Audiencias 1999




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Enero de 1999



Miércoles 13 de enero de 1999

El rostro de Dios Padre, anhelo del hombre

1. «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, I, 1, 1). Esta célebre afirmación, con la que comienzan las Confesiones de san Agustín, expresa eficazmente la necesidad insuprimible que impulsa al hombre a buscar el rostro de Dios. Es una experiencia atestiguada por las diversas tradiciones religiosas. «Ya desde la antigüedad —dijo el Concilio— y hasta el momento actual, se encuentra en los diferentes pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que está presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el reconocimiento de la suma divinidad e incluso del Padre» (Nostra aetate NAE 2).

En realidad, muchas plegarias de la literatura religiosa universal manifiestan la convicción de que el Ser supremo puede ser percibido e invocado como un padre, al que se llega a través de la experiencia de la solicitud amorosa del padre terreno. Precisamente esta relación ha suscitado en algunas corrientes del ateísmo contemporáneo la sospecha de que la idea misma de Dios es la proyección de la imagen paterna. Esa sospecha, en realidad, es infundada.

Sin embargo, es verdad que, partiendo de su experiencia, el hombre siente la tentación de imaginar a la divinidad con rasgos antropomórficos que reflejan demasiado el mundo humano. Así, la búsqueda de Dios se realiza «a tientas», como dijo san Pablo en el discurso a los atenienses (cf. Ac 17,27). Por consiguiente, es preciso tener presente este claroscuro de la experiencia religiosa, conscientes de que sólo la revelación plena, en la que Dios mismo se manifiesta, puede disipar las sombras y los equívocos y hacer que resplandezca la luz.

2. A ejemplo de san Pablo, que precisamente en el discurso a los atenienses cita un verso del poeta Arato sobre el origen divino del hombre (cf. Ac 17,28), la Iglesia mira con respeto los intentos que las diferentes religiones realizan para percibir el rostro de Dios, distinguiendo en sus creencias lo que es aceptable de lo que es incompatible con la revelación cristiana.

En esta línea se debe considerar como intuición religiosa positiva la percepción de Dios como Padre universal del mundo y de los hombres. En cambio, no puede aceptarse la idea de una divinidad dominada por el arbitrio y el capricho. Los antiguos griegos, por ejemplo, llamaban también padre al Bien, como ser sumo y divino, pero el dios Zeus manifestaba su paternidad tanto con la benevolencia como con la ira y la maldad. En la Odisea se lee: «Padre Zeus, nadie es más funesto que tú entre los dioses. No tienes piedad de los hombres, después de haberlos engendrado y lanzado a la desventura y a grandes dolores» (XX, 201-203).

Sin embargo, la exigencia de un Dios superior al arbitrio caprichoso está presente también entre los griegos antiguos, como lo atestigua, por ejemplo, el «Himno a Zeus» del poeta Cleante. En las sociedades antiguas, la idea de un padre divino, dispuesto al don generoso de la vida y próvido para proporcionar los bienes necesarios para la existencia, pero también severo y castigador, y no siempre por una razón evidente, se vincula a la institución del patriarcado y transfiere su concepción más habitual al plano religioso.

3. En Israel el reconocimiento de la paternidad de Dios es progresivo y está continuamente amenazado por la tentación de la idolatría, que los profetas denuncian con energía: «Dicen a un trozo de madera: “Mi padre eres tú”, y a una piedra: “Tú me diste a luz”» (Jr 2,27). En realidad para la experiencia religiosa bíblica, la percepción de Dios como Padre está unida, más que a su acción creadora, a su intervención histórico-salvífica, a través de la cual entabla con Israel una especial relación de alianza. A menudo Dios se queja de que su amor paterno no ha encontrado correspondencia adecuada: «Dice el Señor: Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí» (Is 1,2).

