Discursos 1998 - * * * * * *

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Por la tarde, el Vicario de Cristo, desde la ventana de su apartamento privado se dirigió a los fieles presentes en la plaza de San Pedro con las siguientes palabras:

Después de veinte años, quiero dar gracias a la Providencia divina. Quiero dar las gracias también a quienes se han reunido en la plaza de San Pedro, en oración, en este momento importante para la vida de la Iglesia en Roma, de la Iglesia universal y, naturalmente, también de mi vida.

¡Alabado sea Jesucristo!

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO

A LOS CABALLEROS DEL SANTO SEPULCRO

Sábado 17 de octubre de 1998



Señor cardenal;
ilustres señores;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra daros un cordial saludo en esta circunstancia, en que están reunidos en Roma el Gran Maestrazgo y los lugartenientes de la antigua e ilustre orden ecuestre del Santo Sepulcro.

Agradezco al señor cardenal Carlo Furno, vuestro gran maestre, las nobles palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos, y le expreso mi gratitud por el obsequio que ha querido hacerme en nombre de todos.

Queridos hermanos, vuestro compromiso de apostolado y caridad es, ante todo, obra que nace de profundas motivaciones de fe: fe en Cristo, Hijo de Dios encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre, cuyo cuerpo sin vida estuvo en el sepulcro, del que resucitó la mañana de Pascua. Los meses que nos separan del gran jubileo son una ocasión propicia para reafirmar con convicción esta fe en el Señor Jesús, haciendo partícipes, mediante un testimonio convencido, a cuantos se acercan a vosotros para buscar una palabra de esperanza y un gesto de caridad, que broten de vuestra plena adhesión al Redentor del hombre.

2. El signo que distingue vuestra orden es la cruz roja de Tierra santa. Representa las llagas del Señor y su sangre, que ha redimido a toda la humanidad. Ojalá que esté grabada en vuestro corazón, de modo que en toda circunstancia seáis testigos de Cristo y miembros vivos y activos en vuestras comunidades eclesiales. Animados interiormente por la devoción a la cruz de Cristo, sabréis difundir en vuestro entorno el amor a la tierra que el Redentor recorrió durante su existencia terrena, moviendo el corazón de los creyentes para que a la Iglesia que vive en los lugares santificados por la presencia de Cristo no le falte la ayuda necesaria para realizar el proyecto providencial de Dios.

Por tanto, vuestra misión es importante y significativa. Fieles a vuestro peculiar carisma, estáis llamados a imitar, de algún modo, el celo caritativo del apóstol Pablo, que buscaba ayuda «en bien de los santos» de Jerusalén (cf. 2Co 8,4), exhortando a las diversas Iglesias a recoger limosnas para los hermanos de Jerusalén, puesto que «si los gentiles han participado en sus bienes espirituales, ellos a su vez deben servirles con sus bienes temporales» (Rm 15,27).

3. ¿Y qué decir de vuestro valioso servicio a la unidad de los creyentes? Obedientes a las disposiciones del concilio Vaticano II, y según las posibilidades de cada uno, es preciso que seáis promotores convencidos del ecumenismo, creando oportunas iniciativas de cooperación con las demás confesiones cristianas, y también cuidando el diálogo atento y provechoso con los seguidores de las demás religiones, bajo la guía de los obispos, para reforzar la paz en la tierra del Príncipe de la paz, en Jerusalén, que es símbolo de la felicidad eterna.

Son diversos los modos de contribuir a la realización plena de la vocación típica de la ciudad santa. El primero y más eficaz es, ciertamente, la oración, porque sin la oración incesante en vano trabajan los que quieren edificar la ciudad. Por eso, sed apóstoles ardientes de la oración.

En segundo lugar, debéis esforzaros en promover iniciativas que sostengan y favorezcan proyectos de paz y cooperación, que hagan de Tierra santa un lugar de encuentro y diálogo donde reinen el respeto recíproco y la colaboración leal.

Además, a los cristianos que viven allí y afrontan actualmente muchas dificultades, prestadles vuestra ayuda fraterna, acompañada por la notable generosidad que distingue vuestras intervenciones. El Señor os recompensará y bendecirá todos vuestros esfuerzos.

