Discursos 1998 - Sábado 21 de noviembre de 1998


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A VARIOS GRUPOS DE PEREGRINOS ITALIANOS

Sala Pablo VI, sábado 21 de noviembre de 1998



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra acogeros y dirigir a cada uno de vosotros mi cordial saludo. Habéis venido para confirmar vuestra fe, y éste es, ante todo, el sentido de la peregrinación a la sede de Pedro. Al mismo tiempo, estáis aquí para dar gracias al Señor por las cosas buenas que ha realizado en vosotros y con vosotros durante todos estos años: cien años del Mensajero de San Antonio y setenta del Movimiento apostólico de ciegos. A partir de dos experiencias muy diversas de la vida de la Iglesia, podéis confirmar estas palabras de Jesús: el «grano de mostaza» ha llegado a ser verdaderamente un árbol grande, en el que pueden anidar las aves del cielo (cf. Lc Lc 13,19). Me alegro con vosotros, y expreso mi estima al presidente del Movimiento apostólico de ciegos, profesor Francesco Scelzo, y al director general de la revista, padre Agostino Varotto.

Os saludo también a vosotros, queridos muchachos y muchachas de la escuela primaria «Don Pozzetto», de Novara; de la escuela secundaria «D'Annunzio », de Motta Sant.Anastasia (Catania); y del instituto de bachillerato «Stellini », de Udine. Habéis venido a Roma para recibir el premio «Livio Tempesta», que se concede a alumnos que se han distinguido durante el año por actos singulares de bondad. Me congratulo con vosotros y me alegra acoger a un grupo de muchachos minusválidos del instituto «Santa María dei colli», de Fraelacco (Udine), a quienes algunos de vosotros estáis unidos por vínculos de amistad y solidaridad. A todos os expreso mi afecto y mi aliento.

2. Vosotros, queridos amigos del Movimiento apostólico de ciegos, durante este año civil recordáis los orígenes de vuestra singular comunidad eclesial, que se remonta al año 1928, cuando María Motta comenzó en Italia una unión espiritual entre invidentes, según el modelo del Apostolado de la oración. De esa pequeña semilla se desarrolló una asociación, que se ha difundido por todo el territorio nacional y que fue aprobada por mi venerado predecesor Juan XXIII. En 1968, cuando el siervo de Dios Pablo VI publicó la histórica encíclica Populorum progressio, el Movimiento apostólico de ciegos respondió activamente, y vosotros recordáis hoy también los treinta años de cooperación con los países pobres del sur del mundo, donde los ciegos son más numerosos y viven en condiciones muy difíciles.

El camino de estos decenios ha permitido al Movimiento apostólico de ciegos comprender cada vez mejor cuál es el carisma específico que se le ha confiado en la Iglesia, un carisma que se compone de dos elementos. El primero es la comunión entre ciegos y videntes, como fruto maduro de la solidaridad en la reciprocidad. El segundo es la opción por los pobres, opción que, de diversas maneras y formas, es propia de toda la Iglesia, y que vosotros contribuís a realizar sobre todo en la promoción humana de personas a las que ese defecto amenaza con perjudicar y marginar.

Sobre todo después del concilio Vaticano II, vuestro movimiento se ha abierto generosamente al esfuerzo de promoción humana, tanto en Italia como en los países más pobres. Precisamente el así llamado tercer mundo fue el primer sector de actividad en consolidarse dentro de la asociación, y me complace la labor que habéis realizado durante estos treinta años de cooperación con centenares de misioneros y agentes pastorales en los campos de la sanidad, la instrucción y la integración social. La atención a los últimos, a los más alejados, ha estimulado y aumentado el trabajo en el territorio nacional, en favor de los ancianos invidentes, de las personas con diversos defectos físicos, de los alumnos ciegos, de los padres y los hijos que viven el problema de la ceguera. Todo esto difunde la cultura de la acogida, ayudando a muchas personas y familias.

