alumnos y amigos
de la sección española del Pontificio Instituto para estudios sobre el matrimonio y la familia:

Me complace recibiros en esta audiencia en el curso de vuestra peregrinación a Roma, que coincide con la visita «ad limina» de los obispos de vuestra provincia eclesiástica, entre cuyas prioridades pastorales sobresale el tema del matrimonio y la familia. Habéis querido venir para agradecer la fundación de la sección española y presentarme los frutos de estos cuatro años de intenso trabajo académico.

Agradezco a mons. Agustín García- Gasco, arzobispo de Valencia y vicegran canciller de la Sección, las amables palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo a mons. Juan Antonio Reig, obispo de Segorbe-Castellón y decano del Instituto, así como a las autoridades civiles y a los miembros de la recién constituida fundación que sostiene los trabajos del Instituto.

Como bien sabéis, cuando el Sínodo de 1980 reflexionó sobre las luces y sombras de la familia, sintió la necesidad de crear un instrumento académico que preparase convenientemente a los sacerdotes para acompañar a las familias como verdaderos padres, hermanos, pastores y maestros, ayudándolas con los recursos de la gracia e iluminándolas con la luz de la verdad. También se vio la conveniencia de que los laicos recibieran esa formación, para que ellos, individualmente o por medio de asociaciones, pudieran aportar su consejo, animación y apoyo a la promoción de la institución familiar. Así surgió hace cuatro años el instituto del cual sois la sección española, y entre cuyos logros está la capacitación de un considerable número de alumnos, pastores y fieles, como profesionales expertos que ayuden a transformar los distintos ambientes de la sociedad con la levadura del «Evangelio de la vida».

Ante la confusión que reina en el campo de la familia y de la vida, es preciso presentar la belleza y el atractivo del plan de Dios sobre el matrimonio y la institución familiar, de modo que se fortalezca la voluntad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo de vivir su grandeza, siendo conscientes también de las exigencias que conlleva. Para ello es necesario el estudio y la preparación académica, tareas a las que os habéis de entregar con pasión y gozo. Os animo a proseguir en este servicio al hombre y a la sociedad.

El objetivo de vuestro Instituto es investigar y transmitir la verdad natural y revelada sobre el matrimonio y la familia, ofreciendo a la pastoral familiar el conveniente apoyo filosófico-teológico que le permita reaccionar frente a las concepciones materialistas del hombre, tan difundidas por desgracia en la sociedad actual. Por ello vosotros, que sois las primeras generaciones de la sección española, una vez adquirida la formación adecuada, debéis comprometeros, como profesores y animadores de la pastoral familiar, en enriquecer la vida de los fieles, ayudándoles a descubrir la «vocación a la santidad» de los esposos y demás miembros de la familia. Este año estáis dedicando una atención especial al estudio y la difusión de la «Carta de los derechos de la familia», que puede ser un válido instrumento para iluminar muchos de los actuales problemas. Os felicito por esta elección y os animo a seguir trabajando en favor de un auténtico humanismo familiar, que ayude a considerar la familia como el santuario de la vida, la escuela que permite la transmisión de la fe y favorece el diálogo entre sus miembros y con Dios.

Que la Virgen María, Reina de la familia, que en Valencia veneráis como «Mare de Deu dels Desamparats», proteja con su maternal intercesión la obra buena que lleváis a cabo. Por su mediación os imparto, como prenda de un servicio fructuoso a la familia y a la vida, una particular bendición apostólica, que complacido extiendo a todos los que colaboran con vosotros.






A LOS PARTICIPANTES EN UN CURSO DEL INSTITUTO


PARA LA RECONSTRUCCIÓN INDUSTRIAL ITALIANO


Viernes 3 de julio de 1998



Gentiles señoras y señores:

Me alegra daros mi cordial bienvenida al término del Curso de perfeccionamiento en funciones técnicas y directivas empresariales. Saludo al profesor Gian Maria Gros-Pietro, presidente del Instituto para la reconstrucción industrial, y le agradezco las corteses palabras que me ha dirigido.

Rápidos y profundos son los cambios que están transformando las relaciones entre los hombres y las naciones en nuestro tiempo. De particular relieve es el fenómeno de la globalización de la economía, que va abriendo escenarios inéditos para el futuro de la humanidad, con singulares oportunidades de programación y desarrollo, pero también con riesgos de graves injusticias con los países más pobres. En este ámbito, la solidaridad, más que un deber es una exigencia que nace de la misma red objetiva de las interconexiones y de la necesidad de poner los procesos productivos al servicio del hombre. La diligente iniciativa promovida por el IRI junto con el Consorcio para la formación internacional, a fin de formar equipos técnicos y directivos al servicio de los países en vías de desarrollo y en transición hacia la economía de mercado, quiere responder a esta exigencia.

