Discursos 1998

distinguidos señoras y señores:

1. Os acojo con gran alegría, con ocasión del congreso de estudio sobre la Inquisición, promovido y organizado por la Comisión histórico-teológica para la preparación del gran jubileo. A cada uno dirijo mi cordial saludo. Gracias por vuestra disponibilidad y por la contribución que habéis dado a la preparación del próximo acontecimiento jubilar, también afrontando este tema que, ciertamente, no es fácil, pero que tiene un indudable interés para nuestro tiempo.

Agradezco de manera especial al señor cardenal Roger Etchegaray las nobles palabras con que ha introducido este encuentro, presentando las finalidades del congreso. Expreso, al mismo tiempo, gran estima por el empeño que han puesto tanto los miembros de la Comisión en la preparación del congreso, como los relatores, que han animado las sesiones de estudio.

El tema que habéis abordado requiere, como es fácil intuir, atento discernimiento y notable conocimiento de la historia. La contribución indispensable de los expertos ayudará sin duda a los teólogos a dar una valoración más exacta de este fenómeno que, precisamente porque es complejo, exige un análisis sereno y escrupuloso.

2. Vuestro congreso sobre la Inquisición se celebra pocos días después de la publicación de la encíclica Fides et ratio, en la que he querido recordar a los hombres de nuestro tiempo, tentados por el escepticismo y el relativismo, la dignidad originaria de la razón y su capacidad innata de alcanzar la verdad. La Iglesia, que tiene la misión de anunciar la palabra de salvación recibida en la revelación divina, reconoce en la aspiración al conocimiento de la verdad una prerrogativa insuprimible de la persona humana, creada a imagen de Dios. Sabe que un vínculo de recíproca amistad une entre sí el conocimiento mediante la fe y el conocimiento natural, cada uno con su peculiar objeto y sus propios derechos (cf. Fides et ratio FR 57).

Al comienzo de la encíclica, he querido referirme a la inscripción del templo de Delfos, que inspiró a Sócrates: conócete a ti mismo. Se trata de una verdad fundamental: conocerse a sí mismo es típico del hombre. En efecto, el hombre se distingue de los demás seres creados sobre la tierra por su capacidad de plantearse la cuestión del sentido de su propia existencia. Gracias a lo que conoce del mundo y de sí mismo, el hombre puede responder a otro imperativo que nos ha transmitido también el pensamiento griego: llega a ser lo que eres.

Por tanto, el conocimiento tiene una importancia vital en el camino que el hombre recorre hacia la realización plena de su humanidad: esto es verdad de modo singular por lo que atañe al conocimiento histórico. En efecto, las personas, como también las sociedades, llegan a ser plenamente conscientes de sí mismas cuando saben integrar su pasado.

3. En la encíclica Fides et ratio expresé, asimismo, mi preocupación frente al fenómeno de la fragmentación del saber, que contribuye a que los conocimientos pierdan su sentido y se desvíen de su verdadera finalidad. Se trata de un fenómeno debido a múltiples causas. El mismo progreso del conocimiento nos ha llevado a una especialización cada vez mayor, entre cuyas consecuencias figura la ausencia de comunicación entre las diversas disciplinas. Por eso, he invitado a los filósofos y a los hombres y mujeres de cultura a reencontrar la «dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida» (ib., 81), porque la unificación del saber y del obrar es una exigencia inscrita en nuestro espíritu.

Desde esta perspectiva, es indispensable subrayar la función de la reflexión epistemológica con vistas a la integración de los diferentes conocimientos en una unidad armónica y respetuosa de la identidad y de la autonomía de cada disciplina. Por otra parte, esto constituye una de las conquistas más valiosas del pensamiento contemporáneo (cf. ib., 21). Sólo si se atiene rigurosamente a su campo de investigación y a la metodología que lo dirige, el científico es, en lo que le compete, un servidor de la verdad.

En efecto, la imposibilidad de acceder a la totalidad de la verdad partiendo de una disciplina particular es una convicción hoy ampliamente compartida. Por consiguiente, es necesaria la colaboración entre representantes de las diversas ciencias. Además, en cuanto se afronta un asunto complejo, los investigadores sienten la necesidad de aclaraciones recíprocas, respetando obviamente las competencias de cada uno. Por este motivo, la Comisión histórico-teológica para la preparación del gran jubileo con razón ha considerado que no podía reflexionar de modo adecuado sobre el fenómeno de la Inquisición sin escuchar antes a expertos en las ciencias históricas, cuya competencia fuera reconocida universalmente.

4. Amables señoras y señores, el problema de la Inquisición pertenece a un período difícil de la historia de la Iglesia, al que ya he invitado a los cristianos a volver con corazón sincero. En la carta apostólica Tertio millennio adveniente escribí textualmente: «Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aceptación, manifestada especialmente en algunos siglos, de métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad» (n. 35).

