Discursos 1998 - Sábado 24 de octubre de 1998

6. El diálogo de la Iglesia con la cultura contemporánea forma parte de vuestra «diaconía de la verdad» (Fides et ratio FR 2). Debéis hacer todo lo posible por elevar el nivel de la reflexión filosófica y teológica, no sólo en los seminarios y en las instituciones católicas (cf. ib., 62), sino también entre los intelectuales católicos y entre todos los que buscan una comprensión más profunda de la realidad. Al acercarse el nuevo milenio, la defensa de la persona humana por parte de la Iglesia exige un firme y abierto apoyo a la capacidad de la razón humana de conocer las verdades definitivas acerca de Dios, del hombre, de la libertad y del comportamiento ético. Sólo mediante la reflexión racional, abierta a los interrogantes fundamentales de la existencia y sin prejuicios que la limiten, la sociedad puede descubrir puntos de referencia seguros, que le permitan construir bases sólidas para la vida de las personas y las comunidades. La fe y la razón, colaborando, manifiestan la grandeza del ser humano: «Sólo la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización» (ib., 107). La larga tradición intelectual de la Iglesia ha nacido de la confianza en la bondad de la creación y en la capacidad de la razón de comprender la verdades metafísicas y morales. La colaboración entre la fe y la razón, y la dedicación constante de los pensadores cristianos a la filosofía, son elementos esenciales de la renovación cultural e intelectual que debéis fomentar en vuestro país.

7. Al concluir esta serie de visitas ad limina de los obispos norteamericanos, deseo expresaros mi profunda estima por la comunión espiritual, la solidaridad y el apoyo que me habéis manifestado durante mis veinte años de pontificado. También yo me siento vuestro amigo y hermano mayor en la peregrinación de fe y fidelidad que estamos haciendo juntos por amor a Cristo y al servicio de su Iglesia. A los sacerdotes, religiosos y laicos de Estados Unidos les expreso una vez más mi estima cordial y mi gratitud, rogando al Espíritu Santo que conceda a vuestras Iglesias particulares una nueva efusión de vida y energía para la misión que aún queda por cumplir. Pido a Dios que se lleve a cabo una renovación continua y general de unidad y amor entre todos los católicos norteamericanos, de reconciliación y apoyo mutuo en la verdad de la fe. Le pido también que bendiga vuestros esfuerzos en el diálogo ecuménico con los demás cristianos y en la cooperación interreligiosa, sobre la base de los numerosos y fundamentales puntos de contacto que compartimos con todos los creyentes. Oro fervientemente para que haya un nuevo espíritu de bondad, armonía y paz en todo el pueblo norteamericano, a fin de que vuestra vida pública pueda renovarse de verdad y con honor, y vuestro país pueda realizar su destino histórico entre los pueblos del mundo.

Encomendándoos a vosotros y a vuestros hermanos en el episcopado a la solicitud amorosa de María Inmaculada, patrona celestial de Estados Unidos, os imparto mi bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A VARIOS GRUPOS DE PEREGRINOS

Lunes 26 de octubre de 1998

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Ayer celebramos la solemne beatificación de Ceferino Agostini, Antonio de Santa Ana Galvão, Faustino Míguez y Teodora Guerin: tres sacerdotes y una virgen, todos fundadores de comunidades de vida consagrada. Con gran alegría os acojo hoy a vosotros, que habéis venido de diversas partes del mundo para participar en este jubiloso acontecimiento.

Saludo cordialmente a los que han venido en peregrinación para la beatificación de don Ceferino Agostini, en especial al obispo de Verona y a los demás obispos presentes. Deseo alentar afectuosamente a la congregación de las ursulinas Hijas de María, que se alegran por la elevación al honor de los altares de su fundador.

En un ambiente lleno de dificultades materiales y espirituales, en la periferia de Verona, su ciudad natal, don Ceferino Agostini trabajó con todo esmero por favorecer la recuperación humana y cristiana de las generaciones jóvenes; puso en marcha iniciativas de carácter eclesial y social para ayudar a los pobres y a los más necesitados; y dirigió con gran dedicación la escuela de la doctrina cristiana.

