Discursos 1998


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS DE PAPÚA NUEVA GUINEA E ISLAS SALOMÓN

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 1 de diciembre de 1998



Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con el aliento que nos ofrece Cristo Jesús (cf. Flp Ph 2,1), os saludo a vosotros, obispos de Papúa Nueva Guinea e Islas Salomón, que veláis por «la casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15). Estáis aquí con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, a las tumbas de los Apóstoles, ante las cuales recordamos la gran verdad de la Pascua, es decir, que de la cruz de Jesucristo ha brotado la alegría de una vida nueva. Durante estos días de la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos, estáis reflexionando en la novedad de vida en Cristo, luz de las naciones, y en vuestra responsabilidad como sucesores de los Apóstoles de comunicar esa vida al pueblo encomendado a vuestra solicitud pastoral. Pido al Señor que sea un tiempo de renovación espiritual para cada uno de vosotros, con la gracia y la fuerza del Espíritu Santo.

Vuestra presencia recuerda la notable historia de la plantatio Ecclesiae en Melanesia. Han pasado poco más de treinta años desde que se erigieron las primeras diócesis; y, sin embargo, tanto antes como después, su historia se ha caracterizado por testimonios y obras heroicas, en primer lugar por parte de sacerdotes y religiosos y religiosas misioneros que lo abandonaron todo para anunciar a Cristo y servir a los pueblos de vuestra región. Procedentes de países e institutos diferentes y unidos por la fe, sembraron en el corazón de vuestros pueblos una semilla que producirá una cosecha eterna. Algunos murieron mártires, y principalmente por este sacrificio glorificamos a Dios, que «enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 7,17). Pero no fueron sólo misioneros extranjeros quienes dieron su vida por Cristo: está también la inolvidable figura del beato Peter To Rot, el primer fruto de la fe de vuestras tierras, que se presenta ahora a la Iglesia en todo el mundo como un ejemplo de fidelidad a Dios.

2. El crecimiento espiritual de vuestras Iglesias particulares nos alegra a todos. Pero también habláis de las dificultades de los fieles que Dios os ha encomendado. Hay desastres naturales, el más reciente de los cuales ha sido el maremoto en West Sepik, uno de los más devastadores: ha causado la muerte de miles de personas y ha obligado al país a afrontar una inmensa tarea de reconstrucción humana y material. Os aseguro una vez más la solidaridad de la Iglesia con los damnificados, y renuevo mi llamamiento a la comunidad internacional para que dé la ayuda que aún se necesita con urgencia.

Podemos hacer poco para prevenir los desastres naturales, pero existen otros sufrimientos causados por el hombre y, por tanto, sujetos al control humano. Vuestros informes hablan de una creciente ola de violencia y división, que dificulta la creación de una sociedad basada en la idea y en la práctica del bien común. Aunque la guerra en Bougainville ya ha terminado, permanecen las heridas; y el proceso de cicatrización será largo y complejo. La amenaza de la delincuencia se cierne inexorable y seriamente en especial sobre las ciudades. También la rivalidad entre las tribus, con el espíritu de venganza que suscita, sigue siendo un problema profundamente arraigado y difícil de resolver. Las numerosas formas de corrupción constituyen otro tipo de violencia no menos real y destructiva, aunque a menudo sus síntomas sean menos visibles. Y, sin embargo, hay otra clase de violencia: la violencia espiritual de la segregación fomentada por las sectas religiosas, que proliferan en los períodos de dificultad y se alimentan de las expectativas y los temores de la gente.

3. La situación refleja cierta crisis de las expresiones tradicionales de vuestra cultura, con la consiguiente debilitación de las estructuras e instituciones que han dado a las sociedades tradicionales su estabilidad y han transmitido los valores que las forjaron. La principal es la familia, que recientemente ha sido sometida a una gran presión, y que constituye siempre el núcleo donde se manifiestan los primeros síntomas de malestar social. Existe también un elevado índice de desempleo, que genera frustración e irritación en los jóvenes, haciéndoles perder la autoestima y la esperanza en el futuro. Pero ninguno de estos males os resulta desconocido, queridos hermanos en el episcopado; al contrario, precisamente éstas son las aflicciones de vuestro pueblo que presentáis diariamente a Cristo en vuestra oración, y en las que estáis reflexionando durante el Sínodo. En una situación cultural tan diversificada como la vuestra, nunca es fácil superar las divergencias y contrarrestar la violencia; pero la promoción de la armonía y de una cultura centrada en el bien común está profundamente vinculada con la verdad del Evangelio y os exige un sabio y enérgico liderazgo espiritual.

