Discursos 1998


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A SU BEATITUD EL PATRIARCA IGNACE MOUSSA I

Sábado 19 de diciembre de 1998



Beatitud:

1. Con inmensa alegría el Obispo de Roma lo recibe por primera vez, después de su elección y entronización como patriarca de Antioquía de los sirios. Con el santo beso de la paz que intercambiamos hoy, Roma, la ciudad que los apóstoles san Pedro y san Pablo glorificaron con su martirio, abre sus brazos para acogerlo a usted y a la Iglesia que preside, y para reconocer el especial lugar de honor que usted tiene en la adhesión común a la herencia apostólica.

En efecto, fue precisamente en Antioquía donde por primera vez los discípulos del Señor fueron llamados cristianos. De Antioquía vino a Roma san Pedro. Por medio de su persona, venero el tesoro de fe que pertenece a su sede gloriosa. Le agradezco, Beatitud, este gesto de comunión y afecto, que ha deseado que fuera una prioridad de su nuevo ministerio como patriarca.

2. He querido que la comunión plena ya no se exprese con la imposición del palio, sino de una manera más adecuada para reconocer la dignidad del oficio patriarcal. En efecto, la Eucaristía es por su naturaleza el símbolo que expresa mejor la comunión plena, y al mismo tiempo su fuente inagotable. Por eso, en el solemne sacrificio eucarístico celebrado el miércoles pasado en la basílica de Santa María la Mayor, Su Beatitud ofreció el santo Cuerpo y la Sangre vivificadora del Señor al cardenal Achille Silvestrini, a quien nombré legado mío para esa circunstancia, y él, de la misma manera, presentó los santos dones a Su Beatitud. Este gesto, que quedará grabado en la memoria de los fieles, se repetirá siempre con ocasión de la primera visita de los nuevos patriarcas de las Iglesias orientales que están en comunión plena con la Sede de Roma.

3. La solicitud del Sucesor de Pedro por su Iglesia, más allá de un compromiso de apoyo concreto, se expresa con una oración de invocación, para que resplandezca por su testimonio evangélico, en las condiciones de vida tan difíciles que viven muchos de sus hijos. Deseo de nuevo hoy que cultive la liturgia, que la une estrechamente a los orígenes mismos del cristianismo; que busque en los Padres y los Doctores un alimento sólido para su fe; y que en la valentía de los mártires y en la ascesis de los monjes encuentre un aliciente para dedicarse a lo único que es necesario.

Ustedes comparten este patrimonio con la Iglesia sirio-malankar católica, que trabaja activamente en la evangelización de la India. Algunos elementos de este patrimonio son comunes a la Iglesia maronita. Con la Iglesia sirio-ortodoxa, el vínculo de la tradición común es particularmente profundo. Me alegra mucho saber que el camino ecuménico prosigue, y que existen perspectivas concretas de colaboración, comenzando por el ámbito litúrgico.

4. Deseo que el compromiso futuro de su Iglesia se realice con pleno respeto a su tradición y buscando una comprensión y una participación cada vez mayores por parte de los creyentes de hoy.

A todos los obispos, a los sacerdotes, a los diáconos, a las personas consagradas, a todos los fieles, en particular a los que sufren en su cuerpo y en su espíritu, y a todos los que son probados también durante estos días de adversidad, les envío de todo corazón la bendición apostólica, pidiendo a Su Beatitud que se la transmita, cuando se encuentre con ellos, y les asegure el afecto del Papa. Beatitud, le doy un nuevo beso de paz, y le deseo que sea un icono de Cristo, Cabeza y Pastor, para la Iglesia que le ha sido encomendada.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS CARDENALES, LA FAMILIA PONTIFICIA

Y LA CURIA ROMANA, CON OCASIÓN DE LA NAVIDAD



Martes 22 de diciembre de 1998




1. «Quam dilecta tabernacula tua, Domine virtutum! Concupiscit et deficit anima mea in atria Domini» (Ps 84,2-3).

Estos versículos del salmo, que rezamos al prepararnos para la santa misa, nos pueden introducir muy bien en el clima de la Navidad del Señor. Nos recuerdan el ansia con que María y José, en la Nochebuena, buscaban un tabernaculum, es decir, una morada adecuada para el nacimiento de Jesús. Fue una búsqueda infructuosa, «porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). El Hijo de María vino al mundo en un establo, aunque también él hubiera debido tener, como es derecho de todo niño, una casa propia y un techo acogedor.

