Discursos 1998 - Domingo 4 de octubre de 1998

3. Mi estancia entre vosotros me ha permitido comprobar la recuperación lograda durante estos años. He visto una sociedad que quiere construir su presente y su futuro sobre sólidas bases democráticas, con plena fidelidad a la propia historia, impregnada de cristianismo, para insertarse con razón en el concierto de las demás naciones europeas. Constato con alegría que sois un país que, tras haber recuperado la libertad y superado el triste episodio de la guerra, está reconstruyéndose y renovándose, material y espiritualmente, con gran determinación.

Exhorto a los hombres y mujeres de buena voluntad de todo el mundo a no olvidar la tragedia que han sufrido estas poblaciones a lo largo de su historia y, sobre todo, en nuestro siglo. Que no falte la ayuda concreta y generosa que necesitan las personas y las familias para poder vivir con libertad e igualdad, con la dignidad de miembros activos de la familia humana. Europa ha emprendido una nueva etapa en su camino de unidad y crecimiento. Para que la alegría sea plena, no hay que olvidar a nadie a lo largo del camino que lleva a la casa común europea.

Croacia, por su parte, debe dar prueba de gran paciencia, sabiduría, disponibilidad al sacrificio y solidaridad generosa, para poder superar definitivamente la actual fase posbélica y alcanzar las nobles metas a las que aspira. Ya se ha hecho mucho, y los resultados se ven. Las dificultades que perduran no deben desanimar a nadie.

4. Vuestra nación dispone de los recursos necesarios para superar las adversidades y, sobre todo vosotros, ciudadanos croatas, poseéis los talentos indispensables para afrontar los desafíos del momento actual. Con el empeño de todos será posible llevar a cabo el arduo proceso de democratización de la sociedad y de sus instituciones civiles. La democracia tiene un alto precio; la moneda con que hay que pagarlo está acuñada con el noble metal de la honradez, la racionalidad, el respeto al prójimo, el espíritu de sacrificio y la paciencia. Pretender recurrir a una moneda diferente significa exponerse al peligro de bancarrota.

Después de muchos años de dictadura y de dolorosas experiencias de violencia que han vivido las poblaciones de esta región, es necesario ahora hacer todo lo posible por construir una democracia basada en los valores morales inscritos en la naturaleza misma del ser humano.

La Iglesia, al secundar el esfuerzo de los grupos sociales y de las fuerzas políticas, dará su contribución específica, sobre todo mediante la propuesta de su doctrina social y el ofrecimiento de sus estructuras para la educación de las nuevas generaciones. Exhorta a sus fieles a colaborar eficazmente, como ya lo han hecho desde el comienzo, en el actual proceso de democratización en los vastos campos de la vida social, política, cultural y económica del país, promoviendo así el desarrollo armonioso de toda la sociedad croata.

5. Queridos hermanos, vuelvo a Roma llevando en mi corazón muchas impresiones hermosas de esta visita. Me acompañarán en las oraciones que haré por vosotros, por vuestros enfermos y ancianos, por vuestros niños y por todo vuestro pueblo.

Que Dios conceda a Croacia la paz, la concordia y la perseverancia en su compromiso por el bien común.

Querido pueblo croata, ¡que Dios te bendiga! ¡Que la Virgen María, la Advocata Croatiae, la fidelissima Mater, vele por tu presente y por tu futuro! A ella le encomiendo todos tus propósitos de libertad y progreso en la solidaridad, todas tus esperanzas y todos tus esfuerzos en favor de los valores humanos y religiosos.

¡Que Dios bendiga a Croacia!

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS CAPITULARES PALOTINOS

Martes 6 de octubre de 1998



Amadísimos sacerdotes y hermanos de la Sociedad del apostolado católico:

1. Me alegra acogeros en esta audiencia especial y enviar, a través de vosotros, un cordial saludo a todos los miembros de vuestro instituto, así como a los que comparten en la Iglesia el mismo carisma de san Vicente Pallotti. Est áis viviendo vuestra asamblea general, a cuyos trabajos os dedicáis ya desde hace dos semanas. Se trata de un acontecimiento espiritual y eclesial, que tiene lugar durante el segundo año de preparación para el gran jubileo del año 2000, dedicado al Espíritu Santo. Invoco, junto con vosotros, al Espíritu divino, para que os ilumine al interpretar los signos de los tiempos y os lleve a conservar y desarrollar en nuestro tiempo la riqueza de vuestro carisma.

