Discursos 1998 - Viernes 20 de noviembre de 1998


DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE AUSTRIA

EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 20 de noviembre de 1998



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado:

1. La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos y cada uno de vosotros. Me alegra poderos recibir con ocasión de vuestra visita ad limina. La peregrinación a las tumbas de los príncipes de los Apóstoles es un momento significativo en la vida de cada pastor, pues le brinda la posibilidad de manifestar su comunión con el Sucesor de Pedro y compartir con él las solicitudes y las esperanzas vinculadas al ministerio episcopal.

El affectus collegialis nos reúne en la oración, en la celebración eucarística y en la reflexión fraterna sobre los problemas pastorales más urgentes, impulsados todos por el deseo de escuchar la voz del Señor en medio de la multiplicidad de voces y opiniones humanas, a fin de responder cada vez con más eficacia a sus expectativas. El Sucesor de Pedro tiene la misión de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc Lc 22,32) y de ser, en la Iglesia, «el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión» (Lumen gentium LG 18), de la que también todos los obispos, juntamente con él, son responsables a su manera.

2. Hace pocos meses esta solicitud pastoral me impulsó a haceros una tercera visita a los pastores y a los fieles encomendados a vosotros en Austria. En esa ocasión llamé vuestra atención sobre un tema particularmente urgente en la Iglesia de vuestro amado país: el auténtico sentido del diálogo en el interior de la Iglesia. Entonces, al exponeros algunos criterios que definen el diálogo como experiencia espiritual, puse de manifiesto algunos peligros que pueden hacerlo ineficaz. En particular, quise animaros a promover dentro de la Iglesia un diálogo de salvación: «Para todos los interlocutores se sitúa siempre a la luz de la palabra de Dios. Por tanto, supone un mínimo de acuerdo y unión de base. La fe viva, transmitida por la Iglesia universal, representa el fundamento del diálogo para todas las partes» (Discurso a los obispos austriacos en Viena, 21 de junio de 1998, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de julio de 1998, p. 8).

3. Me alegra que, en las Iglesias particulares encomendadas a vosotros, un verdadero diálogo en todos los niveles se haya convertido en el compromiso más urgente de vuestra solicitud pastoral y que hayáis tratado de implicar en él a todos los fieles.

Precisamente esto me da pie para nuestra reflexión de hoy: quisiera hablar con vosotros sobre la comunión, que es el presupuesto del diálogo. Por eso, en el discurso que acabo de citar, aludí a la necesidad de un «mínimo acuerdo y unión de base» para poder entablar un diálogo constructivo. Al mismo tiempo, la comunión también es fruto del diálogo: si la confrontación es sincera y abierta, y si los interlocutores tienen una plataforma de convicciones comunes, el coloquio puede llevar fácilmente a una profundización del entendimiento recíproco. El diálogo de salvación debe desarrollarse en la comunión de la Iglesia. Sin esta convicción fundamental, se corre el peligro de que ese diálogo se reduzca a una experiencia superficial de convivencia sin compromiso.

4. En este contexto, conviene considerar a la luz del concilio Vaticano II la índole y la misión de la Iglesia. Releyendo los numerosos documentos conciliares que ilustran los diversos aspectos de la Iglesia, encontramos en ellos una perspectiva que merece especial relieve. Precisamente en el tema de la comunión, al inicio los textos conciliares no tratan las cuestiones relativas a la organización de la Iglesia: las estructuras, las competencias y los métodos. Más bien tratan sobre la realidad de la que nace la Iglesia y por la que vive. Los textos hablan de la Iglesia como misterio. Redescubrir este misterio de la Iglesia y traducirlo a la vida eclesial es la actualización —el «aggiornamento»— a menudo reafirmada por el Concilio. Esa actualización no tiene nada que ver ni con la adaptación de la verdad salvífica a la moda del momento ni con una espiritualización ingenua de la Iglesia en la evanescencia de un misterio inefable.