Para Israel la paternidad de Dios es más firme que la humana: «Mi padre y mi madre me han abandonado, pero el Señor me ha recogido» (Ps 27,10). El salmista que vivió esta dolorosa experiencia de abandono y encontró en Dios un padre más solícito que el de la tierra nos indica el camino que recorrió para llegar a esa meta: «Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor» (Ps 27,8). Buscar el rostro de Dios es un camino necesario, que se debe recorrer con sinceridad de corazón y esfuerzo constante. Sólo el corazón del justo puede alegrarse al buscar el rostro del Señor (cf. Ps 105,3 ss) y, por tanto, sobre él puede resplandecer el rostro paterno de Dios (cf. Ps 119,135 también Ps 31,17 Ps 67,2 Ps 80,4 Ps 80,8 Ps 80,20). Cumpliendo la ley divina se goza también plenamente de la protección del Dios de la alianza. La bendición que Dios otorga a su pueblo, por la mediación sacerdotal de Aarón, insiste precisamente en esta manifestación luminosa del rostro de Dios: «El Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (NM 6,25-26).

2 4. Desde que Jesús vino al mundo, la búsqueda del rostro de Dios Padre ha asumido una dimensión aún más significativa. En su enseñanza, Jesús, fundándose en su propia experiencia de Hijo, confirmó la concepción de Dios como padre, ya esbozada en el Antiguo Testamento; más aún, la destacó constantemente, viviéndola de modo íntimo e inefable y proponiéndola como programa de vida para quien quiera obtener la salvación.

Sobre todo Jesús se sitúa de un modo absolutamente único en relación con la paternidad divina, manifestándose como «hijo» y ofreciéndose como el único camino para llegar al Padre. A Felipe, que le pide: «Muéstranos al Padre y esto nos basta» (
Jn 14,8), le responde que conocerlo a él significa conocer al Padre, porque el Padre obra por él (cf. Jn 14,8-11). Así pues, quien quiere encontrar al Padre necesita creer en el Hijo: mediante él Dios no se limita a asegurarnos una próvida asistencia paterna, sino que comunica su misma vida, haciéndonos «hijos en el Hijo». Es lo que subraya con emoción y gratitud el apóstol san Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, y ¡lo somos!» (1Jn 3,1).

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, venidos de España y de algunos países de América Latina. ¡Que el Espíritu Santo nos ayude siempre a llamar a Dios «Abbá», Padre!

(En croata)
Con el deseo de que la fe en Cristo inspire e impregne constantemente toda vuestra existencia y vuestras acciones, invoco sobre vosotros la bendición de Dios. ¡Alabados sean Jesús y María!.

(En italiano).

Al instituto secular femenino Apóstoles del Sagrado Corazón
Ojalá que este importante encuentro sea para todas ocasión de un nuevo impulso misionero.

Como siempre, me dirijo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados presentes. La liturgia de hoy recuerda a san Hilario, obispo de Poitiers (Francia), en el siglo IV, que «proclamó firmemente la divinidad de Cristo» (Liturgia), defensor ardiente de la fe y maestro de la verdad. Que su ejemplo os sostenga a vosotros, queridos jóvenes, en la constante y valiente búsqueda de Cristo; a vosotros, queridos enfermos, os anime a ofrecer vuestros sufrimientos a fin de que el reino de Dios se difunda en todo el mundo; y a vosotros, queridos recién casados, os ayude a ser testigos del amor de Cristo en la vida familiar. Gustoso imparto a todos mi bendición.



Miércoles 20 de enero de 1999

La paternidad de Dios en el Antiguo Testamento

3 1. El pueblo de Israel, como hemos explicado en la catequesis anterior, experimentó a Dios como Padre. Al igual que todos los demás pueblos, intuyó en él los sentimientos paternos que se constatan en la experiencia habitual de un padre terreno. Sobre todo descubrió en Dios una actitud particularmente paternal, partiendo del conocimiento directo de su acción salvífica especial (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 238).