Su celo estaba sostenido por una oración asidua, especialmente ante el santísimo Sacramento. El diálogo constante con Dios le proporcionaba la energía para su intenso apostolado. Ojalá que sus enseñanzas y su vida inspiren a cuantos hoy lo veneran como beato.

2. Con gran satisfacción saludo ahora a los numerosos peregrinos brasileños que han venido a Roma para participar en la solemne beatificación del primer beato nacido en tierra brasileña, fray Antonio de Santa Ana Galvão, también conocido como fray Galvão. Guaratinguetá, su ciudad natal, debe sentirse muy feliz porque un hijo suyo ha sido elevado al honor de los altares. En el hogar del beato fray Galvão, la familia se reunía todas las noches ante la imagen de santa Ana para orar; de allí brotó su solicitud por los más pobres, que acudían a su casa; años más tarde, atraería a millares de afligidos, enfermos y esclavos, en busca de consuelo y de luz, hasta el punto de que era conocido como «el hombre de la paz y la caridad».

Pidamos a Dios que, con el ejemplo del beato fray Galvão, la fiel observancia de su consagración religiosa y sacerdotal sirva de estímulo para un nuevo florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas, tan urgente en la Tierra de la Santa Cruz. Y que esta fe, acompañada por las obras de caridad que transformaron al beato fray Galvão en dulzura de Dios, aumente en los hijos de Dios la paz y la justicia que únicamente germinan en una sociedad fraterna y reconciliada.

3. Con gusto acojo hoy a los peregrinos que, acompañados por sus obispos, han venido hasta Roma desde Galicia, cuna del nuevo beato Faustino Míguez, y desde las demás tierras de España, América Latina y África, donde las Hijas de la Divina Pastora desarrollan el ideal educativo de su fundador.

El padre Faustino, sencillo y observador, descubrió pronto al Dios amigo que lo necesitaba para forjar el corazón de los jóvenes y mitigar el dolor de los enfermos. Hijo ejemplar de la Escuela Pía, todo su quehacer apostólico y educativo estuvo impulsado por la pedagogía del amor. La humildad fue su virtud predilecta. Rechazó en su larga vida todo tipo de distinciones, ya que sólo deseaba «vivir oculto para morir ignorado». Fuerte en la adversidad y firme en la obediencia, esperó contra toda esperanza, sabiendo que Dios saca bienes de los males.

Queridos hermanos y hermanas, el testimonio extraordinario de este consagrado es una invitación a todos, y de modo especial a las religiosas calasancias, a amar profundamente la labor educativa como irrenunciable servicio eclesial al Evangelio y como un bien para la sociedad.

4. Queridos hermanos y hermanas, doy mi cordial bienvenida a los numerosos peregrinos de lengua inglesa que han venido con ocasión de la beatificación de la madre Teodora Guerin. En particular, dirijo un saludo a los obispos presentes y a las Hermanas de la Providencia. La madre Teodora recuerda a los hombres y mujeres de hoy que busquen la serenidad y el consuelo en el corazón de Jesús y que obtengan fuerza en la oración. También la sociedad de hoy necesita la entrega, la sabiduría y el amor generoso que su vida y obra irradian. Os invito a honrarla imitándola. Que, por intercesión de la beata Teodora Guerin, avancéis siempre en presencia de Dios, busquéis su voluntad y soportéis con valentía todas las pruebas que él permita en vuestra vida.

Me alegra acoger a los peregrinos de lengua francesa que han venido para tomar parte en la ceremonia de beatificación de la madre Teodora Guerin. Ojalá que la Iglesia en Francia y en los países francófonos imite su confianza absoluta en la Providencia para seguir anunciando el Evangelio.

5. Os saludo cordialmente, queridos peregrinos que habéis venido a Roma con ocasión del décimo aniversario del motu proprio «Ecclesia Dei», para reafirmar y renovar vuestra fe en Cristo y vuestra fidelidad a la Iglesia. Queridos amigos, vuestra presencia ante «el Sucesor de Pedro, al que corresponde en primer lugar velar por la unidad de la Iglesia » (constitución dogmática Pastor aeternus del concilio Vaticano I) es muy significativa.