Recuerdo la impresión que en numerosos padres conciliares suscitó el título «De Ecclesiae mysterio» en el primer capítulo de la Lumen gentium. Para muchos esa expresión les resultó entonces tan desconocida como lo es hoy de nuevo para algunos. Este misterio significa una realidad salvífica trascendente que se manifiesta de manera visible en la historia. Para el Concilio el misterio de la Iglesia consiste en el hecho de que por Cristo tenemos acceso al Padre en un solo Espíritu para participar así en la misma naturaleza divina (cf. Lumen gentium LG 3-4 Dei Verbum DV 1). Por consiguiente, la comunión de la Iglesia es modelada, realizada y sostenida por la comunión de Dios uno y trino. En cierto sentido, la Iglesia es el icono de la comunión trinitaria del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

5. A primera vista, estas definiciones podrían parecer lejanas de las preocupaciones pastorales de quien está en contacto con los problemas concretos del pueblo de Dios. Estoy seguro de que vosotros estáis de acuerdo conmigo en que esa impresión es infundada. Quien se toma en serio la Iglesia como realidad salvífica se da cuenta de que no es tal por virtud propia. Una Iglesia concebida exclusivamente como comunidad humana no sería capaz de encontrar respuestas adecuadas al anhelo humano de una comunión que pueda sostener y dar sentido a la vida. Sus palabras y acciones no podrían resistir frente a la gravedad de los problemas que gravan sobre los corazones humanos. En efecto, el ser humano anhela algo que lo trascienda, que supere todas las teorías humanas, desenmascarándolas en su insatisfactoria finitud. La Iglesia como misterio nos consuela y nos alienta al mismo tiempo. Nos trasciende y, como tal, puede convertirse en embajadora de Dios. En la Iglesia la autocomunicación de Dios se ofrece al deseo del hombre de encontrar su plena realización.

6. Aquí se plantea la cuestión de Dios, tal vez el problema más serio que vosotros, los pastores en Austria, debéis afrontar. La cuestión de Dios, aunque no se proponga claramente en público, mueve los corazones humanos. Por desgracia, a menudo hoy se responde a ella con el ateísmo disfrazado o con la indiferencia descarada. Tras estas actitudes se oculta el deseo de construir la serenidad y la comunión humana incluso sin Dios. Pero esos intentos no dan, y no pueden dar, resultados satisfactorios. ¡Ay de la Iglesia si estuviera demasiado implicada en las cuestiones temporales y no le quedara tiempo para ocuparse de los temas que atañen a lo eterno!

Urge hoy promover la renovación de la dimensión espiritual de la Iglesia. Las cuestiones que conciernen a la estructura de la Iglesia pasan automáticamente a un segundo plano cuando la cuestión decisiva de Dios se pone en el centro del debate eclesial. Esa cuestión se ha de tratar con paciencia, en un sincero diálogo de salvación con los hombres y mujeres dentro y fuera de la Iglesia. En la Iglesia-misterio se encuentra también la clave de nuestra misión de obispos al servicio del pueblo de Dios. La primera pregunta que nos pueden plantear a los pastores no es: «¿Qué tenéis programado?», sino: «¿A quién habéis llevado a la comunión con Dios uno y trino?».

7. Esta reflexión ilumina a la Iglesia como misterio, poniéndola en relación con la participación en los dones salvíficos de Dios. Y aquí la Eucaristía asume un significado particular. No es casualidad que la participación en la mesa eucarística sea llamada «comunión». A este propósito san Agustín definió la Eucaristía como «signo de unidad y vínculo de caridad» (In Ioannis Evangelium Tractatus, XXVI, VI, 13). A eso se refer ían los padres conciliares cuando afirmaron que la comunión eclesial se funda en la comunión eucarística: «En la fracción del pan eucarístico compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros» (Lumen gentium LG 7).

8. En este momento no puedo por menos de exponeros dos graves preocupaciones que brotan de algunos datos negativos: los referidos a la participación en la celebración eucarística y a la falta de vocaciones. A la vez que expreso mi aprecio por todo lo que hacéis en defensa del domingo en la vida social y económica, siento el deber de exhortaros a impulsar de forma incansable y firme a los fieles encomendados a vosotros a cumplir el precepto dominical, tal como han hecho los pastores desde los primeros siglos hasta hoy: «Dejad todo en el día del Señor y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?» (Didascalia de los Apóstoles II, 59, 2-3).