La cuestión, que guarda relación con el ámbito cultural y las concepciones políticas del tiempo es, en su raíz, exquisitamente teológica y supone una mirada de fe a la esencia de la Iglesia y a las exigencias evangélicas, que regulan su vida. Ciertamente, el Magisterio de la Iglesia no puede proponerse realizar un acto de naturaleza ética, como es la petición de perdón, sin antes informarse exactamente sobre la situación de ese tiempo. Pero tampoco puede apoyarse en las imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, ya que a menudo tienen una sobrecarga de emotividad pasional que impide un diagnóstico sereno y objetivo. Si no tuviera en cuenta esto, el Magisterio faltaría a su deber fundamental de respetar la verdad. Por eso, el primer paso consiste en interrogar a los historiadores, a los que no se les pide un juicio de naturaleza ética, que sobrepasaría el ámbito de sus competencias, sino que contribuyan a la reconstrucción lo más precisa posible de los acontecimientos, de las costumbres y de la mentalidad de entonces, a la luz del marco histórico de la época.

Sólo cuando la ciencia histórica haya podido reconstruir la verdad de los hechos, los teólogos y el mismo Magisterio de la Iglesia estarán en condiciones de dar un juicio objetivamente fundado.

En este marco, deseo agradeceros sinceramente el servicio que habéis prestado con plena libertad y os manifiesto una vez más toda la estima de la Iglesia por vuestro trabajo. Estoy convencido de que contribuye de modo eminente a la verdad y, así, también aporta una contribución indirecta a la nueva evangelización.

5. Para concluir, quisiera haceros partícipes de una reflexión, que me interesa particularmente. La petición de perdón, de la que tanto se habla en este período, atañe en primer lugar a la vida de la Iglesia, a su misión de anunciar la salvación, a su testimonio de Cristo, a su compromiso en favor de la unidad, en una palabra, a la coherencia que debe caracterizar a la existencia cristiana. Pero la luz y la fuerza del Evangelio, del que vive la Iglesia, pueden iluminar y sostener, de modo sobreabundante, las opciones y las acciones de la sociedad civil, en el pleno respeto a su autonomía. Por este motivo, la Iglesia no deja de trabajar, con los medios que le son propios, en favor de la paz y de la promoción de los derechos del hombre. En el umbral del tercer milenio, es legítimo esperar que los responsables políticos y los pueblos, sobre todo los que se hallan implicados en conflictos dramáticos, alimentados por el odio y el recuerdo de heridas a menudo antiguas, se dejen guiar por el espíritu de perdón y reconciliación testimoniado por la Iglesia, y se esfuercen por resolver sus contrastes mediante un diálogo leal y abierto.

Confío este deseo mío a vuestra consideración y a vuestra oración. Y, al tiempo que invoco sobre cada uno la constante protección divina, os aseguro mi recuerdo en la oración y de buen grado os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos una especial bendición apostólica.

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA XIII CONFERENCIA INTERNACIONAL

SOBRE «LA IGLESIA Y LA PERSONA ANCIANA»


Sábado 31 de octubre de 1998



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y amables señoras:

1. De buen grado os doy mi bienvenida a todos vosotros, que participáis en la Conferencia internacional que el Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios ha organizado sobre un tema que constituye uno de los aspectos tradicionales de la solicitud pastoral de la Iglesia. Expreso mi estima a cuantos de entre vosotros dedican su trabajo a las complejas problemáticas que afectan a los miembros ancianos de la sociedad, un sector cada vez más numeroso en todas las sociedades del mundo.

Agradezco a monseñor Javier Lozano Barragán las nobles palabras con que ha interpretado vuestros sentimientos comunes. Vuestra Conferencia ha querido afrontar el problema con el respeto al anciano que resplandece en la sagrada Escritura cuando nos presenta a Abraham y Sara (cf. Gn Gn 17,15-22), describe la acogida que Simeón y Ana brindaron a Jesús (cf. Lc Lc 2,23-28), llama a los sacerdotes con el nombre de ancianos (cf. Hch Ac 14,23 1Tm 4,14 1Tm 5, 17, 1Tm 19 Tt 1,5 1P 5,1), sintetiza el homenaje de toda la creación en la adoración de veinticuatro ancianos (cf. Ap Ap 4,4) y, por último, designa a Dios mismo como «el Anciano» (cf. Dn Da 7,9-22).

2. Vuestro itinerario de estudio subraya la grandeza y belleza de la vida humana, cuyo valor se conserva en toda edad y condición. Así, se reafirma con autoridad el evangelio de la vida que la Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, acoge con asombro siempre renovado y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos (cf. Evangelium vitae EV 2).