Queridos hermanos, proseguid con constante confianza vuestro camino, conscientes de que el futuro de la humanidad está en la comunión. ¡Gracias por vuestro testimonio!

3. Me dirijo ahora a vosotros, que formáis la familia de «El Mensajero de San Antonio» y celebráis el centenario de la fundación de vuestra revista, difundida en todo el mundo, y de la cual fue colaborador sabio e ingenioso mi venerado predecesor Juan Pablo I.

Ya desde su comienzo, en el lejano 1898, ha querido proclamar siempre las maravillas del Señor, a imitación de san Antonio que, siguiendo las huellas del seráfico padre san Francisco de Asís, supo transmitir las palabras del Evangelio, haciendo de toda su vida una buena nueva.

La referencia a san Antonio ha marcado también el estilo de su mensaje. En efecto, era necesario presentarlo con un lenguaje ameno y, a la vez, con el testimonio de una caridad activa. Se comprende entonces por qué en torno a la revista surgió inmediatamente y se ha desarrollado cada vez con mayor generosidad una cadena de solidaridad y de ayuda fraterna a los más pobres y necesitados, que, como decía el santo de Padua, prefieren la acción a la palabra, el testimonio a la explicación (cf. Sermones II, 100).

Éste es el origen de la obra tan valiosa denominada «El pan de los pobres», iniciativa que no se suspendió ni siquiera durante los años más difíciles, marcados por la miseria y la pobreza, como los de las dos guerras mundiales. Con el paso del tiempo, se ha ampliado cada vez más, hasta transformarse en la actual Cáritas antoniana, que actúa eficazmente en todos los continentes, haciendo sentir a los menos favorecidos el bálsamo de la solicitud fraterna.

El hecho de encontraros aquí expresa vuestra voluntad de renovar el compromiso asumido al comienzo de vuestra obra, ya desde el primer editorial: defender los intereses de la Iglesia. Pero ¿qué significa esto, sino .como diría el apóstol Pablo. ser capaces de proponer de modo persuasivo la sana doctrina del Evangelio? Esto es lo que ha pretendido ser «El Mensajero de San Antonio» a lo largo de su rica historia, sostenido por el espíritu franciscano de los Frailes Menores Conventuales, que han querido que fuera un instrumento de evangelización, de caridad y de coordinación entre los devotos del santo de Padua. Lo testimonian las ocho lenguas en que se imprime y los ciento sesenta países del mundo en que se distribuye. Ahora bien, este compromiso adquiere una urgencia nueva. En el moderno areópago de los medios de comunicación social, estáis llamados a «dar razón de vuestra esperanza» (1P 3,15). Defender los intereses de la Iglesia significa, hoy más que nunca, defender al hombre.

En continuidad ideal con el ministerio que los hijos del Poverello de Asís desempeñan generosamente en la basílica del Santo en Padua, proseguid por el camino de cuantos os han precedido en la proclamación del evangelio de la vida con la revista y con los libros. Al hombre que, a veces, ya no es capaz de responder adecuadamente a la «pregunta sobre el sentido de la vida» ofrecedle una palabra iluminadora, llena de esperanza; promoved un discernimiento que lleve sabiduría a la vida diaria e impulse a elegir el bien y a rechazar el mal. Que la gracia del Señor os ayude y os sostenga en esta labor.

4. Amadísimos hermanos y hermanas que habéis venido a encontraros conmigo, os renuevo a todos mi gratitud más cordial.

Que os acompañe y proteja la Virgen María, a la que hoy contemplamos en el misterio de su presentación en el templo.

Os bendigo de todo corazón a vosotros y a vuestros seres queridos, vuestras actividades y los proyectos de bien, que realizáis generosamente al servicio de la Iglesia y de los pobres.

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA FEDERACIÓN DE INSTITUTOS

DE ACTIVIDADES EDUCATIVAS DE ITALIA




Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me alegra dirigiros un cordial saludo a todos vosotros que, con ocasión de la 52ª asamblea nacional de la Federación de institutos de actividades educativas, habéis venido a Roma en representación de las escuelas católicas primarias y secundarias, presentes en todo el territorio italiano.