Referid a vuestros sacerdotes que el Papa conoce las dificultades que experimentan muchos pastores de almas para afrontar el exceso de trabajo y de preocupaciones de todo tipo, vinculadas a su ministerio. El Papa conoce la solicitud pastoral de los numerosos sacerdotes diocesanos y religiosos, cuyo trabajo a veces los lleva hasta el agotamiento. La dificultad se agrava aún más en las comunidades parroquiales de diócesis como las vuestras, donde también las características del territorio exigen mucho esfuerzo y muchos sacrificios.

Al tiempo que expreso mi aprecio por los sacerdotes, siento el deber de impulsar también a los laicos a un diálogo benévolo y respetuoso con sus pastores, sin considerarlos un «modelo pasado de moda» de una estructura eclesial que, en opinión de alguno, podría incluso prescindir del ministerio sacerdotal.

9. Precisamente esta convicción, difundida incluso entre hombres y mujeres creyentes, de seguro que no es ajena al fenómeno de la disminución de las vocaciones en vuestras Iglesias. Conozco los esfuerzos que estáis haciendo para ayudar a los jóvenes a llegar a encontrarse con Cristo y a descubrir la llamada que dirige a cada uno para desempeñar un papel determinado en la Iglesia. Por lo demás, sabemos muy bien que los hombres no pueden «producir» las vocaciones; hay que pedirlas a Dios con oración constante. La vocación, al inicio, es como un brote delicado y vulnerable, que exige mucho cuidado y atención. Debe entablarse una relación viva entre los que ya son sacerdotes y los jóvenes que tal vez sienten una llamada inicial a este camino. Es muy importante que esos jóvenes encuentren sacerdotes serenos y creíbles, profundamente convencidos de la opción realizada y unidos por una cordial amistad con los demás presbíteros y con su obispo. Con este fin es necesario que los que comparten con el obispo el servicio de los fieles no lo consideren como un «ministro » lejano o un «jefe» autoritario, sino como un padre y un amigo.

Una cultura de auténtica comunión entre los sacerdotes y el obispo, así como su gozosa cooperación para el bien de la Iglesia, representan la tierra más fértil para que florezcan las vocaciones. Esto ya lo reafirmó el Concilio: los obispos «han de ser servidores en medio de los suyos: buenos pastores, que conocen a sus ovejas y a quienes ellas también conocen; verdaderos padres» (Christus Dominus CD 16).

10. Venerados hermanos, a pesar de todo, una certeza sostiene nuestra esperanza: los signos de la aurora de la salvaci ón son más numerosos que los datos que resultan de las tendencias negativas. Lo testimonian las dos mesas que el Señor en su bondad nos prepara continuamente: la de la Palabra divina y la de la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium SC 51 Dei Verbum DV 21). Precisamente a vosotros, los pastores, corresponde el gran honor, que es a la vez un sagrado deber, de hacer in persona Christi los «honores de casa», permitiendo a los fieles alimentarse abundantemente en la mesa de la Palabra y de la Eucaristía.

11. En los documentos conciliares la Iglesia es presentada como «creatura Verbi», puesto que «es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual» (Dei Verbum DV 21 cf. Lumen gentium LG 2). Esta convicción ha despertado en el pueblo de Dios un gran interés por la sagrada Escritura, con indudables beneficios para el camino de fe de cada uno.

Por desgracia, no han faltado malentendidos e interpretaciones erróneas: se han insinuado algunas concepciones de la Iglesia que no corresponden ni a los datos bíblicos ni a la tradición de la Iglesia apostólica. La expresión bíblica «pueblo de Dios» (laos tou theou) se ha entendido en el sentido de un pueblo estructurado políticamente (demos) según las normas válidas para cualquier otra sociedad. Y dado que la forma de régimen más adecuada a la sensibilidad actual es la democrática, se ha difundido en un cierto número de fieles la exigencia de una democratización de la Iglesia. Voces de este tipo se han multiplicado también en vuestro país, al igual que más allá de sus fronteras. Al mismo tiempo, a veces la interpretación auténtica de la palabra divina y el anuncio de la doctrina de la Iglesia han dejado su lugar a un pluralismo mal entendido, en virtud del cual se ha pensado que se podía descubrir la verdad revelada por medio de la demoscopia y de manera democrática.