La Conferencia no se ha dedicado sólo a los aspectos demográficos y médico- psicológicos de la persona anciana; también ha tratado de profundizar el tema, fijando su atención en todo lo que la Revelación presenta al respecto, confrontándolo con la realidad que vivimos. Igualmente, se ha puesto de relieve, de manera histórico-dinámica, la obra de la Iglesia a lo largo de los siglos, con propuestas útiles y necesarias de actualización de todas las iniciativas asistenciales, en colaboración responsable con las autoridades civiles.

3. La ancianidad es la tercera etapa de la existencia: la vida que nace, la vida que crece y la vida que llega a su ocaso son tres momentos del misterio de la existencia, de la vida humana que «proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital » (Evangelium vitae EV 39).

El Antiguo Testamento promete a los hombres larga vida como premio por el cumplimiento de la ley de Dios: «El temor del Señor prolonga los días» (Pr 10,27). Era convicción común que la prolongación de la vida física hasta la «feliz ancianidad» (Gn 25,8), cuando el hombre podía morir «lleno de días» (Gn 25,8), debía considerarse una prueba de particular benevolencia por parte de Dios. Es preciso redescubrir también este valor en una sociedad que muchas veces da la impresión de que habla de la edad avanzada sólo como un problema.

Prestar atención a la complejidad de las problemáticas que caracterizan al mundo de las personas ancianas significa, para la Iglesia, escrutar un «signo de los tiempos» e interpretarlo a la luz del Evangelio. Así, de modo adecuado a cada generación, responde a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre su relación recíproca (cf. Gaudium et spes GS 4).

4. Nuestro tiempo se caracteriza por un aumento de la duración de la vida que, unido a la disminución de la fertilidad, ha llevado a un notable envejecimiento de la población mundial.

Por primera vez en la historia del hombre, la sociedad se encuentra frente a una profunda alteración de la estructura de la población, que la obliga a modificar sus estrategias asistenciales, con repercusiones en todos los niveles. Se trata de volver a proyectar la sociedad y discutir nuevamente su estructura económica, así como la visión del ciclo de la vida y de las interacciones entre las generaciones. Es un verdadero desafío planteado a la sociedad, la cual es justa en la medida en que responde a las necesidades asistenciales de todos sus miembros: su grado de civilización es proporcional a la protección de los miembros más débiles del entramado social.

5. En esta obra también han de ser llamados a participar los ancianos, considerados muchas veces sólo destinatarios de intervenciones asistenciales; las personas ancianas pueden alcanzar con los años una mayor madurez en inteligencia, equilibrio y sabiduría. Por eso el Sirácida aconseja: «Acude a la reunión de los ancianos; ¿hay un sabio?, únete a él» (Si 6,34); y también: «No desprecies lo que cuentan los ancianos, pues ellos también han aprendido de sus padres; de ellos aprenderás prudencia y a dar respuesta en el momento justo» (Si 8,9). De aquí se deduce que no hay que considerar a las personas ancianas sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También ellas pueden dar una valiosa contribución a la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias que han adquirido a lo largo de los años, pueden y deben ser transmisoras de sabiduría y testigos de esperanza y caridad (cf. Evangelium vitae EV 94).

La relación entre familia y ancianos ha de verse como una relación en la que se da y se recibe. También los ancianos dan: no se puede ignorar su experiencia, madurada a lo largo de los años. Aunque ésta, como puede suceder, no esté en sintonía con los tiempos que cambian, hay toda una serie de vivencias que pueden transformarse en fuente de numerosas sugerencias para los familiares, constituyendo la continuación del espíritu de grupo, de las tradiciones, de las opciones profesionales, de las fidelidades religiosas, etc. Conocemos todas las relaciones privilegiadas que existen entre los ancianos y los niños. Pero también los adultos, si saben crear en torno a los ancianos un clima de consideración y afecto, pueden obtener de ellos sabiduría y discernimiento para realizar opciones prudentes.

6. Desde esta perspectiva, la sociedad debe redescubrir la solidaridad entre las generaciones: debe redescubrir el sentido y el significado de la edad avanzada en una cultura dominada excesivamente por el mito de la productividad y la eficiencia física. Debemos permitir que los ancianos vivan con seguridad y dignidad, y es preciso ayudar a sus familias, también económicamente, para que sigan constituyendo el lugar natural de las relaciones entre generaciones.

Ulteriores observaciones han de hacerse también por lo que respecta a la asistencia socio-sanitaria y de rehabilitación, que muchas veces puede resultar necesaria. El progreso de la técnica al servicio de la salud alarga la vida, pero no necesariamente mejora su calidad. Es preciso elaborar estrategias asistenciales que consideren en primer lugar la dignidad de las personas ancianas y les ayuden, en la medida de lo posible, a conservar un sentido de autoestima, para que no les suceda que, sintiéndose un peso inútil, lleguen a desear y pedir la muerte (cf. ib., 94).