La Iglesia, para conservar el tesoro que Jesús le ha confiado, decididamente orientada hacia el futuro, tiene el deber de reflexionar continuamente en su vínculo con la Tradición que nos viene del Señor a través de los Apóstoles, tal como se ha formado en el decurso de la historia. De acuerdo con el espíritu de conversión de la carta apostólica Tertio millennio adveniente (cf. nn. 14, 32, 34 y 50), exhorto a todos los católicos a realizar gestos de unidad y a renovar su adhesión a la Iglesia, para que la legítima diversidad y las diferentes sensibilidades, dignas de respeto, no los separen unos de otros, sino que los impulsen a anunciar juntos el Evangelio; así, estimulados por el Espíritu, que hace que los diversos carismas contribuyan a la unidad, todos podrán glorificar al Señor y se proclamará la salvación a todas las naciones.

Ojalá que todos los miembros de la Iglesia sigan siendo herederos de la fe recibida de los Apóstoles, digna y fielmente celebrada en los santos misterios, con fervor y belleza, para recibir en mayor grado la gracia (cf. concilio ecuménico de Trento, sesión VII, 3 de marzo de 1547, Decreto sobre los sacramentos) y vivir una relación íntima y profunda con la santísima Trinidad. Confirmando el bien fundado de la reforma litúrgica solicitada por el concilio Vaticano II y realizada por el Papa Pablo VI, la Iglesia da así un signo de comprensión a las personas «vinculadas a algunas formas litúrgicas y disciplinares anteriores» (motu proprio «Ecclesia Dei», 5). En esta perspectiva se debe leer y aplicar el motu proprio «Ecclesia Dei»; ojalá que todo se viva según el espíritu del concilio Vaticano II, en plena armonía con la Tradición, buscando la unidad en la caridad y la fidelidad a la verdad.

«Gracias a la acción del mismo Espíritu Santo, por la que todo el rebaño de Cristo se mantiene y progresa en la unidad de la fe» (Lumen gentium LG 25), el Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los Apóstoles, enseñan el misterio cristiano; de modo muy peculiar, los obispos, reunidos en concilios ecuménicos, cum Petro et sub Petro, confirman y refuerzan la doctrina de la Iglesia, fiel heredera de la Tradición que existe ya desde hace más de veinte siglos como realidad viva que progresa, dando nuevo impulso a toda la comunidad eclesial. Los últimos concilios ecuménicos ?Trento, Vaticano I y Vaticano II?. se esforzaron de modo particular en esclarecer el misterio de la fe y emprendieron reformas necesarias para el bien de la Iglesia, buscando la continuidad con la Tradición apostólica, ya recogida por san Hipólito.

Por consiguiente, compete en primer lugar a los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, la misión de guiar con firmeza y caridad al rebaño, para que en todas partes la fe católica se conserve (cf. Pablo VI, exhortación apostólica Quinque iam anni; Código de derecho canónico, c. 386) y se celebre dignamente. En efecto, como dice san Ignacio de Antioquía, «donde hay un obispo, ahí está también la Iglesia» (Carta a los fieles de Esmirna, VIII, 2). Invito, asimismo, fraternalmente a los obispos a renovar su comprensión y su atención pastoral a los fieles que siguen el antiguo rito y, en el umbral del tercer milenio, a ayudar a todos los católicos a vivir la celebración de los santos misterios con una devoción que sea verdadero alimento para su vida espiritual, y fuente de paz.

Encomendándoos a la intercesión de la Virgen María, modelo perfecto de seguimiento de Cristo y Madre de la Iglesia, queridos hermanos y hermanas, os imparto la bendición apostólica, que extiendo a todos vuestros seres queridos.

Saludo cordialmente a todos los peregrinos de lengua alemana que han venido a Roma a visitar las tumbas de los príncipes de los Apóstoles con ocasión del décimo aniversario del motu proprio «Ecclesia Dei». Os imparto de corazón a vosotros y a todos vuestros seres queridos mi bendición apostólica.

Doy una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua inglesa que han venido para venerar las tumbas de los Apóstoles con ocasión del décimo aniversario del motu proprio «Ecclesia Dei». Invoco sobre vosotros y sobre vuestras familias las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.