¡Cómo no sentir profunda tristeza al constatar estos conceptos erróneos en materia de fe y de moral que, junto con ciertos temas de la disciplina de la Iglesia, han arraigado en la mente de tantos miembros del laicado! Sobre la verdad revelada ninguna «base» puede decidir. La verdad no es producto de una «Iglesia de abajo», sino un don que viene «de lo alto», es decir, de Dios. La verdad no es creación humana, sino don del cielo. El Señor mismo nos la ha encomendado a nosotros, los sucesores de los Apóstoles, revestidos de «un carisma cierto de verdad» (Dei Verbum DV 8), para que la transmitamos con integridad, la conservemos celosamente y la expongamos con fidelidad (cf. Lumen gentium LG 25).

12. Con íntima participación en las profundas preocupaciones de vuestro ministerio, os digo: venerados hermanos, ¡tened la valentía de la caridad y de la verdad! Ciertamente, no se ha de reconocer ninguna verdad que no vaya unida a la caridad. Pero también es preciso rechazar una caridad que no vaya unida a la verdad. El verdadero remedio contra el error consiste en anunciar a los hombres la verdad en la caridad. Os pido que cumpláis esta misión con todas vuestras fuerzas. A cada uno de nosotros se dirigen las palabras de san Pablo a su discípulo Timoteo: «Soporta las fatigas conmigo, como un buen soldado de Cristo Jesús. (...) Procura cuidadosamente presentarte ante Dios como hombre probado, como obrero que no tiene por qué avergonzarse, como fiel distribuidor de la Palabra de la verdad. (...) Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tm 2,3 2Tm 2,5 2Tm 4,2).

13. De la misma manera que participo en vuestras preocupaciones, deseo compartir vuestra satisfacción por la labor que estáis realizando en la Iglesia y en la sociedad en favor de la cultura de la vida. Precisamente la cultura de la vida se mueve dentro de los polos de la verdad y la caridad. Perseverad con valentía en vuestro testimonio de la doctrina transmitida, permaneciendo firmes en ella.

En particular, por lo que atañe al matrimonio, aunque la experiencia humana a menudo se siente impotente frente al fracaso de tantas uniones conyugales, el matrimonio sacramental, por voluntad divina, es y seguirá siendo indisoluble. Asimismo, aunque la mayor parte de la sociedad decidiera lo contrario, la dignidad de cada ser humano sigue siendo inviolable desde su concepción en el seno materno hasta su fin natural querido por Dios. Del mismo modo, a pesar de las repetidas manifestaciones de disenso, como si se tratara sólo de una cuestión disciplinar, la Iglesia no ha recibido del Señor la autoridad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres (cf. Ordinatio sacerdotalis, 4).

14. No me detengo a tratar otros temas, aunque sean significativos. Sin embargo, no puedo por menos de subrayar un dato: mientras en el mundo se siente cada vez con mayor intensidad la unidad de hombres y pueblos, aun respetando las diversas y apreciables características culturales, a veces se tiene la impresión de que la Iglesia en vuestro país cede a la tentación de replegarse en sí misma para ocuparse de cuestiones sociológicas en vez de entusiasmarse por la gran unidad católica: la comunión universal, que es comunión de Iglesias particulares agrupadas en torno al Sucesor de Pedro (cf. Lumen gentium LG 23).

Venerados hermanos, aprovechad cualquier oportunidad para invitar a vuestros fieles a elevar la mirada por encima de las torres de las iglesias austriacas. Precisamente el gran jubileo del año 2000 podría constituir la ocasión para ayudar a vuestros fieles a redescubrir con renovada pasión la Iglesia una, santa, católica y apostólica en toda su riqueza, para amarla más intensamente.