Frente a la violencia y la discordia existe siempre la tentación de reaccionar de idéntica manera, y precisamente esta lógica crea muchos de los problemas que afectan actualmente a vuestro pueblo. La violencia y la discordia parecen fuertes y victoriosas hoy. Sin embargo, el evangelio de Cristo crucificado insiste en que en realidad son siempre débiles y quedan vencidas. San Pablo habla de la lógica de la cruz con toda la fuerza de esa paradoja: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Co 12,10). Cristo quiere para Papúa Nueva Guinea e Islas Salomón la verdadera fuerza y la auténtica victoria: la victoria de la gracia sobre el pecado y del amor sobre todo lo que separa a las personas.

4. La primera fase de la evangelización de vuestras tierras fue lenta y exigió grandes sacrificios; y, en realidad, lo mismo sucede en la nueva fase que se está desarrollando ahora. La actual etapa de evangelización implica prestar gran atención a la catequesis y a la educación, si se quiere asegurar que las raíces del Evangelio penetren profundamente en la buena tierra del «campo de Dios» (1Co 3,9). Esta tarea precisa un esfuerzo especial, de modo particular en tres áreas relacionadas estrechamente entre sí: la familia, la juventud y los líderes de las comunidades.

Es imprescindible dar mayor apoyo a las familias cuando afrontan situaciones difíciles, y este apoyo consiste no sólo en brindarles ayuda en tiempos de crisis, sino también en proporcionarles una educación continua en los valores y costumbres que determinan la concepción católica del matrimonio y de la vida familiar. Hubo un tiempo en que, a pesar de la persistencia de la poligamia, los valores y costumbres tradicionales garantizaban cierta estabilidad a las familias en vuestras culturas, pero ya no sucede así, especialmente en las ciudades; y esto puede crear un vacío que desestabilice a la familia y, por tanto, amenace el verdadero fundamento de la sociedad. En este tiempo estáis llamados a realizar un gran esfuerzo educativo para apoyar la célula básica de la sociedad humana. Esa educación, que ha de empezar en la escuela, debe prestar especial atención a la preparación para el matrimonio, proseguir durante toda la vida matrimonial y, en especial, acompañar la iniciación cristiana de los hijos. En esta tarea, las instituciones de la escuela católica y de la parroquia siguen teniendo una importancia fundamental.

5. A los jóvenes hay que educarlos, no tanto para tener «éxito», cuanto para vivir una vida verdaderamente cristiana: de gracia y santidad en su relación con Dios, y de verdad y amor en todas las relaciones humanas. La figura del beato Peter To Rot muestra claramente que es posible. Es preciso hacer que los jóvenes sean conscientes de que deben desempeñar un papel y una responsabilidad en la vida de la Iglesia. Hay que ayudarles a conseguir un conocimiento cada vez más claro de lo que enseña la Iglesia, de su fe y su enseñanza moral, especialmente acerca del bien común. Deben aprender el valor supremo de la vida humana y la dignidad absoluta de la persona humana, para fomentar su autoestima. Hay que enseñarles a orar, para que pongan su esperanza en Dios más que en las cosas transitorias. Y es preciso hacer todo esto de un modo que no sólo tenga en cuenta los anhelos universales del corazón humano, sino también las exigencias culturales particulares de vuestros jóvenes.

Una formación de este tipo impulsará el nacimiento de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, que vuestras diócesis ahora necesitan más que nunca, dado que están comenzando la segunda fase de evangelización de vuestras sociedades y disminuye el número de misioneros extranjeros. La tarea puede parecer desalentadora, pero «el amor de Cristo nos apremia» (2Co 5,14). Todo lo que hagáis en favor de la formación de los jóvenes de Papúa Nueva Guinea e Islas Salomón será de inmenso valor para ellos, para la Iglesia y para la sociedad en su conjunto.