6. Amadísimos hermanos y hermanas, al volver a vuestras tierras, llevad a vuestras familias y a vuestras parroquias el saludo del Papa, juntamente con la bendición apostólica, que imparto de coraz ón a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA

DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA


Lunes 26 de octubre de 1998



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra daros la bienvenida con ocasión de la asamblea plenaria de la Congregación para la educación católica, que ha comenzado hoy y en la que participaréis durante los próximos días para perfeccionar algunas líneas generales, a fin de orientar mejor la labor educativa de la Iglesia. Este encuentro me permite expresaros mi gratitud a todos vosotros, que colaboráis conmigo en un sector tan importante para la vida de la Iglesia, como es el de la educación.

Agradezco al cardenal Pio Laghi las palabras que me ha dirigido y la felicitación que tuvo la bondad de expresarme con motivo del vigésimo aniversario de mi elección a la Cátedra de Pedro. Saludo al nuevo secretario, monseñor Giuseppe Pittau, y manifiesto mi sincero aprecio a los oficiales de la Congregación por su trabajo, que a veces puede ser árido y oculto, pero que es valioso para los seminarios, las facultades eclesiásticas, las universidades, las escuelas católicas y los centros vocacionales.

2. Todos estamos convencidos de la prioridad del compromiso educativo de la Iglesia en todos los niveles. Asimismo, somos conscientes de las dificultades de este compromiso, que debe confrontarse con el desarrollo tecnológico y los cambios culturales que se están produciendo actualmente. La aplicación de las nuevas tecnologías informáticas en los diversos ámbitos de la vida y de la convivencia civil ya ha originado y originará cambios más notables aún en los procesos de aprendizaje, de interrelación y de maduración de la personalidad. Hay efectos positivos, como la facilitación de la comunicación, el enriquecimiento del intercambio y de la información, y la superación de las fronteras; pero también hay consecuencias negativas, como la superficialidad, la falta de creatividad y la fragmentación.

Frente a esto, la Iglesia está llamada a ejercer su dimensión profética, proponiendo un modelo de hombre unificado y completo. Escribe san Pablo en la segunda carta a Timoteo: «Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y preparado para toda obra buena» (2Tm 3,16-17). El desafío consiste en formar personas completas, que desarrollen armoniosamente todas sus facultades y dimensiones; personas capaces de elevarse con las dos alas de la fe y la razón hacia la contemplación de la verdad.

Proponer esta visión del hombre y poner en práctica las respectivas opciones pedagógicas no es fácil ni se da por descontado. Como también nos recuerda san Pablo: «Los hombres (...), arrastrados por sus propias pasiones, se rodearán de muchos maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2Tm 4,3-4). Pero nosotros, como Timoteo, estamos llamados a velar con esmero para que se anuncie íntegramente el Evangelio y pueda llevar a los hombres hacia la salvación.

3. Me complace considerar a la luz de estos textos paulinos todo el trabajo de vuestro dicasterio y el programa de estos días de asamblea plenaria. El gran compromiso de la Oficina de seminarios consiste en promover la formación integral de los candidatos al sacerdocio, atenta a la dimensión humana, espiritual, intelectual y pastoral.

A este propósito, un aspecto particularmente importante es la relación entre la formación humana y la formación espiritual. Debéis precisar los criterios para el uso de las ciencias humanas en la admisión y en la formación de los candidatos al sacerdocio. Creo que es útil recurrir a la aportación de estas ciencias para discernir y favorecer la madurez en el ámbito de las virtudes humanas, de la capacidad de relacionarse con los demás, del crecimiento afectivo-sexual, y de la educación para la libertad y la conciencia moral. Sin embargo, esto debe quedar circunscrito a la propia competencia específica, sin ahogar el don divino y el aliento espiritual de la vocación y sin perjudicar el espacio del discernimiento y del acompañamiento vocacional, que por su naturaleza corresponden a los educadores del seminario.