15. Queridos hermanos en el episcopado, con gran afecto os he hecho estas reflexiones sobre la Iglesia-comunión. Se podría decir y escribir mucho sobre la comunión, pero lo más importante es que nosotros, como sucesores de los Apóstoles, tratemos de vivirla de modo ejemplar. Por último, quisiera expresaros un deseo. En los años y meses pasados se han escrito muchas cosas sobre la Iglesia en Austria. ¿No sería, acaso, un buen signo que en vuestro amado país se discutiera menos sobre la Iglesia y, por el contrario, se meditara más sobre ella? Ya dije al comienzo que la Iglesia-comunión constituye el icono de la comunión que existe en el seno de la Trinidad santísima. Ante un icono, más que dedicarse a un análisis crítico, se siente la necesidad de abandonarse a la contemplación afectuosa para poder penetrar cada vez más en el misterio divino: éste es el trasfondo en el que se puede comprender de verdad a la Iglesia. María, icono de la comunión eclesial

16. Concluyo estas palabras invitándoos a contemplar ese icono de la comunión eclesial que es la santísima Virgen, tan venerada por muchos de vuestros compatriotas. Ella, «eternamente presente en el misterio de Cristo» (Redemptoris Mater RMA 19), se encuentra en medio de los Apóstoles en el corazón de la Iglesia primitiva y de la Iglesia de todos los tiempos: «La Iglesia se reunía en el cenáculo con María, la madre de Jes ús, y con sus hermanos. Por ello, no se puede hablar de Iglesia si no está presente también María, la madre del Señor, con sus hermanos» (Cromacio de Aquileya, Sermo 30, 1).

Que María, la Magna Mater Austriae, os acompañe con su intercesión en el esfuerzo por desempeñar vuestro ministerio, sostenidos por un sereno y valiente sentire cum Ecclesia, para ayudar a formar un anima ecclesiastica en el corazón de los fieles que os han sido encomendados. Asegurándoos mi constante recuerdo en la oración para que el Espíritu os asista en vuestro camino con la abundancia de sus dones, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos los miembros de vuestras diócesis.

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE NUEVA ZELANDA

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 21 de noviembre de 1998



Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

1. En la paz del Señor resucitado, os saludo a vosotros, obispos de Nueva Zelanda, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. Esta visita tiene un significado y una intensidad especiales, pues coincide con vuestra participación en la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos, centrada en Cristo, luz de las naciones y esperanza de todos los pueblos y de todas las épocas. Vosotros y vuestros hermanos en el episcopado de Australia, del Pacífico, de Papúa Nueva Guinea y de las islas Salomón os habéis reunido para reflexionar en lo que significa, en el umbral del tercer milenio, «seguir su camino, proclamar su verdad y vivir su vida ». Deseo ardientemente que viváis estos días con gran alegría y ánimo, sabiendo que, por la gracia de Jesucristo, «sois linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa» (1P 2,9).

Un momento muy significativo de vuestra visita ad limina es vuestra oración ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, cuya «memoria» en esta ciudad recuerda continuamente a toda la Iglesia lo que significa ser plenamente fieles al Señor. De modo especial, recuerda a los Sucesores de los Apóstoles cuánto puede pedirles el Señor. Aquí, como obispos, reflexionáis una vez más en vuestro ministerio y en el compromiso, el sacrificio y, a menudo, el gran sufrimiento que implica por amor al Evangelio. De hecho, somos maestros de una gran paradoja: en palabras de san Pablo, «predicamos a Cristo crucificado» (1Co 1,23), hasta el punto de que «quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25). La cruz de Jesucristo es el origen de la gracia que nos sostiene; es la fuente de nuestra comunión. Sólo «haciéndose semejantes al Señor en su muerte» (Ph 3,10), Pedro y Pablo superaron sus diferencias (cf. Ga Ga 2,11-21) y confirmaron la unidad que los impulsó finalmente a proclamar unánimes el amor que es más grande que todo lo que separa. Como hermano mayor, os invito a ser intrépidos y, a ejemplo de los Apóstoles que os han precedido, a seguir haciendo con fe y amor renovados lo que Cristo os pide en favor de quienes ha redimido con la sangre de su cruz.