Al expresar mi aprecio, deseo que el clima de atención y diálogo que se ha creado durante el curso constituya una significativa premisa de relaciones cada vez más respetuosas y pacíficas entre los pueblos. Con estos sentimientos, invoco sobre cada uno de vosotros y sobre vuestras familias la bendición de Dios, munífico dador de todo bien.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO MUNDIAL

SOBRE LA PASTORAL DE LOS DERECHOS HUMANOS


Sábado 4 de julio de 1998



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
señoras y señores:

1. Con particular alegría acojo aquí esta mañana a los participantes en el Congreso mundial sobre la pastoral de los derechos humanos, que el Consejo pontificio Justicia y paz, en el marco de las iniciativas promovidas por la Santa Sede, ha querido convocar para celebrar el 50 aniversario de la Declaración universal de derechos del hombre. Agradezco de todo corazón al nuevo presidente del Consejo pontificio, monseñor François-Xavier Nguyên Van Thuân, la presentación que ha hecho de vuestros trabajos. Y me alegro por la ocasión que tengo de expresar al presidente saliente, el querido e incansable cardenal Roger Etchegaray, mi profunda gratitud por la entrega y la competencia con que ha dirigido el dicasterio durante catorce años.

Saludo a todos los participantes, y también a los miembros, consultores y colaboradores del Consejo pontificio. La presencia entre vosotros de representantes de otras Iglesias cristianas y de diversos organismos internacionales es un signo de nuestra preocupación común y de nuestro compromiso con todos en la promoción de la dignidad de la persona humana en el mundo de hoy.

2. El tema del designio de Dios para la persona humana, de la «dimensión humana del misterio de la Redención», fue uno de los aspectos principales de mi primera encíclica Redemptor hominis (cf. n. 10). Al considerar al hombre como «el camino primero y fundamental de la Iglesia» (n. 14), expuse el significado de los «derechos objetivos e inviolables del hombre» (n. 17) que, en medio de las vicisitudes de nuestro siglo, han recibido poco a poco su formulación en el plano internacional, especialmente en la Declaración universal de derechos del hombre. Después, durante todo mi ministerio de Pastor de la Iglesia universal, he querido dedicar una atención particular a la salvaguardia y a la promoción de la dignidad de la persona y de sus derechos, en todas las etapas de su vida y en toda circunstancia política, social, económica o cultural.

Al analizar, en la encíclica Redemptor hominis, la tensión entre los signos de esperanza concernientes a la salvaguardia de los derechos humanos y los signos más dolorosos de un estado de amenaza para el hombre, planteé la cuestión de las relaciones entre «la letra » y «el espíritu» de estos derechos (cf. ib.). Aún hoy se puede constatar el abismo que existe entre «la letra», reconocida a nivel internacional en numerosos documentos, y «el espíritu», actualmente muy lejos de ser respetado, ya que nuestro siglo está marcado todavía por graves violaciones de los derechos fundamentales. Hay siempre en el mundo innumerables personas, mujeres, hombres y niños, cuyos derechos son despreciados cruelmente. ¿Cuántas personas están privadas injustamente de su libertad, de la posibilidad de expresarse libremente o profesar libremente su fe en Dios? ¿Cuántas son víctimas de la tortura, de la violencia y de la explotación? ¿Cuántas personas, a causa de la guerra, de injustas discriminaciones, de la desocupación o de otras situaciones económicas desastrosas no pueden llegar a gozar plenamente de la dignidad que Dios les ha dado y de los dones que han recibido de él?

3. El primer objetivo de la pastoral de los derechos humanos es, pues, lograr que la aceptación de los derechos universales en la «letra» lleve a la puesta en práctica concreta de su «espíritu», en todas partes y con la mayor eficacia, a partir de la verdad sobre el hombre, de la igual dignidad de toda persona, hombre o mujer, creado a imagen de Dios y convertido en hijo de Dios en Cristo.

En nuestro planeta, toda persona tiene el derecho a conocer la «verdad sobre el hombre» y a poder vivirla, cada uno según su identidad personal irreemplazable, con sus dones espirituales, su creatividad intelectual y su trabajo, en su familia, que es sujeto particular de derechos, y en la sociedad. Cada ser humano tiene el derecho a desarrollar plenamente los dones que ha recibido de Dios. En consecuencia, todo acto que desprecia la dignidad del hombre y frustra sus posibilidades de realizarse, es un acto contrario al designio de Dios para el hombre y para toda la creación. La pastoral de los derechos humanos está, pues, en estrecha relación con la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo. En efecto, la Iglesia no puede abandonar jamás al hombre, cuyo destino está unido íntima e indisolublemente a Cristo.

4. El segundo objetivo de la pastoral de los derechos humanos consiste en plantear «los interrogantes esenciales que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana» (Redemptor hominis RH 15), con objetividad, lealtad y sentido de responsabilidad.