4. Queridos hermanos, esos objetivos son tanto más importantes cuanto más se acerca el Año jubilar. Ojalá que la ciudad santa, que al igual que Roma evoca la peregrinación en la fe, sea meta de vuestro camino espiritual de penitencia y conversión. Id con este espíritu a los santos lugares y sed promotores de peregrinaciones a Jerusalén, indicando al mismo tiempo la práctica del vía crucis a cuantos no puedan ir allá.

Así, la pertenencia a la orden del Santo Sepulcro será un aliciente para la ascesis personal centrada en la meditación de las profundas lecciones de la cruz y un estímulo para la acción pastoral en el ámbito de la nueva evangelización. Que en este camino espiritual y apostólico os sostenga la patrona celestial, María, Reina de Palestina, que durante su existencia terrena se entregó totalmente a la realización del plan salvífico de Dios. Con estos deseos, os imparto a cada uno de vosotros la bendición apostólica que, complacido, extiendo a los miembros de toda la orden y a sus respectivas familias.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE COLORADO, WYOMING, UTAH, ARIZONA

Y NUEVO MÉXICO EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 17 de octubre de 1998



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría os saludo a vosotros, pastores de la Iglesia en los Estados de Colorado, Wyoming, Utah, Arizona y Nuevo México. Vuestra visita ad limina, que os trae para «ver a Pedro» (cf. Ga Ga 1,18), quiere ser, en la vida de las Iglesias particulares que presidís, una oportunidad «para estrechar la unidad en la fe, la esperanza y la caridad, y hacer conocer y apreciar cada vez más el inmenso patrimonio de valores espirituales y morales que toda la Iglesia, en comunión con el Obispo de Roma, ha difundido en el mundo entero» (Pastor bonus, Anexo I, 3).

En esta serie de encuentros con los obispos de Estados Unidos, he puesto de relieve que la aplicación fiel y esmerada de las enseñanzas del concilio Vaticano II es el camino indicado por el Espíritu Santo a toda la Iglesia, a fin de que se prepare para el gran jubileo del año 2000 y el comienzo del nuevo milenio. La renovación de la vida cristiana, una de las finalidades principales de los trabajos del Concilio, fue también el objetivo que llevó al Papa Juan XXIII a promover una revisión del Código de derecho canónico (cf. Discurso a los cardenales de la Curia romana, 25 de enero de 1959), deseo que reafirmaron los padres del Concilio (cf. Christus Dominus CD 44). Tras un largo trabajo, el fruto de esta revisión ha sido el nuevo Código de derecho canónico, promulgado en 1983, y el Código de cánones de las Iglesias orientales, promulgado en 1990. Hoy deseo reflexionar en algunos aspectos de vuestro ministerio relacionados con el lugar que ocupa el derecho en la Iglesia.

2. El objetivo inmediato de la revisión del Código era asegurar que incorporara la eclesiología del concilio Vaticano II. Y, dado que la enseñanza del Concilio pretendía suscitar nuevas energías para una nueva evangelización, es evidente que la revisión del Código forma parte de la serie de gracias y dones que el Espíritu Santo ha derramado de modo tan abundante sobre la comunidad eclesial para que, fiel a Cristo, entre en el próximo milenio procurando testimoniar la verdad, salvar y no juzgar, servir y no ser servida (cf. Tertio millennio adveniente TMA 56).

Para comprender mejor la relación entre derecho y evangelización, debemos considerar las raíces bíblicas del derecho en la Iglesia. El Antiguo Testamento insiste en que la Torah es el mayor don de Dios a Israel, y todos los años el pueblo judío sigue celebrando la solemnidad denominada fiesta de la Torah. La Torah es un gran don porque abre al pueblo, en todo tiempo y lugar, el camino de un Éxodo siempre nuevo. Nosotros, como Israel, debemos hacer esta reflexión: hace mucho tiempo nuestros antepasados salieron de la esclavitud de Egipto, pero nosotros, ¿cómo podemos salir de la esclavitud que nos aflige, del Egipto de nuestro tiempo y lugar? La respuesta bíblica es: encontraréis la libertad, si obedecéis a esa ley divina. Por tanto, en el centro de la revelación bíblica está el misterio de una obediencia liberadora, que alcanza su máxima expresión en Cristo crucificado, que «obedeció hasta la muerte» (Ph 2,8). La suprema obediencia hizo posible la liberación definitiva de la Pascua.

