Discursos 1998 - Sábado 5 de diciembre de 1998


ORACIÓN DE JUAN PABLO II

A LA SANTÍSIMA VIRGEN

Plaza de España

Martes 8 de diciembre de 1998

1. ¡Oh, María!,
estamos nuevamente a tus pies,
el día en que celebramos
tu Inmaculada Concepción,
y te suplicamos,
como hija predilecta del Padre,
que, durante este último año de preparación
para el gran jubileo del 2000,
nos enseñes a caminar
unidos hacia la casa paterna,
a fin de que toda la humanidad
sea una sola familia.

2. ¡Oh, María!,
desde el primer instante de la existencia
fuiste preservada del pecado original,
en virtud de los méritos de Jesús,
de quien debías convertirte en Madre.
Sobre ti el pecado y la muerte no tienen poder.

Desde el instante en que fuiste concebida
gozaste del singular privilegio de estar llena
de la gracia de tu Hijo bendito,
para ser santa como él.
Por eso, el mensajero celestial,
enviado a anunciarte el designio divino,
se dirigió a ti, saludándote:
«Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28).

Sí, oh María, tú eres la llena de gracia,
tú eres la Inmaculada Concepción.
En ti se cumple la promesa
hecha a nuestros primeros padres,
evangelio primordial de esperanza,
en la hora trágica de la caída:
«Pondré enemistad entre ti y la mujer,
y entre tu linaje y el suyo» (Gn 3,15).

Tu linaje, oh María,
es el Hijo bendito de tu seno, Jesús,
Cordero inmaculado que cargó sobre sí
el pecado del mundo, nuestro pecado.
Tu Hijo, oh Madre, te preservó
para ofrecer a todos los hombres
el don de la salvación.
Por eso, de generación en generación
los redimidos no dejan de repetirte
las palabras del ángel:
«Alégrate, llena de gracia,
el Señor está contigo» (Lc 1,28).

3. ¡Oh, María!,
de Oriente a Occidente,
ya desde los comienzos,
el pueblo de Dios profesa con fe
que tú eres la toda pura,
la toda santa,
la Madre excelsa del Redentor.
Lo testimonian a una voz
los Padres de la Iglesia,
lo proclaman los pastores, los teólogos
y los más grandes confesores de la fe.

En 1854, mi venerado predecesor
el Sumo Pontífice Pío IX
reconoció oficialmente
la verdad de este privilegio tuyo.
Como perenne recuerdo
de ese acontecimiento
fue erigida aquí, en el centro de Roma,
esta columna,
desde la que velas maternalmente
por la ciudad.
Desde entonces, todos los años,
en esta fiesta solemne,
la Iglesia y la ciudad de Roma
con su Obispo vienen aquí, a la plaza de España,
para honrarte a ti,
signo de segura esperanza
para todos los hombres.

Con este acto anual de veneración
profesamos que queremos volver
al designio originario y eterno
de nuestro Creador y Padre,
y repetimos con el apóstol Pablo:
«Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo. (...)
Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante él» (Ep 1,3-4).

4. ¡Oh, María!,
tú eres la testigo de esta elección originaria.
Guíanos tú, ¡oh Madre!, que conoces el camino.
A ti, Inmaculada Concepción,
se consagra hoy el pueblo de Dios
y toda la ciudad de Roma.

Protégenos siempre y guíanos a todos
por los caminos de la santidad. Amén.

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II

PARA LA CAMPAÑA DE LA FRATERNIDAD EN BRASIL



Amadísimos hermanos y hermanas de Brasil:

«El reino de los cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña» (Mt 20,1).

1.Con estas palabras de la sagrada Escritura, deseo unirme a toda la Iglesia que está en Brasil, para dar comienzo a la Campaña de la fraternidad de este año, que tiene como tema: «La fraternidad y el desempleo». Caminamos decididamente hacia el jubileo del año 2000 y, desde esta perspectiva, quiero recordar que «el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo como el nuestro, marcado por tantos conflictos y por intolerables desigualdades sociales y económicas, es un aspecto sobresaliente de la preparación y de la celebración del jubileo» (Tertio millennio adveniente TMA 51).