6. Una buena formación exige buenos profesores; por este motivo, es tan importante para vuestras Iglesias particulares formar a los líderes de la Iglesia: sacerdotes, religiosos y catequistas. En los seminarios y casas religiosas de formación no hay que escatimar esfuerzos a fin de asegurar la mejor preparación posible para la vida sacerdotal y religiosa, aprovechando tanto los recursos de la Iglesia universal como las riquezas de las culturas locales. En mi reciente carta encíclica Fides et ratio, expliqué que sin una sólida formación intelectual, la fe cae rápidamente en el grave peligro de reducirse a mito o superstición, que son siempre tierra fértil para la violencia y la discordia. La fe necesita la obra de la razón si desea crear una cultura de respeto a la vida y a la dignidad humana, de justicia y solidaridad en las relaciones humanas, y de compromiso en favor del bien común. Si esto es verdad con respecto a la formación inicial, también lo es con relación a la formación permanente, indispensable para sostener a los sacerdotes y a los religiosos en medio de las presiones que sufren. En todas las culturas actuales los sacerdotes y los religiosos necesitan una formación que dure toda la vida, adaptada a las diferentes etapas de su itinerario. La necesitan especialmente cuando algunos elementos de la cultura popular hacen más difícil sostener el compromiso del celibato, que ha de ser para toda la vida.

7. Queridos hermanos en el episcopado, enseñamos principalmente con nuestro testimonio: es muy importante lo que somos. Esto es verdad sobre todo para el obispo, pero también para todos los que enseñan en nombre de Cristo: padres, sacerdotes, profesores, catequistas y jóvenes líderes. Los santos y los mártires son los grandes maestros de la Iglesia, puesto que dan un testimonio inestimable: enseñan con su entrega total, con su sangre.Aunque la historia de la Iglesia en Papúa Nueva Guinea e Islas Salomón es breve, la lista de sus mártires es larga. Algunos son conocidos; otros, no. Pero no los hemos de olvidar, ya que son los testigos supremos de la sabiduría de la cruz de Jesucristo (cf. 1Co 1,18-25). Es preciso recordar sus nombres y contar su historia con mayor razón y alegría ahora que la Iglesia se acerca al gran jubileo del año 2000. Esos hombres y mujeres son la mayor gloria de vuestro pasado y la prenda más segura de vuestro futuro. Con el mismo espíritu, también os exhorto a animar y sostener la vida contemplativa en vuestras Iglesias particulares. Los que siguen el camino de la contemplación en la vida monástica viven una especie de martirio y, con su silencio y abnegación, enseñan algo particularmente necesario hoy.

La tarea de la Iglesia en Papúa Nueva Guinea e Islas Salomón es grande y compleja, pero el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza (cf. Rm Rm 8,26), penetrando en la intimidad de nuestro corazón y renovándonos. Que el fuego de su amor en el corazón de los fieles transforme las penas en alegrías e inspire el gran himno de alabanza que es siempre el canto de la Iglesia. Que la Madre de Cristo, Estrella del mar y de la evangelización, vele por vosotros y os guíe, mientras camináis con vuestro pueblo hacia el puerto de paz que Dios os tiene preparado. Como prenda de infinita alegría en Cristo, que es siempre «el camino, la verdad y la vida» (Jn 4,6), os imparto cordialmente a vosotros, a vuestros sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos, mi bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DEL PACÍFICO

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 5 de diciembre de 1998



Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

1. «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida» (1Jn 1,1), es nuestro tema. Con especial intensidad, durante estos días de la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos, nuestro pensamiento se dirige a la Palabra de vida, Jesucristo, que nos ha llamado a ser pastores de su pueblo y, en su nombre, a predicar el Evangelio de la salvación hasta los confines de la tierra. En cierto sentido, vuestra visita ad limina Apostolorum consiste también en darle cuenta de vuestra misión entre los pueblos del Pacífico. Al saludaros a vosotros, miembros de la Conferencia episcopal del Pacífico, glorifico a Dios porque «en las islas del mar se elevan cantos de alabanza al nombre del Señor» (cf. Is Is 24,15-16).

Durante vuestra visita ad limina, cuando oráis ante las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, os remontáis en el tiempo y reconocéis el vínculo de fe que os une a vosotros y a vuestro pueblo con su testimonio del Evangelio; y el espacio mismo desaparece cuando venís al centro de la Iglesia para visitar al Sucesor de Pedro. Venís a representar a un complejo mosaico de razas, culturas y lenguas; y, sin embargo, se trasciende la diversidad gracias a nuestra comunión en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