Habéis querido oportunamente que los debates de vuestra asamblea abordaran el tema de la fidelidad, expresado en el lema «Fieles al futuro..., puestos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe (He 12,2)». En efecto, ese tema expresa vuestro deseo de renovar la fidelidad al compromiso apostólico, sobre todo desde la perspectiva del tercer milenio. Es un deseo que hay que impulsar, pero recordando que la fidelidad supone la fe, en la que se funda la existencia cristiana. La fe constituye el horizonte del camino espiritual y apostólico, pues es Jesús quien acompaña a los creyentes durante toda su vida, sosteniéndolos en su entrega al apostolado y realizando todos sus buenos propósitos.

Queridos hermanos, mirad con esperanza al futuro y afrontad con confianza los desafíos del tercer milenio, conscientes de €que €Cristo €está €a €vuestro lado y es el mismo «ayer, hoy y siempre» (He 13,8). Él os da su Espíritu, que sabe guiaros a la plenitud de la verdad y del amor. Que Cristo sea el motivo de vuestra esperanza: junto a él no debéis temer nada, porque él es el apoyo invencible de toda la existencia humana.

2. Vivir la fe significa insertarse en la existencia de Cristo. En Jesús podemos descubrir nuestra verdadera naturaleza y valorar plenamente nuestra dignidad personal. Anunciar a Cristo, para impulsar a todos a recuperar en plenitud la imagen de Dios, es el objetivo final de la «nueva evangelización». Vosotros, que en virtud de vuestro carisma estáis llamados de modo particular a reavivar la fe e inflamar la caridad en todos los ambientes, tened muy clara la opción preferencial por «la imagen de Dios», que espera revelarse en la existencia de cada hermano y de cada hermana. Reconoced en toda persona el rostro de Cristo, valorando cada ser humano independientemente de su condición o de su estado.

Así actuaba san Vicente Pallotti, preocupado únicamente por la renovación interior de los hombres, con vistas a su santificación. Para imitar su celo apostó- lico, debéis ante todo tender personalmente a la santidad. Sólo así podréis promoverla en los demás, recordando la vocación universal a la santidad, que el concilio Vaticano destacó con claridad. Debéis estar animados por esta convicción, a fin de contribuir a la obra de la nueva evangelización. Así, os prepararéis de manera eficaz para entrar en el nuevo milenio, cooperando activamente en el cumplimiento de la misión que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ha confiado a toda la comunidad eclesial.

3. Tenéis que vivir el compromiso de santificación personal en vuestras comunidades esparcidas por todo el mundo. Trabajad unidos y en armonía, para ser auténticos testigos del Evangelio ante las personas con quienes os encontréis en vuestro ministerio diario. En la exhortación apostólica Vita consecrata escribí que «la Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial mis entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas » (n. 51). Al testimoniar la vida fraterna, entendida como vida compartida en el amor, os convertís en signo elocuente de la comunión eclesial (cf. ib., 42).

Este entendimiento profundo entre vosotros os ayudará a vivir la «unidad de Cristo» y a estar prontos y dispuestos a las necesidades espirituales y materiales de todos. A este propósito, vuestro fundador solía repetir que «el don de contribuir a la salud de las almas es el más divino de todos» (Obras completas XI, p. 257). Tenéis que compartir este don no sólo dentro de vuestro instituto, sino también con los laicos, colaboradores diarios en vuestro apostolado. Hacedlos participar y acogedlos en vuestra vida de comunión. «Debido a las nuevas situaciones .escribí en la citada exhortación apostólica Vita consecrata., no pocos institutos han llegado a la convicción de que su carisma puede ser compartido con los laicos» (n. 54). «No es raro que la participación de los laicos lleve a descubrir inesperadas y fecundas implicaciones de algunos aspectos del carisma, suscitando una interpretación más espiritual e impulsando a encontrar válidas indicaciones para nuevos dinamismos apostólicos» (n. 55). De este modo, la Unión del apostolado católico, ideada y fundada por san Vicente Pallotti, no sólo os permitirá coordinar los diversos recursos de vuestras comunidades, sino también insertaros en el centro mismo de la misión apostólica de la Iglesia en el mundo actual.

