Discursos 1998 - Sábado 7 de noviembre de 1998


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SEÑOR GUILLERMO LEÓN ESCOBAR HERRÁN

NUEVO EMBAJADOR DE COLOMBIA


Sábado 7 de noviembre de 1998



Señor embajador:

1. Al aceptar las cartas credenciales que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Colombia ante la Santa Sede, me es grato, ante todo, darle mi más cordial bienvenida y agradecer las amables palabras que ha querido dirigirme, así como el deferente saludo del señor presidente de la República, doctor Andrés Pastrana Arango, al cual correspondo sinceramente reconocido formulando mis mejores votos para él y toda la querida nación colombiana.

2. Este acto, señor embajador, señala el comienzo de su alto y noble encargo de representar a su país ante la Santa Sede y ofrece la oportunidad de reflexionar sobre la gran responsabilidad que asume, así como sobre la importancia de la función que desempeña. En efecto, la misión diplomática tiende por sí misma al diálogo, a la búsqueda de caminos que lleven al buen entendimiento y a la cooperación entre los pueblos.

La persistencia de numerosos conflictos que hoy afligen a la humanidad, con sus consecuencias devastadoras y dramáticas, hace cada vez más insoportable la idea de una humanidad que no es capaz todavía de superar sus divergencias a través del diálogo y la conciliación. A esto se añade también el convencimiento de que la paz no significa solamente el silencio de las armas, sino que es preciso ahondar en las raíces que hacen de la fuerza y el interés egoísta la razón suprema del comportamiento humano. Por eso el servicio a la paz se convierte, en realidad, en un compromiso en favor de la justicia.

La justicia, a su vez, nunca es completa ni duradera sin la promoción de la dignidad de las personas y los pueblos, y el respeto riguroso de los derechos inalienables que de ella se derivan. Estos son los valores que presiden la actividad de la Santa Sede en el concierto de las relaciones internacionales, en las que no pretende tener otra fuerza que la de sus propias convicciones, ni otro interés que el de llevar a los hombres a la plena realización de su excelsa vocación de hijos de Dios, en cumplimiento de su misión de anunciar y hacer presente el mensaje de Cristo.

Estos son, pues, los términos en que se entiende con sus interlocutores, resaltando la dimensión ética de los fenómenos sociales y políticos de cada momento, y contribuyendo así, desde la raíz misma de los problemas, a su resolución práctica.

3. El mundo de este final de siglo experimenta como nunca el impacto del proceso de globalización: se multiplica la comunicación, se acrecienta el intercambio y las fronteras otrora robustas parecen desmoronarse al soplo del avance tecnológico. Es una situación rica de posibilidades inéditas, pero también de grandes desafíos, que reclaman cada vez más una gran responsabilidad y un profundo sentido ético por parte de quienes han de tomar decisiones que pueden comprometer el destino de la sociedad humana.

Esto se verifica de manera clara en el ámbito de la economía, en el que una serie de factores y actores se entrelazan en íntima interdependencia, tanto dentro de cada nación como a escala internacional, hasta el punto de que es prácticamente impensable llegar a la solución de ciertas situaciones de dificultad sin la solidaridad decidida y concertada de todo un país, y la cooperación de la comunidad internacional. A este respecto quiero recordar que «la opción de invertir en un lugar y no en otro, en un sector productivo en vez de otro, es siempre una opción moral y cultural» (Centesimus annus CA 36). En efecto, el respeto a la persona humana y su derecho fundamental a llevar una vida digna debe prevalecer sobre los intereses de acumular beneficios o mantener posiciones de privilegio.