¡Cuántos sentimientos evoca esta consideración! La Navidad nos trae a la mente el hogar, nos hace pensar en el clima familiar dentro del cual el niño es acogido como un don y como una fuente de gran alegría. Es tradición vivir la Navidad en familia, juntamente con los seres queridos. Es costumbre intercambiarse felicitaciones con motivo de la Navidad, dar las gracias y pedirse mutuamente perdón en un ambiente de auténtica espiritualidad cristiana.

2. Quisiera que ese clima marcara también este encuentro con vosotros, señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, amadísimos consagrados y laicos, que trabajáis en la Curia romana. Doy gracias al cardenal Bernardin Gantin por las afectuosas palabras de saludo que me ha dirigido, interpretando los sentimientos de todos vosotros, llamados a participar de modo singular en el misterio de la casa y la familia que constituyen la Iglesia. El concilio ecuménico Vaticano II, con mucha razón, comparó la Iglesia con una casa y una familia. La definió casa de Dios, de la que somos «piedras vivas» y en la que moramos (cf. Lumen gentium LG 6 y 18); la llamó familia de Dios (cf. ib., 6, 28, 32 y 51), de la que formamos parte. La Curia romana representa una expresión privilegiada de esa «morada acogedora». En efecto, aquí vienen los obispos de todo el mundo para su visita ad limina y para otros encuentros ordinarios o extraordinarios, como ha acontecido recientemente con la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos y, antes, con los otros Sínodos continentales. Sí, la Sede apostólica quiere ser la casa de toda la Iglesia, en la que se espera con especial intensidad el nacimiento del Hijo de Dios.

3. «Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum!» (Ps 133,1).

El inminente evento jubilar debe encontrar en toda la Iglesia, y de manera especial en la Curia romana, un ambiente de espera y de fervor espiritual. La tercera y última etapa de preparación inmediata, en 1999, nos invita a penetrar con la mirada en el misterio de Dios Padre, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16). En los años pasados, gracias al generoso trabajo del Comité central, de los dicasterios de la Curia romana, de los comités nacionales y de las comunidades diocesanas, la celebración del jubileo y su dimensión espiritual se han ido definiendo y caracterizando cada vez más.

Este trabajo tuvo su momento culminante en la publicación de la bula Incarnationis mysterium, con la que convoqué oficialmente el Año santo. En ese telón de fondo, han tenido su importancia varios momentos de reflexión, como los simposios sobre el antijudaísmo y sobre la Inquisición, durante los cuales se analizaron algunos hechos dolorosos del pasado, con el fin de dar un testimonio eclesial cada vez más libre y coherente. Asimismo, en todas las comunidades eclesiales del mundo se han llevado a cabo otras iniciativas. Por ejemplo, en la diócesis de Roma, la misión ciudadana, bajo la dirección del cardenal Vicario y de los obispos auxiliares, está produciendo numerosos y significativos frutos apostólicos y misioneros. Se trata de un fervor espiritual que espero siga creciendo cada vez más, para que la Iglesia pueda ofrecer al mundo un testimonio evangélico común, proclamando que Cristo ayer, hoy y siempre (cf. Hb He 13,8) es el único Salvador del mundo.

4. «Confitemini Domino, quoniam bonus, quoniam in saeculum misericordia eius» (Ps 118,1).

En el mes de octubre, el Señor me concedió la gracia de celebrar el vigésimo aniversario de mi elección como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Le doy gracias, una vez más, por los dones con que me ha colmado. En esa celebración jubilar me sentí rodeado del afecto de toda la Iglesia católica, que estuvo muy unida a mí con su oración y con innumerables gestos de devota participación. Juntamente con las felicitaciones de la comunidad eclesial, me llegaron las de representantes de las demás confesiones religiosas, de jefes de Estado, de personalidades de la cultura y la economía, así como de otros muchos, entre los que se hallaban niños, ancianos, enfermos, personas que sufren, jóvenes y familias. Deseo expresarles a todos mi más viva gratitud, al tiempo que, reflexionando en la pregunta que dirigió Jesús a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16), pido a todos que sigan orando para que pueda servir cada día con amor renovado al Señor y a los hermanos que él me ha encomendado.

5. «Omnium me servum feci, ut plures lucrifacerem» (1Co 9,19).