Que os ayude María, esclava fiel y obediente del Señor y ejemplo excelente de fidelidad al compromiso apostólico. Ella, unida en oración con los discípulos en el cenáculo de Jerusalén, en espera del don del Espíritu Santo, os ofrece el ejemplo de oración incesante, de disponibilidad y de compromiso activo en la misión de la Iglesia. Que gracias a su intercesi ón materna, Dios renueve en vosotros y en vuestra Sociedad los prodigios de Pentecostés.

A la vez que os renuevo mi aprecio por el servicio apostólico que prestáis a la Iglesia, os imparto de corazón una especial bendición apostólica, que de buen grado extiendo a todos los miembros de las comunidades palotinas.

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LAS MISIONERAS COMBONIANAS

Viernes 9 de octubre de 1998



Amadísimas hermanas:

1. Bienvenidas a este encuentro, con el que, como culminación de vuestro XVII capítulo general, habéis querido manifestar al Vicario de Cristo vuestra afectuosa devoción y vuestra renovada fidelidad a su magisterio de Pastor universal de la Iglesia.

Saludo a la madre Adele Brambilla, a quien felicito por su reciente elección como superiora general, deseándole que Dios la ilumine, para que sepa guiar a las Misioneras Combonianas hacia nuevas metas de celo apostólico y de servicio a los hermanos más pobres. Dirijo un saludo particular a la madre Mariangela Sardi, superiora general saliente, manifestándole mi gran aprecio por el generoso y competente trabajo que ha realizado, y le deseo que siga sirviendo a la causa misionera y a la Iglesia con el entusiasmo y la sabiduría de quien ha consagrado totalmente su vida al Señor. Por último, os saludo a todas vosotras, que representáis el compromiso de la congregación entera en favor de los pobres y de cuantos no conocen a Cristo. ¡Gracias por todo el bien que realizáis y gracias por ser en el mundo discretas y activas constructoras de la civilización del amor!

2. «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14). A cien años del primer capítulo general, las palabras del apóstol Pablo siguen resonando en vuestro instituto, impulsándoos a «trabajar en todo el mundo para consolidar y difundir el reino de Cristo, llevando el anuncio del Evangelio a todas partes, hasta las regiones más lejanas» (Vita consecrata VC 78). En este siglo de historia, vuestra congregación ha crecido y se ha difundido en muchas naciones de África, Asia, América y Europa.

Por eso, durante estos días de estudio y oración, habéis querido, ante todo, dar gracias al Señor por todo el bien que, a través de vuestro instituto, realiza en el mundo. También gracias a vosotras el anuncio gozoso y liberador del Evangelio se proclama en muchas regiones, y el amor misericordioso del Señor se testimonia y se manifiesta mediante el compromiso de la educación, la asistencia sanitaria y la promoción social. Además, el Señor ha querido daros recientemente un signo especial de su predilección, llamando a algunas de vuestras hermanas, y particularmente las que trabajan en el sur de Sudán y en la República democrática del Congo, a participar en el misterio de su cruz.

3. La invitación a ir por todo el mundo para anunciar la salvación a todas las gentes (cf. Mt Mt 28,19), que el Señor os ha dirigido a cada una de vosotras, abre ante vuestro corazón de mujeres totalmente entregadas a la causa del Evangelio un escenario a veces complejo y lleno de sufrimientos, pero rico también en perspectivas y esperanzas.

Os llegan llamadas insistentes de los pueblos que en los diferentes continentes, pero especialmente en África, aún no creen en Cristo: de las multitudes de desplazados, de emigrantes, de refugiados, de hombres y mujeres apiñados en los grandes suburbios urbanos de los países del tercer mundo o de niños abandonados y solos, víctimas de vergonzosa explotación y del hambre; de mujeres que en muchos países en vías de desarrollo esperan que se tutele su dignidad, para llegar a ser protagonistas de la vida familiar, civil y eclesial.

¿Cómo no tener presentes, asimismo, los problemas de la justicia, de la paz y de la salvaguardia de la creación, que constituyen casi una nueva frontera de la misión, o los planteados por la urgencia del diálogo interreligioso, sobre todo en los países donde el islamismo es la religión de la mayoría de los habitantes? Y ¿qué decir de los dramas causados por las guerras y los conflictos étnicos?