2. Ciertamente, poder trabajar en la viña del Señor es un don divino. Esta visión de la posesión definitiva del reino celestial, presentada en la parábola de los obreros de la viña, no excluye, sino más bien refuerza la necesidad de comprender el derecho al trabajo en este mundo. La Cuaresma, como momento fuerte de conversión a Dios, mediante la penitencia y la oración, es ocasión de reflexión y propósitos para que todos los hombres y mujeres de buena voluntad se sientan protagonistas «de la iacivilización del amorli, fundada sobre los valores universales de la paz, la solidaridad, la justicia y la libertad, que encuentran en Cristo su plena realización» (ib.,52). El pan es «fruto de la tierra y del trabajo del hombre»; por eso, el desconcertante fenómeno mundial del desempleo y del subempleo debe interpelar cada vez más la conciencia de todos los cristianos ante la angustiosa pregunta planteada por la Campaña de la fraternidad: «Sin trabajo... ¿por qué?» (cf. Sollicitudo rei socialis SRS 18).

3. Al expresar mi deseo de que se empleen todos los medios disponibles para aliviar el drama del desempleo, que ya sugerí en el mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz de este año (cf. n. 8), invoco abundantes luces de lo alto y la bendición para todos los que me escuchan.

¡Alabado sea nuestro Señor Jesucristo!

Vaticano, 8 de diciembre de 1998

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE AUSTRALIA

EN VISITA «AD LIMINA»


Lunes 14 de diciembre de 1998



Querido cardenal Clancy;
amados hermanos en el episcopado:

1. Os saludo afectuosamente a vosotros, obispos de Australia, con las palabras del apóstol Pedro: «Paz a todos los que estáis en Cristo» (1P 5,14). Vuestra visita ad limina tiene lugar durante la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos en la que, en medio de las alegrías y las preocupaciones de vuestro servicio pastoral, habéis entablado el colloquium fraternitatis con vuestros hermanos en el episcopado de Nueva Zelanda, Papúa Nueva Guinea, islas Salomón y toda la región del Pacífico sobre la centralidad de Cristo, el camino, la verdad y la vida de los pueblos de vuestro continente. Los representantes de vuestra Conferencia también se han reunido con diversos jefes de dicasterios de la Santa Sede para discutir sobre algunos aspectos de vuestro ministerio en la situación particular de la Iglesia en vuestro país. Deseo animaros a aprovechar las grandes fuerzas de la comunidad católica de Australia que, en medio de cambios a menudo desconcertantes, sigue escuchando la palabra de Dios y dando abundantes frutos de santidad y servicio evangélico.

2. Durante las reuniones con algunas de las Congregaciones de la Curia romana, habéis centrado vuestra atención en cuestiones de doctrina y moral: la liturgia, el papel del obispo, la evangelización y la misión, el sacerdocio y la vida religiosa, y la educación católica. En cada una de estas áreas, vuestra responsabilidad personal como obispos es de suma importancia, y por eso será el tema fundamental de estas breves reflexiones. Desde el concilio Vaticano II, la figura del obispo diocesano ha destacado con nuevo vigor y claridad. Con vuestros hermanos en el episcopado y en unión con el Sucesor de Pedro, por la fuerza del Espíritu Santo habéis recibido la misión de velar por la Iglesia de Dios, la Esposa adquirida al precio de la sangre del Hijo unigénito, el Señor Jesucristo (cf. Hch Ac 20,28).

