Discursos 1998 - FERNANDO CHARRIER


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

DURANTE UN SOLEMNE ACTO ACADÉMICO

EN LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD URBANIANA


Miércoles 11 de noviembre de 1998



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres rectores de las universidades pontificias y de los ateneos de Roma;
amadísimos alumnos:

1. Es para mí motivo de gran alegría presidir este solemne acto académico, al término del cual bendeciré la renovada aula magna de esta universidad pontificia. En efecto, aquí se preparan espiritualmente y se forman teológicamente los que irán a las diversas partes del mundo a anunciar, como nuevos apóstoles, el evangelio de Jesucristo.

Saludo cordialmente, ante todo, al señor cardenal Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos y gran canciller de la Pontificia Universidad Urbaniana, y le agradezco las amables palabras que en nombre de todos los presentes me ha dirigido al comienzo de nuestro encuentro. Expreso también mi sincera gratitud al cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, por la docta relación que acaba de tener.

Saludo a los rectores y profesores de las universidades pontificias y de los ateneos de Roma. Y os saludo con afecto a todos vosotros, amadísimos profesores, alumnos y colaboradores de la universidad Urbaniana, así como a todos los que han querido participar en este significativo momento de reflexión teológica y comunión eclesial.

2. El cardenal Ratzinger nos ha introducido con magistral pericia en la lectura de un aspecto específico de la encíclica Fides et ratio. Tomando pie de sus consideraciones, quisiera centrar ahora vuestra atención en lo que constituye, de alguna manera, el núcleo de la encíclica, es decir, la relación entre la fe y la razón, que es importante destacar, sobre todo en un período como el nuestro, caracterizado por cambios de época de la sociedad y de la cultura.

El paso progresivo hacia formas de pensamiento que se reúnen bajo la denominación de «posmodernidad» exige que también la Iglesia preste la debida atención a ese proceso, haciendo oír su voz, para que nadie quede privado de la aportación peculiar que brota del Evangelio (cf. Fides et ratio FR 91). Por otra parte, esta preocupación se justifica si se piensa en el delicado papel que la filosofía desempeña en la formación de la conciencia, en la animación de las culturas y, por consiguiente, en la inspiración de leyes que regulan la vida social y civil. En esta tarea, aun dentro de la autonomía de su estatuto epistemológico, no puede menos de beneficiarse de la compañía de la fe, que le indica senderos por recorrer para alcanzar cumbres aún más altas.

3. A nadie escapa la importancia que la filosofía ha adquirido progresivamente a lo largo de los siglos. Algunos sistemas perduran hasta nuestros días, gracias a la fuerza especulativa que les ha permitido promover un progreso seguro en la historia de la humanidad. Por otra parte, el papel que la filosofía desempeña no puede relegarse a un círculo restringido de personas. «Cada hombre, como ya he dicho, es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta sobre el sentido de la propia existencia. Con esta luz interpreta sus vicisitudes personales y regula su comportamiento» (Fides et ratio FR 30).

El acto de pensar define al hombre dentro de la creación. Al pensar, puede responder del mejor modo posible a la misión, que le ha confiado el Creador, de cultivar y cuidar el jardín del Edén, donde se encuentra «el árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gn 2,15 Gn 2,17 cf. Fides et ratio FR 22). Así pues, con el pensamiento cada uno realiza una experiencia, por así decir, de «auto-trascendencia», ya que se supera a sí mismo y supera los límites que lo restringen, para acercarse a lo infinito.

La 4. Sin embargo, el hombre, cuanto más se abre a lo infinito, tanto más descubre el límite que lleva en sí mismo. Se trata de una experiencia dramática, porque al mismo tiempo que se sumerge en nuevos espacios, descubre que no logra ir más allá. A esto se añade la experiencia del pecado: la existencia humana está marcada por él, de modo que también la razón siente su peso. Una expresión de la Carta a Diogneto, escrita en los albores de la literatura cristiana, casi comentando el texto del Génesis, permite comprender más a fondo esta condición. Escribe su autor desconocido: «En este lugar se plantó el árbol de la ciencia y el árbol de la vida; lo que mata no es el árbol de la ciencia sino la desobediencia » (XII, 1). Por tanto, éste es el motivo real de la debilidad del pensamiento y de su incapacidad de elevarse más allá de sí mismo. La desobediencia, signo del deseo de independencia, mina el obrar del hombre y amenaza con bloquear su elevación hacia Dios, incluso en el ámbito de la reflexión filosófica.