Otro aspecto importante de la formación integral se refiere a la plena sintonía que debe haber entre la propuesta educativa en sentido estricto y la teológica, que influye profundamente en la mentalidad y en la sensibilidad de los alumnos y que, por tanto, ha de coordinarse con el proyecto educativo global. Por consiguiente, recomiendo que se revise, en la medida de lo posible, la enseñanza teológica en función de la formación sacerdotal, y se desarrolle en ese sentido la ratio studiorum de los seminarios. En esta tarea tienen mucho que enseñarnos los Padres de la Iglesia y los grandes teólogos santos, «non solum discentes sed et patientes divina» (Dionisio pseudoareopagita, De divinis nominibus, II, 9: ), personas que conocieron el misterio por la vía del amor, «per quandam connaturalitatem», como diría santo Tomás de Aquino (Summa Theol. II-II, II-II 9,0 II-II 45,0, II-II, 9.45, a.2), y que vivieron intensamente su vínculo con las Iglesias en las que desempeñaban su ministerio.

4. La perspectiva del hombre unificado y completo sirve muy bien para integrar el esfuerzo que realiza la Oficina de universidades de esa Congregación con vistas a una cualificación cada vez mayor de las facultades y universidades eclesiásticas, y a una creciente conciencia de su identidad y su misión por parte de las universidades católicas. A este propósito, quisiera recordar que, a la vez que se aproxima el año 2000, se acerca el decenio de la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, con la que quise dar un signo de mi particular solicitud por las universidades católicas. Indudablemente, éstas tienen la tarea específica de testimoniar la sensibilidad de la Iglesia por la promoción de un saber global, abierto a todas las dimensiones de lo humano. Pero, con el paso de los años, resulta cada vez más evidente que esta función específica de la universidad católica no puede realizarse a fondo sin una adecuada expresión de su índole eclesial, de su vínculo con la Iglesia, tanto particular como universal.

Un papel determinante en esta tarea corresponde a los obispos, llamados a asumir personalmente la responsabilidad de la identidad católica que debe caracterizar a estos centros. Esto significa que, sin descuidar los requisitos académicos exigidos a toda universidad para ser acogida en la comunidad internacional de la investigación y del saber, los obispos deben acompañar y guiar a los responsables de las diferentes universidades católicas en el cumplimiento de su misión en cuanto católicas y, particularmente, en la evangelización. Sólo así podrán realizar su vocación específica: lograr que los alumnos adquieran, además de una capacitación técnica o una elevada cualificación profesional, una plenitud humana y una disponibilidad al testimonio evangélico en la sociedad.

5. También la Oficina de escuelas de vuestro dicasterio está trabajando en esta línea de la formación integral del hombre. Resulta evidente a todos la crisis que está atravesando el mundo escolar durante estos años. En él se refleja el camino de la humanidad, con sus dificultades y sus límites, pero también con sus esperanzas y sus potencialidades. Basta considerar la atención reservada a la escuela por los organismos internacionales, por la actividad de los gobiernos y por la opinión pública.

En el contexto histórico que estamos viviendo, marcado por profundas transformaciones, la Iglesia está llamada, desde su propia perspectiva, a poner a disposición el amplio patrimonio de su tradición educativa, tratando de responder a las exigencias siempre nuevas de la evolución cultural de la humanidad. Aliento, pues, a las Iglesias particulares y a los institutos religiosos responsables de instituciones educativas a proseguir invirtiendo en personal y medios, en favor de una obra tan urgente y esencial para el futuro del mundo y de la Iglesia, como ha reafirmado muy bien la reciente carta circular «La escuela católica en el umbral del tercer milenio».

6. El principio dinámico del hombre unificado y completo en todas sus dimensiones puede constituir el marco de referencia de la actividad realizada por la Obra pontificia de vocaciones. Esto se puede comprender fácilmente, si se considera que sólo en el misterio de la vocación pueden confluir vitalmente los diversos componentes de la existencia humana.

Desde este punto de vista, la realidad actual presenta motivos de preocupación. Muchos jóvenes, sin darse cuenta de que han sido llamados, se extravían en un océano de informaciones, de multitud de estímulos y de datos, experimentando una especie de nomadismo permanente y sin referencias concretas.