4. Estas situaciones dramáticas se presentan ante vosotras como otras tantas oportunidades para verificar el itinerario recorrido hasta ahora, y como desafíos a abriros a nuevos caminos de la misión ad gentes. Siguiendo el ejemplo del beato Daniel Comboni, sed santas y audaces, animadoras misioneras incansables en la Iglesia, mirando al futuro con esperanza y con el deseo ardiente de «hacer de Cristo el corazón del mundo».

Esta actitud os ayudará a vivir la creciente internacionalidad y pluralidad cultural de vuestras comunidades como riqueza que hay que acoger con gratitud y como ocasión para testimoniar, frente al individualismo dominante, la fraternidad universal que nace de la fe en Cristo. Así, vuestra congregación podrá vivir con serenidad y esperanza los problemas de la disminución numérica y del envejecimiento, e invertir con valentía y convicción energías y medios en la animación misionera de la Iglesia, en la formación permanente de los miembros del instituto y en la pastoral vocacional.

Encomendándoos totalmente a Aquel para quien «nada es imposible» (Lc 1,37), y sostenidas solamente por la fuerza de la fe y la caridad, podréis ser testigos de solidaridad para todos aquellos con quienes os encontréis y, «haciendo causa común» con los más débiles, abrir el corazón de muchos a las exigencias de la justicia y de la paz.

5. Vuestro fundador, al que tuve la alegría de proclamar beato el 17 de marzo de 1996, al llamaros «Pías Madres de la Nigricia», quiso encomendaros la tarea de ser expresión privilegiada de la maternidad de la Iglesia para los pobres de África y de todo el mundo.

Amadísimas Misioneras Combonianas, os invito a frecuentar diariamente la escuela de María, para vivir con entusiasmo vuestro carisma. Que su amor materno os sostenga en los esfuerzos y en las alegrías de vuestro compromiso misionero y os ayude a ser para los humildes y los pobres un signo luminoso de la ternura de Dios.

Con estos deseos, invocando la protección del beato Daniel Comboni, os imparto a cada una de vosotras, a las religiosas que viven en situaciones difíciles de misión, a las jóvenes en formación, a las religiosas ancianas y enfermas y a toda la congregación, una especial bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL UNDÉCIMO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 9 de octubre de 1998



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con amor fraterno en el Señor os doy la bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia del noroeste de Estados Unidos, con ocasión de vuestra visita ad limina. Esta serie de visitas de los obispos de vuestro país a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, y al Sucesor de Pedro y a sus colaboradores en el servicio a la Iglesia universal, tiene lugar mientras todo el pueblo de Dios se está preparando para celebrar el gran jubileo del año 2000 y entrar en un nuevo milenio cristiano. El bimilenario del nacimiento del Salvador es una exhortación a todos los seguidores de Cristo a buscar una auténtica conversión a Dios y un gran progreso en la santidad. Puesto que la liturgia desempeña un papel central en la vida cristiana, deseo reflexionar hoy en algunos aspectos de la renovación litúrgica, que el concilio Vaticano II promovió con tanto vigor como primer agente de una renovación más amplia de la vida católica.

Considerar lo que se ha hecho en el campo de la renovación litúrgica durante los años del posconcilio significa, ante todo, encontrar muchos motivos para dar gracias y alabar a la santísima Trinidad por la admirable conciencia que ha desarrollado entre los fieles de su papel y su responsabilidad en esta obra sacerdotal de Cristo y de su Iglesia. También significa comprender que no todos los cambios han ido acompañados siempre y en todas partes por la explicación y la catequesis necesarias. Por consiguiente, en algunos casos ha habido una interpretación errónea de la naturaleza auténtica de la liturgia, que ha llevado a abusos, polarización y a veces, incluso, a graves escándalos. Después de la experiencia de más de treinta años de renovación litúrgica, podemos valorar tanto los logros como las debilidades de lo que se ha hecho, para planificar con mayor confianza nuestro camino hacia el futuro que Dios ha pensado para su pueblo amado.