4. Los desequilibrios sociales y la desmesurada diferencia en la distribución de los recursos materiales desencadenan a veces procesos de conflicto y violencia. Pero ésta puede tener también otras raíces y, en todo caso, provoca por sí misma nuevas situaciones de inestabilidad e injusticia, cerrando así un círculo nefasto que atenaza la vida ciudadana por entero e hipoteca su progreso armónico e integral. Por eso se ha de apreciar el serio compromiso de su Gobierno por establecer la paz en un clima de reconciliación nacional, emprendido con decisión y amplitud de miras. En este sentido, la Iglesia, por fidelidad y coherencia con el evangelio de la vida, no puede dejar de reprobar todo atentado a la integridad y libertad de las personas, todo acto terrorista que se ensaña con personas inocentes e incluso con quienes tienen como única misión servir a la comunidad desde el ministerio pastoral.

También en este aspecto tan doloroso el arte del diálogo, la primacía del Estado de derecho, la búsqueda sincera del bien común y el respeto de los derechos inalienables de la persona, son garantía de un éxito satisfactorio y duradero.

5. Un factor de primera importancia para la estabilidad y el crecimiento de toda sociedad es la atención a la familia. Esta célula básica de la vida de todo país necesita el apoyo y la colaboración de las autoridades públicas, siguiendo una correcta aplicación del principio de subsidiariedad, para que la familia pueda alcanzar sus propios fines. Se han de crear las condiciones propicias para que la familia pueda establecerse, mantenerse establemente en condiciones dignas, acoger sin temores el don de la vida y ejercer el derecho fundamental a educar convenientemente a los hijos. Este derecho de los padres a elegir el modelo de educación para sus hijos ha de ser tutelado y favorecido por la justa ayuda del Estado, garantizando así su ejercicio efectivo.

Los lamentables casos de abandono infantil, de drogadicción en niños y adolescentes, de prostitución infantil y de otras situaciones dramáticas que afectan a la juventud, tienen muchas veces su raíz en una vida familiar lacerada o rota por diversas circunstancias. Por ello, señor embajador, son de apreciar todas las iniciativas que su Gobierno realiza en este delicado campo, esperando que se continúe por esa senda, como un medio muy apropiado para lograr un progreso social constante y esperanzador en ese querido país.

6. Es grato comprobar que las buenas relaciones entre Colombia y la Santa Sede favorecen una colaboración franca, dentro de los respectivos ámbitos de competencia, para servir mejor a las personas y a la sociedad. Pero más allá de las meras relaciones formales, usted se ha referido en sus palabras, señor embajador, al afecto de esta Sede apostólica por el pueblo colombiano. Es ciertamente un sentimiento antiguo, por las raíces profundamente cristianas de su nación, y que fue confirmado por la visita de mi venerado predecesor Pablo VI, cuyo 30 aniversario se ha celebrado este año.

Personalmente recuerdo con viva gratitud el viaje que realicé a Colombia en 1986. Aquellas inolvidables jornadas mostraron el auténtico rostro de la sociedad colombiana, la sólida fe de sus gentes, la solidaridad recíproca, su hondo sentido de la hospitalidad, su capacidad para compartir y trabajar unidos, la alegría ante la vida. Todo ello constituye un rico patrimonio espiritual y cultural que permite abrigar fundadas esperanzas de un futuro mejor.

7. Señor embajador, mientras le ruego que se haga intérprete de estos sentimientos y esperanzas ante su Gobierno y el querido pueblo colombiano, expreso mis mejores votos por el fructífero ejercicio de la alta misión que le ha sido encomendada. Como prenda de los favores divinos que le ayuden en el desempeño de sus funciones, e invocando la maternal protección de la Virgen María, Nuestra Señora de Chiquinquirá, le imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo complacido a su distinguida familia y sus colaboradores, así como a todos los ciudadanos de su querida nación.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN LA TERCERA SESIÓN PÚBLICA

DE LAS ACADEMIAS PONTIFICIAS


Sábado 7 de noviembre de 1998




Señores cardenales;
señores embajadores;
ilustres académicos pontificios;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Esta tercera sesión pública de las Academias pontificias, convocada para poner de relieve su contribución al humanismo cristiano, en el umbral del tercer milenio, me brinda la ocasión de reunirme nuevamente con vosotros. Os doy las gracias de corazón a todos.