Cuando la ciencia se enroca orgullosamente en sí misma, corre el riesgo de no expresar siempre perspectivas de vida; si, por el contrario, va acompañada por la fe, entonces recibe su ayuda para buscar el bien del hombre. El apóstol Pablo advierte: «La ciencia hincha, la caridad en cambio edifica» (1Co 8,1). La fe, que se fortalece con la caridad y se expresa en ella, sugiere a la ciencia un criterio de verdad que mira a la esencia del hombre y a sus verdaderas necesidades.

5. En un ámbito académico como éste, creo que es importante subrayar otro aspecto que mencioné en la encíclica Fides et ratio. No sólo reafirmé en ella la necesidad, sino también la urgencia de una reanudación del diálogo entre la filosofía y la teología que, cuando se ha efectuado correctamente, ha producido evidentes beneficios tanto para una como para otra. La invitación que dirigí para que se cuide «con particular atención la preparación filosófica de los que habrán de anunciar el Evangelio al hombre de hoy» (Fides et ratio FR 105) es el eco de la misma invitación que hicieron a su tiempo, con fuerte convicción, los padres conciliares (cf. Optatam totius OT 15). En efecto, mientras que el estudio de la filosofía abre la mente de los jóvenes alumnos para comprender las exigencias del hombre contemporáneo y su modo de pensar y afrontar los problemas (cf. Gaudium et spes GS 57), la profundización de la teología permitirá dar a esas exigencias la respuesta de Cristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6), dirigiendo la mirada al sentido pleno de la existencia.

En un momento en que parece afirmarse la fragmentación del saber, es importante que la teología sea la primera en hallar formas que permitan la identificación de la unidad fundamental que une entre sí los diferentes caminos de investigación, mostrando su meta última en la verdad revelada por Dios en Jesucristo. Desde este punto de vista, la misma teología podrá apoyarse en una filosofía abierta al misterio y a su revelación, para hacer comprender que la inteligencia de los contenidos de fe favorece la dignidad del hombre y su razón.

6. Recuperando cuanto ha sido patrimonio del pensamiento cristiano, escribí que la relación entre la teología y la filosofía debería estar marcada por «la circularidad » (Fides et ratio FR 73), como acaba de recordar también el cardenal Ratzinger. De este modo, tanto la teología como la filosofía se ayudarán recíprocamente para no caer en la tentación de encerrar en los límites de un sistema la novedad perenne que contiene el misterio de la revelación traída por Jesucristo. Ésta seguirá implicando siempre una novedad radical, que ningún pensamiento podrá jamás explicar plenamente ni agotar.

La verdad puede acogerse siempre y sólo como un don totalmente gratuito, que es ofrecido por Dios y debe ser recibido en la libertad. La riqueza de esta verdad se inserta en el entramado humano y necesita expresarse en la multiplicidad de formas que constituyen el lenguaje de la humanidad. Los fragmentos de verdad que cada uno lleva consigo deben tender a reunirse con la verdad única y definitiva que encuentra su forma perfecta en Cristo. En él, la verdad sobre el hombre se nos dona sin medida en el Espíritu Santo (cf. Jn Jn 3,34), y suscita un pensamiento que no sólo es deudor de la razón, sino también del corazón. De este pensamiento profundo y fecundo da testimonio la «ciencia de los santos», que hace un año me impulsó a proclamar doctora de la Iglesia a santa Teresa de Lisieux, siguiendo las huellas de numerosos santos, hombres y mujeres, que han marcado de manera significativa la historia del pensamiento cristiano, tanto teológico como filosófico. Es hora de que la experiencia y el pensamiento de los santos se valoren de manera más atenta y sistemática, para profundizar las verdades cristianas.

7. Los teólogos y los filósofos, según las exigencias de sus respectivas disciplinas, están llamados a considerar al único Dios que se revela en la creación y en la historia de la salvación como la fuente perenne de su trabajo. La verdad que viene «de lo alto», como muestra la historia, no va contra la autonomía del conocimiento racional, sino que lo impulsa hacia nuevos descubrimientos que originan un auténtico progreso para la humanidad, al favorecer la elaboración de un pensamiento capaz de llegar a lo íntimo del hombre, haciendo madurar en él frutos de vida.