2. El desafío ahora consiste en superar todas las incomprensiones que ha habido y buscar el punto exacto de equilibrio, en especial entrando más profundamente en la dimensión contemplativa del culto, que incluye el sentido del temor de Dios, la reverencia y la adoración, que son actitudes fundamentales en nuestra relación con Dios. Esto sucederá sólo si reconocemos que la liturgia tiene dimensiones tanto locales como universales, tanto temporales como eternas, tanto horizontales como verticales, tanto subjetivas como objetivas. Precisamente estas tensiones dan al culto católico su carácter distintivo. La Iglesia universal está unida en un gran acto de alabanza, pero es siempre el culto de una comunidad particular en una cultura particular. Es el eterno culto del cielo, pero a la vez está inmerso en el tiempo. Reúne y edifica una comunidad humana, pero también es «el culto a la divina majestad» (Sacrosanctum Concilium SC 33). Es subjetivo en la medida en que depende radicalmente de lo que los fieles llevan a él; pero es objetivo porque los trasciende como el acto sacerdotal de Cristo mismo, al que él nos asocia, aunque en última instancia no depende de nosotros (cf. ib., 7). Por eso es tan importante que se respeten las normas litúrgicas. El sacerdote, que es el servidor de la liturgia, no su inventor o productor, tiene una responsabilidad particular a este respecto para que la liturgia no se vacíe de su verdadero significado y no se oscurezca su carácter sagrado. El centro del misterio del culto cristiano es el sacrificio de Cristo ofrecido al Padre y la obra de Cristo resucitado que santifica a su pueblo mediante los signos litúrgicos. Por eso es esencial que, al tratar de entrar más en las profundidades del culto, se reconozca y se respete plenamente el misterio inagotable del sacerdocio de Jesucristo.Todos los bautizados participan en el único sacerdocio de Cristo, pero no todos de la misma manera. El sacerdocio ministerial, enraizado en la sucesión apostólica, confiere al sacerdote ordenado facultades y responsabilidades que son diferentes de las de los laicos, pero que también están al servicio del sacerdocio común y sirven para desarrollar la gracia bautismal de todos los cristianos (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1547). Por eso, el sacerdote no es sólo quien preside; es quien actúa en la persona de Cristo.

3. Sólo siendo radicalmente fieles a este fundamento doctrinal, podemos evitar interpretaciones parciales y unilaterales de la enseñanza del Concilio. La participación de todos los bautizados en el único sacerdocio de Jesucristo es la clave para comprender la exhortación del Concilio a «la participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas» (Sacrosanctum Concilium SC 14). Participación plena significa ciertamente que todos los miembros de la comunidad tienen que desempeñar un papel en la liturgia; y, a este respecto, se ha logrado mucho en las parroquias y comunidades de vuestro país. Pero participación plena no significa que todos pueden hacer todo, ya que esto llevaría a clericalizar el laicado y a secularizar el sacerdocio; y esto no es lo que el Concilio pretendía. La liturgia, como la Iglesia, debe ser jerárquica y polifónica, respetando los diversos papeles asignados por Cristo y permitiendo que todas las voces diferentes se fundan en un único y gran himno de alabanza.

Participación activa significa evidentemente que, con gestos, palabras, cantos y servicios, todos los miembros de la comunidad toman parte en un acto de culto, que no es en absoluto inerte o pasivo. Sin embargo, la participación activa no excluye la pasividad activa del silencio, la quietud y la escucha: en realidad, la exige. Los fieles no son pasivos, por ejemplo, cuando escuchan las lecturas o la homilía, o cuando siguen las oraciones del celebrante y los cantos y la música de la liturgia. Éstas son experiencias de silencio y quietud, pero también, a su modo, son muy activas. En una cultura que no favorece ni fomenta la quietud meditativa, el arte de la escucha interior se aprende con mayor dificultad. Aquí vemos cómo la liturgia, aunque siempre debe inculturarse adecuadamente, tiene que ser también contracultural.

La participación consciente exige que toda la comunidad esté bien instruida en los misterios de la liturgia, para que la práctica del culto no degenere en una forma de ritualismo. Pero eso no significa un intento constante en la liturgia por hacer explícito lo implícito, dado que esto lleva a menudo a una verbosidad y a una informalidad extrañas al Rito romano, que acaban por restar importancia al acto de culto. Tampoco significa la supresión de toda experiencia subconsciente, que es vital en una liturgia que se desarrolla mediante símbolos que hablan tanto al subconsciente como al consciente. El uso de las lenguas vernáculas ha abierto ciertamente los tesoros de la liturgia a todos los que toman parte en ella, pero no quiere decir que el latín, y en especial los cantos que se han adaptado magníficamente a la índole del Rito romano, tengan que abandonarse completamente. Si se ignora la experiencia subconsciente en el culto, se crea un vacío de afecto y devoción, y la liturgia no sólo puede llegar a ser demasiado verbal, sino también demasiado cerebral. Pero el Rito romano se distingue, además, por su equilibrio entre la sobriedad y la riqueza de emociones: alimenta el corazón y la mente, el cuerpo y el alma.