Los obispos son «el principio y fundamento visible de la unidad en sus Iglesias particulares», precisamente como el Sucesor de Pedro es «el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad» tanto de los obispos como de todos los fieles. Dado que la Iglesia particular que preside cada obispo representa una porción del pueblo de Dios encomendada a su gobierno pastoral, no es completa en sí misma, sino que existe en la comunión y por la comunión con la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Por esta razón, «todos los obispos (...) deben impulsar y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia» (Lumen gentium LG 23). Así pues, cada obispo está llamado a asumir plenamente su responsabilidad, oponiéndose con firmeza a todo lo que pueda perjudicar la fe que ha sido transmitida (cf. 1Co 4,7). Para que su ministerio de santificar, enseñar y gobernar sea verdaderamente eficaz es obvio que el estilo de vida del obispo debe ser irreprochable: debe esforzarse sinceramente por ser santo, y entregarse con generosidad y sin vacilación alguna al servicio del Evangelio.

3. Hasta hace poco, la comunidad católica de Australia ha experimentado un fuerte crecimiento. Vuestra historia es extraordinaria: una gran institución construida rápidamente, a pesar de sus recursos limitados. Diócesis, parroquias, comunidades religiosas, escuelas, seminarios y organizaciones de todo tipo han surgido como testimonio de la fuerza de la fe católica en vuestro país y de la inmensa generosidad de quienes la llevaron. Ahora tal vez ese impulso ha disminuido, y la Iglesia en Australia afronta una situación compleja, que exige un cuidadoso discernimiento por parte de los obispos y una respuesta confiada y responsable de todos los católicos.

La cuestión principal concierne a la relación entre la Iglesia y el mundo. Este tema fue fundamental para el concilio Vaticano II, y sigue siéndolo para la vida de la Iglesia después de más de treinta años. La respuesta que demos a esa cuestión determinará la que daremos a otras muchas cuestiones importantes y prácticas. La secularización avanzada de la sociedad implica una tendencia a confundir los límites entre la Iglesia y el mundo.Algunos aspectos de la cultura dominante pueden condicionar a la comunidad cristiana en actitudes que el Evangelio no admite. A veces falta voluntad para poner en tela de juicio los presupuestos culturales, tal como pide el Evangelio. Esto va acompañado a menudo por un enfoque acrítico del problema del mal moral y por un rechazo a reconocer la realidad del pecado y la necesidad del perdón. Esta actitud se manifiesta en una concepción de la modernidad excesivamente optimista, junto con un malestar ante la cruz y sus implicaciones para la vida cristiana. Se olvida muy fácilmente el pasado, y se acentúa tanto la dimensión horizontal, que se debilita el sentido de lo sobrenatural. Un respeto erróneo del pluralismo lleva a un relativismo que pone en duda las verdades enseñadas por la fe y accesibles a la razón humana; y esto, a su vez, crea confusión acerca de lo que constituye la verdadera libertad. Todo esto causa incertidumbre sobre la contribución propia que la Iglesia está llamada a dar al mundo.

Al hablar del diálogo de la Iglesia con el mundo, el Papa Pablo VI usó la expresión colloquium salutis. No se trata de un diálogo por sí mismo, sino de un diálogo que tiene como fuente la verdad y busca comunicar la verdad que libera y salva. El colloquium salutis exige que la Iglesia sea diferente precisamente por el bien del diálogo. La fuente inagotable de esa diferencia es la fuerza del misterio pascual, que proclamamos y comunicamos. En el misterio pascual descubrimos la verdad absoluta y universal, la verdad sobre Dios y sobre la persona humana, que ha sido confiada a la Iglesia y que ella ofrece a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Los obispos nunca debemos perder la confianza en la llamada que hemos recibido, la llamada a una diakonía humilde y tenaz de esta verdad. La fe apostólica y la misión apostólica que hemos recibido nos imponen el solemne deber de anunciar la verdad en todos los ámbitos de nuestro ministerio.