La solicitud por la Iglesia universal me ha llevado también este año a realizar algunos viajes apostólicos, como el señor cardenal decano ha subrayado. Han sido momentos de gran emoción y alegría espiritual. ¡Cómo no recordar, ante todo, el viaje, tan ardientemente esperado, a la isla de Cuba, donde la presencia del Sucesor de Pedro despertó tanto entusiasmo y suscitó un prometedor impulso de renovación espiritual! ¡Y cómo no recordar también la peregrinación apostólica a Nigeria, donde tuve la dicha de proclamar beato al padre Cipriano Miguel Iwene Tansi, presentándolo como modelo de evangelizador y de reconciliación precisamente en la tierra donde nació y en la que trabajó incansablemente como heraldo de la buena nueva y artífice de paz!

El pasado mes de junio pude dirigirme de nuevo a Austria para proclamar beatos a tres hijos de esa nación .sor Restituta Kafka, padre Schwartz y padre Kern., mientras que en la última parte del año fui una vez más a Croacia, donde tuve la alegría de proponer a la veneración de los fieles al beato Alojzije Stepinac, heroico cardenal arzobispo de Zagreb, que enriqueció con el ofrecimiento de su vida la gloriosa legión de los mártires de esa tierra. Ante los continuos atropellos que realizaba el régimen comunista, supo entregarse con valentía a Cristo y a sus hermanos, sacrificándose por la unidad de la Iglesia.

Al tiempo que doy gracias a la divina Providencia por las peregrinaciones que he podido realizar a lo largo de 1998, encomiendo al Señor las que, con su ayuda, pueda llevar a cabo en el año próximo, comenzando por el viaje pastoral a México, donde, Dios mediante, entregaré la exhortación apostólica en la que he recogido los resultados de la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos.

6. «Vae enim mihi est, si non evangelizavero! » (1Co 9,16).

La conciencia del deber de evangelizar siempre es la que guía constantemente a la Iglesia, llamada a proclamar en todo tiempo a Cristo, verdad del hombre. Para responder a esa exigencia, he querido publicar algunos documentos importantes, entre los que ocupa el primer lugar la carta encíclica Fides et ratio, con la que he deseado manifestar confianza en los esfuerzos del pensamiento humano, invitando a los contemporáneos a redescubrir el papel de la razón y a reconocer en la fe una gran aliada en su camino hacia la verdad.

Testigos de la verdad evangélica son, asimismo, los beatos y los santos que he podido elevar al honor de los altares. Quisiera destacar, entre todos, a la religiosa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, judía, filósofa, monja y mártir. En un siglo atormentado como éste en el que nos ha tocado vivir, nos invita a entrar por la puerta estrecha del discernimiento y de la aceptación de la cruz, sin separar jamás el amor de la verdad para no exponernos al peligro de la mentira destructora.

Otro valioso testimonio de la verdad lo dieron los obispos, los sacerdotes, los consagrados y los laicos que, a lo largo de este año, en varios países de África, Asia y América, han sufrido y a veces han pagado incluso con el derramamiento de la sangre su fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Espero que su sacrificio estimule a los creyentes y contribuya a construir en el mundo un clima de aut éntica libertad y paz.

7. «Filius hominis non venit ut ministraretur ei...» (Mc 10,45).

La Iglesia, consciente de su misión, se hace partícipe de las alegrías y las esperanzas de la humanidad, para proseguir la obra de Cristo, «que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» (Gaudium et spes GS 3). Este celo apostólico y misionero impulsa a la Iglesia a hacerse partícipe, en todos los rincones del mundo, de los problemas y los dramas de la humanidad. A la presencia respetuosa y concreta de la Iglesia entre los pueblos ha contribuido este año la firma de acuerdos entre la Santa Sede y algunos Estados.

Mi agradecimiento va, especialmente, a cuantos, con un servicio fiel, a menudo oculto y humilde, se esfuerzan por hacer palpable la ternura que siente Dios hacia cada hombre. Esta admirable entrega se ha hecho más generosa y tempestiva con ocasión de dolorosas calamidades naturales que han azotado a varias zonas del mundo. Basta recordar la devastadora acción del huracán Mitch, a la que aludió el cardenal decano. En las diversas circunstancias se han escrito páginas admirables de solidaridad humana y cristiana.

8. «Ut omnes unum sint (...) ut credat mundus» (Jn 17,21).

El clima de familia que evocan las fiestas navideñas, la cercanía del inicio del tercer milenio cristiano y la urgencia de la nueva evangelización, hacen cada vez más apremiante la invitación de Cristo a la unidad de todos los que le pertenecen en virtud del único bautismo.