Saludo al señor cardenal Paul Poupard, presidente del consejo de coordinación entre las Academias pontificias, y le agradezco las amables palabras que acaba de dirigirme en nombre de todos. Saludo, asimismo, a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado, a los señores embajadores presentes, a los sacerdotes, a los consagrados y consagradas y a los ilustres miembros de las Academias pontificias. Saludo, por último, al profesor Bruno Cagli, presidente de la Academia nacional de Santa Cecilia, y doy cordialmente las gracias a los componentes del coro juvenil de esa Academia, dirigidos por el maestro Martino Faggiani, que hacen más solemne aún este encuentro con su magistral ejecución de conocidas piezas musicales inspiradas en el amor del pueblo cristiano a María santísima.

2. En efecto, esta solemne sesión está dedicada a la Virgen María, icono y modelo de la humanidad redimida por Cristo.

La atención dirigida a ella se ha enriquecido también con las contribuciones teológicas que han dado los ilustres relatores sobre los diversos aspectos de su papel en la historia de la salvación. La reflexión sobre el hombre que se ha desarrollado en las diferentes culturas a lo largo de los siglos ha tenido un extraordinario incremento gracias a la confrontación con el misterio de Jesús, Verbo de Dios que se encarnó en el seno de María. En el nuevo horizonte cognoscitivo que la Revelación abrió destaca el papel eminente de la Virgen, Madre de Dios.

En la carta a los Gálatas, san Pablo escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5). Esas palabras del Apóstol nos llevan al centro mismo de la historia: en la «plenitud de los tiempos», el Hijo de Dios nació de una mujer, María de Nazaret, que participó de modo único en el misterio del Verbo al dar a luz en el tiempo al Hijo engendrado por el Padre desde la eternidad.

María es hija del pueblo elegido y, por eso mismo, hija de su cultura, enriquecida por el encuentro milenario con la palabra de Dios: es la mujer que participa activamente en el primer milagro de Jesús, en Caná, manifestando su gloria (cf. Jn Jn 2,1-12), y está presente en el Gólgota, donde él la señala como Madre del discípulo amado y Madre nuestra.

Los evangelios y la tradición cristiana nos enseñan a reconocer en ella la sede en la que se realizó históricamente la Encarnación. Desde hace dos mil años la vida de Jesús y el anuncio de la buena nueva de la salvación tienen una dimensión exquisitamente mariana. La Virgen Madre está cercana al corazón de los hombres de todos los tiempos y culturas, como lo atestiguan las obras maestras del genio humano que han florecido en todas las épocas de la historia.

3. El Nuevo Testamento presenta a la Virgen como una mujer extraordinaria en la sencillez de su existencia. Los Padres de la Iglesia, maestros de espiritualidad cristiana, expresaron la fe de la comunidad de los creyentes, poniendo de relieve las verdades que atañen al papel específico y excepcional que desempeña María. Ella es la Theotókos, la Deipara, la Madre de Dios, a quien la Iglesia honra con un «culto especial» (Lumen gentium LG 66).

En el umbral del gran jubileo del año 2000, me complace recordar el inmenso tesoro de amor, devoción y arte que, en el arco de dos milenios, han testimoniado las Iglesias orientales. Honran a María santísima, la Theotókos, también con otros espléndidos títulos, como Panaghia, Toda Santa; Hiperagionorma, Santa más allá de todo límite; Platythera, Inmensa; Odigitria, la que indica el camino; Eleousa, la llena de misericordiosa ternura. La tradición mariana oriental contempla, venera y canta las alabanzas de la Virgen, cuyos iconos recuerdan a todos que la Madre de Dios es la imagen elegida de la humanidad redimida por Cristo. Por tanto, en su riquísimo patrimonio mariano, las Iglesias de Oriente no sólo nos ofrecen un camino ecuménico, sino también un modelo de humanismo cristiano.