4. Como «administrador de la gracia del sumo sacerdocio» (Lumen gentium LG 26), el servicio del obispo a la verdad tiene una aplicación específica y principal en la vida litúrgica de su diócesis. Debe hacer todo lo posible para asegurar que la liturgia, por la que «se ejerce la obra de nuestra redención» (Sacrosanctum Concilium SC 2), permanezca fiel a su naturaleza más íntima: la alabanza y la adoración del Padre eterno (cf. ib.,7). Es muy importante que el obispo proporcione una sólida enseñanza de la teología y la espiritualidad litúrgicas en los seminarios y en instituciones semejantes. También debe promover la creación de los recursos que necesita su diócesis, o sea, sacerdotes, diáconos y fieles laicos especialmente preparados, comisiones que funcionen apropiadamente y grupos que trabajen en la promoción de la liturgia, de la música y del arte litúrgicos, y en la construcción y el mantenimiento de iglesias que, por su estilo y su ornamentación, estén en estrecha armonía con los valores fundamentales de la tradición católica. Por otra parte, tanto el clero como el laicado deben disponer de medios adecuados para la formación permanente y para una catequesis constante sobre el significado más profundo de las diversas celebraciones litúrgicas. En muchos casos, será útil compartir los propios recursos con los de las diócesis vecinas o a nivel nacional. Sin embargo, estas disposiciones no deberían reducir la misión del obispo de organizar, promover y proteger la vida litúrgica de su Iglesia particular (cf. Vicesimus quintus annus, 21).

Dado que el sacrificio de la misa es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium LG 11), os animo a exhortar a los sacerdotes y fieles laicos a estar dispuestos a hacer sacrificios concretos para celebrar y asistir a la misa dominical. Las anteriores generaciones de católicos australianos mostraron la profundidad de su fe mediante su gran devoción a la Eucaristía y a los otros sacramentos. Este espíritu es parte integrante de la vida católica, parte de nuestra tradición espiritual que hay que reafirmar.

5. En la preparación y celebración del próximo gran jubileo como tiempo de conversión y reconciliación, también se ha de llevar a cabo un gran esfuerzo de catequesis sobre el sacramento de la penitencia. Hoy es posible y necesario superar algunas aplicaciones superficiales de las ciencias humanas con respecto a la formación de las conciencias. La Iglesia en Australia debería invitar a los católicos a redescubrir el misterio salvífico del amor y la misericordia del Padre mediante la experiencia humana, especialmente profunda y transformadora, que es la confesión individual e íntegra, con su respectiva absolución. Como subraya el Catecismo de la Iglesia católica, éste sigue siendo el único medio ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y con la Iglesia (cf. n. 1484). La naturaleza personal del pecado, la conversión, el perdón y la reconciliación es la razón por la que el segundo rito de la penitencia exige la confesión personal de los pecados y la absolución individual. Por ese mismo motivo, la confesión general y la absolución general son adecuadas únicamente en casos de grave necesidad, claramente establecidos por las normas litúrgicas y canónicas.

Como responsables principales de la vida y la disciplina de la Iglesia, debéis explicar a los fieles las razones teológicas, pastorales y antropológicas de la práctica de la Iglesia según la cual los niños que han llegado a la edad del uso de razón reciben el sacramento de la penitencia antes de recibir la primera santa comunión (cf. Código de derecho canónico, c. 914). Está en juego el respeto a la integridad de su relación personal e individual con Dios.

6. Como se ha ilustrado repetidamente en este Sínodo, existe un vínculo directo entre el ministerio del obispo y la situación de los sacerdotes de su diócesis, no sólo por lo que respecta al reclutamiento de candidatos aptos para el sacerdocio, sino también al ejercicio del ministerio sacerdotal. En vuestros informes habláis de la disminución del número de los que responden a la llamada de Dios al sacerdocio y a la vida religiosa, y de los que desempeñan el ministerio activo, así como de la edad cada vez más avanzada de los que sirven actualmente a la Iglesia. Correctamente habéis tratado de resolver este problema pastoral con la oración y con diferentes programas de promoción vocacional. El hecho de que la escasez de vocaciones no se sienta en todas partes con la misma intensidad indicaría que el ideal del compromiso, servicio y entrega incondicional por amor a Jesucristo atrae aún a muchos corazones, especialmente cuando los jóvenes encuentran a sacerdotes que viven, de la manera más radical posible, el amor del buen Pastor, que da su vida por las ovejas (cf. Jn Jn 10,11 Pastores dabo vobis PDV 40). Hoy, la generación más joven de católicos muestra una notable capacidad para responder a la llamada a una vida espiritual abnegada y exigente, precisamente porque percibe rápidamente que la cultura egocéntrica dominante es incapaz de satisfacer las necesidades más profundas del corazón humano. En esta búsqueda, necesita una guía; necesita testigos auténticos del mensaje evangélico.