Numerosos encuentros e iniciativas ecuménicos han contribuido, a lo largo de este año, a fortalecer este clima de atención, diálogo y búsqueda serena de la unidad entre las Iglesias cristianas, premisa necesaria para realizar un ecumenismo positivo y fecundo.

Con gratitud a Dios recuerdo los encuentros con los líderes de las confesiones cristianas durante mis viajes apostó- licos, así como la participación de los observadores de la Santa Sede en la octava asamblea del Consejo ecuménico de las Iglesias.

Al destacar con alegría la serena colaboración que se va instaurando entre los creyentes en Cristo, expreso mi deseo de que se llegue a vivir una nueva era ecuménica bajo el impulso del gran jubileo.

9. Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, consagrados y queridos colaboradores laicos, este rápido repaso de los aspectos más destacados de la acción de la Santa Sede en el año que está a punto de terminar, como es tradición durante esta cita anual, pone de relieve el servicio diario que cada uno de vosotros desempeña para que la buena nueva de la encarnación del Verbo llegue a todos los hombres y a todos los rincones de la tierra.

Vuestra colaboración permite al Obispo de Roma cumplir concretamente su misión de ser la «piedra» sobre la que se edifica la Iglesia de Cristo (cf. Mt Mt 18,18) y confirmar, sostener y guiar en la fe a los hermanos (cf. Lc Lc 22,31). Por eso, quiero daros las gracias a cada uno por la generosidad, la competencia y la discreción con que servís a la Sede apostólica. Deseo a cada uno que sea cada vez más consciente y se sienta interiormente gozoso del servicio que presta a la Iglesia y al Evangelio, y que descubra en su trabajo diario el amor de Cristo que, también gracias a vosotros, lleva la buena nueva de la salvación a los pobres, a los encarcelados, a los ciegos, a los oprimidos y a todos los que buscan la verdad y la paz (cf. Lc Lc 4,18).

Que la santa Navidad nos encuentre a todos, como a María, llenos de asombro frente a Aquel que, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Ph 2,6-7). Que el misterio de la Navidad suscite en cada uno los sentimientos de humildad y amor que tenía el corazón de Cristo y haga a todos hijos dignos del único Padre.

Con estos deseos, imploro sobre cada uno de vosotros el don navideño de la alegría y, a la vez que os felicito con motivo del Año nuevo, os imparto de corazón a vosotros y a vuestros seres queridos una bendición apostólica especial. ¡Feliz Navidad!

ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE MUCHACHOS

DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA


Martes 22 de diciembre de 1998

1. Os acojo con alegría, amadísimos muchachos y muchachas de la Acción católica.

Habéis venido de varias diócesis de Italia para expresar al Papa la felicitación de la Acción católica. Os agradezco de corazón vuestra presencia y vuestro entusiasmo. Sé que amáis mucho la Acción católica, que os enseña a ser apóstoles generosos y fieles de Cristo en la Iglesia. Saludo, así mismo, a vuestros formadores y a los responsables y asistentes de toda la asociación, que acaba de celebrar su décima asamblea.

2. Me agrada el tema de vuestro camino de este año: «Tengo tiempo para ti». Hace pensar, ante todo, en Dios: sí, Dios tiene tiempo para nosotros, y nos amó tanto, que envió a su Hijo al mundo. Al leer el evangelio, aprendemos cómo debemos emplear nuestro tiempo: debemos seguir el ejemplo de Jesús, que vivió entregado totalmente a su Padre celestial y a sus hermanos. ¿Recordáis lo que hizo cuando tenía más o menos vuestra edad? Permaneció en el templo de Jerusalén, y explicó a su madre, la Virgen, y a san José, que su misión consistía en dedicar su vida a las cosas de su Padre (cf. Lc Lc 2,49). En efecto, su misión consistió en gastar toda su existencia por cada hombre y cada mujer, hasta morir en la cruz.

Por el bautismo y la confirmación, todo creyente está llamado a seguir las huellas del divino Maestro. Esto significa seguir un camino de crecimiento. La Acción católica existe para ayudaros a seguir ese camino juntos, en la asociación, en la parroquia y en la Iglesia. De este modo, aprendéis a gastar vuestro tiempo y vuestras energías por los demás, los cercanos y los lejanos, como por los muchachos con quienes probablemente no os encontraréis jamás, pero que sentís como hermanos vuestros, porque todos sois hijos del único Padre, que está en el cielo.