4. Por lo que se atañe a Occidente, la teología, la espiritualidad y el arte, para honrar a la Madre de Dios y poner de relieve su maternidad espiritual universal, hacen referencia a los misterios de la santísima Trinidad y del Verbo encarnado. Su unión con Cristo es el arquetipo de la unión de la Iglesia y de cada cristiano con el Redentor. Los discípulos del Señor, al reflexionar en esa unión, comprendieron enseguida que María santísima es la primera entre los redimidos, imagen perfecta de la redención. A este propósito, el beato Juan Duns Escoto, cantor de la Inmaculada Concepción, escribió: «Por tanto, si Cristo nos reconcilió perfectísimamente con Dios, mereció que a alguien se le evitara este gravísimo castigo. Esto sólo pudo ser en favor de su Madre» (Opus Oxoniense, III, d. 3, q. 1). Me alegra que la Pontificia Academia Mariana internacional y el Pontificio Ateneo «Antonianum» hayan instituido una cátedra de estudios mariológicos dedicada a este gran teólogo.

En la misma línea de la exhortación apostólica Marialis cultus de mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, quise reafirmar en la encíclica Redemptoris Mater el vínculo esencial que existe entre María y la Iglesia, poniendo de relieve su misión en la comunidad de los creyentes. En la exhortación apostólica Mulieris dignitatem recordé también que María ilumina y enriquece el humanismo cristiano que se inspira en el Evangelio, porque, además de los diversos aspectos de la humanidad nueva que se realiza en ella, manifiesta la dignidad y el «genio» de la mujer. Elegida por Dios para el cumplimiento de su designio de salvación, María nos ayuda a comprender la misión de la mujer en la vida de la Iglesia y en el anuncio del Evangelio.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, acogiendo la propuesta del consejo de coordinación entre las Academias pontificias, me alegra ahora entregar el premio de las Academias pontificias a la doctora Deyanira Flores González, de Costa Rica, por su trabajo en mariología titulado: «La Virgen María al pie de la cruz (Jn 19,25-27) en Ruperto de Deutz», presentado en la Pontificia Facultad Teológica «Marianum». Con mucho gusto quiero entregar también, como signo de estima, una medalla de mi pontificado a dos personas que acaban de obtener el doctorado: la señora Marielle Lamy, francesa, por su tesis: «El culto mariano entre doctrina y devoción etapas y desafíos de la controversia sobre la Inmaculada Concepción en la Edad Media (siglos XII-XV)», presentada en la Universidad París X Nanterre; y al padre Johannes Schneider, franciscano austriaco, por su tesis: «Virgo Ecclesia facta: la presencia de María en el "Crucifijo" de san Damián y en el "Officium Passionis" de san Francisco de Asís», presentada en el Pontificio Ateneo «Antonianum» de Roma.

Como es sabido, el premio de las Academias pontificias, instituido hace dos años, quiere alentar a jóvenes universitarios, artistas e instituciones a contribuir al desarrollo de las ciencias religiosas, del humanismo cristiano y de sus expresiones artísticas. Expreso, en particular, mi deseo de que un renovado compromiso de los estudiosos en el campo de la investigación mariológica ponga de relieve los aspectos del humanismo fecundado por el Espíritu de la gracia, cuyo modelo e icono es María santísima.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón a vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL

DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


(COLLEVALENZA, 9-12-DE NOVIEMBRE)




Amadísimos obispos italianos:

1. «¡Que la gracia del Señor Jesús sea con vosotros! Os amo a todos en Cristo Jesús» (1Co 16,23).

Me alegra saludar a cada uno de vosotros con estas palabras del apóstol Pablo. Saludo, en particular, al cardenal presidente Camillo Ruini, a los tres vicepresidentes y al secretario general, monseñor Ennio Antonelli, agradeciéndoles la dedicación y el acierto con que actúan al servicio de vuestra Conferencia.