Quiero encomendar estas perspectivas y estos deseos a la intercesión de la Virgen, invocada como «Sede de la sabiduría», y, a la vez que invoco su constante protección sobre vosotros y sobre el «crisol del pensamiento» que está llamada a ser vuestra universidad, os imparto a todos mi afectuosa bendición apostólica. ¡Gracias!

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SEÑOR MARCO CÉSAR MEIRA NASLAUSKY,

NUEVO EMBAJADOR DE LA REPUBLICA FEDERATIVA DE BRASIL


Jueves 12 de noviembre de 1998



Señor embajador:

1. Me complace acoger al distinguido representante de Brasil en este acto de presentación de sus cartas credenciales como embajador extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede. Lo recibimos hoy, como siempre lo haremos, con la atención y el interés que merecen la persona de su excelencia y su noble país; éste, además, ha demostrado recíproca consideración, incluso en la elección de los mandatos para esta misión, al reflejar el sincero afecto del pueblo brasileño, y en primer lugar del presidente de la República Federativa de Brasil, por el Sucesor de Pedro.

Por eso, agradezco las amables palabras y el saludo que el más alto mandatario de la nación ha deseado hacerme llegar por medio de su excelencia. Le ruego encarecidamente que tenga la amabilidad de transmitirle mi saludo, con mis mejores deseos de paz y bien.

2. Con la reciente reelección del señor presidente de la República, el Gobierno brasileño se prepara para dar continuidad a la obra de saneamiento social, debido, como su excelencia afirmaba, «a los abusos e injusticias acumulados » durante los años de inestabilidad política y económica. He seguido con interés principalmente la aplicación de los mecanismos de acción, destinados, entre otras cosas, a afrontar una distribución más justa de las riquezas, el derecho a la instrucción escolar y a la educación en todos los niveles, el arduo problema de la deuda pública y el drama del desempleo en muchos sectores de la economía nacional. Observo con satisfacción los frutos alcanzados gracias al compromiso del Gobierno brasileño de dar prioridad al área social, en defensa de los derechos humanos, especialmente de la infancia, y a la aplicación efectiva de la reforma agraria. Se trata de grandes desafíos para la paz y el progreso armonioso de la sociedad, pero, como usted comprenderá, tienen relación con una exigencia social más amplia, que ve en el bienestar futuro de la familia brasileña el punto de referencia insustituible de toda acción gubernativa.

Señor embajador, siendo así, permítame añadir que la comprobación del desarrollo de Brasil, que se ha registrado durante estos últimos años, será duradera en la medida en que se produzca, al mismo tiempo, un crecimiento de los valores morales que hacen de la solidaridad, especialmente entre los menos favorecidos, el eje de las decisiones más importantes. La crisis global que atraviesa el mundo no es sólo de carácter financiero, sino más bien de valores, de ideales y del fundamento moral, que afecta de modo especial a la familia. Por eso, el año pasado, durante mi viaje pastoral a Río de Janeiro para el II Encuentro mundial de las familias, quise subrayar el hecho de que «a través de la familia, toda la existencia humana está orientada al futuro. En ella el hombre viene al mundo, crece y madura. En ella se convierte en ciudadano cada vez más responsable de su país y en miembro cada vez más consciente de la Iglesia» (Homilía, 5 de octubre de 1997, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de octubre de 1997, p. 7).

3. El momento de esperanza que vive el país y el deseo de su pueblo de que se renueve la sociedad en su conjunto, son estímulos fuertes para una mayor cooperación y sentimientos de participación en el bien común, que están en la raíz de la tradición cristiana del pueblo de la Tierra de la Santa Cruz.

No cabe duda de que la proximidad de la celebración de los dos mil años del nacimiento de Cristo, que coincide con los quinientos años de la evangelización de Brasil, servirá para recoger las experiencias pasadas y abrirse a los desafíos futuros, teniendo en cuenta el papel que la Providencia llamará a desempeñar a su gran nación en el panorama internacional.