7. La Iglesia, llamada a realizar gestos proféticos en la sociedad, defiende la vida desde sus primeros albores hasta su fin natural con la muerte. Sobre todo para esta última fase, que a menudo se prolonga durante meses y años y crea problemas muy graves, apelo hoy a la sensibilidad de las familias para que acompañen a sus seres queridos hasta el término de su peregrinación terrena. ¡Cómo no recordar estas conmovedoras palabras de la Escritura: «Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no lo desprecies en la plenitud de tu vigor. Pues el servicio hecho al padre no quedará en olvido... El día de tu tribulación Dios se acordará de ti...»! (Si 3,12-15).

8. El respeto que debemos a los ancianos me obliga a elevar, una vez más, mi voz contra todas los métodos de acortar la vida, que se conocen con el nombre de eutanasia.

Frente a una mentalidad secularizada, que no tiene respeto por la vida, especialmente cuando es débil, debemos subrayar que es un don de Dios, en cuya defensa todos estamos comprometidos. Este deber corresponde, en particular, a los agentes sanitarios, cuya misión específica consiste en ser «ministros de la vida » en todas sus fases, especialmente en las que están marcadas por la debilidad y la enfermedad.

«La tentación de la eutanasia es uno de los síntomas más alarmantes de la .cultura de la muerte., que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar» (cf. Evangelium vitae EV 64).

La eutanasia es un atentado contra la vida, que ninguna autoridad humana puede legitimar, puesto que la vida del inocente es un bien del que no se puede disponer.

9. Dirigiéndome ahora a todas las personas ancianas del mundo, quisiera decirles: amadísimos hermanos y hermanas, no os desaniméis: la vida no termina aquí, en la tierra; por el contrario, aquí tiene sólo su inicio. Debemos ser testigos de la resurrección. La alegría debe ser la característica de las personas ancianas; una alegría serena, porque los tiempos corren y se aproxima la recompensa que el Señor Jesús ha preparado para sus siervos fieles. ¡Cómo no pensar en las conmovedoras palabras del apóstol Pablo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida»! (2Tm 4,7-8).

Con estos sentimientos, os imparto a vosotros, aquí presentes, a vuestros seres queridos y, sobre todo, a las personas ancianas, una afectuosa bendición.

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LAS TERCIARIAS CAPUCHINAS

Sábado 31 de octubre de 1998


A la superiora general y madres capitulares
de las Hermanas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia:

Es muy grato para mí recibiros al final del XIX capítulo general, en el que habéis reflexionado sobre la presencia y la acción del Espíritu Santo en la propia vida, para ser «mujeres del Espíritu», según el estilo franciscano de vuestro fundador, el venerable Luis Amigó y Ferrer, y ofrecer así al mundo de hoy nuevas expresiones de vivencia cristiana y de audacia en el servicio. En esta ocasión, dirijo mi más cordial saludo a cada una de vosotras y, por medio vuestro, a todas las hermanas de la Congregación que en las diversas casas de Europa, América, Asia y África hacen presente la dimensión esponsal de la Iglesia y su maternidad virginal, colaborando con su dedicación incondicional y su presencia discreta, pero fecunda, en la construcción de una humanidad mejor.

La Iglesia tiene en gran estima la aportación específica que, como consagradas, ofrecéis a las tareas de la nueva evangelización. Al abrazar la castidad, pobreza y obediencia evangélicas de Jesús, os convertís, en cierto modo, en una prolongación de su humanidad y dais testimonio profético de la primacía de Dios y de los bienes futuros en la sociedad actual, en la que parece haberse perdido el rastro de lo divino (cf. Vita consecrata VC 85).

Ante los nuevos retos que el tercer milenio presenta a la vida religiosa, vuestra entrega y misión deben guiarse por el discernimiento sobrenatural, que sabe distinguir entre lo que viene del Espíritu y lo que le es contrario (cf. Ga Ga 5,16-22). Sólo desde este dinamismo de fidelidad al Espíritu podréis actuar eficazmente en los respectivos campos del propio carisma fundacional, llevando en el corazón y en la oración las múltiples necesidades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Al animaros en vuestra encomiable labor educativa, ayudando a los niños y jóvenes con dificultades a crecer en humanidad bajo la guía del Espíritu, invoco sobre todo el instituto la protección de la Sagrada Familia de Nazaret, para que os sostenga siempre en la vida religiosa. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo complacido a todas las hermanas de la congregación, así como a quienes colaboran con vosotras en los diversos apostolados.
: Noviembre de 1998

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SEÑOR SERGIO IVÁN BÚCARO HURTARTE

NUEVO EMBAJADOR DE GUATEMALA


Jueves 5 de noviembre de 1998



Señor embajador:

1. Sumamente complacido, recibo las cartas credenciales que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Guatemala ante la Santa Sede. Mientras le doy mi cordial bienvenida en este solemne acto, quiero expresar una vez más el sincero afecto que siento por todos los hijos e hijas de esa noble nación, tan rica culturalmente y con la que la naturaleza ha sido tan pródiga.