Desde el primer punto de vista, el de la experiencia humana universal, Israel reconoció la paternidad divina a partir del asombro ante la creación y ante la renovación de la vida. El milagro de un niño que se forma en el seno materno no se explica sin la intervención de Dios, como recuerda el salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno» (Ps 139,13). Israel pudo ver en Dios a un padre también por analogía con algunos personajes que desempeñaban una función pública, especialmente religiosa, y eran considerados padres: así los sacerdotes (cf. Jc Jg 17,10 Jg 18,19 Gn 45,8) o los profetas (cf. 2R 2,12). Además, se comprende muy bien que el respeto que la sociedad israelita exigía hacia el padre y hacia los padres impulsara a ver en Dios a un padre exigente. En efecto, la legislación de Moisés es muy severa con respecto a los hijos que no respetan a sus padres, hasta el punto de que prevé la pena de muerte para quien golpea o incluso sólo maldice a su padre o a su madre (cf. Ex 21,15 Ex 21,17).

2. Pero, más allá de esta representación sugerida por la experiencia humana, en Israel madura una imagen más específica de la paternidad divina a partir de las intervenciones salvíficas de Dios. Al salvarlo de la esclavitud de Egipto, Dios llama a Israel a entrar en una relación de alianza con él e incluso a considerarse su primogénito. De este modo, Dios demuestra que es su padre de manera singular, como lo atestiguan las palabras que dirige a Moisés: «Y dirás al faraón: Así dice el Señor: "Israel es mi hijo, mi primogénito"» (Ex 4,22). En el tiempo de la desesperación, este pueblo-hijo podrá permitirse invocar con el mismo título de privilegio al Padre celestial, para que renueve una vez más el prodigio del éxodo: «Ten compasión del pueblo que lleva tu nombre, de Israel, a quien nombraste tu primogénito» (Si 36,11). En virtud de esta situación, Israel está obligado a cumplir una ley que lo distingue de los demás pueblos, a los que debe testimoniar la paternidad divina de la que goza de manera especial. Lo subraya el Deuteronomio en el contexto de los compromisos derivados de la alianza: «Sois hijos del Señor, vuestro Dios. (...) Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios, y el Señor te ha escogido para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 14,1-2).

Al no cumplir la ley de Dios, Israel obra contra su condición de hijo, mereciendo los reproches del Padre celestial: «Desdeñas a la Roca que te dio el ser; olvidas al Dios que te engendró» (Dt 32,18). Esta condición filial afecta a todos los miembros del pueblo de Israel, pero se aplica de modo singular al descendiente o sucesor de David, según el célebre oráculo de Natán, en el que Dios dice: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2S 7,14 cf. 1Ch 17,13). La tradición mesiánica, apoyada en este oráculo, afirma una filiación divina del Mesías. Dios dice al rey mesiánico: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy» (Ps 2,7 cf. Ps 110,3).

3. La paternidad divina con respecto a Israel se caracteriza por un amor intenso, constante y compasivo. A pesar de la infidelidad del pueblo, y las consiguientes amenazas de castigo, Dios se muestra incapaz de renunciar a su amor. Y lo expresa con palabras llenas de profunda ternura, incluso cuando se ve obligado a quejarse de la falta de correspondencia de sus hijos: «Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas de bondad los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla; me inclinaba hacia él y le daba de comer. (...) ¿Cómo voy a dejarte, Efraím?, ¿cómo entregarte, Israel? (...) Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11, 3-8, cf. Jr 31,20).

Incluso la reprensión se convierte en manifestación de un amor de predilección, como lo explica el libro de los Proverbios: «No desdeñes, hijo mío, la instrucción del Señor; no te dé fastidio su reprensión, porque el Señor reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Pr 3,11-12).