La disminución del número de sacerdotes en el ministerio activo está compensada de muchas formas por la mayor participación del laicado en el ámbito de la parroquia. Los laicos, hombres y mujeres, trabajan a menudo en estrecha unión con sus párrocos en el campo de la liturgia, la catequesis y la administración práctica de la parroquia, y se esfuerzan por atraer a los demás a la Iglesia con sus obras de apostolado (cf. Apostolicam actuositatem AA 10). Corresponde al obispo organizar adecuadamente esta colaboración, en particular asegurando que el párroco no sea considerado como un ministro más, con una responsabilidad particular en lo que atañe a los sacramentos, pero cuyo oficio de enseñar y gobernar está limitado por la voluntad de la mayoría o de una minoría fuerte. El sentido australiano de la igualdad no debe usarse como pretexto para privar al párroco de la autoridad y los deberes que corresponden a su oficio, dando la impresión de que el ministerio sacerdotal es menos importante para la comunidad eclesial particular.

Todo obispo reconoce cuán importante es estar cerca de sus sacerdotes, siendo un padre para ellos, sosteniéndolos y corrigiéndolos cuando sea necesario. En un clima cultural dominado por el pensamiento subjetivo y el relativismo moral, la transmisión de la fe y la presentación de la enseñanza y la disciplina de la Iglesia han de constituir motivo de gran solicitud para los sucesores de los Apóstoles. Desgraciadamente, la enseñanza del Magisterio ha encontrado a veces reservas y dudas, tendencia alimentada por el interés de los medios de comunicación social en el disenso o, en algunos casos, por la intención de usarlos como estrategia para forzar a la Iglesia a hacer cambios que no puede aceptar. La tarea del obispo no consiste en salir airoso de las polémicas, sino en ganar almas para Cristo; no en librar batallas ideológicas, sino una lucha espiritual por la verdad; no en preocuparse por su propia reivindicación o promoción, sino en proclamar y difundir el Evangelio.

7. Es muy necesario anunciar la verdad con claridad, amor y confianza, puesto que la verdad que proclamamos pertenece a Cristo y es de hecho la verdad que todos los pueblos anhelan, aunque parezcan indiferentes o reacios. Nuestro colloquium salutis dará buenos resultados sólo si el Espíritu Santo anima nuestro ser y se convierte en nuestra voz. Por eso, en este momento de comunión, invoquemos a ese Espíritu Santo, «cuya venida es amable», como dice san Cirilo de Jerusalén, y «cuya carga es ligera, (...) porque viene para salvar, sanar, enseñar, amonestar, fortalecer, exhortar e iluminar las mentes» (Catequesis, XVI, 16). Encomiendo vivamente a vuestras oraciones y reflexiones, a vuestra responsabilidad y acción, el documento que resume vuestros encuentros con los diversos dicasterios de la Santa Sede. Todos sabemos bien que el triple ministerio episcopal de enseñar, santificar y gobernar es difícil y a menudo pesado, y que implica sufrimiento y cruz. Sin embargo, como afirma ese documento: «En el misterio de la cruz aprendemos una sabiduría que trasciende nuestra debilidad y nuestras limitaciones: aprendemos que en Cristo la verdad y el amor son una sola cosa, y en él encontramos el significado de nuestra vocación» (n. 17).