También sabemos que sólo podrá lograrse un orden temporal más justo si el progreso material va acompañado por una mejora de las personas, es decir, de los valores morales, a nivel nacional e internacional, como recordé en la encíclica Sollicitudo rei socialis; en efecto, la interdependencia que hoy caracteriza y condiciona la vida de las personas y de los pueblos debe ser un presupuesto moral que lleve a «la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común» (n. 38). La defensa de los más abandonados por la sociedad, la transparencia en las decisiones políticas según criterios de justicia, equidad y solidaridad, una integración constante de las razas y las culturas son, entre otros aspectos, postulados indispensables de toda sociedad, sobre todo de la brasileña que, desde hace mucho tiempo, participa en el escenario de las decisiones internacionales como promotora de paz y concordia entre las naciones.

Señor embajador, expreso mis mejores deseos de que al consolidar estas exigencias, Brasil siga apoyándose en los principios cristianos de su pueblo, para un renovado empeño en favor del bien común, contrapuesto al individualismo reinante en muchas regiones del globo, que está sofocando las más nobles aspiraciones de bien. En este sentido, deseo reiterar aquí que la Iglesia seguir á siempre el rumbo trazado por el Redentor de los hombres, basándose en los principios evangélicos de caridad y justicia, para que, en el ámbito de su misión propia y con el respeto debido al pluralismo, sea promotora de todas las iniciativas que sirvan a la causa del hombre como ciudadano e hijo de Dios. El ejemplo de fray Galvão, beatificado recientemente, por todos conocido como «el hombre de la caridad y la paz», y que renació en Cristo el mismo año en que su país conquistó la independencia, indica a todos los hombres de buena voluntad el camino de una nación cada vez más justa y fraterna.

La Santa Sede, por su parte, seguirá favoreciendo también el mejor entendimiento entre los pueblos, de modo especial entre los países latinoamericanos, unidos por fuertes vínculos históricos, culturales y religiosos, potenciando los valores morales y espirituales que refuerzan la solidaridad efectiva y eliminan las barreras que tanto dificultan la comprensión y el diálogo en la comunidad internacional.

4. Señor embajador, al término de nuestro encuentro, le ruego gentilmente que transmita mis sinceros deseos de felicidad al señor presidente de la República, en este momento en que se prepara para dirigir, durante un segundo mandato, los altos destinos de Brasil; asimismo, deseo manifestarle mi gratitud por las palabras de aprecio que el señor Fernando Henrique Cardoso, en unión con todos los brasileños, quiso enviarme con ocasión de la beatificación de fray Antônio de Santa Ana Galvão. A su excelencia le expreso la estima y el apoyo de toda la Sede apostólica para la nueva e importante misión que hoy está a punto de empezar; suplico a Dios que la corone con abundantes frutos y alegrías.

Al pedirle que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante cuantos en su Gobierno guían el destino del pueblo brasileño, aprovecho esta circunstancia para implorar, por intercesión de Nuestra Señora de Aparecida, las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso sobre su persona, su mandato y sus familiares, así como sobre todos los amados hijos de la noble nación brasileña.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PARTICIPANTES EN LA XXIII ASAMBLEA PLENARIA

DEL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»


Jueves 12 de noviembre de 1998



Venerados y queridos hermanos y hermanas del Consejo pontificio «Cor unum»:

1. Con gran alegría os acojo durante la asamblea plenaria de vuestro dicasterio que, al aproximarse el año 2000, está dedicada al gran jubileo. Agradezco a vuestro presidente, monseñor Paul Josef Cordes, el cordial saludo que me ha dirigido en nombre de todos. Expreso, al mismo tiempo, mi estima a los miembros, a los oficiales y a los consultores del dicasterio por el esmero con que realizan su trabajo y, en particular, por el empeño que ponen en preparar del mejor modo posible el evento jubilar.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente propuse a todos los fieles que vivan este último año de preparación inmediata para la celebración jubilar como «camino hacia el Padre» (n. 50) y como profundización de la virtud de la caridad. Precisamente de aquí habéis tomado el tema de vuestro encuentro: «Hacia el gran jubileo, año 1999: el Padre del amor». Espero que vuestras reflexiones al respecto contribuyan a impulsar iniciativas útiles, con vistas a esa cita histórica.