Le agradezco profundamente el deferente saludo que ha tenido a bien transmitirme de parte del señor presidente de la República, lic. Álvaro Arzú Irigoyen, así como las amables expresiones para con esta Sede apostólica y mi persona, las cuales testimonian también los filiales sentimientos del pueblo guatemalteco. Le ruego que tenga la bondad de hacerle llegar mi sincero reconocimiento.

2. Recuerdo con viva emoción las dos visitas pastorales que he tenido el gozo de realizar a su país en marzo de 1983 y febrero de 1996. Vuelve a mi mente la calurosa acogida con la que miles de guatemaltecos quisieron manifestar también sus anhelos de paz y el ardiente deseo de ver terminada la guerra fratricida. Por ello, recordando el llamado de mis hermanos obispos de Guatemala, decía: «Urge la verdadera paz. Una paz que es don de Dios y fruto del diálogo, del espíritu de reconciliación, del compromiso serio por un desarrollo integral y solidario de todas las capas de la población y, especialmente, del respeto por la dignidad de cada persona» (Discurso en el Aeropuerto La Aurora, 5 de febrero de 1996, n. 4).

Tras largas y laboriosas negociaciones, la Providencia quiso que el 29 de diciembre de aquel mismo año se firmaran los Acuerdos de paz firme y duradera, acto valiente que llenó de gran alegría y esperanza a los guatemaltecos, a la comunidad internacional y, particularmente, a esta Sede apostólica, dando gracias al Príncipe de la paz por ese don precioso, que yo mismo había ido a implorar, en particular con mi peregrinación al santuario del Cristo Negro, el Señor de Esquipulas.

3. Al finalizar el siglo XX se abren a la humanidad nuevos escenarios de libertad y esperanza, desgraciadamente turbados a menudo por situaciones políticas inestables, estructuras sociales débiles y conflictos preocupantes. Hoy, ante estos horizontes esperanzadores, en los que la «lógica de la guerra» resulta más absurda que nunca, se va abriendo paso la interdependencia entre los pueblos. Por lo cual, es necesario y urgente trabajar por la construcción de un orden interno e internacional que promueva la convivencia pacífica, la cooperación, el respeto de los derechos fundamentales de los hombres y de los pueblos, reconociendo la centralidad de cada persona y su inviolable dignidad. Veo con gozo que en Guatemala se vislumbran también esos nuevos horizontes que invitan a intensificar los esfuerzos para continuar la construcción de una sociedad renovada y más solidaria.

Usted, señor embajador, se ha referido al papel de la Iglesia católica que, de manera constante y abnegada, a veces con incomprensiones, ha ofrecido su valiosa contribución durante el largo proceso de pacificación de su país. Numerosos han sido los llamados a la reconciliación y al perdón hechos por los obispos guatemaltecos. A este respecto, el gran jubileo del año 2000 ofrece una oportunidad única para realizar dicha reconciliación y consolidar así los acuerdos alcanzados con tanto esfuerzo. Éste sería el mejor tributo que su país puede rendir a quienes han gastado generosamente sus vidas o incluso derramado su sangre por tan nobles y sublimes objetivos.

4. La Iglesia en Guatemala, consciente de su grave responsabilidad en la hora presente y fiel a su misión religiosa, moral y social, sin renunciar a su legítima autonomía, está dispuesta a continuar la «sana colaboración» con las autoridades y las diversas instituciones del Estado y de la sociedad guatemalteca para promover y apoyar todas las iniciativas dirigidas hacia la realización del mayor bien de la persona, de la sociedad y sobre todo de la familia, santuario del amor y de la vida (cf. Centesimus annus CA 39). Ajena a intereses puramente temporales, la Iglesia seguirá anunciando la buena nueva de la salvación, dispuesta a dar su generosa contribución en campos tan importantes para el desarrollo integral de la persona, como son la educación, la salud, la defensa y promoción de los derechos y libertades fundamentales de todos, así como su incansable actividad caritativa al servicio de los más necesitados.

Vuestra excelencia ha recordado también que es preciso seguir evangelizando para construir una sociedad más justa, fraterna y solidaria, si queremos que la concepción cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia sigan siendo elementos esenciales que inspiren a las personas y los grupos que trabajan por el bien de la nación. Al recibir a los obispos de su país durante la visita «ad limina» de 1994, refiriéndome al documento colectivo del Episcopado, titulado «500 años sembrando el Evangelio», les decía: «La nueva evangelización deberá preservar, pues, las riquezas espirituales de vuestro pueblo y favorecer en todos una conversión cada vez más coherente con el Evangelio» (4 de marzo de 1994, n. 2). Sólo a la luz del Evangelio se pueden encontrar soluciones para lograr «un desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana » (Sollicitudo rei socialis SRS 41). Una sociedad sin valores fundamentales y sin principios éticos se va deteriorando progresivamente.