2. Sin reflexión y oración sobre el sacrificio de Cristo en el Calvario nunca comprenderemos de verdad la relación entre la Iglesia y el mundo. Éste fue un tema clave del concilio Vaticano II, muy presente en nuestra mente y en nuestro corazón en estos días del Sínodo, durante los cuales revivimos algo de la gran gracia de comunión y fraternidad que experimentaron los padres conciliares. Después de la devastación de las dos guerras mundiales y en un mundo trastornado por las tragedias de Auschwitz e Hiroshima, los padres del Concilio procuraron discernir las nuevas energías que el Espíritu Santo estaba dando para una nueva evangelización. No deberíamos olvidar que el Concilio tenía como finalidad una dedicación más intensa a la misión de la Iglesia, y esa finalidad ha cobrado grandísima importancia durante los últimos años. La tarea de la evangelización sugiere siempre la cuestión de la relación entre la Iglesia y el mundo; y esta cuestión es importante, más aún, crucial para vuestro ministerio en la Iglesia que está en Nueva Zelanda.

Debéis preocuparos por inspirar y orientar las nuevas energías de la evangelización en el ámbito de una sociedad muy secularizada. Esta creciente secularización de la sociedad es un fenómeno complejo, y presenta algunos aspectos positivos; pero puede llevar a una situación en la que incluso la comunidad cristiana se secularice, y se oscurezca la distinción entre la Iglesia y el mundo. El Concilio insistió en que es preciso tomar en serio el diálogo de la Iglesia con la cultura. Pero esto no significa que haya que absolutizar la cultura hasta el punto de ponerla siempre como prioridad de la Iglesia. Cuando esto sucede, nos encontramos con lo que el siervo de Dios Papa Pablo VI, en su primera carta encíclica, definió como «conformidad con el espíritu del mundo», que .insistía. no puede «hacerla idónea para recibir el influjo de los dones del Espíritu Santo»; «no puede dar vigor a la Iglesia»; no puede «conferirle el ansia de la caridad hacia los hermanos y la capacidad de comunicar su mensaje de salvación» (Ecclesiam suam, 47). Ninguna cultura humana puede acoger plenamente la cruz de Jesucristo, la cual nos recuerda siempre que la distinción entre la Iglesia y el mundo es la premisa paradójicamente esencial del diálogo con la cultura, al que invitó el Concilio.

3. Las raíces de esta paradoja están en la Biblia, que elabora una teología profunda y sólida de la santidad, divina y humana. El Antiguo Testamento explica que Israel ha de ser santo como Dios mismo es santo (cf. Lv Lv 19,2). Eso significa que Israel tiene que ser distinto, precisamente como Dios es infinitamente distinto del mundo; se trata de un aspecto que la Biblia subraya constantemente, elaborando su doctrina sobre la trascendencia divina. Sin embargo, Israel no es diverso por sí mismo; su diversidad no es tampoco introversión o actitud defensiva. Así como Dios puede hacer que todas las cosas sean «buenas» (cf. Gn Gn 1,31) precisamente porque está sobre todas ellas, así también Israel ha de ser distinto con vistas al servicio. Del mismo modo que la trascendencia infinita de Dios hace posible la comunicación del amor perfecto, que culmina en el misterio pascual de Cristo, así, según la Biblia, la santidad del pueblo de Dios implica la libertad crítica en relación con la cultura y las culturas del entorno, que posibilita el servicio concreto y auténtico a la familia humana.

Lo que es verdadero para Israel en el Antiguo Testamento, no lo es menos para la Iglesia en el Nuevo e incluso en nuestro tiempo. La Iglesia de muchas maneras parece y es diferente; pero esta diferencia existe sólo con vistas al diálogo y al servicio; es decir, para la evangelización. El Concilio ha sido invocado a veces para justificar acciones que, en realidad, iban contra su finalidad, dado que estorban o impiden la nueva evangelización, que buscaba el Concilio. El problema de la «conformidad con el espíritu del mundo» es que destruye el carácter único y la naturaleza trascendente de la Iglesia a causa de una interpretación errónea según la cual el diálogo y el servicio requieren precisamente esa conformidad, cuando en realidad exigen lo contrario. Esta afirmación general tiene algunas consecuencias específicas para la vida de la Iglesia en Nueva Zelanda.