Vuestro encuentro constituye una nueva etapa del camino que estáis realizando desde hace años al servicio de los valores humanos y cristianos y de la auténtica libertad de educación en la escuela y en la sociedad italiana. En el marco del sistema público integrado de la instrucción, queréis confirmar la identidad originaria de la escuela católica y su inserción plena en la misión evangelizadora de la Iglesia.

Os expreso mi satisfacción por la obra atenta y cualificada de miles de profesores, religiosos y laicos, que colaboran con las familias en la formación integral de las nuevas generaciones. Os agradezco vuestro esfuerzo diario y la solicitud con que trabajáis al servicio de los muchachos y los jóvenes, a pesar de las dificultades y los problemas relacionados con el actual ambiente sociocultural y con las amplias transformaciones que se están realizando en la vida escolar. Saludo afectuosamente, en particular, a los alumnos de vuestros institutos, deseándoles que vivan intensamente este período fundamental de la vida, para ser protagonistas competentes e intrépidos de la sociedad del futuro.

2. A menudo la educación sufre el influjo de «formas de racionalidad» que no «tienden a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida», sino a «fines utilitaristas, de placer o de poder» (Fides et ratio FR 47), con el consiguiente riesgo de producir consecuencias trágicas en quienes se están abriendo a la vida.

La escuela católica afronta un gran desafío, al que deberá responder con un proyecto educativo caracterizado por un fuerte sentido cristiano, que se ha de procurar poner en práctica colaborando plenamente con la familia, sujeto principal de todo proyecto educativo. Aprovechando sobre todo la competencia y el testimonio de los profesores, la escuela católica se propone brindar a los jóvenes una formación cualificada, basada en la adquisición de los conocimientos necesarios y en la estima de cuanto el hombre ha realizado a lo largo de la historia, pero sobre todo en la adhesión madura y convencida a los grandes valores de la tradición italiana y de la fe cristiana.

3. Toda escuela está llamada a ser un laboratorio de cultura, experiencia de comunión y lugar de diálogo. Estas finalidades encuentran un terreno particularmente favorable en los institutos cató- licos: fundando su acción pedagógica en el espíritu de caridad y libertad, propio de toda comunidad inspirada en el Evangelio, son un lugar significativo de promoción humana y diálogo entre las diversas religiones y culturas en la actual sociedad multiétnica.

Sin embargo, las nuevas fronteras de la escuela y su apertura al diálogo cultural exigen a quien actúa en el ámbito de las escuelas católicas un cuidado constante de su específica identidad pedagógica e ideal, que sigue siendo la principal garantía de un servicio original destinado a creyentes y no creyentes.

En una sociedad que a veces se muestra poco sensible a los valores espirituales y con frecuencia cree erróneamente que podrá construir el bienestar y la felicidad del hombre exclusivamente mediante la ciencia y la tecnología, la escuela católica está llamada a formar la mente y el corazón de las nuevas generaciones, inspirándose en el modelo de humanidad propuesto por Cristo. El testimonio coherente de los profesores y los padres ayudará a los alumnos a emprender la gran aventura de la vida en compañía de Jesús, Redentor y verdadero amigo, con el que se puede contar.

4. La escuela católica, al promover el respeto de las conciencias, la pasión por la verdad y el amor a la libertad en el ámbito de un servicio competente, ofrece una valiosa oportunidad a los padres, que pueden elegir el modelo de educación más conveniente para sus hijos. Esto constituye una garantía segura de la validez del sistema público integrado de la instrucción, que es condición indispensable para que la escuela sea un instrumento moderno y eficaz de formación y factor de progreso para la sociedad entera.