5. Es grato constatar los esfuerzos de su Gobierno por mejorar las condiciones y calidad de vida de los guatemaltecos, así como los logros ya obtenidos. Éste es un servicio a la dignidad humana, que necesita el apoyo de todos los grupos sociales, para seguir poniendo las bases de una sociedad cada vez más justa. Es deseo común ver pronto en Guatemala una sociedad en la que los derechos de la persona y de las comunidades sean tutelados y garantizados cada vez más; que todos los niños tengan acceso a los servicios de salud y a la educación; que se fomente el espíritu de participación, superando los intereses de partido o clase; que exista un mayor acceso a la propiedad de la tierra para quienes carecen de recursos económicos; que el imperativo ético sea un punto de referencia ineludible para todos los guatemaltecos; que se realice una distribución más equitativa de las riquezas; en una palabra, que todos, pensando en el bien del país, desarrollen su vocación humana y cristiana, y los distintos grupos étnicos que componen el rico mosaico de culturas en esa nación aprendan a vivir en armonía y respeto mutuo.

6. Mucho dolor ha causado a la comunidad eclesial, especialmente a la guatemalteca, el execrable asesinato de mons. Juan José Gerardi Conedera, obispo auxiliar de Guatemala, quien tanto trabajó por la pacificación de su país y por el reconocimiento y defensa de los derechos humanos. Como ya lo expresé en aquella triste ocasión, espero que esta tragedia «muestre claramente la inutilidad de la violencia e impulse a todos a comprometerse en la búsqueda del entendimiento y del diálogo, único camino que asegura justicia sobre cualquier obstáculo y provocación, y que no perturbe mínimamente la aplicación de los Acuerdos de paz».

Espero ardientemente que Guatemala, tras experimentar en su propia carne tanto sufrimiento, destrucción y muerte, que ha marcado profundamente a las nuevas generaciones, logre pasar cuanto antes de esa «cultura de la muerte» a la «cultura de la vida»; de la «cultura del miedo» a la «cultura de la libertad en la verdad». El deseo del pueblo guatemalteco de conocer la verdad sobre éste y otros crímenes responde a su legítimo anhelo de no tener que vivir nunca más oprimido por la inseguridad, el miedo y la impunidad, sino más bien en una sociedad renovada, en la que la paz firme y duradera esté cimentada sobre la tolerancia, la justicia, la libertad y el amor solidario.

7. Señor embajador, antes de concluir este encuentro deseo expresarle mi sincera estima y asegurarle el apoyo de la Santa Sede para que pueda desempeñar fructíferamente la alta misión que hoy inicia. Al mismo tiempo, le ruego de nuevo que tenga la bondad de hacerse intérprete de mis mejores sentimientos ante su Gobierno y demás instancias de su país, mientras invoco la bendición de Dios sobre usted y sus familiares, sobre sus colaboradores y sobre todos los amadísimos hijos e hijas de la noble nación guatemalteca.






A LOS OBISPOS DE BULGARIA


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 7 de noviembre de 1998



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Por segunda vez, después de los cambios que se han producido en vuestro país y en todo el este de Europa, os acojo con gran alegría en Roma, adonde habéis venido para realizar vuestra visita ad limina, expresando así, de manera evidente, vuestra comunión con el Sucesor de Pedro. Agradezco a vuestro presidente las palabras que acaba de dirigirme.

Durante los últimos años, os habéis dedicado a dotar a vuestras comunidades de las estructuras materiales y pastorales necesarias para el bien de los fieles y de toda la Iglesia. Os agradezco este compromiso y vuestros numerosos esfuerzos que, seguramente, ya comienzan a dar frutos y darán aún más en el futuro. Donde surge y renace la presencia cristiana, gracias a la indispensable libertad de las personas y los pueblos, se fortalece la esperanza de los creyentes, que se sienten cada vez más motivados para edificar, día tras día, la comunidad eclesial y, al mismo tiempo, para participar en la vida social, animados por la gracia del Espíritu Santo.