Consideradme espiritualmente presente en esa asamblea general, que es tiempo de gracia para vivir más intensamente la comunión episcopal y la solicitud común por la Iglesia de Dios que está en Italia. A todos os expreso mi gratitud personal por vuestra participación en el vigésimo aniversario de mi elección a la Sede de Pedro y en el cuadragésimo de mi elección episcopal.

2. Conozco el celo con que dirigís la preparación de vuestras diócesis para el gran jubileo, ya muy cercano. La educación de los jóvenes en la fe, tema principal de vuestra asamblea, se encuadra bien en ese itinerario, más aún, es parte esencial de él, no sólo porque la Jornada mundial de la juventud será una cita de especial relieve del Año santo, sino también y sobre todo porque el jubileo tiene como objetivo fundamental fortalecer e impulsar, con vistas al nuevo milenio, el anuncio y el testimonio de la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo, y esta misión corresponde de modo particular a los jóvenes, que deberán modelar el rostro cristiano de la futura civilización.

Con la encíclica Fides et ratio quise destacar y profundizar el vínculo íntimo que une la revelación del misterio de Dios con la inteligencia del hombre. Ese vínculo también puede dar impulso al proyecto cultural de la Iglesia italiana y a todas las iniciativas de comunicación social, a cuyo desarrollo os dedicáis con empeño. Así, se puede brindar a las jóvenes generaciones un camino para salir del ámbito demasiado estrecho de la propia subjetividad y volver a encontrar un horizonte común de verdad y de valores compartidos, que es preciso promover juntos.

3. En vuestra asamblea os ocuparéis, además, de la promoción de la financiación de la Iglesia. Deseo agradeceros públicamente la generosidad con que ayudáis a muchas Iglesias hermanas y naciones menos favorecidas, con el espíritu de solidaridad mundial que es propio de la comunión eclesial.

Me alegro con vosotros por el nuevo Estatuto de vuestra Conferencia, destinado a sostener de modo cada vez más eficaz el afecto colegial y el trabajo pastoral común. También ésa es la finalidad de la carta apostólica «Apostolos suos», en forma de motu proprio, con la que quise precisar mejor la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias de los obispos. En la próxima Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos podremos reflexionar juntos más profundamente en nuestra misión de obispos en el umbral del tercer milenio.

4. Queridos hermanos en el episcopado, conozco bien y comparto totalmente la solicitud, dictada por el amor, con la que seguís los acontecimientos de la amada nación italiana.

Pienso, en particular, en la familia fundada en el matrimonio, que constituye también hoy el recurso más valioso e importante de que dispone Italia y que, sin embargo, hasta ahora ha recibido muy poca ayuda a causa de la debilidad de las políticas familiares, más aún, ha sufrido muchos ataques, tanto en el ámbito cultural como en el político, legislativo y administrativo. Pienso en la defensa y la promoción de la vida humana, desde su concepción hasta su término natural. Pienso en la escuela, que debe recuperar sus finalidades educativas más nobles, en un marco de libertad e igualdad efectivas, como sucede en otros países europeos. Pienso en las posibilidades de trabajo y desarrollo, que hay que incrementar según una lógica de solidaridad y valoración de los diversos sujetos sociales, para afrontar el desempleo y la pobreza, que en muchas regiones de Italia afectan a amplios sectores de la población.

5. Queridos hermanos, frente a estos y otros problemas, os invito a seguir cumpliendo la misión que se os ha confiado, a no ceder al conformismo y a las modas pasajeras, y a reaccionar contra cualquier separación errónea entre la fe, la cultura y la vida, tanto personal como social.

Actuando en profunda comunión entre nosotros y con nuestras Iglesias, siempre con amor y confianza, podremos ayudar a Italia a no perder su alma profunda y a aprovechar su insigne herencia de fe y cultura, que es un bien valioso también para Europa y el mundo.