Expreso mis mejores deseos de que vuestra asamblea, profundizando en estos temas, contribuya a mejorar la calidad del servicio escolar y a apreciar más el valor de la escuela libre, con vistas al crecimiento cultural y el desarrollo democrático de la sociedad italiana. Con estos deseos, encomiendo vuestra misión educativa y los trabajos de vuestro encuentro a la protección materna de María, Sede de la sabiduría, y, a la vez que invoco sobre los alumnos, las familias, los educadores y los responsables de la escuela católica, la luz y la fuerza del Espíritu de verdad, os imparto de corazón a todos una especial bendición apostólica.

Vaticano, 24 de noviembre de 1998

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA ASOCIACIÓN «PRO PETRI SEDE» DEL BENELUX

Sábado 28 de noviembre de 1998



Señor limosnero general;
queridos miembros de la asociación «Pro Petri Sede»:

1. Fieles a una tradición ya bien consolidada, venís a encontraros con el Sucesor de Pedro, para entregarle el fruto de la colecta organizada por vosotros en el Benelux. Os agradezco este gesto, que me conmueve, ya que expresa vuestra devoción a la persona y a la misión del Papa. Además de vuestra generosa oferta, me habéis regalado un bellísimo libro de arte, así como la colección del periódico que presenta las actividades de vuestra asociación.

Conocéis los consejos que san Pablo da a los Corintios: «Cada cual dé según el dictamen de su corazón, (...) pues Dios ama al que da con alegría» (2Co 9,7). Me alegra comprobar vuestro deseo de vivir según las palabras del Apóstol. La conciencia de la comunión entre los hermanos es un testimonio importante que hay que dar a los hombres, para que todos desarrollen su sentido de la solidaridad.

2. Como indica el nombre de vuestra asociación, os preocupáis «por» ayudar a la «Sede de Pedro» a cumplir su misión de caridad en todo el mundo. Al afirmar vuestra voluntad de apoyar a la Sede de Pedro, participáis en la solicitud de la Iglesia por los que necesitan nuestra ayuda, y os adherís con mayor fuerza a la persona de Cristo. Que vuestra fe en Cristo y vuestro deseo de contribuir a establecer su reino consoliden vuestra obra y hagan de vosotros hombres y mujeres de acción y contemplación.

3. Queridos amigos de la asociación «Pro Petri Sede», estad seguros de la oración del Sucesor de Pedro. Que esta estancia en Roma os permita volver a vuestro país fortalecidos en la fe, en la esperanza y en el amor. Una vez más habéis podido palpar la universalidad de la Iglesia y apreciar el itinerario de miles de peregrinos que vienen a orar al lugar donde el apóstol Pedro dio el testimonio supremo de Cristo, su Maestro y Señor. Habéis dado a su Sucesor el testimonio de vuestra generosidad. Que el Señor os guarde todos los días. Encomendando a la intercesión de Nuestra Señora a cada uno de vosotros, a vuestras familias y a todos los que en Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo han dado su contribución a vuestra colecta, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA CONFEDERACIÓN INTERNACIONAL

DEL CRÉDITO POPULAR


Sábado 28 de noviembre de 1998



Queridos amigos:

Os acojo con alegría a vosotros, que representáis aquí a la Confederación internacional del crédito popular. Agradezco a vuestro presidente, señor Giovanni De Censi, sus cordiales palabras.

Desde su fundación, vuestra organización se esfuerza por sostener en particular a las pequeñas y medianas empresas, ayudando así a los organismos locales, que desempeñan un papel esencial en el desarrollo económico y demográfico de una región y de un país. En la difícil situación actual, deseáis participar en la lucha contra el desempleo, para que todos tengan un trabajo y así provean a sus necesidades y a las de su familia.

Los principios de cooperación que promovéis reflejan algunas de las enseñanzas fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, que invita a respetar la dignidad de los trabajadores. De esta forma, cada empresa se convierte en una verdadera comunidad humana, en la que todos sus miembros son plenamente interlocutores y protagonistas responsables, con vistas a la construcción de una sociedad más justa y solidaria. El origen de vuestra confederación recuerda que un sistema bancario competitivo puede armonizarse con opciones mutualistas al servicio de las personas y del bien común.