2. La historia de la evangelización en vuestros países no es larga, pero ya está llena de frutos de santidad, justicia y paz, que sólo el Evangelio puede producir. Vosotros sois testigos de la obra heroica de los misioneros que sembraron la semilla de la fe en el corazón de vuestros pueblos. Se trata de hombres y mujeres, sacerdotes y religiosos, que escucharon la llamada de Cristo y, abandonando lo que era naturalmente suyo, llevaron este mensaje a los pueblos que representáis. Predicaron en su nombre, y su predicación «no fue sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, y muy persuasivamente» (1Th 1,5). Predicaron con el testimonio de su vida, algunos incluso hasta la muerte. Es sobre todo este sacrificio, insertado en el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, el que abre el corazón humano a la paz del Espíritu Santo. Ahora se necesita renovar la evangelización; pero no conviene olvidar los sacrificios de los primeros misioneros, y especialmente de los mártires como san Pedro Chanel y el beato Diego de San Vitores. En efecto, al aproximarnos al gran jubileo del año 2000, hay que difundir y contar su historia con gratitud y alegría sinceras.

3. Vivís actualmente en vuestros diferentes países un período de cambios profundos. La reciente fase poscolonial de vuestra historia ha quedado superada. La independencia ya no es una experiencia nueva, aunque la consolidación de la libertad y de los derechos civiles sigue siendo una tarea urgente. Vuestros pueblos se sienten turbados por la dificultad de lograr el desarrollo y el bienestar a los que aspiran, especialmente ahora que en la región asiática del Pacífico se ha producido, de modo inesperado, una inestabilidad económica y también política. Hubo un tiempo en que los océanos mantenían aisladas a vuestras sociedades; sin embargo, esos mismos océanos se han convertido en rutas por donde han llegado otras culturas, que ya se han fundido con la vuestra. El desarrollo rápido de las comunicaciones lleva a un proceso de globalización cultural que ya ejerce gran influencia en vuestras sociedades. Algunos efectos son positivos, pero otros son ciertamente negativos. En esta situación, los pastores de la Iglesia deben mostrar sabiduría en su discernimiento y valentía en sus decisiones.

Es paradójico que el proceso hacia una mayor unificación prometida por la globalización desemboque a veces en divisiones y pérdidas de identidad. En vez de promover un espíritu de colaboración y solidaridad, puede suscitar la actitud de «sálvese quien pueda» en cada nación y entre ellas. Esto puede significar la explotación de las naciones más débiles por las más fuertes; puede significar también la corrupción, que aleja a los jefes del pueblo al que deben servir; y, por último, puede desencadenar conflictos entre intereses opuestos, hasta el punto de que resultaría imposible organizar la sociedad sobre la base del bien común. La voz de los obispos debe hacerse oír claramente en favor del espíritu de colaboración y solidaridad, el único que puede asegurar el bienestar de vuestros pueblos.

Para la Iglesia que está en las naciones del Pacífico ninguna tarea es hoy tan urgente como la nueva evangelización a fin de responder a las necesidades de las circunstancias actuales, que cambian rápidamente. La nueva evangelización constituye la próxima etapa de la plantatio Ecclesiae en vuestras islas, y exige que el Evangelio se predique de manera nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión (cf. Veritatis splendor VS 106). Esto no quiere decir que los métodos de los primeros misioneros no estuvieran bien concebidos; al contrario, para aquel tiempo estaban muy bien concebidos y aplicados. Pero la situación cambiante que afrontáis ahora plantea nuevos desafíos, y os exigirá la misma creatividad e intrepidez que mostraron los primeros misioneros. La tarea puede parecer enorme, queridos hermanos, pero «fiel es el que os llama y es él quien la realizará» (1Th 5,24).

4. La evangelización requiere un esfuerzo importante de vuestros países, ya que, en la primera fase de su historia, corrió a cargo de los misioneros. Por eso, no sucederá lo mismo en esta nueva etapa. Como sucesores de los Apóstoles, los obispos siguen siendo los primeros agentes de la evangelización; y vuestros colaboradores más íntimos son los sacerdotes y los religiosos, tanto los misioneros como los autóctonos a quienes Dios llama en el seno de vuestras comunidades. También los laicos están más dispuestos que nunca a desempeñar un papel decisivo en esta nueva fase de la evangelización, respondiendo a su vocación particular en el ámbito de la índole polifónica y jerárquica de la Iglesia. Así pues, deseo reflexionar brevemente con vosotros en algunos aspectos de la relación entre los obispos, los sacerdotes y los laicos.