Se ha escrito con razón que en la historia de la Iglesia toda verdadera renovación ha ido acompañada por una relectura de los Padres de la Iglesia. Y lo que es verdad en general, lo es también para la liturgia en particular. Los Padres eran pastores con un celo ardiente por la tarea de difundir el Evangelio; por eso estaban profundamente interesados en todas las dimensiones del culto, y nos han dejado algunos de los textos más significativos y duraderos de la tradición cristiana, que no son el resultado de un mero esteticismo. Los Padres eran predicadores ardientes, y es difícil imaginar que pueda haber una renovación efectiva de la predicación católica, como deseó el Concilio, sin una familiaridad suficiente con la tradición patrística. El Concilio promovió una predicación al estilo de la homilía que, a imitación de los Padres, expone el texto bíblico para brindar sus inagotables riquezas a los fieles. La importancia que esa predicación ha cobrado en el culto católico desde el Concilio muestra que es preciso formar a los sacerdotes y diáconos para que hagan buen uso de la Biblia. Pero esto también implica tener familiaridad con toda la tradición patrística, teológica y moral, así como un conocimiento profundo de sus comunidades y de la sociedad en general. De lo contrario, se corre el riesgo de una enseñanza sin raíces y sin la aplicación universal propia del mensaje evangélico. La excelente síntesis de la riqueza doctrinal de la Iglesia contenida en el Catecismo de la Iglesia católica ha de percibirse aún más como una ayuda para la predicación católica.

4. Es esencial tener bien claro que la liturgia está íntimamente relacionada con la misión evangelizadora de la Iglesia. Si no van juntas, ambas vacilarán. En la medida en que las formas de desarrollo de la renovación litúrgica sean superficiales o desequilibradas, nuestras energías para la nueva evangelización serán ineficaces; y en la medida en que nuestra manera de pensar no corresponda a las expectativas de la nueva evangelización, nuestra renovación litúrgica se reducirá a una adaptación externa y probablemente también errónea. El Rito romano ha sido siempre una forma de culto orientado a la misión. Por eso es relativamente breve: había mucho que hacer fuera de la iglesia; por eso en la despedida se dice: «Ite, missa est», de donde procede el término «misa»: se envía a la comunidad a evangelizar el mundo, por obediencia al mandato de Cristo (cf. Mt Mt 28,19-20).

Como pastores, sois plenamente conscientes de la gran sed de Dios y del deseo de oración que la gente siente hoy. La Jornada mundial de la juventud en Denver muestra claramente que las generaciones más jóvenes de norteamericanos también anhelan una fe profunda y exigente en Jesucristo. Quieren desempeñar un papel activo en la Iglesia, y ser enviados en nombre de Cristo a evangelizar y transformar el mundo que los rodea. Los jóvenes están dispuestos a comprometerse con el mensaje evangélico, si se lo presentan con toda su nobleza y su fuerza liberadora. Seguirán participando activamente en la liturgia si sienten que puede llevarlos a una profunda relación personal con Dios; y precisamente de esta experiencia surgirán vocaciones sacerdotales y religiosas, caracterizadas por una verdadera energía evangélica y misionera. En este sentido, los jóvenes piden a toda la Iglesia que dé el próximo paso para poner en práctica el concepto de culto que nos ha transmitido el Concilio. Libres de las ideologías del pasado, son capaces de hablar de manera sencilla y directa de su deseo de hacer una experiencia de Dios, especialmente en la oración, tanto pública como privada. Queridos hermanos, al escucharlos, podremos oír «lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,11).

5. En nuestra preparación para el gran jubileo del año 2000, el año 1999 estará dedicado a la persona del Padre y a la celebración de su amor misericordioso. Las iniciativas del próximo año deberán prestar particular atención a la naturaleza de la vida cristiana como «una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el "hijo pródigo"» (Tertio millennio adveniente TMA 49). En el centro de esta experiencia de peregrinación está nuestro viaje de pecadores a la profundidad insondable de la liturgia de la Iglesia, la liturgia de la creación, la liturgia del cielo que, en definitiva, son todas culto de Jesucristo, el eterno Sacerdote, en quien la Iglesia y toda la creación se ordenan a la vida de la santísima Trinidad, nuestra verdadera morada. Ésta es la finalidad de todo nuestro culto y de toda nuestra evangelización.