Por eso, en la Iglesia el derecho tiene como fin defender y promover «la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21); ésta es la buena nueva que Cristo nos envía a transmitir al mundo. Considerar el derecho como algo espiritualmente liberador contrasta con cierta interpretación del derecho difundida en la cultura occidental, que tiende a verlo como un mal necesario, una especie de control exigido para garantizar los frágiles derechos humanos y contener las pasiones humanas rebeldes, pero que desaparecería en el mejor de todos los mundos posibles. Ésta no es la concepción bíblica; ni tampoco puede ser la de la Iglesia.

La autoridad en la Iglesia, al ser un ministerio sagrado al servicio de la proclamación de la palabra de Dios y la santificación de los fieles, sólo puede entenderse como un medio para el desarrollo de la vida cristiana de acuerdo con las exigencias radicales del Evangelio. El derecho eclesiástico configura la comunidad o el cuerpo social de la Iglesia, siempre con vistas al objetivo supremo que es la salvación de las almas (cf. Código de derecho canónico, cánones 747, 978 y 1752). Dado que este fin último se alcanza sobre todo mediante la novedad de la vida en el Espíritu, las disposiciones del derecho buscan salvaguardar y fomentar la vida cristiana, regulando el ejercicio de la fe, los sacramentos, la caridad y el gobierno eclesiástico.

3. El bien común que el derecho protege y promueve no es un orden meramente externo, sino el conjunto de las condiciones que hacen posible la realidad espiritual e interna de la comunión con Dios y de la comunión entre los miembros de la Iglesia. Por consiguiente, como normas fundamentales, las leyes eclesiásticas obligan en conciencia. En otras palabras, la obediencia a la ley no es una mera sumisión externa a la autoridad, sino un medio de crecimiento en la fe, en la caridad y en la santidad, bajo la guía y por la gracia del Espíritu Santo. En este sentido, el derecho canónico tiene características particulares, que lo distinguen del derecho civil y que impiden la aplicación de las estructuras legales de la sociedad civil a la Iglesia sin las necesarias adaptaciones. Es preciso apreciar estas características para superar algunas de las dificultades que han surgido recientemente con respecto a la comprensión, la interpretación y la aplicación del derecho canónico.

Entre esas características, figura la índole pastoral del derecho y del ejercicio de la justicia en la Iglesia. De hecho, la índole pastoral del derecho canónico es la clave para una correcta interpretación de la equidad canónica, la actitud de la mente y del espíritu que mitiga el rigor de la ley, para favorecer un bien mayor. En la Iglesia, la equidad es una expresión de la caridad en la verdad, orientada a una justicia más elevada que coincide con el bien sobrenatural de la persona y de la comunidad. La equidad, por tanto, debería caracterizar la actuación del pastor y del juez, que deben inspirarse continuamente en el modelo del buen Pastor, «que consuela al que ha sido herido, guía al que ha errado, reconoce los derechos de quien ha sido dañado, calumniado o injustamente humillado» (Pablo VI, Discurso a la Rota romana, 8 de febrero de 1973, III: L.Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de febrero de 1973, p. 11). Elementos como la dispensa, la tolerancia, las causas eximentes o atenuantes, y la epiqueya, no han de entenderse como una disminución de la fuerza de la ley, sino como un complemento, ya que garantizan realmente que se respete la finalidad fundamental del derecho. De igual modo, las censuras eclesiásticas no son punitivas sino medicinales, dado que aspiran a suscitar la conversión del pecador. Toda ley en la Iglesia tiene la verdad y la caridad como sus elementos constitutivos y sus principios inspiradores fundamentales.