El papel del obispo como primer agente de la evangelización lo convierte en el primer servidor de la comunión. Este servicio tiene muchas implicaciones, pero ninguna tan importante como el fortalecimiento de los vínculos de gracia, colaboración y amistad entre el obispo y sus sacerdotes. Puede ser arduo, teniendo en cuenta que en la administración diaria de las diócesis y las parroquias no siempre es fácil encontrar el tiempo y la energía necesarios para la construcción de la comunión. Sin embargo, es esencial que sea así. Además, en algunas culturas, las costumbres tradicionales y las formas de gobierno pueden influir en el ejercicio del poder por parte del obispo, tendiendo a presentarlo como una figura distante más que como un padre siempre deseoso y dispuesto a escuchar a sus sacerdotes y a su pueblo. A veces es necesario que el obispo, con su modo de gobierno, vaya al encuentro de la cultura, con la convicción clara, tan importante para la nueva evangelización, de que la inculturación de la fe no significa que se deba atribuir a la cultura un carácter absoluto, hasta el punto de no poder poner en tela de juicio o mitigar algunos de sus elementos.

5. Las formas de liderazgo que acentúan el privilegio más que el servicio siempre crean problemas en la relación entre los sacerdotes y los fieles laicos. Por eso es importante que los seminarios y las casas de formación enseñen una forma de liderazgo orientada completamente al servicio y que infundan en los candidatos el mismo celo por predicar el Evangelio que tuvieron los primeros misioneros. Para ello hará falta dar un fuerte impulso a la espiritualidad de la cruz, la entrega total de sí que sólo se aprende con dificultad, pero sin la cual el ministerio sacerdotal se transforma en una forma de autoservicio y autoglorificación. Durante sus años de preparación, los candidatos a la ordenación tienen que comprender la verdad de que esta abnegación es el único modo de vivir una vida sacerdotal de verdad satisfactoria, que es en realidad la condición esencial para tener una alegría duradera en su vida. Sin ella, la vida sacerdotal puede resultar triste e insatisfactoria, llevando a formas destructivas de comportamiento. El hecho de que en vuestra región haya actualmente un buen número de vocaciones es un signo de esperanza; y es muy importante formar a esos candidatos para que sean auténticos servidores de Cristo y de la Iglesia, que sepan trabajar en armonía y obediencia al obispo y en estrecha colaboración con los religiosos y los fieles laicos.

6. Durante los últimos años los fieles laicos han asumido cada vez mayores responsabilidades dentro de la comunidad eclesial. Esto no se debe siempre a la escasez de sacerdotes; es obra del Espíritu Santo. Sin embargo, en algunas ocasiones, la responsabilidad laical ha sido acentuada de tal manera, que se la contrapone al ministerio sacerdotal. La verdad es que la guía sacerdotal y la responsabilidad laical son complementarias: cuando la responsabilidad laical se desempeña correctamente, el ministerio sacerdotal se muestra en toda su riqueza, y viceversa. Las dos vocaciones deben distinguirse cuidadosamente, pero no separarse, para que puedan trabajar juntas en la profunda armonía que exige la naturaleza que Dios ha dado a la Iglesia. Las vocaciones sacerdotales florecen en situaciones en que los sacerdotes y los fieles laicos colaboran, enriqueciéndose mutuamente.

En una época de cambios radicales, con toda la incertidumbre que esto conlleva, es más importante que nunca que la Iglesia prepare a laicos, hombres y mujeres, para desempeñar papeles de liderazgo en la sociedad que favorezcan el bien común (cf. Christifideles laici CL 42-43). Vuestras Iglesias particulares han sido bendecidas cada vez más con laicos, hombres y mujeres, que participan activamente en la liturgia, en la catequesis y en otras formas de servicio cristiano. Esto es motivo de gran satisfacción, pero no basta. La contribución específicamente laical a la obra del Evangelio debe llegar a abarcar los vastos sectores de la vida y la cultura humana que superan los confines de la comunidad eclesial, en una sociedad cada vez más secularizada. Especialmente desde el concilio Vaticano II, el Magisterio ha subrayado oportunamente el carisma secular de la vocación laical (cf. Lumen gentium LG 31 Evangelii nuntiandi EN 70 Christifideles laici EN 17). Esto significa que el campo principal para la obra de evangelización de los fieles laicos es el mundo secular de la familia, el trabajo, la política, la cultura y la vida profesional e intelectual. De la eficacia con que cumplan su misión en esos campos dependerá la nueva fase de la evangelización en la región del Pacífico.