Me uno a vosotros en la gran oración por Italia, que ahora ha tomado nuevo impulso desde el santuario de Loreto, y os imparto con afecto la bendición apostólica a vosotros, queridos hermanos en el episcopado, y a las Iglesias encomendadas a vuestra solicitud pastoral.

Vaticano, 9 de noviembre de 1998

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA ESCUELA FRANCESA DE ROMA

Lunes 9 de noviembre de 1998



Señor cardenal;
queridos amigos de la Escuela francesa:

Ya es tradición que, de manera regular, vengáis a encontraros con el Sucesor de Pedro, manifestando así los vínculos que vuestra institución, más que centenaria, mantiene con la Santa Sede. Me alegra recibiros, y agradezco al señor André Vauchez, director de la Escuela francesa, las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.

Vuestra visita es particularmente importante en estos días en que estáis organizando un congreso sobre el final de la Edad Media titulado: Súplicas y peticiones. El gobierno por la gracia en Occidente.Del mismo modo, acabáis de publicar los tres nuevos volúmenes del señor Charles Pietri, Christiana Respublica. También yo aprovecho ahora la ocasión para rendir homenaje a ese autor, cuyos célebres trabajos sobre la Roma cristiana merecen destacarse; como nos acaban de recordar, fue director de la Escuela francesa y, al mismo tiempo, miembro del Consejo pontificio para la cultura. En sus investigaciones conjugaba la acción cultural en la sociedad civil y el servicio a la Iglesia. Entre los miembros eminentes que han trabajado en la Escuela francesa, no puedo olvidar a monseñor Louis Duchesne, que renovó profundamente los estudios sobre el cristianismo de los primeros siglos.

La Escuela francesa forma parte del panorama cultural romano, y sus publicaciones son sus principales embajadores entre los investigadores y el gran público, con el deseo de difundir la cultura francesa, según el propósito que inspiró su creación y que sigue guiando sus actividades. Me alegro de las relaciones fecundas que vuestra institución mantiene con el Consejo pontificio para la cultura, con el Archivo vaticano, con la Biblioteca vaticana y con otros organismos antes citados por el señor Vauchez. La organización conjunta de congresos es un signo evidente de colaboración fructífera entre la Santa Sede y un centro de estudios tan importante de la República francesa. «El proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio» (Fides et ratio FR 70). Las diferentes manifestaciones de una cultura son expresiones esenciales de la humanidad del hombre y de su búsqueda del sentido de la vida. Muestran la dimensión espiritual del hombre y de su existencia, así como su deseo de entrar en relación con Dios. Al releer la historia, descubrimos continuamente hasta qué punto la fe cristiana ha inspirado la producción cultural durante los dos milenios pasados, signo de que anima desde dentro el camino de las personas y de los pueblos. A su vez, las realizaciones humanas participan en la evangelización, expresando de forma simbólica el misterio cristiano; así, todos pueden captar y comprender algunos de sus aspectos, para suscitar su adhesión a la persona del Salvador y aumentar su fe. A su modo, todas las formas cultura les que se inspiran en el cristianismo contribuyen a colmar la brecha que separa el Evangelio y las culturas, la cual, como señalaba Pablo VI, constituye uno de los mayores dramas de nuestro tiempo (cf. Evangelii nuntiandi EN 20).

Conservar la memoria de nuestro rico patrimonio tal como está inscrito en los numerosos vestigios que poseemos, en particular en Roma, es un servicio a la humanidad y una de las tareas actuales, para que se establezcan nuevos vínculos entre la fe y las culturas; así, al reencontrar en nuestra historia los valores vividos por las generaciones pasadas, podremos vivirlos también nosotros y salir al encuentro del Señor.

Deseándoos que prosigáis vuestras útiles investigaciones, os encomiendo a la intercesión de Nuestra Señora, y os imparto a todos la bendición apostólica.