4. El Código especifica los deberes de los obispos con respecto a la institución de tribunales y a su actividad. No basta asegurar que los tribunales diocesanos dispongan de personal y medios para funcionar correctamente. Vuestra responsabilidad como obispos, por la cual os animo a velar de forma especial, consiste en asegurar que los tribunales diocesanos desempeñen fielmente el ministerio de la verdad y la justicia. En mi ministerio he sentido siempre el peso de esta particular responsabilidad. Como Sucesor de Pedro, tengo motivos para sentir una profunda gratitud hacia mis colaboradores en los diversos tribunales de la Sede apostólica: especialmente hacia la Penitenciaría apostólica, el Tribunal supremo de la Signatura apostólica y el Tribunal de la Rota romana, que me ayudan en ese ámbito de mi ministerio relacionado con la correcta administración de la justicia. El derecho canónico concierne a todos los aspectos de la vida de la Iglesia y, por tanto, impone a los obispos muchas responsabilidades; pero no cabe duda de que estas responsabilidades se sienten con mayor intensidad y resultan más complejas en el ámbito del matrimonio. La indisolubilidad del matrimonio es una enseñanza que proviene de Cristo mismo, y los pastores y los agentes pastorales tienen como primer deber ayudar a las parejas a superar cualquier dificultad que pueda surgir. Remitir las causas matrimoniales al tribunal debería ser el último recurso. Hay que ser muy prudentes al explicar a los fieles lo que significa una declaración de nulidad, para evitar el peligro de que la consideren como un divorcio con nombre diferente. El tribunal ejerce un ministerio de verdad: su finalidad es «comprobar si existen factores que por ley natural, divina o eclesiástica, invalidan el matrimonio; y llegar a emanar una sentencia verdadera y justa sobre la pretendida inexistencia del vínculo conyugal» (Discurso a la Rota romana, 4 de febrero de 1980, n. 2: L.Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de febrero de 1980, p. 9). El proceso que lleva a una decisión judicial acerca de la presunta nulidad del matrimonio debería demostrar dos aspectos de la misión pastoral de la Iglesia. En primer lugar, tendría que manifestar claramente el deseo de ser fieles a la enseñanza del Señor sobre la naturaleza permanente del matrimonio sacramental. En segundo lugar, debería inspirarse en una auténtica solicitud pastoral para con los que recurren al ministerio del tribunal a fin de que aclarar su situación en la Iglesia.

5. La justicia exige que la actividad de los tribunales se lleve a cabo de manera esmerada y con estricta observancia de las disposiciones y procedimientos canónicos. Como moderadores de vuestros tribunales diocesanos, tenéis el deber de asegurar que los oficiales del tribunal sean idóneos (cf. Código de derecho canónico, cánones 1420, § 4; 1421, § 3; 1428, § 2; 1435) y posean un doctorado o, por lo menos, una licenciatura en derecho canónico. Cuando esto no sea posible, deberán contar con la debida dispensa de la Signatura apostólica, después de haber recibido una formación especializada para su cargo. Por lo que respecta a los oficiales del tribunal, os exhorto particularmente a velar para que el defensor del vínculo sea diligente en la presentación y exposición de todo lo que pueda aducirse razonablemente contra la nulidad del matrimonio (cf. ib., c. 1432). Los obispos en cuyos tribunales se llevan causas de segunda instancia deberían asegurar que las traten con seriedad y no confirmen casi automáticamente el juicio del tribunal de primera instancia.

Ambas partes de una causa matrimonial tienen derechos que han de respetarse escrupulosamente. Son, entre otros, el derecho a ser escuchados para la formulación de la duda; el derecho a conocer sobre qué bases se instruirá el proceso; el derecho a designar testigos; el derecho a examinar las actas; el derecho a conocer y refutar los argumentos de la otra parte y del defensor del vínculo; y el derecho a recibir una copia de la sentencia final. Hay que informar a las partes sobre el modo como pueden impugnar la sentencia definitiva, incluyendo el derecho a apelar en segunda instancia al Tribunal de la Rota romana. Por lo que concierne a los procesos instruidos sobre la base de incapacidad psíquica, es decir, sobre la base de una grave anomalía psíquica que incapacita a las personas para contraer matrimonio válido (cf. ib., c. 1095), el tribunal debe recurrir a la ayuda de un psicólogo o de un psiquiatra que comparta la antropología cristiana, de acuerdo con la concepción que tiene la Iglesia de la persona humana (cf. Discurso a la Rota romana, 5 de febrero de 1987).