Formar a los fieles laicos para esa tarea exigirá prestar atención a la vez a la teología de la vocación laical y a la doctrina social de la Iglesia, especialmente a los valores y principios que representan la concepción católica de la ley natural y del bien común.Todos los cristianos deberían tener una convicción inatacable del valor supremo de la vida humana, de la dignidad inalienable de la persona humana y de la importancia única de la familia como célula básica de la sociedad.El abandono de estos puntos de referencia moral constituye el núcleo de una secularización destructiva. Y dado que se abandonan sólo cuando se excluye a Dios del mundo y del corazón humano, es preciso enseñar a los fieles laicos un modo de orar que los abra cada vez más al misterio de la providencia amorosa de Dios en todos los aspectos de la vida. También hace falta un gran esfuerzo en el ámbito de la educación, con todas las instituciones educativas de vuestras Iglesias particulares que contribuyen a la formación cristiana de los jóvenes. Esa educación, en vez de agravar la erosión de los aspectos positivos de las costumbres de vuestras sociedades, acrecentará los valores que encarnan y llevará a la convergencia de las tradiciones de la región del Pacífico y de la enseñanza católica, que requiere la inculturación del Evangelio.

7. Las Iglesias que presidís en el amor de Cristo forman parte del mundo de Oceanía, nombre que sugiere que el agua —la inmensa extensión del océano Pacífico— ha determinado vuestra historia y vuestra cultura. Pero es otro tipo de agua, el agua del bautismo, la que revela vuestra identidad en un nivel más profundo. Los cristianos de la región del Pacífico han sido sepultados con Cristo en el bautismo y han resucitado con él a una vida nueva (cf. Rm Rm 6,4). Que el Espíritu Santo actúe nuevamente en lo más íntimo de vuestro corazón, queridos hermanos, y en el corazón de vuestros fieles, para que, al celebrar el gran jubileo del año 2000 y al iniciar el nuevo milenio, toda la Iglesia en la región del Pacífico «entre en el océano de luz de la Trinidad» (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 1998, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de abril de 1998, p. 4). La renovación espiritual que debe acompañar al jubileo proporcionará las nuevas energías que se necesitan para la evangelización y la labor misionera que os espera, para el apostolado de la catequesis y la formación cristiana, para la defensa de la vida y la dignidad humana, y para la aplicación de la doctrina social católica a las cuestiones políticas, económicas y culturales. Que María, Estrella del mar y Estrella de la evangelización, os guíe con seguridad hasta el puerto donde «ya no habrá noche y no tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22,5). En el amor de Jesucristo, el único que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), os imparto de buen grado a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras tierras, mi bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA UNIÓN DE JURISTAS CATÓLICOS ITALIANOS

Sábado 5 de diciembre de 1998



Ilustres señores:

1. Me alegra dar una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, que os habéis reunido con ocasión del congreso anual de la Unión de juristas católicos italianos. En particular, saludo a vuestro presidente, el profesor Giuseppe Dalla Torre, y le agradezco las amables palabras que ha querido dirigirme en vuestro nombre. Asimismo, saludo a todos los miembros de vuestra asociación que, tanto en el ámbito académico como en el forense quieren animar cristianamente, según la indicación del Concilio (cf. Apostolicam actuositatem AA 7), el orden temporal con su trabajo profesional en la sociedad, promoviendo en las instituciones jurídicas cuanto puede favorecer el bien de la persona y de la comunidad.

El encuentro de hoy reviste un carácter muy especial, puesto que se inserta en las celebraciones del 50 aniversario de la fundación de la Unión de juristas católicos italianos. En efecto, nació en 1948, en el seno del Movimiento de licenciados de la Acción católica, y fue fruto de la grave crisis de conciencia que afectó a una generación de juristas ante los postulados ideológicos del Estado ético, que tanto en Italia como en el resto de Europa determinaron la experiencia del totalitarismo. Esos juristas se dieron cuenta de cómo los delicados instrumentos jurídicos, que habían contribuido a elaborar, servían para usos políticos condenables y para el fortalecimiento de los regímenes totalitarios. También tenían muy presentes las conclusiones trágicas y falaces a las que podía llegar una concepción puramente positivista del derecho, hasta esas graves violaciones de los derechos humanos que fueron los campos de exterminio y el mismo inmenso conflicto mundial.