4. Una paternidad tan divina, y al mismo tiempo tan «humana» por los modos en que se expresa, resume en sí también las características que de ordinario se atribuyen al amor materno. Las imágenes del Antiguo Testamento en las que se compara a Dios con una madre, aunque sean escasas, son muy significativas. Por ejemplo, se lee en el libro de Isaías: «Dice Sión: "el Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado". ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque una de ellas llegara a olvidarse, yo no te olvido» (Is 49,14-15). Y también: «Como uno a quien su madre consuela, así yo os consolaré» (Is 66,13).

Así, la actitud divina hacia Israel se manifiesta también con rasgos maternales, que expresan su ternura y condescendencia (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 239). Este amor, que Dios derrama con tanta abundancia sobre su pueblo, hace exultar al anciano Tobías y le impulsa a proclamar: «Confesadlo, hijos de Israel, ante todas las gentes, porque él os dispersó entre ellas y aquí os ha mostrado su grandeza. Exaltadlo ante todos los vivientes, porque él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos» (Tb 13,3-4).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España, Chile, Argentina y otros países de Latinoamérica. Saludo también a monseñor Elías Yanes, presidente de la Conferencia episcopal española y arzobispo de Zaragoza, y a monseñor Estepa, arzobispo castrense de España. En vísperas de mi visita a México, os invito a elevar vuestras plegarias a Nuestra Señora de Guadalupe, para que guíe los pasos de la nueva evangelización en los queridos pueblos de lengua y cultura hispana. Que ella os acompañe y proteja siempre.

(En italiano)
4 Nos encontramos en la Semana de oración por la unidad de los cristianos: todos estamos invitados a contribuir con nuestra oración y nuestro compromiso concreto a la causa de la comunión plena entre los creyentes en Cristo. Queridos jóvenes, dedicad a este fin vuestro entusiasmo y vuestras grandes energías; queridos enfermos, ofreced por esta intención vuestras privaciones y vuestros sufrimientos, en unión con el sacrificio eucarístico; y vosotros queridos recién casados, sed testigos de la unidad deseada por el Señor comenzando por vuestras familias, pequeñas iglesias domésticas.
* * * * *


Llamamiento en favor de la paz en Kosovo y Sierra Leona

La paz se ve aún amenazada en muchas partes del mundo. En estos días se están produciendo actos de crueldad e inhumanidad, especialmente en Kosovo y en Sierra Leona.

Pidamos a Dios con renovada confianza que, donde abunda el odio, haga sobreabundar su misericordia de Padre, despertando la conciencia de quienes guían el destino de los pueblos y suscitando en el corazón de todos propósitos de paz.

Un pensamiento de particular cercanía y solidaridad va al arzobispo de Freetown (Sierra Leona) y a las misioneras y misioneros que se hallan retenidos como rehenes por los guerrilleros en Sierra Leona, a pesar de su infatigable entrega al servicio de las poblaciones de ese país africano. Hago un llamamiento a los responsables para que les devuelvan cuanto antes su libertad, a fin de que puedan realizar su ministerio de evangelización y caridad.



Febrero de 1999


Miércoles 10 de febrero de 1999



1. Tengo aún muy profundamente grabadas las impresiones que suscitó en mí la reciente peregrinación apostólica a México y Estados Unidos, sobre la que deseo reflexionar hoy.

Surge espontánea en mi alma la acción de gracias al Señor: en su providencia, quiso que volviera a América, exactamente veinte años después de mi primer viaje internacional, para concluir ante la Virgen de Guadalupe la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, que tuvo lugar en el Vaticano a fines de 1997. Como hice con respecto a la Asamblea para África y haré luego también con respecto a las asambleas para Asia, Oceanía y Europa, recogí los análisis y las proposiciones del Sínodo para América en una exhortación apostólica titulada «Ecclesia in America», que entregué oficialmente a sus destinatarios en la ciudad de México.