En el centro mismo de la comunidad de culto encontramos a la Madre de Cristo y Madre de la Iglesia que, desde la profundidad de su fe contemplativa, ofrece la buena nueva, que es Jesucristo mismo. Oro con vosotros para que los católicos norteamericanos, al celebrar la liturgia, tengan en su corazón el cántico que ella entonó: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador. (...) Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo» (Lc 1,46-49). Encomendando a los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestras diócesis a la protección amorosa de la santísima Madre, os imparto de corazón mi bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN EL IV CONGRESO MUNDIAL

SOBRE LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES Y REFUGIADOS


Viernes 9 de octubre de 1998




Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión del Congreso de la pastoral de los emigrantes y refugiados, durante el cual habéis afrontado el tema: «Las migraciones en el alba del tercer milenio». Os acojo con gusto y os saludo a todos con afecto. Agradezco, en particular, a monseñor Stephen Fumio Hamao las palabras que ha querido dirigirme en nombre de todos, y os expreso a cada uno mi deseo de un generoso y provechoso servicio eclesial. Confío en que los análisis elaborados, las decisiones tomadas y los propósitos madurados durante el congreso constituyan un valioso aliciente para quien en la Iglesia y en la sociedad comparte la solicitud por los emigrantes y los refugiados.

Las migraciones constituyen un problema cuya urgencia aumenta a la vez que su complejidad. Hoy, casi por doquier, existe la tendencia a cerrar las fronteras y a reforzar los controles. Sin embargo, ahora se habla más que antes, y cada vez con mayor alarmismo, de las migraciones, no sólo porque el cierre de las fronteras ha originado flujos incontrolables de clandestinos, con todos los riesgos y las incertidumbres que dicho fenómeno trae consigo, sino también porque las difíciles condiciones de vida, que producen la creciente presión migratoria, muestran síntomas de mayor gravedad.

2. Me parece oportuno reafirmar, en este contexto, que es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores que impulsan a la emigración. Éstos son, entre otros, los conflictos internos, las guerras, el sistema de gobierno, la desigual distribución de los recursos económicos, la política agrícola incoherente, la industrialización irracional y la corrupción difundida. Para corregir estas situaciones, es indispensable promover un desarrollo económico equilibrado, la progresiva superación de las desigualdades sociales, el respeto escrupuloso a la persona humana y el buen funcionamiento de las estructuras democráticas. También es indispensable llevar a cabo intervenciones oportunas para corregir el actual sistema económico y financiero, dominado y manipulado por los países industrializados en detrimento de los países en vías de desarrollo.

En efecto, el cierre de las fronteras a menudo no está motivado simplemente por el hecho de que ha disminuido —o ya no existe— la necesidad de la aportación de la mano de obra de los inmigrantes, sino porque se afirma un sistema productivo organizado según la lógica de la explotación del trabajo.

3. Hasta hace poco, la riqueza de los países industrializados se producía en ellos mismos, contando también con la contribución de numerosos inmigrantes. Con el desplazamiento del capital y de las actividades empresariales, buena parte de esa riqueza se produce en los países en vías de desarrollo, donde la mano de obra es barata. De este modo, los países industrializados han encontrado el modo de aprovechar la aportación de la mano de obra a bajo precio, sin deber soportar el peso de la presencia de inmigrantes. Así, estos trabajadores corren el riesgo de verse reducidos a nuevos «siervos de la gleba», vinculados a un capital móvil que, entre las muchas situaciones de pobreza, selecciona cada vez aquellas en que la mano de obra es más barata. Es evidente que ese sistema es inaceptable, pues en él se ignora prácticamente la dimensión humana del trabajo.

Es preciso reflexionar seriamente sobre la geografía del hambre en el mundo, para que la solidaridad triunfe sobre la búsqueda de beneficios y sobre las leyes del mercado que no tienen en cuenta la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables.

Hay que atacar de forma duradera sus causas, poniendo en marcha una cooperación internacional encaminada a promover la estabilidad política y a eliminar el subdesarrollo. Es un desafío que hay que afrontar con la conciencia de que está en juego la construcción de un mundo donde todos los hombres, sin excepción de raza, religión y nacionalidad, puedan vivir una vida plenamente humana, libre de la esclavitud bajo otros hombres y de la pesadilla de tener que vivirla en la indigencia.