Un proceso canónico nunca debe ser considerado como una mera formalidad que hay que cumplir o como una serie de reglas que hay que manejar. El juez no ha de pronunciar una sentencia de nulidad del matrimonio si antes no ha conseguido la certeza moral de la existencia de dicha nulidad; la mera probabilidad no basta para dictar sentencia (cf. ib., n. 6; Código de derecho canónico, c. 1608). La certeza moral, que no es sólo probabilidad o convicción subjetiva, «se caracteriza, desde el punto de vista positivo, por la exclusión de toda duda bien fundada o razonable; desde el punto de vista negativo, admite la posibilidad absoluta de lo contrario, y en esto difiere de la certeza absoluta» (Pío XII, Discurso a la Rota romana, 1 de octubre de 1942, n. 1). La certeza moral procede de una serie de indicaciones y demostraciones que, tomadas separadamente, podrían no ser decisivas, pero que, si se consideran en su conjunto, pueden excluir toda duda razonable. Si el juez no puede alcanzar la certeza moral en el proceso canónico, debe sentenciar en favor de la validez del vínculo matrimonial (cf. Código de derecho canónico, c. 1608, § 3 y § 4): el matrimonio goza del favor de la ley.

Fidelidad a la ley 6. Queridos hermanos en el episcopado, estas breves consideraciones tienen como finalidad animaros a velar por la aplicación fiel de la legislación canónica: esto es esencial, si la Iglesia quiere cumplir con fidelidad su misión salvífica (cf. constitución apostólica Sacrae disciplinae leges). Vuestro ministerio episcopal debería tener como preocupación central promover una mayor estima de la importancia del derecho canónico en la vida de la Iglesia y la aplicación de medidas para garantizar una administración más eficaz y esmerada de la justicia. La fidelidad a la ley eclesiástica tendría que ser una parte vital de la renovación de vuestras Iglesias particulares. Es una condición para suscitar nuevas energías con vistas a la evangelización, en el umbral del tercer milenio cristiano. Encomiendo vuestros esfuerzos pastorales, orientados a esa finalidad, a la intercesión materna de María, Espejo de justicia, y a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis, imparto de buen grado mi bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UNA PEREGRINACIÓN DE BIELORRUSIA

Sábado 17 de octubre de 1998



1. Con gran alegría y emoción os saludo, queridos peregrinos de Bielorrusia. De modo particular, saludo al señor cardenal Kazimierz Swiatek, metropolitano de Minsk-Mohilev y administrador de Pinsk, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. La persona del cardenal me es muy querida y, por eso, me alegra poder darle la bienvenida en este encuentro. Saludo al obispo de Grodno y a su nuevo obispo auxiliar, así como a los representantes del clero, de las congregaciones religiosas y de los fieles de la Iglesia en Bielorrusia. Os agradezco vuestra presencia y las oraciones que ofrecéis por mi ministerio universal. Que Dios os lo pague. Y dado que los cardenales Szoka y Maida, de Estados Unidos, nos han querido honrar con su presencia en este encuentro, deseo darles las gracias en particular porque se han sentido implicados de alguna manera en esta primera peregrinación bielorrusa al Vaticano. La motivación del cardenal Szoka está vinculada a la historia de su familia.

2. La mayor parte de vosotros viene por primera vez a la ciudad eterna. Ciertamente, ésta es una peregrinación histórica. En efecto, venís de un país que ha reconquistado su independencia; en él la Iglesia puede realizar ahora libremente su misión. Esto sucedió gracias a los históricos acontecimientos que tuvieron lugar en la Europa centrooriental entre los años 1989 y 1990. ¡Cuántos de vosotros llevan aún en su corazón los dolorosos recuerdos y las heridas de las experiencias trágicas y de los abusos sufridos en las crueles deportaciones forzadas a tierras lejanas y desconocidas o en las deportaciones a los campos de concentración! ¡Cuántos de vuestros seres queridos no han vuelto nunca a sus hogares! ¡Cuántos sufren aún hoy a causa de la separación y de la muerte de personas a quienes amaban tanto! Deseo mencionar también las persecuciones que la Iglesia católica sufrió en aquel tiempo. ¿Quién puede contar todos los sufrimientos de los fieles laicos, de los sacerdotes, de los religiosos y las religiosas en Bielorrusia? Hablo hoy de esto porque llevo profundamente en el corazón todo lo que os visteis obligados a padecer durante los terribles años de la segunda guerra mundial y en el período de la posguerra. También quisiera rendir homenaje a los que en esas terribles condiciones conservaron su dignidad, dando a menudo un testimonio heroico de amor a Dios y a la Iglesia. En particular, me dirijo al señor cardenal, cuya vida, caracterizada por sufrimientos y humillaciones, refleja en cierto modo el destino de familias enteras o de algunas personas, y de toda la sociedad.