2. Por medio de vosotros, deseo alentar a los sacerdotes, religiosos y laicos a no cejar en su dedicación al servicio del Evangelio. Me alegra que haya aumentado el número de fieles, signo de la vitalidad de vuestras comunidades. Para ser testigos de Cristo en su vida diaria, sienten la necesidad de acercarse con mayor frecuencia a los sacramentos y participar más activamente en la liturgia dominical. En esta relación de intimidad con Cristo encontrarán la fuerza y el valor para realizar su vocación bautismal en la vida personal, familiar y social. En particular, es importante sostenerlos para que afronten los problemas que se plantean en la sociedad civil y den su contribución a la reconstrucción moral de la sociedad, marcada por la era de las ideologías totalitarias, cuyo peso grava aún sobre las conciencias, y a la gestión de la res publica, en actitud de colaboración fraterna con todos sus compatriotas. Un estudio serio de la doctrina social de la Iglesia les será muy útil.

3. A la vez que me alegro con vosotros por los primeros frutos de vuestras decisiones pastorales, doy gracias también por los pastores y los fieles que, en la prueba y en la noche de la persecución en medio de grandes sufrimientos, conservaron su fe y libraron el buen combate. Ojalá que su testimonio y el sacrificio de su vida mediante el martirio sean semillas de la buena nueva y ejemplos para nuestros contemporáneos. Uno de esos testigos, que constituye como un símbolo para todos, es el obispo mártir Eugenio Bossilkov, a quien tuve la alegría de proclamar beato el pasado 15 de marzo. En una carta escrita entre fines de 1948 y comienzos de 1949, afirmaba: «Los rastros de nuestra sangre abrirán el camino a un futuro espléndido; y, aunque nosotros no lo veamos, otros cosecharán lo que hemos sembrado en medio del dolor». Este tesoro está en las manos de los pastores y de los fieles de Bulgaria, para que lo conserven y lo presenten al pueblo como un camino de libertad y de vida.

La beatificación de monseñor Bossilkov fue, con razón, una experiencia de profunda alegría para vuestras comunidades; la elevación de uno de sus hijos a la gloria de los altares es para una Iglesia particular un reconocimiento de su fidelidad a Cristo y a la Sede de Pedro. Los santos y los confesores de la fe nos enseñan que el camino hacia la victoria de Dios en la vida del hombre está constituido por la disposición a colaborar con su gracia, pues Dios es quien «hace crecer» (1Co 3,7). Esta colaboración, que es precisamente el itinerario de la vida espiritual, representa un aspecto esencial de la vida cristiana en el momento en que nos preparamos para entrar en el gran jubileo. La conversión personal y el regreso a Dios son condiciones indispensables para la transformación de los corazones y de las relaciones interpersonales y sociales, a fin de instaurar una era de justicia y paz. «Todo deberá mirar al objetivo prioritario del jubileo, que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración cada vez más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado» (Tertio millennio adveniente TMA 42). Ojalá que, gracias al compromiso de todos los hombres de buena voluntad, el tercer milenio sea el milenio de la libertad en la verdad, puesto que sólo la verdad nos hace verdaderamente libres y nos permite comprometernos en el camino de la felicidad a la que aspiramos. «En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente », como recordé recientemente en la encíclica Fides et ratio (n. 90). Cristo Señor es el camino; él sana nuestras heridas interiores y exteriores, y restaura en nosotros la imagen divina, que hemos oscurecido con el pecado.

4. Entre las misiones primordiales de la comunidad eclesial figura la atención a la familia. El matrimonio es la institución básica de la sociedad y de la Iglesia. Es importante ayudar a los jóvenes a descubrir el gozo que se siente cuando se construye una relación duradera con una persona, gracias al compromiso de fidelidad que fortalece el amor y permite a los esposos realizarse. La entrega de sí al otro en el matrimonio dispone también a cada uno a dar su vida sin vacilaciones, con una actitud responsable, cumpliendo así la misión recibida del Creador: acoger con alegría y respeto toda vida nueva y educar a los hijos, para que se conviertan en cristianos adultos, capaces de participar en la vida de su país. Es indispensable que la educación de los hijos se funde en la enseñanza de una jerarquía de valores verdaderamente auténtica y no dictada por modas o por el mero interés personal.

La sociedad evolucionará poco a poco gracias a la transformación profunda de las familias, llamadas a vivir y transmitir a los jóvenes los valores morales y espirituales. Todos han sido testigos de las funestas consecuencias de la falta de respeto a la vida humana durante los últimos decenios. Vuestro pueblo ha experimentado en su propia carne esta verdad: la piedra angular necesaria para edificar una sociedad nueva deberá ser el respeto a la vida, a toda vida, particularmente a la indefensa. Por eso, en la situación actual, vuestro país está llamado a resistir, con una reacción moral adecuada, a la fascinación sin discernimiento de la sociedad de consumo: relativismo moral, aislamiento, apatía, falta de respeto a la vida; huyendo de esas actitudes, los cristianos deben avanzar con determinación por el camino de la santidad y de un compromiso cada vez más solidario en favor de sus hermanos. Todos los hombres de buena voluntad deben recordar que la persona humana ocupa el centro de la vida social y debe ser respetada en su dignidad fundamental. La lucha por la libertad verdadera implica la defensa de todo ser humano, en particular de los más pequeños y pobres.