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN CONGRESO EUROPEO PARA DIRECTORES NACIONALES

Y OBISPOS RESPONSABLES DE LA PASTORAL SOCIAL


Y DEL TRABAJO






Al venerado hermano monseñor

FERNANDO CHARRIER

obispo de Alessandria
presidente de la comisión episcopal para los problemas sociales y el trabajo

1. La Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos de 1991 fue un momento de gran importancia en el camino de la nueva evangelización emprendido por las Iglesias del continente. Quiso reafirmar las raíces cristianas comunes de Europa, indispensables para el actual proceso de integración europea.

En efecto, los padres de la nueva Europa y cualificados representantes del mundo de la cultura llegaron a la convicción de que esa integración no puede limitarse a la construcción de la «Europa de los mercados», sino que debe tener como objetivo principal una Europa de los pueblos, en la que la historia, las tradiciones, los valores, la legislación y las instituciones de las diversas naciones se conviertan en motivo de diálogo e intercambio recíproco con vistas a una cooperación eficaz para la realización de una Europa política, en la que la aspiración a la unidad no vaya en detrimento de las riquezas y las diferencias de cada pueblo.

Las situaciones de dificultades económicas y políticas presentes en los diversos Estados interpelan a las Iglesias, que están llamadas a ser punto de encuentro y factor de unidad para todo el género humano (cf. Gaudium et spes GS 42). Se les pide un renovado esfuerzo para que la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad, el bien de la libertad, y especialmente de la religiosa, la justicia social, la solidaridad, la subsidiariedad y el carácter central de la persona humana se estabilicen en la mentalidad, en la legislación y en los comportamientos de los pueblos europeos.

2. Como recordé el 13 de diciembre de 1991, al concluir la Asamblea especial del Sínodo de los obispos, en el umbral del tercer milenio la situación del continente se presenta tan variada y compleja que hace difícil el camino hacia la anhelada integración. Eso atañe también a los creyentes en Cristo, a causa de las divisiones que se han producido entre ellos a lo largo del segundo milenio. El camino ecuménico exige el compromiso de todos, se realiza en todos los niveles mediante gestos y palabras, y puede encontrar un terreno fecundo en el ámbito de la pastoral social y del trabajo.
En efecto, las situaciones y los problemas sociales son comunes tanto a los católicos como a los creyentes de otras confesiones cristianas, y todos están llamados a trabajar juntos para que no se considere al hombre como un medio de producción, sino como un sujeto eficiente del trabajo y su verdadero artífice y creador (cf. Laborem exercens LE 7). Por eso, el trabajo humano puede constituir un terreno privilegiado para superar «las dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo» (Tertio millennio adveniente TMA 34). Este esfuerzo común, que desde hace tiempo realizan los trabajadores, resulta más fácil hoy tras la caída de las ideologías que durante decenios fueron motivo de contraposiciones e instrumentalizaciones políticas.

Más allá de las inspiraciones ideales personales, los trabajadores actúan juntos en las diversas organizaciones en defensa de sus derechos. Como escribí en la encíclica Laborem exercens, «si es verdad que el hombre se alimenta con el pan del trabajo de sus manos, es decir, no sólo con el pan de cada día que mantiene vivo su cuerpo, sino también con el pan de la ciencia y del progreso, de la civilización y de la cultura, entonces es también verdad perenne que se alimenta con ese pan con el sudor de su frente; o sea, no sólo con el esfuerzo y la fatiga personales, sino también en medio de tantas tensiones, conflictos y crisis que, en relación con la realidad del trabajo, trastocan la vida de cada sociedad y aun de toda la humanidad» (n. 1). Esta solidaridad, fundada en la cultura común, en análogas condiciones de vida y en idénticos problemas, puede constituir un buen marco de encuentro para el diálogo religioso con el fin de llegar a la unidad por la que Cristo nuestro Señor pidió en la última cena: «para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn 17,21).