3. Habéis venido a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo para dar gracias a Dios, que os ha sostenido con su fuerza en el tiempo de la prueba y la opresión. Habéis agradecido a Dios el don de la fe y la valentía con que habéis defendido la tradición cristiana. Habéis venido también para buscar aquí el consuelo que puede sosteneros en el camino que aún os espera. No basta poseer la libertad; es necesario conquistarla y formarla continuamente. Puede usarse bien o mal, poniéndola al servicio de un bien auténtico o de uno aparente. Hoy en el mundo se ha difundido un concepto erróneo de libertad. No faltan quienes proclaman una falsa libertad. Es preciso que cada uno sea plenamente consciente de esto. Hay que pedir a Dios que haga fructificar el bien que se hizo en el pasado y que sigue haciéndose todavía hoy en vuestra tierra, para que no falten en los corazones la fortaleza, la magnanimidad y la esperanza.

4. Fijad vuestra mirada en Cristo, «enraizados y edificados en él, apoyados en la fe» (Col 2,7). Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6) para cada hombre, y para todas las sociedades y las naciones. Edificad sobre Cristo el futuro de vuestras familias y de vuestro Estado. Sólo él puede conceder al mundo la luz y las energías para responder a todos los desafíos que vuestra comunidad nacional debe afrontar. Que en el camino hacia el tercer milenio os acompañe la santísima Madre de Dios y os ayude a conservar vuestro grande y valioso patrimonio de fe.

Aprovecho esta ocasión para dirigir un cordial saludo a todos los ciudadanos de Bielorrusia. Deseo para vuestro país todo bien y un gran desarrollo espiritual y material. Que en vuestra tierra todos se sientan felices. Construid juntos vuestro presente y vuestro futuro.

Recibo de vosotros muchas cartas que me invitan a visitar Bielorrusia. El señor cardenal lo ha confirmado hoy en su discurso. Quizá la divina Providencia me permita aceptar un día vuestra amable invitación. Esperemos que así sea. Hay que rezar por esta intención con fervor.

Os bendigo de corazón a todos vosotros, aquí presentes, así como a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

Os bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

¡Alabado sea Jesucristo!

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

DURANTE LA VISITA OFICIAL AL PRESIDENTE

DE LA REPÚBLICA ITALIANA, OSCAR LUIGI SCALFARO


Martes 20 de octubre de 1998



Señor presidente:

1. Me encuentro de nuevo en este histórico palacio, residencia del primer mandatario de la República italiana, para una visita programada desde hace mucho tiempo y anunciada oficialmente hace un mes. Gracias por las amables palabras de bienvenida con que me ha acogido, haciéndose intérprete de los sentimientos del pueblo italiano. Gracias por la atención con que, reconociendo las respectivas competencias, se empeña en realizar la colaboración entre el Estado y la Iglesia, «para la promoción del hombre y el bien del país», prevista en los Acuerdos del 18 de febrero de 1984.

Esta visita es continuación de otros provechosos encuentros y testimonia que la colaboración entre la Iglesia y el Estado en Italia puede producir efectos benéficos en la vida concreta de los ciudadanos italianos y de las instituciones. No puedo menos de alegrarme por ello y elevar al Señor, en esta circunstancia tan significativa, una pública acción de gracias.