Desde hace muchos decenios, la Confederación internacional del crédito popular prosigue su acción, respetando los valores espirituales y morales fundamentales. Ojalá que mantenga siempre este espíritu de servicio, para que nuestros contemporáneos tengan esperanza en el futuro. Deseándoos que prosigáis con éxito vuestro trabajo, invoco sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos las bendiciones de Dios todopoderoso.



DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UNA CONFERENCIA INTERNACIONAL

ORGANIZADA POR LA UNIÓN INTERPARLAMENTARIA


Lunes 30 de noviembre de 1998



Señor presidente del Consejo de la Unión interparlamentaria;
señores:

Con alegría y gratitud os acojo aquí, con ocasión de la Conferencia que celebráis en Roma, pues aprecio el espíritu que anima vuestro encuentro y las informaciones que me habéis dado sobre vuestros trabajos.

En 1996, con motivo de la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno sobre la alimentación, organizada por la FAO, los miembros de la Unión interparlamentaria asumieron el compromiso solemne de promover los objetivos de la cumbre y, en particular, lograr que antes del año 2015 se reduzca a la mitad el número de personas que padecen desnutrición. También pusieron de relieve la necesidad de crear un marco jurídico de referencia capaz de orientar un desarrollo de la agricultura mundial que respete el medio ambiente. Os habéis reunido ahora, en el umbral del tercer milenio, para continuar vuestro análisis de las cuestiones relacionadas con la seguridad alimentaria y para estudiar las dificultades y los desafíos que se presentan en este ámbito.

El orden del día de vuestros trabajos se articula en tres temas concretos, que son fundamentales si se quiere aplicar verdaderamente las medidas adoptadas en la cumbre de 1996: ¿Cómo llegar a niveles estables de seguridad alimentaria que puedan acompañar el aumento de la demanda? y ¿cómo hacer para que los diversos factores económicos, como la producción, la distribución, el comercio internacional, la investigación científica y las inversiones económicas se organicen en función del objetivo: la seguridad alimentaria para todos? ¿Cómo mantener una base adecuada de recursos comunes (biodiversidad, tierras, pesca, aguas, bosques)? y ¿cómo promover el desarrollo armonioso del capital humano, tecnológico y financiero? ¿Cuáles podrían ser las iniciativas parlamentarias necesarias para dar soluciones, por una parte, a los problemas inmediatos de la seguridad alimentaria, y, por otra, a las causas más profundas de la pobreza?

Se trata de un programa realista, puesto que reconoce la interacción de numerosos elementos políticos, sociales y económicos en el desarrollo y en la eventual solución del problema de la seguridad alimentaria; pero también es un programa ambicioso y generoso, ya que reconoce la capacidad del hombre de dar solución a muchos problemas y recurre firmemente tanto a vuestra acción como a la de vuestros colegas para alcanzar esos objetivos tan nobles.

No puedo menos de alegrarme por esas iniciativas, y albergo la firme esperanza de que den abundantes frutos, mediante propuestas y acciones concretas. A la jerarquía de la Iglesia católica no le corresponde dar soluciones técnicas específicas; pero tiene la tarea de sostener incesantemente a los hombres y mujeres de buena voluntad que buscan esas soluciones poniendo en juego libremente todos sus recursos humanos y asumiendo la parte de responsabilidad que les exige su papel en la sociedad. De igual modo, la Iglesia se esfuerza por promover el diálogo y la cooperación, para que todos los protagonistas de la vida social, estimulándose mutuamente y considerando con serenidad los diversos puntos de vista, encuentren los caminos que conducen a soluciones rápidas y eficaces.

Una visión adecuada de la economía internacional debe permitir satisfacer siempre y sin excepciones el derecho a la alimentación de todos y cada uno de los habitantes de la tierra, según los términos definidos por los diferentes instrumentos internacionales. Las diversas circunstancias que acompañan a las catástrofes naturales, a los conflictos internacionales o a los conflictos civiles, nunca deben convertirse en pretextos para no respetar esta obligación, que no sólo compromete a las organizaciones internacionales y a los Gobiernos de los países que viven una situación de urgencia alimentaria, sino también, y de una manera muy particular, a los Estados que, por la misericordia de Dios, poseen abundantes riquezas y medios materiales.