4. La inmigración es una cuestión compleja, que no sólo atañe a las personas que buscan condiciones de vida más seguras y dignas, sino también a la población de los países de acogida. En el mundo moderno, la opinión pública constituye a menudo la norma principal que los líderes políticos y los legisladores aceptan seguir. El riesgo es que la información, filtrada sólo en función de los problemas inmediatos del país, se reduzca a aspectos absolutamente inadecuados, que no logran expresar el dramático alcance de esta situación. «Para la solución del problema de las migraciones en general, o de los emigrantes irregulares en particular —escribí en el Mensaje para la Jornada del emigrante de 1996—, desempeña un papel relevante la actitud de la sociedad a la que llegan. En esta perspectiva, es muy importante que la opinión pública esté bien informada sobre la condición real en que se encuentra el país de origen de los emigrantes, los dramas que viven y los riesgos que correrían si volvieran» (n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de septiembre de 1995, p. 5).

Por tanto, es tarea de la información ayudar al ciudadano a formarse un cuadro adecuado de la situación, a comprender y respetar los derechos fundamentales del otro, así como a asumir su parte de responsabilidad en la sociedad, también en el ámbito de la comunidad internacional.

5. En este marco, los cristianos están invitados a asumir con mayor claridad y determinación su responsabilidad en el seno de la Iglesia y de la sociedad. En cuanto ciudadanos de un país de inmigración y conscientes de las exigencias de la fe, los creyentes deben mostrar que el evangelio de Cristo está al servicio del bien y de la libertad de todos los hijos de Dios. Tanto individualmente como en las parroquias, asociaciones o movimientos, los cristianos no pueden renunciar a tomar posición en favor de las personas marginadas o abandonadas a su impotencia.

La inmigración es uno de los debates que nunca se agotan y se replantean continuamente. Los cristianos deben participar en él, formulando propuestas con el fin de abrir perspectivas seguras que puedan realizarse también en el ámbito político. La simple denuncia del racismo o de la xenofobia no basta.

Además de comprometerse en proyectos de defensa y promoción de los derechos del emigrante, la Iglesia tiene «el deber de asumir cada vez más íntegramente el papel del buen samaritano, haciéndose prójimo de todos los excluidos» (Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado de 1995).

6. «Las migraciones en el alba del tercer milenio». La inminencia del jubileo nos invita a esperar el alba de un nuevo día para las migraciones, invocando al «Sol de justicia», Jesucristo, para que ilumine las tinieblas que se ciernen sobre el horizonte de los países de donde tantas personas se ven obligadas a partir. Los cristianos dedicados a la asistencia y al cuidado de los emigrantes encuentran en esta esperanza un nuevo motivo de compromiso. Quisiera recordar aquí lo que recomendé ya en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: «En el espíritu del libro del Levítico (25, 8-28), los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del mundo, proponiendo el jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras cosas en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda externa, que grava sobre el destino de muchas naciones» (n. 51). Es sabido que esas naciones coinciden precisamente con aquellas en donde hoy se originan los flujos más grandes y persistentes de emigrantes.

El compromiso en favor de la justicia en un mundo como el nuestro, marcado por intolerables desigualdades, es un aspecto característico de la preparación para la celebración del jubileo. Ciertamente, resultaría significativo un gesto por el cual la reconciliación, dimensión propia del jubileo, encontrara expresión en una forma de regularización de un amplio sector de esos inmigrantes que, más que los otros, sufren el drama de la precariedad y de la incertidumbre, es decir, los ilegales.

Éste es el año que, en la preparación para el gran jubileo del año 2000, la Iglesia ha consagrado de modo particular al Espíritu Santo. Pidámosle que infunda en nosotros los mismos sentimientos, deseos y anhelos del corazón de Cristo.

Que la Virgen María, cuya historia humana estuvo marcada por el dolor del exilio y de la migración, consuele y ayude a los que viven lejos de su patria e inspire en todos sentimientos de solidaridad y acogida hacia ellos.

En esta perspectiva, amadísimos hermanos y hermanas, al alentaros a perseverar en vuestro valioso trabajo, os imparto, como prenda de afecto, una especial bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestros seres queridos.

Discursos 1998 - Domingo 4 de octubre de 1998