2. Desde siempre el corazón del hombre se interroga sobre las grandes cuestiones, como, por ejemplo, el misterio de la justicia de Dios frente al problema del mal y del dolor, porque el ser humano lleva en sí el anhelo de vivir y realizarse plenamente en el amor. Para quien mira al prójimo con amor, la miseria presente en el mundo es motivo de profunda inquietud y, a veces, el sufrimiento injusto de muchos puede suscitar también la duda sobre la bondad y la providencia de Dios. Frente a estas situaciones no podemos permanecer indiferentes; por el contrario, el gran jubileo debe ser una ocasión propicia para renovar la adhesión de fe a Dios, que en su paternidad ama al hombre con un amor inigualable e infinito, y para intensificar nuestra generosidad con quienes pasan dificultades.

El Consejo pontificio «Cor unum» está llamado a manifestar la atención de la Iglesia universal a los pobres y, en particular, la solicitud del Santo Padre por sus sufrimientos y miserias. Así, vuestro dicasterio se hace intérprete de la misión que la Iglesia cumple desde siempre en favor de los más necesitados, poniendo en práctica lo que Cristo testimonió con su vida y dejó como testamento a sus discípulos. A este respecto, la parábola del buen samaritano es significativa: un extranjero atiende con amor a una persona asaltada y herida, y pone a disposición su tiempo y su dinero para curarla. Es imagen de Jesús, que dio su vida para salvar al hombre: al hombre que sufre, solo, víctima de la violencia y del pecado.

En otra página muy conocida del Evangelio, que refiere el juicio universal, el Señor se identifica con los que tienen hambre y sed, con los que están enfermos o en la cárcel (cf. Mt Mt 25,40 Mt Mt 25,45). Por eso, en Cristo contemplamos el amor de Dios, que se encarna y penetra toda la realidad humana, para asumirla, sin ningún compromiso con el pecado, incluso en sus aspectos más dolorosos y problemáticos. Él «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo» (Ac 10,38). En la persona del Hijo de Dios hecho hombre se pone de manifiesto que Dios es amor no sólo con palabras, sino también «con obras y según la verdad» (1Jn 3,18). Así, la predicación de Cristo va acompañada siempre por los signos, que dan testimonio de cuanto él revela acerca del Padre. Su atención a los enfermos, a los marginados y a los que sufren muestra que para Dios el servicio al hombre es más importante que el cumplimiento material de la ley. El amor de Dios garantiza que el hombre no está condenado al sufrimiento y a la muerte, sino que puede ser liberado y redimido de toda esclavitud.

En efecto, existe un mal más profundo, contra el que Cristo libra una auténtica batalla. Es la guerra contra el pecado, contra el espíritu del mal, que esclaviza al hombre. Los milagros de Jesús son signos de la curación integral de la persona, que parte siempre del corazón, como él mismo explicó cuando curó al paralítico: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados .dice entonces al paralítico.: .Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.» (Mt 9,6). Así, en su predicación y en sus acciones reconocemos su solicitud por las necesidades del espíritu, que pide amor, y por las del cuerpo, que pide alivio para su dolor.

3. Queridos hermanos, vosotros representáis a los numerosos organismos católicos que sostienen en todo el mundo la labor caritativa de la Iglesia. Deseo expresaros mi particular gratitud por las múltiples actividades que realizáis en nombre de la comunidad eclesial, testimoniando de muchas maneras el amor de Cristo a los más pobres. Vuestra obra constituye un signo de esperanza para mucha gente, y se inserta en la tarea de la nueva evangelización que la Iglesia está llevando a cabo en este paso de milenio. Una evangelización que pide que las palabras vayan acompañadas de obras, que el anuncio se confirme con el testimonio, difundiendo por doquier el evangelio de la caridad. Los cristianos, presentes en el mundo de la miseria y del sufrimiento, quieren dar de este modo al hombre de hoy signos elocuentes de la paternidad de Dios, conscientes de que el Padre celestial inspira en nuestro corazón la auténtica caridad.

Sé que vuestro Consejo pontificio ha acogido con particular interés las indicaciones que ofrecí en la carta apostólica Tertio millennio adveniente para el próximo año, dedicado precisamente al Padre. Os doy las gracias porque habéis querido haceros intérpretes de este mensaje y porque habéis querido promover algunas iniciativas para manifestar la comunión de bienes que la primera comunidad apostólica testimoniaba de forma conmovedora.