La seguridad alimentaria permanente y universal depende de un gran número de decisiones políticas y económicas que, en la mayor parte de los casos, no competen en absoluto a los que sufren el hambre; al contrario, a menudo están subordinadas a otras decisiones políticas tomadas por ciertos Estados en función de factores de poder, tanto nacionales como sectoriales. En cambio, una solidaridad internacional bien entendida debe lograr que todas las decisiones nacionales e internacionales tengan en cuenta los intereses del país y las necesidades externas, evitando entorpecer el desarrollo de los demás y dando siempre una contribución al progreso mundial, en especial al de los países menos desarrollados.

¡Cómo no mencionar, en este contexto, el problema de la deuda externa de los países más pobres y la dificultad que encuentran muchos otros países en vías de desarrollo para acceder al crédito en condiciones que mantengan y favorezcan un desarrollo humano y social equilibrado! Vuestro programa de trabajo menciona las cuestiones financieras y el problema de la deuda como condiciones de la seguridad alimentaria. Que Dios ilumine a los políticos de los países más desarrollados, a fin de que encuentren los medios para subvencionar generosamente los costos de los programas internacionales de reducción o de cancelación total de una carga tan pesada, que oprime a las poblaciones más pobres de muchas regiones del mundo.

Cuando se publicó la Declaración de la cumbre de Roma de 1996 y el Plan de acción que la acompañaba, la comunidad internacional asumió de modo unánime una serie de compromisos en todos los campos de la economía nacional e internacional que podían permitir alcanzar sus objetivos. Durante los dos años siguientes a la Declaración de la cumbre mundial sobre la alimentación se asumieron otros muchos compromisos y se elaboraron algunos proyectos internacionales, para eliminar la pobreza extrema y afrontar de manera adecuada las cargas financieras que gravan sobre los más pobres. Es evidente que las declaraciones políticas internacionales, al igual que los instrumentos jurídicos multilaterales, son inútiles si no se apoyan en una legislación nacional eficaz y en la voluntad política de aplicarlos.

Por eso, vuestro diálogo y vuestro intercambio de experiencias entre representantes de los poderes legislativos de numerosas naciones y regiones del mundo son un consolador signo de esperanza. El conocimiento y la comprensión de las realidades de los demás países o regiones del mundo no pueden menos de dar una contribución a la globalización de la solidaridad. Al mismo tiempo, con la ayuda de Dios todopoderoso, vuestro encuentro también podrá ser un medio suplementario para favorecer un cambio en las motivaciones más profundas de las decisiones políticas, de modo que, en lugar de dejarse guiar por un estilo de vida hedonista y un afán egoísta y desmedido de consumo, el corazón de los hombres y mujeres se oriente siempre según una clara percepción de sus responsabilidades sociales, también con respecto a sus hermanos y hermanas más pobres que viven en las regiones más distantes y olvidadas del planeta.

Rogando al Espíritu Santo que os guíe en las tareas que realizáis al servicio de los hombres, os imparto de todo corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos vuestros seres queridos.

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II

A SU SANTIDAD BARTOLOMÉ I,

ARZOBISPO DE CONSTANTINOPLA Y PATRIARCA ECUMÉNICO






A Su Santidad Bartolomé I
Arzobispo de Constantinopla
Patriarca ecuménico

«Paz a los hermanos: caridad y fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo» (Ep 6,23).

La fiesta del apóstol san Andrés, hermano de san Pedro, fiesta que nuestras Iglesias celebran el mismo día, constituye para mí una nueva y feliz ocasión para enviar mi saludo fraterno a Su Santidad, al santo Sínodo y a todos los fieles del patriarcado ecuménico.