3. Sed siempre fieles a Jesús, que quiere que seáis sus discípulos. Os deseo una Navidad santa y serena, así como un Año nuevo rico en frutos de bien. Que Dios colme de su amor a cada uno de vosotros y a todos los muchachos de la Acción católica. Estoy siempre cerca de vosotros con mi oración, y ahora, con gran afecto, os bendigo. ¡Feliz Navidad!

ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II

AL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES

Miércoles 30 de diciembre de 1998



Queridos seminaristas:

1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de vuestro congreso anual, organizado por el movimiento de los Focolares. Saludo a Chiara. Os saludo con gran afecto, y felicito a los organizadores de esta hermosa iniciativa, con la que queréis ofrecer a los jóvenes que siguen el camino del sacerdocio en las diversas partes del mundo la oportunidad de conocerse, reunirse, intercambiar experiencias y examinar juntos los numerosos e inéditos desafíos del mundo actual.

El clima de alegría y fiesta, típico de las fiestas navideñas, favorece aún más la creación de relaciones más fraternas y cordiales entre vosotros: sentís que formáis parte de una familia que celebra con alegría el nacimiento del Redentor, meditando en su mensaje de amor, que es necesario anunciar y testimoniar a todos los hombres. Precisamente por eso, vuestro objetivo consiste en fijar la mirada en Jesús, nuestro único Salvador.

2. Como recuerda el tema elegido para el congreso: «Jesús crucificado y abandonado es puente entre el cielo y la tierra», queréis dedicaros a contemplar la persona y la misión salvífica de Cristo. En realidad, él está en el centro de todo camino vocacional, y esto vale especialmente para los que se preparan al sacerdocio ministerial. ¿No es el carisma de la persona de Cristo, la intensidad de sus palabras y la fuerza irresistible de sus gestos proféticos lo que atrae aún hoy a muchos jóvenes a la senda de la vida evangélica y del servicio humilde y generoso al reino de Dios y al bien de las personas?

Queridos hermanos, profundizad con la oración y con la ayuda de vuestros formadores el conocimiento de Cristo. En el momento supremo de su muerte, Jesús crucificado y abandonado se manifiesta como el verdadero puente que une el cielo y la tierra: con su entrega total de amor, revela a todos los hombres el rostro misericordioso del Padre celestial. El sacerdote está llamado a ser, como Jesús, ministro de la misericordia de Dios, haciendo viva y activa su mediación salvífica, pues Cristo es el puente supremo que une a Dios con la humanidad.

María, Madre de la unidad, que al pie de la cruz acogió al discípulo amado que Jesús le había confiado, os ayude a ser cada vez más semejantes a la imagen de su Hijo divino. A ella le encomiendo todos vuestros anhelos, proyectos y compromisos. Que os acompañe y proteja con su intercesión materna, y haga que vuestro camino abunde siempre en frutos espirituales. Os sostenga también la bendición, que con afecto os imparto a vosotros, a vuestras familias y a vuestras comunidades formativas.

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A MONS. JULIÁN BARRIO

CON OCASIÓN DE LA APERTURA DE LA PUERTA SANTA


DE SANTIAGO DE COMPOSTELA




A mons. Julián BARRIO BARRIO
Arzobispo de Santiago de Compostela

1. Al celebrarse el rito de apertura de la Puerta santa, que señala el comienzo del Año santo jacobeo, me uno espiritualmente a los pastores y fieles de esa archidiócesis de Santiago de Compostela, así como a los peregrinos provenientes de los más variados lugares de Galicia y de todo el orbe cristiano que acuden al Pórtico de la gloria con la esperanza de cruzar el dintel de la gracia. Quieren así dar cumplimiento a sus anhelos de reconciliación, de encontrarse con el Señor y fortalecer su fe, a ejemplo y por intercesión del apóstol Santiago, testigo y mártir del Evangelio. El jubileo que ahora se inaugura, y que tiene como lema «El Año jubilar compostelano, pórtico del Año santo del 2000», adquiere un significado particular por celebrarse en las postrimerías de un siglo y en los albores del tercer milenio, en el cual la Iglesia y la humanidad esperan nuevos retos y nuevas intervenciones divinas en las vicisitudes humanas (cf. Tertio millennio adveniente TMA 17).