En particular, deseo mencionar los «Cien proyectos del Santo Padre». Con esta iniciativa, algunas instituciones benéficas y algunas diócesis con muchos recursos han sostenido proyectos de desarrollo en zonas menos favorecidas de la tierra. Estos proyectos encuentran un común denominador en las «obras de misericordia corporales y espirituales», que la tradición eclesial ha fomentado siempre, para cumplir el mandamiento del amor y salir al encuentro del hombre en sus necesidades físicas y espirituales. Así, se pone de relieve que la comunión eclesial no conoce división de «raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9), y que se interesa por todo hombre, abriéndose a una visión verdaderamente universal.

También merece citarse la iniciativa denominada «Panis caritatis». Está difundiéndose en Italia y tiene como objetivo primario mostrar los vínculos de fraternidad y comunión que deben unir a los hombres entre sí, por su referencia común a Dios, Padre de toda la humanidad.

4. Todas estas iniciativas, además de los amplios y significativos programas que los organismos católicos desarrollan en muchas naciones del mundo, manifiestan que la Iglesia es sensible a las necesidades del hombre. Sin embargo, es consciente y testimonia al mismo tiempo que las necesidades inmediatas del ser humano no son ni las únicas ni las más importantes. Precisamente al respecto dice Jesús en el evangelio: «¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?» (Mt 6,25). El hombre es una criatura abierta a la trascendencia y en lo más íntimo de su corazón siente un anhelo profundo de verdad y de bien, únicas realidades que satisfacen plenamente sus exigencias. Se trata del hambre y la sed de Dios que hoy, como en todo tiempo, no se apagan en las conciencias. La Iglesia se siente llamada a hacerse mensajera ante el hombre contemporáneo del anuncio de la gracia y de la misericordia que Dios Padre nos dio en Cristo Jesús. La acción del Consejo pontificio «Cor unum» se sitúa en este ámbito como signo de una salvación mayor, que atañe al hombre en su dimensión más profunda y que se realiza en la vida eterna.

Desde esta perspectiva, orientada a la caridad que «no acaba nunca» (1Co 13,8), deseo que en el año 1999, víspera del gran jubileo, vuestra obra, tan importante para la Iglesia y para el testimonio cristiano en el mundo de hoy, exprese plena y eficazmente su mensaje de amor y fraternidad. Con este fin, os aseguro mi apoyo constante en la oración y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a cuantos, en todo el mundo, colaboran con vuestro dicasterio al servicio de los más pobres y necesitados.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN CONGRESO ORGANIZADO EN ROMA

POR LA ACADEMIA DIPLOMÁTICA INTERNACIONAL


Viernes 13 de noviembre de 1998



Queridos amigos:

1. Me alegra acogeros al término de vuestro congreso sobre: «Veinte años de diplomacia pontificia bajo Juan Pablo II». Quisiera, ante todo, dar las gracias a los organizadores de este encuentro: la Academia diplomática internacional y el Instituto europeo para las relaciones entre la Iglesia y el Estado, así como a los diferentes ponentes, que han presentado análisis de conjunto acerca de la actividad diplomática de la Santa Sede o que han abordado cuestiones particulares relacionadas con situaciones precisas y a menudo delicadas en el ámbito de las negociaciones. Esta iniciativa es el signo de la atención que prestáis a la Santa Sede y a su acción en todo el mundo. Deseo que vuestras provechosas jornadas de trabajo sean una ocasión para que numerosas personas descubran y profundicen los diferentes aspectos de la misión diplomática del Papa y de la Santa Sede.

Vuestro congreso se inscribe en la celebración del vigésimo aniversario del pontificado del Papa que os acoge en este momento. Habéis querido reflexionar en una dimensión importante y original de su ministerio pastoral: su participación activa en la vida diplomática. El Papa es el Siervo de los siervos de Dios, el siervo del Dios de la historia, que creó el mundo para que el ser humano viviera en él; no para abandonarlo a su suerte, sino para guiarlo hacia su realización plena; también es el siervo del hombre.