La delegación que he enviado para esta gozosa circunstancia se unirá a ustedes en la oración para invocar, con el himno de este día, la intercesión de san Andrés, «el primer llamado y hermano del príncipe de los Apóstoles», para que «el Señor todopoderoso conceda paz a la Iglesia entera y a nuestras almas su gran misericordia» (Apolytikion).

La celebración de los Apóstoles nos recuerda el mandamiento que nos dio el Señor de transmitir a todos los hombres y en todos los tiempos el Evangelio, «enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,20).

La fe apostólica, la tradición apostólica y la misión apostólica ponen de relieve la necesidad urgente de superar las divergencias y las dificultades que aún nos impiden alcanzar la comunión plena, para dar al mundo un testimonio más visible de paz y unidad. En el camino hacia la unidad, a veces arduo y escarpado, hallamos nuestra fuerza en la oración misma del Señor Jesucristo por su Iglesia y en el poder del Espíritu Santo, que siempre viene en ayuda de nuestra debilidad y nos da la esperanza. Sin embargo, estas mismas dificultades pueden ser una ocasión de crecimiento espiritual y de progreso hacia la unidad.

El último domingo de este mes de noviembre, víspera de la fiesta de san Andrés, la Iglesia de Roma entrará en el último año de preparación para el jubileo del año 2000. El jubileo, en el que conmemoramos la encarnación del Verbo de Dios, Señor y Salvador del mundo, representa un momento particular para renovar nuestro compromiso común de anunciar juntos a los hombres que Jesucristo es el Señor, como lo hicieron los Apóstoles y con ellos los hermanos Pedro y Andrés, apóstoles y mártires.

Con estos sentimientos de fe, caridad, comunión y paz, le aseguro a Su Santidad mi afecto fraterno en el Señor.

Vaticano, 25 de noviembre de 1998

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON MOTIVO DEL 50 ANIVERSARIO

DE LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE




A su excelencia Señor
Didier OPERTTI BADÁN
Presidente de la 53ª sesión de la Asamblea general
de la Organización de las Naciones Unidas

Me alegra particularmente asociarme con este mensaje a la celebración del 50 aniversario de la Declaración universal de derechos del hombre por parte de la Organización de las Naciones Unidas, depositaria de uno de los documentos más valiosos y significativos de la historia del derecho.

Lo hago con mucho más gusto porque, en una constitución solemne del concilio Vaticano II, la Iglesia católica no dudó en afirmar que, compartiendo «el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo», pide también que se «elimine, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona» (Gaudium et spes GS 1 y 29).

Al proclamar cierto número de derechos fundamentales que pertenecen a todos los miembros de la familia humana, la Declaración ha contribuido de manera decisiva al desarrollo del derecho internacional, ha interpelado a las legislaciones nacionales y ha permitido a millones de hombres y mujeres vivir más dignamente.

Sin embargo, quien observa el mundo actual no puede por menos de constatar que esos derechos fundamentales proclamados, codificados y celebrados son aún objeto de violaciones graves y continuas. Por eso, para cada uno de los Estados que de buen grado hacen referencia al texto de 1948, este aniversario es una invitación a hacer un examen de conciencia.

En efecto, con mucha frecuencia se afirma la tendencia de algunos a elegir, según su conveniencia, tal o cual derecho, dejando a un lado los que se oponen a sus intereses del momento. Otros no dudan en aislar de su contexto algunos derechos particulares para obrar más a su agrado, confundiendo a menudo libertad con licencia, o para asegurarse ventajas que no tienen en cuenta la solidaridad humana. Esas actitudes amenazan sin duda alguna la estructura orgánica de la Declaración, que asocia cada derecho a otros derechos, y a otros deberes y límites necesarios para un orden social equitativo. Además, esas actitudes llevan a veces a un individualismo exacerbado, que puede impulsar a los más fuertes a dominar a los débiles y atenuar así el vínculo que el texto establece sólidamente entre libertad y justicia social. Por tanto, evitemos que, con el paso de los años, ese texto fundamental se convierta en un monumento para admirar, o peor aún, en un documento de archivo.