A este respecto, se puede constatar que las condiciones económicas y sociales en que viven las personas cobran en nuestros días una importancia particular. La persistencia de la pobreza extrema, que contrasta con la opulencia de una parte de las poblaciones, en un mundo que se distingue por grandes avances humanistas y científicos, constituye un verdadero escándalo, una de esas situaciones que obstaculizan gravemente el pleno ejercicio de los derechos humanos en el momento actual. En vuestras actividades, ciertamente habréis constatado, casi a diario, los efectos que causan la pobreza, el hambre o la imposibilidad de acceder a los servicios más elementales, en la vida de las personas y en la lucha por su subsistencia y la de sus seres queridos.

Con mucha frecuencia, las personas más pobres, a causa de la precariedad de su situación, se convierten en las víctimas más seriamente castigadas por las crisis económicas que afectan a los países en vías de desarrollo. Es necesario recordar que la prosperidad económica es, ante todo, fruto del trabajo humano, de un trabajo honrado y, a menudo, penoso. La nueva arquitectura de la economía a escala mundial debe descansar en los fundamentos de la dignidad y de los derechos de la persona, sobre todo el derecho al trabajo y la protección del trabajador.

Por esa razón, requiere hoy una atención renovada a los derechos sociales y económicos, en el marco general de los derechos humanos, que son indivisibles. Es importante rechazar toda tentativa de negar una real consistencia jurídica a estos derechos, y es necesario reafirmar que está comprometida la responsabilidad común de todos los protagonistas .poderes públicos, empresas y sociedad civil., para llegar a su ejercicio efectivo y pleno.

5. En la pastoral de los derechos humanos, la dimensión educativa adquiere hoy una importancia particular. La educación en el respeto a los derechos del hombre implicará naturalmente la creación de una verdadera cultura de los derechos humanos, necesaria para que funcione el Estado de derecho y la sociedad internacional se funde realmente en el respeto al derecho. En Roma se está celebrando actualmente la Conferencia diplomática de las Naciones Unidas para la institución de un Tribunal penal internacional. Deseo que esta Conferencia concluya, como todos lo esperan, con la creación de una nueva institución, para proteger la cultura de los derechos humanos a escala mundial.

En efecto, el respeto total de los derechos humanos podrá integrarse en cada una de las culturas. Los derechos del hombre son, por su misma naturaleza, universales, ya que su fuente es la igual dignidad de todas las personas. Al reconocer la diversidad cultural que existe en el mundo y los diferentes niveles de desarrollo económico, es conveniente afirmar con fuerza que los derechos humanos conciernen a cada persona. Como he declarado en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año (cf. n. 2), el argumento de la especificidad cultural no debe utilizarse para cubrir violaciones de los derechos humanos. Con mayor razón, es necesario más bien promover una concepción integral de los derechos de toda persona en el desarrollo, en el sentido en que mi predecesor Pablo VI deseaba el desarrollo «integral», es decir, el desarrollo de todas las personas y de toda la persona (cf. Populorum progressio, 14). Situar en el centro de la reflexión la promoción de un solo derecho o de una sola categoría de derechos, en detrimento de la integridad de los derechos humanos, significaría traicionar el espíritu de la misma Declaración universal.

6. La pastoral de los derechos humanos, por su misma naturaleza, debe dedicarse particularmente a la dimensión espiritual y trascendente de la persona, sobre todo en el ambiente actual en que se manifiesta la tendencia a reducir la persona a una sola de sus dimensiones, la dimensión económica, y a considerar el desarrollo ante todo en términos económicos.

De la reflexión sobre la dimensión trascendente de la persona deriva la obligación de proteger y promover el derecho a la libertad de religión. Este congreso pastoral me brinda la ocasión de expresar mi solidaridad y mi apoyo en la oración a todos los que, aún hoy, no pueden ejercer en el mundo plena y libremente este derecho, tanto de modo personal como comunitario. A los responsables de las naciones se dirige mi exhortación apremiante y renovada a garantizar el ejercicio concreto de este derecho a todos sus ciudadanos. En efecto, los poderes públicos encontrarán entre los creyentes a hombres y mujeres de paz, deseosos de colaborar con todos, con vistas a edificar una sociedad más justa y pacífica.

7. Os agradezco a todos no sólo vuestra participación en este congreso, sino también vuestro testimonio diario y vuestra acción educativa en la comunidad cristiana. Junto con vosotros, recuerdo el testimonio de quienes, en nuestra época, han vivido su fidelidad al mensaje de Cristo sobre la dignidad del hombre, renunciando a sus propios derechos por amor a sus hermanos y hermanas. Encomiendo vuestras diversas misiones a María, Madre de la Iglesia, que os ayudará a penetrar, como ella, el sentido más profundo del gran misterio de la redención del hombre.

A vosotros, a vuestros seres queridos y a todos los que comparten vuestros compromisos, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.










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