2. Estoy aquí, hoy, como Sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia universal. En efecto, desde Roma, desde «nuestra» Roma, cumplo esta misión apostólica. En virtud del mandato que me ha encomendado Cristo y que me constituye Obispo de Roma y Primado de Italia, yo, aunque vengo de un país lejano, me siento plenamente romano e italiano. Mi implicación en la historia de la ciudad y de Italia no representa sólo un hecho formal: con el paso de los años ha aumentado mi participación cordial en la vida de un pueblo, en el que me introdujo la Providencia ya desde los años de mi juventud, cuando, tras mi ordenación sacerdotal, mi obispo me envió a esta ciudad para perfeccionar los estudios académicos. Ya entonces pude tomar contacto con el carácter vivaz y la religiosidad sincera de los romanos. Recuerdo siempre la calle del Quirinal, porque viví en el número 26 de la misma, en el Colegio Belga. Cada día, por la mañana y por la tarde, la recorría, pasando cerca del palacio presidencial. Eran los años 1946-1948. Esa cercanía se profundizó después durante mis frecuentes viajes a Roma y se consolidó en el concilio Vaticano II. Al nombrarme cardenal, mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI me incluyó en el clero romano, asignándome el título de la iglesia de San Cesáreo en Palatio. Luego, la tarde del 16 de octubre de hace veinte años, el Señor me llamó a ser Sucesor de Pedro, uniendo para siempre, con un misterioso designio, mi vida a Italia. Y quiero recordar también otras circunstancias. Aquí, en Italia, sobre todo en Montecassino, combatieron muchos de mis compañeros de clase. Varios de ellos perdieron la vida y se hallan sepultados cerca de Ancona y en otros lugares. También ellos, en cierto sentido, me prepararon el camino.

Durante estos veinte años de pontificado, he participado cada vez más en las alegrías y en los sufrimientos, en los problemas y en las esperanzas de la nación italiana, entablando profundas relaciones con los fieles de todas sus regiones durante mis visitas pastorales y mis frecuentes encuentros, y recibiendo por doquier muestras de estima y afecto.

3. Roma y la Sede de Pedro. Desde hace dos mil años, estas dos realidades, sucediéndose las personas y las instituciones, se encuentran y se relacionan. Las formas de esta relación, en el decurso de los siglos, han afrontado diversas vicisitudes, en las que se mezclan momentos de luz y de sombra. Sin embargo, a nadie escapa que ambas se pertenecen y que no se puede comprender la historia de una sin hacer referencia a la misión de la otra.

Esta relación particular a lo largo de los siglos muestra los beneficios que ambas instituciones reciben de esta cercanía providencial. A la presencia de Pedro y de sus Sucesores, Roma y los habitantes de Italia deben la mayor riqueza de su patrimonio espiritual y de su identidad cultural: la fe cristiana.

No podemos menos de pensar aquí en los sorprendentes escenarios de arte, derecho, literatura, estructuras urbanísticas y obras caritativas, así como en el rico patrimonio de tradiciones y costumbres populares, que constituyen una expresión elocuente de la arraigada y feliz presencia del cristianismo en la vida del pueblo italiano. Estas riquezas de humanidad y cultura han sido para la Iglesia valiosos instrumentos con vistas a la difusión del Evangelio en todo el mundo.

4. Ahora la activa concordia entre Italia y la Iglesia católica debe confirmarse, e incluso intensificarse, durante la preparación para el gran jubileo del año 2000. Con esa celebración, los cristianos quieren dar gracias al Señor por el acontecimiento decisivo de la encarnación del Hijo de Dios y preparase para cruzar, renovados espiritualmente, el umbral del tercer milenio. El jubileo es un acontecimiento sobre todo espiritual, una ocasión de reconciliación y conversión, propuesta a los seguidores de Cristo y a todos los hombres de buena voluntad, para que puedan transformarse en el alma y la levadura de un nuevo milenio, caracterizado por una verdadera justicia y una paz auténtica. Nuestro siglo ha conocido las tragedias causadas por ideologías que, combatiendo toda forma de religión, se engañaron creyendo que iban a construir una sociedad sin Dios o, incluso, contra Dios.

Ojalá que el próximo jubileo ofrezca a todos la oportunidad de reflexionar sobre la urgente responsabilidad de construir un mundo que sea la «casa del hombre», de todo hombre, en el pleno respeto a la vida humana, desde su nacimiento hasta su ocaso natural. A este respecto, los cristianos tienen la misión de proclamar y testimoniar que Cristo es el centro y el corazón de la nueva humanidad, orientada a la realización de la «civilización del amor».