Esa situación, a menudo fuente de miedo al futuro y a cualquier compromiso definitivo, debe inducir a la Obra pontificia a proseguir con decisión por el camino emprendido, sosteniendo, con oportunas iniciativas, a los que en los diferentes niveles se dedican a este delicado aspecto de la pastoral eclesial.

Encomiendo estas temáticas, objeto de estudio durante vuestra asamblea plenaria, a la santísima Virgen, Madre de la Iglesia y Sede de la Sabiduría. A ella le confío vuestro trabajo diario, amadísimos miembros y oficiales de la Congregación para la educación católica. Que la Virgen os guíe y acompañe en el servicio al Evangelio y a la Sede apostólica. Tened la seguridad de que también yo os sigo de cerca y os acompaño con la oración, y me complace impartiros ahora a vosotros y a todos los seminarios e institutos de estudio una bendición apostólica especial.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA ASAMBLEA PLENARIA

DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS


Martes 27 de octubre de 1998

Señor presidente;
señoras y señores académicos:

1. Me alegra acogeros esta mañana y daros mi cordial saludo con ocasión de la asamblea plenaria de la Academia pontificia de ciencias sobre los cambios relativos al concepto de naturaleza. Agradezco a su excelencia el señor Nicola Cabibbo las amables palabras que acaba de dirigirme. Saludo cordialmente a monseñor Giuseppe Pittau, ex canciller de vuestra Academia, y doy las gracias a monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, por haber aceptado sucederle.

Las reflexiones que realizáis son particularmente oportunas. En la antigüedad, Aristóteles acuñó algunas expresiones, que fueron recogidas y profundizadas en la Edad Media y de las que santo Tomás se sirvió para elaborar su doctrina teológica. Es de desear que los científicos y los filósofos sigan dando su contribución a la investigación teológica y a las diferentes formas del conocimiento humano, para comprender cada vez más profundamente el misterio de Dios, del hombre y de la creación. La interacción de las disciplinas, en un diálogo fraterno (cf. Fides et ratio FR 33), puede ser muy fecunda, ya que ensancha nuestra visión de lo que somos y de lo que llegamos a ser.

2. A lo largo de los siglos, el concepto de naturaleza ha sido objeto de numerosas disputas, especialmente en el ámbito de la teología y la filosofía. La concepción elaborada por Ulpiano reducía la naturaleza al aspecto biológico e instintivo del hombre (cf. Inst., I, 2). En algunas teorías actuales, se vuelve a encontrar esa tentación de reducir el ser humano a la realidad puramente material y física, convirtiendo al hombre en un ser que se comporta únicamente como las demás especies vivas. El ensanchamiento del campo científico ha llevado a multiplicar las acepciones de ese término. En algunas ciencias, hace referencia a la idea de ley o modelo; en otras, está relacionado con la noción de regularidad y universalidad; en otras, evoca la creación, considerada de manera general o según ciertos aspectos del ser vivo; y en otras, por último, describe a la persona humana en su unidad singular, en sus aspiraciones humanas. También está vinculado con el concepto de cultura, para expresar la idea de la formación progresiva de la personalidad del hombre, en la que confluyen unos elementos que ha recibido .su naturaleza. y otros que ha adquirido en contacto con la sociedad .la dimensión cultural, a través de la cual el hombre se realiza (cf. Aristóteles, Política, I, 2, 11-12).. Los recientes descubrimientos científicos y técnicos con respecto a la creación y al hombre, tanto en lo infinitamente pequeño como en lo infinitamente grande, han modificado de manera notable el significado del concepto de naturaleza, aplicado al orden creado, visible e inteligible.

3. Ante estas diferencias conceptuales en el campo de la investigación científica y técnica, conviene interrogarse sobre las acepciones de este concepto, pues no hay que descuidar sus repercusiones sobre el hombre y sobre la visión que los científicos se forman de él. El peligro principal estriba en reducir la persona a una cosa o considerarla como los demás elementos naturales, relativizando así al hombre, al que Dios ha colocado en el centro de la creación. En la medida en que el interés se concentra ante todo en los elementos, se puede sentir la tentación de no captar ya la naturaleza de un ser vivo o de la creación, considerados globalmente, y de reducirlos a conjuntos de elementos que tienen múltiples interacciones. En consecuencia, ya no se percibe al hombre en su unidad espiritual y corporal, en su alma, principio espiritual en el hombre, que es como la forma de su cuerpo (cf. Concilio de Viena, constitución Fidei catholicae , DS DS 902).