2. Con la fundación de vuestra Unión, esos juristas quisieron responder a la exigencia de reencontrar el fundamento auténtico del derecho, sustrayéndolo a la arbitrariedad de un uso político inspirado en la lógica del más fuerte. Vieron en el derecho natural el fundamento sólido y auténtico de la ley positiva, e hicieron de esta convicción la referencia constante de su actividad científica.

Durante estos cincuenta años, vuestra asociación se ha esforzado por favorecer el desarrollo del ordenamiento jurídico, en conformidad con la Constitución italiana de 1948 y, sobre todo, con las tres directrices fundamentales contenidas en la primera parte: el principio personalista, el principio pluralista ordenado según el criterio de subsidiariedad, y el principio de la preexistencia de los derechos de la persona y de las comunidades con respecto a toda concesión por parte del Estado.

Teniendo en cuenta esas directrices, los socios de la Unión han desempeñado el papel de conciencia crítica en la comunidad más amplia de los juristas italianos, recordando los valores de la Constitución cada vez que la experiencia jurídica mostraba divergencias crecientes y encontrando en esos valores la solución para las nuevas cuestiones planteadas por el progreso científico y tecnológico. En estas nobles motivaciones se inspiró el gran esfuerzo cultural de los juristas católicos italianos contra la ley del divorcio, en 1970, y contra la del aborto, en 1978, así como su valiosa contribución en los asuntos relacionados con la ecología y la bioética, en tiempos en que aún no eran objeto de atención por parte de la cultura jurídica en Italia.

¡Cómo no congratularse por el considerable y cualificado camino que habéis recorrido durante estos cinco decenios! ¡Cómo no dar gracias al Señor por el celo y la competencia con que la Unión de juristas católicos italianos ha sostenido durante medio siglo de historia la primacía de la persona y el valor del bien común ante la evolución de la sociedad y de la experiencia jurídica!

El lema: «Desde hace cincuenta años en favor de la justicia del derecho», que habéis elegido para esta celebración jubilar, trae a la memoria la constante fidelidad de los juristas creyentes a la ética y expresa vuestro renovado compromiso de poneros al servicio de un derecho inspirado en los grandes valores humanos y cristianos. Así, seguiréis dando a la sociedad italiana y a la ciencia jurídica una contribución cada vez más útil y apreciada.

3. Vuestra asociación ha tenido como referencia constante la afirmación del derecho natural, considerándolo fundamental para la promoción auténtica de la persona y de la sociedad.

Esta referencia representa hoy un punto significativo de contacto con la moderna doctrina jurídica, en la que existe un consenso universal sobre la temática de los derechos humanos, que encarna las antiguas instancias del «jusnaturalismo».

En la actualidad los juristas tienen la preocupación común de hacer que los derechos humanos sean plenamente efectivos frente a sus graves violaciones, que se registran en diversas partes del mundo, a pesar de las solemnes afirmaciones de principio. Pero ese propósito corre el riesgo de lograr pocos resultados o de confundir derechos auténticos con reivindicaciones subjetivas y egoístas, si falta un consenso amplio y universal sobre su fundamento. Por tanto, es encomiable y meritorio vuestro esfuerzo por afirmar un sano «jusnaturalismo », que constituye la única garantía para fundar de manera cierta y absoluta los derechos humanos.

4. El congreso que estáis celebrando durante estos días tiene como tema: «La solidaridad entre ética y derecho». Desde la perspectiva del nuevo milenio, la temática de la solidaridad ha sido para vosotros la consecuencia lógica de la reflexión sobre el derecho natural, que vuestra asociación ha desarrollado durante estos cincuenta años.

Se trata de un asunto muy importante, relacionado estrechamente con el derecho natural, pues en la dimensión de la solidaridad se expresa un derecho que no es un instrumento arbitrario en las manos del más fuerte, sino un medio seguro de justicia.

Espero que estas temáticas, destinadas a orientar la investigación de los juristas católicos, contribuyan a contrarrestar eficazmente las concepciones individualistas que desnaturalizan el derecho positivo, reduciéndolo a una mera explicitación de las pretensiones individuales, sin tener en cuenta las exigencias de la justicia y los deberes de la solidaridad.

Con ese deseo, os encomiendo a cada uno y encomiendo vuestro trabajo a la protección materna de la Sedes sapientiae, e invoco la constante asistencia divina a la vez que, como prenda de los favores celestiales, os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.

Discursos 1998