4. Una de las más importantes afecta al campo de la educación católica. No cabe duda de que las escuelas católicas de vuestro país no sólo han servido magníficamente a los mismos católicos, sino también a la sociedad entera. Siguen siendo uno de los grandes logros en la historia de la evangelización de vuestra nación, y debemos dar gracias a todos aquellos .especialmente los religiosos y las religiosas. que han trabajado de forma tan brillante para transformar vuestras escuelas católicas en el primer recurso del país, pues lo son efectivamente. También es verdad que las escuelas católicas existen para realizar un ideal educativo específico, plenamente de acuerdo con la enseñanza católica, para fomentar una profundización de la fe y un compromiso por parte de todas las personas implicadas. Si no fueran diferentes de las demás escuelas, difícilmente podrían justificar los recursos dedicados a ellas, ya que no cumplirían su función propia en la vida de la Iglesia.

La educación específicamente religiosa que imparten las escuelas católicas ha de ser integral, sistemática y profunda; debe proporcionar un sólido conocimiento de la fe católica y de la doctrina moral y social católica. En este aspecto el Catecismo de la Iglesia católica sigue siendo el punto de referencia, no sólo para los obispos, como primeros maestros de la fe, sino también para los sacerdotes y los profesores que trabajan con ellos. Estimulando a sus alumnos a experimentar el amor de Dios, las escuelas católicas deben enseñar los primeros pasos del itinerario de oración que dura toda la vida, la aventura contemplativa que lleva a la amistad con Cristo, sostiene el amor a la Iglesia e infunde la esperanza de la unión eterna con Dios.

Con todo, el rasgo distintivo de una escuela católica va más allá de la catequesis y de la instrucción religiosa, pues abarca todos los aspectos de la educación, transmitiendo el verdadero humanismo cristiano, que nace del conocimiento y del amor a Cristo. Este tipo de educación mueve a los jóvenes a apreciar la maravilla de la dignidad humana y el valor supremo de la vida humana. Les ayuda a comprender la verdad en la que reflexioné en mi reciente carta encíclica Fides et ratio: la fe necesita la razón, si no quiere caer en la superstición; y la razón necesita la fe para salvarse de una decepción continua. Eso es así porque la persona humana ha sido creada para la verdad, que es absoluta y universal: en definitiva, la verdad de Dios, una verdad que puede conocerse con certeza. En efecto, sólo conociendo la verdad el corazón humano encontrar á sosiego, sobre todo en estos tiempos profundamente agitados, en que los jóvenes tienden a menudo a confundir la diversión con la alegría y la información con la sabiduría. Así pues, la identidad claramente católica de vuestras escuelas debería notarse no sólo por sus signos externos, que son importantes, sino sobre todo por su éxito al enseñar la justicia, la solidaridad y la verdadera santidad de vida, basadas en un amor profundo y duradero a Cristo y a su Iglesia.

5. También puede observarse una indispensable diferencia constructiva en el modo como las vocaciones sacerdotales y laicales están relacionadas en la vida y la misión de la Iglesia; y esto tiene importantes consecuencias para la formación de los seminaristas. Una tendencia a oscurecer las bases teológicas de esta diferencia puede llevar a una clericalización incorrecta del laicado y a una laicización del clero.