Es sobre todo la Madre del Redentor quien, con su Magníficat lleno del Espíritu, nos lleva a alabar a Dios, que nos ha llamado «de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2,9). Que María, Auxilio de los cristianos, vele por vuestro país y su pueblo. Como prenda de gracia y paz en él, que es siempre «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), os imparto de buen grado mi bendición apostólica a vosotros y a los sacerdotes, religiosos y fieles laicos que viven en Australia.

ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II

A LA DELEGACIÓN DE CROACIA

Martes 15 de diciembre de 1998



Señor viceprimer ministro y distinguidas autoridades;
venerados hermanos en el episcopado;
ilustres señores:

Con ocasión del intercambio de los instrumentos de ratificación del Acuerdo entre la Santa Sede y la República de Croacia sobre algunas cuestiones económicas, que ha tenido lugar ayer en este palacio apostólico, habéis querido expresar al Papa vuestros sentimientos de devoción y gratitud. Os los agradezco de corazón. Gracias, también, por haber recordado mi segunda visita apostólica a Croacia, que llevo profundamente grabada en mi corazón. Por la intercesión del beato cardenal Alojzije Stepinac, pido al Señor que esa visita siga dando muchos frutos en favor de todos los miembros de la querida nación croata.

Me complace saludar a vuestra delegación, guiada por el doctor Jure Radiae, viceprimer ministro y presidente de la Comisión estatal para las relaciones con las comunidades religiosas. También doy un cordial saludo a los representantes de la Conferencia episcopal croata, encabezados por su excelencia monseñor Josip Bozaniae, arzobispo de Zagreb.

Con el Acuerdo sobre las cuestiones económicas, felizmente establecido entre la Santa Sede y la República de Croacia, se ha procurado reparar las injusticias causadas en el pasado por la confiscación de los bienes eclesiásticos, y se ha querido proporcionar a la Iglesia católica los medios necesarios para desempeñar su actividad pastoral. La Iglesia siempre ha reivindicado el derecho a poseer y administrar bienes temporales. Pero no pide privilegios en este campo, sino la posibilidad de emplear los medios de que dispone para una triple finalidad: «Sostener el culto divino, sustentar honradamente al clero y demás ministros, y hacer las obras de apostolado sagrado y de caridad, sobre todo con los necesitados» (Código de derecho canónico, c. 1254, § 2). He notado con satisfacción que dicha finalidad indicada en el Código de derecho canónico está presente también en el texto del Acuerdo.

Asimismo, representa un desafío para la Iglesia y el Estado. La Iglesia católica deberá estudiar, entre otras cosas, el modo más adecuado de sustentar al clero, según las indicaciones del concilio Vaticano II, procurando un sustento justo y digno a sus ministros (cf. Presbyterorum ordinis PO 20-22). Deberá, además, reorganizar y potenciar su actividad de índole social y caritativa. Por su parte, el Estado deberá resarcir las injusticias del pasado y, reconociendo el valor social del trabajo de la Iglesia, facilitar su actividad, encaminada a aliviar las necesidades de los hermanos menos favorecidos, que deben ser objeto de atención particular y concorde del Estado y de la Iglesia.

Expresándoos mis mejores deseos de una correcta aplicación del Acuerdo en beneficio de todos, os imparto de corazón a vosotros aquí presentes, y a toda Croacia, la bendición apostólica, que acompaño con mi más sincera felicitación por la Navidad. ¡Alabados sean Jesús y María!

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LOS EMBAJADORES DE GUYANA, NIGERIA,

KIRGUIZISTÁN Y MONGOLIA


Jueves 17 de diciembre de 1998



Excelencias:

1. Os acojo con alegría en este momento en que presentáis las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros países ante la Santa Sede: Guyana, a cuyo representante recibo por primera vez; Nigeria, Kirguizistán y Mongolia. En esta ocasión, saludo a los responsables de cada una de vuestras naciones, así como a vuestros compatriotas. Agradezco profundamente a vuestros jefes de Estado los mensajes que me han dirigido, y os ruego que a vuestro regreso les transmitáis mis sentimientos deferentes y mis mejores deseos para sus personas y para su alta misión al servicio de sus pueblos.