4. En la filosofía y en la teología católica, así como en el Magisterio, el concepto de naturaleza reviste una importancia que conviene poner de relieve. Evoca, ante todo, la realidad de Dios en su esencia misma, expresando así la unidad divina de «la santa e inefable Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, [que] es naturalmente un solo Dios de una sola sustancia, de una naturaleza, también de una sola majestad y virtud » (XI Concilio de Toledo, DS 525). El mismo término se refiere también a la creación, al mundo visible que debe su existencia a Dios y que se enraíza en el acto creador por el cual «el mundo comenzó cuando fue sacado de la nada » (Catecismo de la Iglesia católica CEC 338). Según el designio divino, la creación tiene como finalidad la glorificación de su autor (cf. Lumen gentium LG 36). Percibimos, pues, que este concepto expresa igualmente el sentido de la historia, que viene de Dios y que va hacia su término, el regreso de todas las cosas creadas a Dios; por consiguiente, la historia no puede entenderse como una historia cíclica, dado que el Creador es también el Dios de la historia de la salvación. «El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Fides et ratio FR 34).

Por medio de su razón y de diversas operaciones intelectivas, que constituyen propiamente la naturaleza del hombre considerado como tal (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theol., I-II, q.71, a.2), el hombre es «capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador» (Fides et ratio FR 8), contemplando la obra de la creación, puesto que el Creador se hace reconocer a través de la grandeza de su obra. Su belleza y la interdependencia de las realidades creadas impulsan a los sabios al asombro y al respeto de los principios propios de la creación. «La naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación divina» (ib., 43). Sin embargo, este conocimiento racional no excluye otra forma de conocimiento, el de la fe, fundado en la verdad revelada y en el hecho de que el Señor se comunica a los hombres.

5. Cuando el concepto de naturaleza se aplica al hombre, culmen de la creación, cobra un sentido particular. El hombre, la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, tiene una dignidad que le viene de su naturaleza espiritual, en la que se encuentra la impronta del Creador, ya que ha sido creado a su imagen y semejanza (cf. Gn Gn 1,26), y ha sido dotado de las más elevadas facultades que posee una criatura: la razón y la voluntad. Éstas le permiten decidir libremente y entrar en comunicación con Dios, para responder a su llamada y realizarse según su propia naturaleza. En efecto, al ser de naturaleza espiritual, el hombre es capaz de acoger las realidades sobrenaturales y de llegar a la felicidad eterna, que Dios le ofrece gratuitamente. Esta comunicación es posible, puesto que Dios y el hombre son dos esencias de naturaleza espiritual. Esto es lo que afirmaba san Gregorio Nacianceno, cuando hablaba del Señor que había asumido nuestra naturaleza humana: «Cristo sana al semejante mediante el semejante» (Oratio, 28, 13). En la perspectiva de este Padre capadocio, el enfoque metafísico y ontológico nos permite comprender el misterio de la Encarnación y la Redención, por el cual Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, asumió la naturaleza humana (cf. Gaudium et spes GS 22). Hablar de naturaleza humana nos hace recordar también que existe una unidad y una solidaridad de todo el género humano, ya que hay que considerar al hombre «en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social» (Redemptor hominis RH 14).

Espíritu de servicio 6. Al término de nuestro encuentro, os animo a proseguir vuestro trabajo científico con espíritu de servicio al Creador, al hombre y al conjunto de la creación. Así, los seres humanos alabar án a Dios porque todo viene de él (cf. 1 Cro 29, 14), respetarán la dignidad de todo hombre y encontrarán la respuesta a las preguntas fundamentales sobre su origen y su fin último (cf. Fides et ratio FR 1). Cuidarán de la creación, «querida por Dios como un don dirigido al hombre, como una herencia que le es destinada y confiada» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 299), y que es buena por naturaleza (cf. Concilio de Florencia, bula Cantate Domino , DS DS 1333).