Naturalmente, es posible que el clero sea separado de manera errónea y destructiva, desembocando en un clericalismo que con razón se ha de rechazar. Sin embargo, ahora resulta evidente que cuando se ignora la diferencia esencial entre las vocaciones sacerdotales y laicales, las vocaciones al sacerdocio prácticamente desaparecen, y seguramente no es esa la voluntad de Cristo ni la obra del Espíritu Santo, como no era la intención del Concilio cuando fomentó un mayor compromiso laical en la vida de la Iglesia. En primer lugar, el Concilio invitó a un compromiso laical en el mundo de la familia, del comercio, de la política, de la vida intelectual y cultural, que son el campo propio de la misión específicamente laical. Por tanto, el Concilio puso de relieve el carácter secular esencial de la vocación laical (cf. Lumen gentium LG 31 Evangelii nuntiandi EN 70 Christifideles laici EN 17). Esto no significa que los laicos no tengan un lugar especial o una obra que realizar en la vida de la Iglesia ad intra: claramente les corresponden muchas tareas pastorales, litúrgicas y educativas. Sin embargo, la vocación laical debería centrarse principalmente en su compromiso en el mundo, mientras que el sacerdote ha sido ordenado para ser pastor, maestro y guía de oración y vida sacramental en el ámbito de la Iglesia. Su gracia y su responsabilidad consisten, sobre todo, en actuar en los sacramentos in persona Christi. Por medio de vosotros, envío afectuosos saludos fraternos a vuestros sacerdotes, y los invito a «reavivar el carisma de Dios que está en ellos por la imposición de las manos» (cf. 2Tm 1,6), a fin de que el paso a un nuevo milenio sea realmente un tiempo de gracia, una nueva primavera del espíritu, para sí mismos y para el pueblo al que sirven.

6. La diferencia estructural y constructiva es también parte de la relación entre la Iglesia católica y las demás Iglesias y comunidades cristianas. Un falso irenismo puede poner en peligro la tarea ecuménica tal como la concibió el concilio Vaticano II, cuando reconoció el impulso dado por el Espíritu Santo a la búsqueda de la unidad. Por supuesto, es importante insistir en lo que tenemos en común, pero el verdadero diálogo ecuménico, cuya necesidad he subrayado a menudo, exige que lo entablemos conscientes de las diferencias que existen, y preparados para afirmarlas y discutirlas del modo más claro y caritativo posible. Además, un enfoque superficial puede llevar únicamente a lo contrario de lo que quería el Concilio; no puede llevar a la unidad auténtica y duradera por la que Cristo oró (cf. Jn Jn 17,11). El mayor servicio que los católicos prestan al diálogo ecuménico consiste en permanecer fieles a su propia identidad distintiva. Hay una paradoja en esto, y a veces puede exigir opciones difíciles, como bien sabéis por vuestra reciente experiencia; pero no existe otro camino que lleve a la unidad, que tiene sus raíces en la vida de la Trinidad.

7. Por último, todas nuestras reflexiones sobre la santidad, sobre la necesidad de separación con vistas al servicio y sobre la distinción para el diálogo, nos impulsan a ser cada vez más conscientes de la urgencia de un renovado sentido de oración y contemplación. La nueva evangelización tiene sus raíces en una profundización de la vida espiritual, en cuyo centro están la contemplación y la adoración de la santísima Trinidad, el gran misterio de Dios, en el que la distinción de las personas es una unión perfecta: O Trinitas unitatis! O Unitas trinitatis! En la medida en que el pueblo de Dios tenga un sentido claro del misterio de Dios y de su presencia salvífica en los asuntos humanos, sentirá la urgencia del mandato de Cristo de predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Mt Mt 28,19). Os animo a esforzaros sin cesar en vuestras diócesis y parroquias para abrir nuevas puertas a la experiencia de la oración y la contemplación cristianas: todos los bautizados están llamados a ser santos como Dios mismo es santo. Las comunidades contemplativas que ya existen en Nueva Zelanda pueden servir de ejemplo e inspiración.

Queridos hermanos en el episcopado, ante las numerosas responsabilidades de vuestro ministerio, debéis confiar siempre en el Espíritu Santo, que viene en ayuda de nuestra flaqueza (cf. Rm Rm 8,26). Que el Espíritu de Dios se mueva hacia Aotearoa, la tierra de la larga nube blanca, infundiendo las energías que necesitar á la Iglesia en Nueva Zelanda para celebrar de verdad y con gozo el gran jubileo del año 2000 y cumplir su misión única de servicio al pueblo de vuestro país. Encomendando a toda la familia de Dios en Nueva Zelanda a la amorosa protección de María, asunta al cielo, os imparto con gusto mi bendición apostólica a vosotros y a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos.

Discursos 1998 - Viernes 20 de noviembre de 1998