3. La exigencia de confrontación brota de la urgencia de la evangelización en un campo, el social, que hoy absorbe gran parte de las energías y del tiempo de la clase directiva y de la gente común. El anuncio del Evangelio en este ámbito, hecho de forma actualizada y más incisiva, puede favorecer la nueva era de civilización que la perspectiva de la unidad europea está abriendo para el continente. Los europeos están redescubriendo cada vez más la tarea de «exportar » las riquezas de cultura y civilización que proceden de sus raíces cristianas. Para cumplir esa histórica misión, los cristianos de Europa no pueden por menos de interpelarse sobre su propia fidelidad al Redentor, a su palabra y a su vida; sobre la acogida atenta y disponible de las enseñanzas del Magisterio; y sobre el efectivo arraigo de algunas de sus formas actuales de vida en la fe cristiana, fundamento de la civilización europea.

Dado que «una fe que no se convierte en cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Discurso al primer congreso nacional italiano del Movimiento eclesial de compromiso cultural, 16 de enero de 1982, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de mayo de 1982, p. 19), el encuentro de los responsables de la pastoral social y del trabajo de las Iglesias de Europa tiene como finalidad reafirmar la prioridad de la evangelización de la dimensión social de la vida, con vistas a una nueva cultura europea, sostenida por la milenaria tradición cristiana. El renovado anuncio del Evangelio, que quiere ayudar a los hombres de Europa a construir un continente abierto y solidario, pasa necesariamente por algunos momentos que constituyen objetivos comunes de los proyectos pastorales.

4. Europa necesita esperanza, pero sólo puede darla quien ofrece al hombre perspectivas de gran alcance espiritual y moral, como son las que brotan de la atención a los signos de los tiempos y de la lectura sapiencial de la historia, a la luz de la palabra de Dios, acogida y meditada en sintonía con la Iglesia.

Frente a los nuevos problemas de la globalización de la cultura, de la política, de la economía y de la administración, urgen reglas seguras, suscitadas por la visión de la vida que se halla presente en el pensamiento social cristiano, en el que es decisivo el compromiso contemporáneo en favor de la globalización de los valores de la solidaridad, la equidad, la justicia y la libertad.

En esta perspectiva se sitúan el concilio Vaticano II y el Magisterio social reciente que, aun reconociendo los valores de la modernidad, los arraigan en el acontecimiento de Cristo Señor para defenderlos de posibles desviaciones. Por lo demás, la nueva evangelización no se limita a oponerse al secularismo, sino que busca instaurar modos de vivir la fe capaces de regenerar el entramado cívico de las comunidades y de la vida democrática.

5. Después de la primera Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, las Iglesias han redescubierto la utilidad de reunirse para intercambiar experiencias y dificultades, y para programar líneas comunes en el esfuerzo de evangelización del mundo del trabajo.

La perspectiva de la integración política exige a las Iglesias un renovado empeño común para afianzar la Europa del próximo milenio sobre las bases duraderas y fecundas del cristianismo. En el marco actual, el compromiso de la pastoral social y del trabajo debe ayudar a redescubrir y vivir la verdad evangélica en los areópagos de la economía, la política y el trabajo. En efecto, antes que el territorio se han de considerar los ámbitos de vida del hombre y las culturas. Sobre todo en este contexto la Iglesia escucha la llamada que el macedón dirigió durante un sueño al apóstol Pablo: «Ven (...) y ayúdanos» (Ac 16,9). Ojalá que el gran jubileo del año 2000 encuentre a la Iglesia más generosa y dispuesta a acoger el mandato del Señor: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), para llevar por doquier con renovado ardor el anuncio de la salvación.

Con estos deseos, a la vez que encomiendo vuestro encuentro a la maternal intercesión de la Virgen de Nazaret y de san José, le imparto una especial bendición apostólica a usted, venerado hermano, a los obispos, a todos los que han intervenido, a los que forman parte del variado mundo del trabajo y a los que esperan encontrar un empleo.

Vaticano, 10 de noviembre de 1998

Discursos 1998 - Sábado 7 de noviembre de 1998