Deseándoos un trabajo fecundo, mediante un diálogo rico entre las diferentes disciplinas que representáis, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.

ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA ASOCIACIÓN «THE ACROSS TRUST»

Jueves 29 de octubre de 1998

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

«En el corazón de Cristo Jesús» (Ph 1,8), os doy la bienvenida al Vaticano, con ocasión del 25° aniversario de The Across Trust, y me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por los numerosos dones que durante estos años ha derramado sobre tanta gente.

La obra de grupos como The Across Trust da testimonio de la verdad según la cual los enfermos y los que sufren est án en el centro del Evangelio. Predicamos a Cristo crucificado (1Co 1,23), o sea, predicamos una fuerza que viene precisamente de la debilidad (cf. 2Co 12,10). Cuando los enfermos y los débiles se unen a Cristo, la fuerza de Dios entra en su vida y, a trav és de su debilidad, llega al mundo. Todos vosotros, los enfermos y quienes los atendéis, participáis de modo particular en el misterio de la cruz del Señor, «el evangelio del sufrimiento » (Salvifici doloris, VI).

En efecto, el sufrimiento puede mostrar la bondad de Dios: la herida puede convertirse en fuente de vida (cf. Jn Jn 19,34). La experiencia del sufrimiento desanima y deprime a muchos, pero en la vida de otros puede crear una humanidad más profunda: puede suscitar nueva fuerza y nueva comprensión. El camino para penetrar en este misterio es nuestra fe. Cuando la fe se transforma en contemplación orante, nos revela a todos el poder de la victoria pascual del Señor: «No habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas» (Ap 21,4).

Oro para que Cristo resucitado esté con todos vosotros y siembre en vuestro corazón la alegría que experimentan quienes saben que «nada podrá separarlos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,39). Que la Virgen María, Madre de los dolores y Madre de todas nuestras alegrías, os guarde con especial amor. Como prenda de fuerza divina y de paz, os imparto de buen grado mi bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN

DE LA FUNDACIÓN «JUAN PABLO II»


Jueves 29 de octubre de 1998



«Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9, 7). Con estas palabras de san Pablo quiero dar la bienvenida a todos los presentes. Saludo a los miembros del consejo de administración de la Fundación, encabezados por su presidente, el arzobispo Szczepan Wesoly, a quien agradezco sus palabras de introducción. Saludo cordialmente al señor cardenal Adam J. Maida, arzobispo de Detroit; al arzobispo Józef Kowalczyk, nuncio apostólico en Polonia; a monseñor Stanislaw Rylko, secretario del Consejo pontificio para los laicos; y a monseñor Stanislaw Dziwisz, prefecto adjunto de la Casa pontificia y vicepresidente del consejo. Saludo, en particular, a los amigos y bienhechores de la Fundación aquí presentes. Asimismo, saludo a los que no han podido venir y sostienen la Fundación con generosidad, tanto espiritual como materialmente.

He comenzado con esas palabras que el apóstol Pablo escribió para alentar a los fieles de la Iglesia de Corinto que organizaban la ayuda material para la comunidad de Jerusalén. El Apóstol escribe: «Cada cual dé según el dictamen de su corazón, no de mala gana ni forzado, pues: Dios ama al que da con alegría. Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia a fin de que teniendo, siempre y en todo, todo lo necesario, tengáis aún sobrante para toda obra buena. (...) Aquel que provee de simiente al sembrador y de pan para su alimento, proveerá y multiplicará vuestra sementera y aumentar á los frutos de vuestra justicia. Sois ricos en todo para toda largueza, la cual provocará por nuestro medio acciones de gracias a Dios» (2Co 9,7-11). Este «himno de acción de gracias a Dios» del Apóstol por la generosidad de los hombres de buena voluntad se eleva sin cesar en la Iglesia. Hoy lo hago también yo, presentando a Dios todo lo que en el decurso de diecisiete años ha llevado a cabo la Fundación gracias a la bondad y a la generosidad de amigos de todo el mundo.


Discursos 1998 - Sábado 24 de octubre de 1998