2. A lo largo de los siglos las diversas rutas del «camino de Santiago» se han poblado de peregrinos que caminaban hacia el entonces llamado «finis terrae» para alcanzar la tan ansiada «perdonanza» y, al mismo tiempo, acoger de nuevo en su corazón la luz del Evangelio transmitido por los Apóstoles. Como Abraham, dejaban la propia casa para ir en busca de la tierra que el Señor habría de mostrarles (cf. Gn Gn 12,1), abandonaban las seguridades engañosas de su pequeño mundo para ponerse en manos del don de Dios. Al final del trayecto encontraban la luz de Cristo, que es la auténtica esperanza para la humanidad y la patria verdadera de todo ser humano. Recorrido con este espíritu, el camino de Santiago llega a ser un verdadero proceso de conversión y un progresivo desprendimiento del hombre viejo, para revestirse del hombre nuevo, «creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ep 4,24).

3. Teniendo muy presentes los imborrables recuerdos de mis anteriores visitas a Santiago, pienso en estos momentos en los hombres y mujeres, jóvenes y adultos, que de Galicia y España, de Europa y allende los mares, se pondrán en marcha hacia Compostela. Seguirán un camino secular, jalonado de magníficas obras de arte y de cultura, en las que tantas generaciones han dejado esculpido el testimonio de su fe robusta. Encontrarán otras gentes y tendrán la oportunidad de apreciar las variadas costumbres y culturas en que el ser humano puede expresar lo mejor de sí mismo, abriéndose así a una visión más universal y a una mejor compresión de los diversos pueblos. Los gestos de cordialidad y acogida fraterna harán que adquieran un realce especial aquellas palabras de Jesús: «a mí me lo hicisteis» (cf. Mt Mt 25,40). La meditación y la oración acompasada ayudarán al peregrino a entrar dentro de sí mismo para encontrar la verdad más profunda de su ser, haciendo así un camino interior que prepara su corazón para recibir las gracias jubilares y abrazar al Santo, ese gesto tradicional que simboliza la acogida gozosa de la fe en Cristo, que el mayor de los Apóstoles predicó sin desmayo hasta dar su vida por ella (cf. Hch Ac 4,33 Ac 12,1).

4. Este Año santo ofrece al noble pueblo español, que ha echado hondas raíces cristianas bajo la protección del apóstol Santiago, a las Iglesias particulares, y muy especialmente a esa querida archidiócesis compostelana, una ocasión propicia para impulsar con renovado vigor su compromiso con los valores del Evangelio, proponiéndolos persuasivamente a las nuevas generaciones e impregnando con ellos la vida personal, familiar y social. A ello se orientan las diversas actividades pastorales programadas para el jubileo, entre las que cabe destacar el Encuentro europeo de jóvenes y el Congreso eucarístico nacional. Son acontecimientos que manifiestan la vitalidad de la fe y el espíritu evangelizador característicos de toda comunidad fundada en la predicación apostólica. De este modo el jubileo compostelano, a la vez que imparte el pan de la «perdonanza» y de la gracia, se convierte en foco luminoso de vida cristiana y en reserva de energía para las nuevas vías de evangelización (cf. Discurso en la plaza del Obradoiro, 19 de agosto de 1989, n. 2).

5. Pido al Todopoderoso por todos los que acudirán a Santiago, precisamente este año que la Iglesia universal, preparándose al gran jubileo del 2000, dedica a Dios, nuestro «Padre celestial». Le ruego que les haga sentir el inmenso amor que él tiene por todos y cada uno de los hombres, y que les dé el valor necesario para volver a la casa paterna para recibir el paternal abrazo de acogida y de perdón. Esta experiencia de la inefable misericordia divina les hará también testigos infatigables, que saben hacer presente la bondad de Dios y hacerse eco de ella en opciones concretas de amor y solidaridad con los hermanos (cf. Tertio millennio adveniente TMA 50-51).

Encomiendo los frutos de este año jacobeo a nuestra Madre del cielo, que acompañará a los peregrinos en su itinerario penitencial y les acogerá sonriente a su llegada al Pórtico de la gloria. Que con su ayuda, y por la poderosa intercesión del apóstol Santiago, los queridos hijos de Galicia y de España, así como los venidos de otras tierras, progresen material y espiritualmente, en un clima de solidaridad para con los más necesitados y de paz con todos.

Con tales deseos, y en señal de benevolencia, les imparto complacido la bendición apostólica.

Vaticano, 29 de noviembre de 1998, primer domingo de Adviento.



Discursos 1998