También para el pueblo italiano el jubileo constituirá una valiosa ocasión para redescubrir su auténtica identidad y comprometerse, a la luz de los grandes valores cristianos de su tradición, a construir una nueva era de progreso y convivencia fraterna.

5. El esfuerzo y la cooperación de todos permitirán que el próximo Año santo sea un nuevo capítulo de la extraordinaria historia de fidelidad al Evangelio y disponibilidad a la acogida que distinguen a Italia. El pensamiento va espontáneamente al florecimiento de santos y santas que ha vivido el pueblo italiano. También es preciso recordar la innumerable multitud de sacerdotes, religiosos y religiosas, que se han convertido en maestros e inspiradores de bien en toda Italia y en muchas partes del mundo. Y ¿qué decir de tantos padres y madres que, con su entrega discreta, amorosa y fiel, han transmitido a sus hijos modelos de vida singularmente ricos en sabiduría humana y cristiana?

Precisamente observando estos resultados y la labor formadora de la familia, de la que dependen, siento el deber de dirigir un apremiante llamamiento para que la sociedad italiana defienda y sostenga con todos los medios a su alcance esa institución primordial, según el proyecto querido por el Creador. En la firme fidelidad de los esposos y en su apertura generosa a la vida están los recursos para el crecimiento moral y civil del país.

Familias sanas, país sano: es un engaño creer que se puede tener un país sano sin preocuparse de hacer todo lo posible para que haya familias sanas. Una familia sana sabe transmitir los valores en que se funda toda convivencia ordenada, comenzando por el valor fundamental de la vida, cuyo mayor o menor respeto es la medida del grado de civilización de un pueblo.

A esta luz, espero que se haga lo posible con vistas a la tutela pronta e iluminada de toda expresión de la vida humana, para vencer la plaga del aborto y evitar cualquier forma de legalización de la eutanasia. También espero que, en el amplio ámbito del servicio a la vida, los principios de libertad y pluralismo de la Constitución italiana se traduzcan en adecuadas medidas legislativas, incluso por lo que respecta al derecho de los padres a elegir el modelo educativo que consideran más adecuado para el crecimiento cultural de sus hijos. Todo esto no sólo implica la garantía de un derecho efectivo al estudio, sino también la posibilidad de elección del tipo preferido de escuela, sin discriminaciones ni penalizaciones, como, por otra parte, ya sucede en la mayor parte de los países europeos.

6. El amor y la solicitud por Italia me impulsan a recordar los graves problemas que aún afectan a la nación, el primero de los cuales es el desempleo. Deseo, asimismo, manifestar mi preocupación solidaria por los numerosos inmigrantes, por las víctimas de secuestros y violencias, y por los jóvenes que se interrogan con inquietud sobre su futuro. Al respecto, expreso mi gran aprecio a cuantos, en las instituciones y en las múltiples y beneméritas formas de voluntariado, trabajan para solucionar esos problemas.

Durante estos años, la Iglesia ha acompañado los acontecimientos italianos no sólo con la «gran oración por Italia», sino también con la propuesta de indicaciones y contribuciones ideales para que la nación recupere su alma profunda y aproveche su gran herencia de fe y cultura. Tengo muy presente el difícil momento que está viviendo Italia y aseguro mi constante recuerdo ante el Señor por este pueblo, al que tanto amo.

Señor presidente, en este momento solemne quiero expresar mi deseo de que la nación italiana, consciente de su tradición y fiel a los valores civiles y espirituales que la distinguen, halle en esas riquísimas potencialidades orientaciones y estímulo para alcanzar las metas de auténtica moralidad, prosperidad y justicia a las que aspira, y ofrezca al concierto de las naciones cualificadas contribuciones para la causa del desarrollo y de la paz.

Con estos sentimientos, al mismo tiempo que invoco la intercesión de los santos patronos, y especialmente de la Virgen María, amada con tanta ternura en todo este país, le deseo a usted y a todos los italianos la constante bendición del Señor.

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