2. En la bula de convocación del gran jubileo, recordé la necesidad «de crear una nueva cultura de solidaridad y cooperación internacionales» (Incarnationis mysterium, 12). En efecto, es urgente que en el umbral del tercer milenio la humanidad se comprometa decididamente en este camino, para que todos los pueblos conozcan una esperanza nueva, en una sociedad cada vez más justa.

Desde esta perspectiva, reafirmo mi deseo de que se examine de nuevo la cuestión de la deuda que grava sobre numerosos países pobres, pues les impide realizar progresos significativos en favor del bienestar de sus poblaciones y los lleva a situaciones de violencia, con frecuencia incontrolables. Sin embargo, también conviene actuar con energía para afrontar las causas del endeudamiento, principalmente reduciendo los gastos inútiles y excesivos, retribuyendo de manera más equitativa a los países productores, y procurando que los fondos de la solidaridad internacional lleguen efectivamente a las poblaciones a las que están destinados.

3. En este año en que se celebra el 50 aniversario de la Declaración universal de derechos humanos, me complacen los progresos en la búsqueda de mayor justicia y libertad entre los hombres y en las sociedades. Ahora se reconocen formalmente los mismos derechos a todas las personas y a todos los pueblos. Su violación ha llegado a ser para toda conciencia un atentado intolerable contra la dignidad humana. A pesar de eso, algunas situaciones trágicas de injusticia, de pobreza extrema y de violación de los derechos humanos siguen siendo aún una llaga abierta en el costado de la humanidad. Aparecen en nuestros días nuevas formas de esclavitud, frutos de una cultura de muerte, privando de su libertad y marginando a muchos hombres, mujeres y niños. Es deber de los responsables de las naciones trabajar incansablemente para que desaparezcan esos azotes que humillan y denigran al hombre, a fin de entablar relaciones sociales que permitan a cada uno vivir dignamente y en el respeto a su naturaleza de hijo de Dios.

4. Por último, renuevo mi ardiente deseo de que se establezca en todo el mundo una paz duradera, especialmente en el continente africano. Los combates que aún se libran allí contribuyen únicamente a aumentar el odio y la venganza entre las naciones y entre los grupos humanos que las constituyen. La paz también está nuevamente amenazada en Oriente Medio, sobre todo en Irak, de donde llegan noticias alarmantes. La reconciliación, fundada en el diálogo, la justicia y el derecho de cada persona y de cada pueblo a vivir con seguridad, mediante el reconocimiento de su especificidad, es más urgente que nunca. Corresponde sobre todo a la comunidad internacional favorecer las soluciones que lleven a la concordia y a la renovación de la vida social, y asumir sus responsabilidades, para evitar consecuencias que convertirían a las poblaciones en víctimas inocentes.

5. Os deseo que la misión que comenzáis hoy ante la Santa Sede os brinde numerosas ocasiones de descubrir la vida y las preocupaciones de la Iglesia universal. Sobre vosotros, sobre vuestras familias, sobre vuestros colaboradores y sobre las naciones que representáis invoco la abundancia de las bendiciones divinas.

ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II

A UNA DELEGACIÓN DE LA CIUDAD ALEMANA

DE BAD SÄCKINGEN QUE REGALÓ


EL ÁRBOL DE NAVIDAD




Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

1. Os agradecemos sinceramente el regalo del árbol de Navidad, que habéis traído a Roma desde vuestro país. Este abeto de la Selva Negra es un signo de vuestra adhesión al Sucesor de Pedro y, a la vez, un saludo expresivo de la Iglesia de Friburgo en Brisgovia a cuantos en Navidad se unen al centro del cristianismo tanto desde la ciudad de Roma como desde toda la tierra.