Por esta razón, deseo repetir lo que dije durante mi primera visita a la sede de vuestra Organización, el 2 de octubre de 1979: «Si las verdades y los principios contenidos en este documento fueran olvidados, descuidados, perdiendo la evidencia genuina que tenían en el momento de su nacimiento doloroso, entonces la noble finalidad de la Organización de las Naciones Unidas, es decir, la convivencia entre los hombres y entre las naciones podría encontrarse ante la amenaza de una nueva ruina» (n. 9: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 1979, p. 13). Así pues, no os sorprendáis de que la Santa Sede se asocie con gusto a la declaración del secretario general, que afirmó recientemente que este aniversario brinda la ocasión de «preguntarse no sólo cómo puede la Declaración universal de derechos del hombre proteger nuestros derechos, sino también cómo podemos nosotros proteger adecuadamente la Declaración» (Discurso del señor Kofi Annan a la Comisión de los derechos del hombre, Ginebra, 23 de marzo de 1998).

Por consiguiente, la lucha por los derechos del hombre constituye aún un desafío que es preciso afrontar y exige de todos perseverancia y creatividad. Si, por ejemplo, el texto de 1948 ha logrado relativizar una concepción rígida de la soberanía del Estado, que lo dispensaría de dar cuenta de su comportamiento a los ciudadanos, no se puede negar actualmente que han aparecido otras formas de soberanía. En efecto, hoy son numerosos los protagonistas internacionales, personas u organizaciones que, en realidad, gozan de una soberanía comparable a la de un Estado y que influyen de manera decisiva en el destino de millones de hombres y mujeres. Por eso, sería conveniente encontrar los medios apropiados para estar seguros de que también ellos apliquen los principios de la Declaración.

Por otra parte, hace cincuenta años el marco político posbélico no permitió que los autores de la Declaración la dotaran de una base antropológica y de referencias morales explícitas; pero sabían bien que los principios proclamados se desvalorizarían rápidamente si la comunidad internacional no procuraba enraizarlos en las diversas tradiciones nacionales, culturales y religiosas. Quizá sea ésta la tarea que nos corresponde ahora para servir fielmente a la unidad de su visión y promover una legítima pluralidad en el ejercicio de las libertades proclamadas por ese texto, asegurando al mismo tiempo la universalidad y la indivisibilidad de los derechos a los que las asocia.

Promover esta «concepción común» a la que se refiere el preámbulo de la Declaración y permitirle ser cada vez más la referencia última en donde se encuentran y se fecundan mutuamente la libertad humana y la solidaridad entre las personas y las culturas, es el desafío que hay que afrontar. Por eso, poner en tela de juicio la universalidad, e incluso la existencia de algunos principios fundamentales, equivaldría a minar todo el edificio de los derechos del hombre.

En este final del año 1998, vemos en nuestro entorno a numerosos hermanos y hermanas en la humanidad abatidos por las calamidades naturales, diezmados por las enfermedades, postrados en la ignorancia y la pobreza, o víctimas de guerras crueles e interminables. A su lado, otros más ricos parecen protegidos de la precariedad y disfrutan, a veces con ostentación, de las cosas necesarias y de las superfluas. ¿Qué ha sido del derecho a «un orden social e internacional en el que los derechos y las libertades enunciados en esta Declaración puedan ser aplicados plenamente»? (art. 28). La dignidad, la libertad y la felicidad nunca serán completas sin la solidaridad. Es lo que nos enseña la historia atormentada de estos últimos cincuenta años.

Recojamos, pues, esta valiosa herencia y sobre todo hagámosla fructificar para felicidad de todos y para el honor de cada uno de nosotros. Orando con fervor para que se incrementen la fraternidad y la concordia entre los pueblos que representáis, invoco sobre todos la abundancia de las bendiciones de Dios.

Vaticano, 30 de noviembre de 1998

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