El Señor transmitió a la Iglesia su amor al hombre. Por eso, según una larga tradición y según los principios internacionales, el Siervo de los siervos de Dios cumple su misión diplomática como un servicio concreto a la humanidad, en el marco de su ministerio pastoral. Así, la Santa Sede quiere dar a todos los hombres y a todos los pueblos una contribución específica, para ayudarles a realizar cada vez mejor su destino, en paz y concordia, con vistas al bien común y al desarrollo integral de las personas y los pueblos.

2. Vuestro congreso ha analizado los últimos veinte años de este siglo y milenio, durante los cuales hemos sido testigos de numerosos cambios, signo del deseo profundo de vivir en libertad, conquistada con frecuencia a costa de grandes sacrificios, pero signo también de profunda inquietud y viva esperanza.

La diplomacia, unas veces precursora y protagonista, y otras limitándose a seguir y aprobar los cambios ya realizados, atraviesa un período de transición. En nuestros días, ya no afronta enemigos; partiendo de oportunidades comunes, se esfuerza por aceptar los desafíos de la globalización y por eliminar las amenazas que no dejan de presentarse a escala mundial. En efecto, los diplomáticos de hoy no necesitan tratar en primer lugar cuestiones relativas a la soberanía territorial, las fronteras y los territorios, aunque en algunas regiones estas cuestiones aún no han sido resueltas. Los nuevos factores de desestabilización son la pobreza extrema, los desequilibrios sociales, las tensiones étnicas, la degradación ambiental y la falta de democracia y respeto a los derechos del hombre; por otra parte, los factores de integración ya no pueden apoyarse simplemente en un equilibrio de fuerzas, ni en la disuasión nuclear o militar, ni en el acuerdo entre los gobiernos.

3. Así se comprende mejor por qué la única finalidad de la diplomacia pontificia es promover, extender a todo el mundo y defender la dignidad del hombre y todas las formas de convivencia humana, que abarcan desde la familia, el puesto de trabajo, la escuela, la comunidad local, hasta la vida regional, nacional e internacional. Participa activamente, según sus modalidades propias, en la traducción a formas jurídicas de los valores y los ideales sin los cuales la sociedad se dividiría. Pero, sobre todo, se esfuerza por lograr que el consenso sobre los principios fundamentales pueda concretarse en la vida nacional e internacional. Actúa con la convicción de que, para garantizar la seguridad y la estabilidad de las personas y de los pueblos, hay que lograr aplicar los diferentes aspectos del derecho humanitario a todos los pueblos, sin distinción, incluso en el campo de la seguridad, según el principio de la justicia distributiva. En todo el mundo, la Iglesia tiene el deber de hacer oír su voz, para que todos perciban la voz de los pobres como una llamada fundamental a la comunión y a la solidaridad. La solicitud del Sucesor de Pedro y de las Iglesias particulares distribuidas por todo el mundo busca el bien espiritual, moral y material de todos. La vida diplomática se funda en los principios éticos que sitúan a la persona humana en el centro de los análisis y las decisiones, y que reconocen la dignidad de todo ser humano y de todo pueblo, puesto que cada uno tiene derecho inalienable a una vida digna, en razón de su naturaleza. Ya recordé en otra ocasión que, «si no existe una verdad última, que guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder» (Centesimus annus CA 46).

No es aceptable que se mantengan indefinidamente algunas diferencias entre los continentes, por razones políticas y económicas. Los diplomáticos y los gobernantes de las naciones deben esforzarse para que se privilegien los aspectos éticos en los procesos en que se toman decisiones, en todos los niveles. Desde este punto de vista, los diplomáticos, al estar en contacto con la realidad diaria que viven los pueblos, que ellos descubren y aprenden a conocer y amar, deben dar cuenta del desamparo de las personas y los pueblos oprimidos por situaciones que los superan, pues estas últimas están relacionadas con los sistemas internacionales, cada vez más duros para los países en vías de desarrollo.

La Sede apostólica, como es normal, realiza su actividad diplomática ante los Gobiernos, las organizaciones internacionales y los centros de decisión que se multiplican en la sociedad actual y, al mismo tiempo, se dirige a todos los protagonistas de la vida internacional, personas o grupos, para suscitar el consenso, la buena voluntad y la colaboración en lo que atañe a las grandes causas del hombre.


Discursos 1998 - FERNANDO CHARRIER