Expreso mi gratitud a los que han contribuido a este regalo. En especial, saludo al obispo Wolfgang Kirchgässner, que encabeza vuestro grupo en nombre del arzobispo Oskar Saier. Le ruego que le transmita mis mejores deseos de un pronto restablecimiento. Entre los miembros de la delegación quisiera nombrar en particular a algunas personalidades: el presidente del consejo regional de Baden-Württemberg, el presidente del municipio de Waldshut y el borgomaestre de Bad Säckingen. Me alegra el hecho de que construís un puente entre diversos países de Europa. Doy una cordial bienvenida a los representantes de vuestras ciudades hermanas.

2. Cuando, en los días pasados, contemplé la plaza de San Pedro desde la ventana de mi despacho, el árbol suscitó en mí reflexiones espirituales. Ya en mi país amaba los árboles. Cuando los vemos, comienzan a hablar. Un poeta, que nació cerca de vuestro país y vivió a orillas del lago de Costanza, veía en los árboles predicadores eficaces: «No imparten enseñanzas o recetas, anuncian la ley fundamental de la vida».

Con su florecimiento en primavera, su madurez en verano, sus frutos en otoño y su muerte en invierno, el árbol nos habla del misterio de la vida. Por este motivo, ya desde los tiempos antiguos, los hombres recurrieron a la imagen del árbol para referirse a las cuestiones fundamentales de su vida.

3. Por desgracia, en nuestra época el árbol es también un espejo elocuente de la forma en que el hombre a veces trata el medio ambiente, la creación de Dios. Los árboles que mueren son una constatación callada de que existen personas que evidentemente no consideran un don ni la vida ni la creación, sino que sólo buscan su beneficio. Poco a poco resulta claro que donde los árboles se secan, al final el hombre sale perdiendo.

4. Al igual que los árboles, también los hombres necesitan raíces profundas, pues sólo quien está profundamente arraigado en una tierra fértil puede permanecer firme. Puede extenderse por la superficie, para tomar la luz del sol y al mismo tiempo resistir al viento, que lo sacude. Por el contrario, la existencia de quien cree que puede renunciar a esta base queda siempre en el aire, por tener raíces poco profundas.

La sagrada Escritura cita el fundamento sobre el que debemos enraizar nuestra vida para poder permanecer firmes. El apóstol san Pablo nos da un buen consejo: estad bien arraigados y fundados en Jesucristo, firmes en la fe, como se os ha enseñado (cf. Col Col 2,7).

5. El árbol colocado en la plaza de San Pedro orienta mi pensamiento también en otra dirección: lo habéis puesto cerca del belén y lo habéis adornado. ¿No impulsa a pensar en el paraíso, en el árbol de la vida y también en el árbol del conocimiento del bien y del mal? Con el nacimiento del Hijo de Dios comenzó una nueva creación. El primer Adán quiso ser como Dios y comió del árbol del conocimiento. Jesucristo, el nuevo Adán, era Dios; a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos (cf. Flp Ph 2,6 ss): desde el nacimiento hasta la muerte, desde el pesebre hasta la cruz. El árbol del paraíso trajo la muerte; del árbol de la cruz surgió la vida. Así pues, el árbol está cerca del belén e indica precisamente la cruz, el árbol de la vida.

6. Señor obispo; queridos hermanos y hermanas, una vez más os expreso mi profundo agradecimiento por vuestro regalo navideño. Aceptad a cambio el mensaje del árbol, como lo formuló el salmista: «Su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin» (Ps 1,2 ss).

Con esta reflexión, os deseo a vosotros, a vuestros seres queridos y a vuestros amigos, una Navidad santa y alegre. Que con la ayuda de Dios todo lo que emprendáis al comienzo del Año nuevo tenga éxito. El patrono de vuestro país, san Fridolín, sea vuestro poderoso intercesor. Os imparto de corazón mi bendición apostólica.

Discursos 1998 - Sábado 5 de diciembre de 1998