Ciertamente, algunos de vuestros compatriotas casados encuentran dificultades en su vida matrimonial y familiar. A la vez que oro por esas familias probadas, las invito a reavivar el entusiasmo de su compromiso inicial: la fidelidad, aceptada no como un peso sino como una elección gozosa, permitirá superar los miedos y las incomprensiones que hayan podido suscitarse en las relaciones con el paso del tiempo, y se transformar á en la fuente de una realización auténtica y de una profunda experiencia de felicidad. Como pastores, con la ayuda del clero y de los catequistas, debéis sostener a los padres e intensificar la catequesis destinada a los jóvenes, así como seguir brindando una preparación adecuada para el matrimonio. El descubrimiento del misterio cristiano y de la verdad sobre el amor humano ayudará a los jóvenes en su crecimiento espiritual y humano.

5. Para afrontar eficazmente las realidades pastorales tal como se presentan en vuestro país, es conveniente que los sacerdotes, a pesar del excesivo trabajo que a veces deben realizar, intensifiquen sus esfuerzos con vistas al anuncio del Evangelio y a la iniciación en los sacramentos. Además de preocuparse por la grey confiada a su solicitud, han de interesarse también por proseguir la colaboración con los laicos, que, en virtud de su bautismo, desempeñan un papel específico y activo en la misión de la Iglesia. Gracias a su disponibilidad generosa y a la competencia que poseen en diversos campos, podrán dar una inestimable contribución, bajo la guía de sus obispos.

Una de vuestras preocupaciones es la escasez de sacerdotes. Os animo a desarrollar cada vez más la pastoral vocacional en las escuelas, en la catequesis y en las familias, para que los jóvenes puedan escuchar la llamada de Dios. El testimonio del clero es esencial para suscitar en los jóvenes el deseo de comprometerse a seguir el camino del sacerdocio. Con el ejemplo de su vida gozosa, con la dirección espiritual y con otras iniciativas apropiadas, los sacerdotes suscitarán en la juventud el deseo de mostrarse disponibles para hacer, según la voluntad de Dios, la opción valiente de seguir a Cristo (cf. Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 32). Este tiempo de discernimiento inicial debe prolongarse mediante una preparación seria para el ministerio sacerdotal, con una profunda enseñanza filosófica y teológica, a fin de poder responder a los numerosos interrogantes de los hombres de nuestro tiempo. «Las asignaturas filosóficas deben ser enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante todo, a adquirir un conocimiento fundado y coherente del hombre, del mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico válido para siempre, teniendo en cuenta también las investigaciones filosóficas (...) más recientes » (Optatam totius OT 15); del mismo modo, prosigue el Concilio, «las asignaturas teológicas deben ser enseñadas a la luz de la fe, bajo la guía del magisterio de la Iglesia» (ib., 16). En efecto, gracias a sacerdotes bien formados la Iglesia podrá anunciar el Evangelio a todas las culturas.

6. Venís de una tierra donde, desde siglos, confluyen las tradiciones de Occidente y de Oriente en la alabanza común al Señor. Sin embargo, todos vosotros sois herederos de la evangelización realizada por la obra grandiosa de los santos Cirilo y Metodio que, con su extraordinario carisma, llevaron al pueblo búlgaro la buena nueva y, al mismo tiempo, su cultura particular. Esta complementariedad de las tradiciones oriental y latina, que experimentáis personalmente en el seno de vuestra Conferencia episcopal, representa una fuerte invitación a la unidad de los dos pulmones de Europa.

La unidad es un deber para todos los hijos de la Iglesia católica, pero también es un compromiso inevitable para todos los que creen en Cristo. En la exhortación apostólica Tertio millennio adveniente, expresé mi deseo de que el gran jubileo sea «la ocasión adecuada para una fructífera colaboración en la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan» (n. 16). Os exhorto, por tanto, a buscar los medios que os permitan fortalecer los vínculos entre las diferentes confesiones cristianas, en particular, la comunión con nuestros hermanos ortodoxos. Compartir nuestros dones y nuestros patrimonios culturales y espirituales no puede por menos de enriquecernos mutuamente, para redescubrir las profundas raíces cristianas que pertenecen a la historia de vuestro país y a todo el continente.

Al término de vuestra visita, os pido que transmitáis los sentimientos afectuosos del Papa a vuestros sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a los amadísimos fieles de Bulgaria, asegurándoles mi oración. Encomiendo a la protección materna de la Virgen María las pruebas y las esperanzas de la Iglesia católica que está en Bulgaria. A vosotros, queridos hermanos en el episcopado, y a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral, imparto de todo corazón la bendición apostólica.



Discursos 1998