Deseo renovar hoy mi más viva gratitud a todos los que contribuyeron a la realización de esta peregrinación. Ante todo, doy las gracias a los señores presidentes de México y Estados Unidos, que, con gran cortesía, me brindaron su bienvenida; a los arzobispos de la ciudad de México y de San Luis, y a los demás venerados hermanos en el episcopado, que me acogieron con afecto. Asimismo, expreso mi agradecimiento a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, al igual que a los innumerables hermanos y hermanas que con tanta fe y fervor me acompañaron durante esos días de gracia. Vivimos juntos la experiencia conmovedora de un «encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad».

5 2. Puse los frutos del primer Sínodo panamericano de la historia a los pies de Santa María de Guadalupe, bajo cuya maternal protección se ha llevado a cabo la evangelización del nuevo mundo. Precisamente ella es hoy invocada como la Estrella de su nueva evangelización. Por eso, he establecido que el día litúrgico dedicado a ella, el 12 de diciembre, sea también fiesta para todo el continente americano.

Siguiendo el ejemplo de la Virgen María, la Iglesia en América acogió la buena nueva del Evangelio y, en el decurso de casi cinco siglos, ha engendrado a muchos pueblos para la fe. Ahora —como decía el lema de la visita a México: «Nace un milenio. Reafirmamos la fe»—, las comunidades cristianas del norte, del centro, del sur y del Caribe están llamadas a renovarse en la fe, para poner en práctica una solidaridad cada vez mayor. Están invitadas a colaborar en proyectos pastorales coordinados, de manera que cada una aporte sus propias riquezas espirituales y materiales al compromiso común.

Este espíritu de cooperación es indispensable, naturalmente, también en el ámbito civil, y por eso necesita bases éticas comunes, como subrayé en el encuentro con el Cuerpo diplomático en México.

3. Los cristianos son «el alma» y «la luz» del mundo. Recordé esta verdad a la inmensa multitud que se reunió para la celebración eucarística dominical en el autódromo de la capital mexicana. A todos, especialmente a los jóvenes, dirigí el llamamiento contenido en el gran jubileo: convertirse y seguir a Cristo. Los mexicanos respondieron con su inconfundible entusiasmo a la invitación del Papa, y en sus rostros, con su fe ardiente, con su adhesión convencida al evangelio de la vida, reconocí una vez más signos consoladores de esperanza para el gran continente americano.

Constaté esos signos también en el encuentro con el mundo del sufrimiento, donde el amor y la solidaridad humana saben hacer presente en la debilidad la fuerza y la solicitud de Cristo resucitado.

En la ciudad de México, el estadio Azteca, famoso por memorables competiciones deportivas, fue sede de un momento extraordinario de oración y fiesta con los representantes de todas las generaciones del siglo XX, desde los más ancianos hasta los más jóvenes: un admirable testimonio de cómo la fe logra unir a las generaciones y sabe responder a los desafíos de cada etapa de la vida.

En este paso de siglo y de milenio, la Iglesia, en América y en el mundo entero, ve en los jóvenes cristianos el fruto más hermoso y prometedor de su trabajo y de sus sufrimientos. Es grande mi alegría por haberme encontrado, tanto en México como en Estados Unidos, con un gran número de jóvenes. Con su participación rebosante de entusiasmo y a la vez atenta y cordial, con sus aplausos en los pasajes del discurso en los que presentaba los aspectos más exigentes del mensaje cristiano, demostraron que quieren ser los protagonistas de una nueva época de testimonio valiente, de solidaridad efectiva y de compromiso generoso al servicio del Evangelio.

4. Me complace añadir que encontré a los católicos americanos muy atentos y comprometidos en la defensa de la vida y de la familia, valores inseparables que constituyen un gran desafío para el presente y el futuro de la humanidad. Este viaje ha constituido, en cierto sentido, un gran llamamiento a América, para que acoja el evangelio de la vida y de la familia; para que rechace y combata cualquier forma de violencia contra la persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural, con coherencia intelectual y moral. No al aborto y a la eutanasia; basta con el innecesario recurso a la pena de muerte; no al racismo y a los abusos sobre niños, mujeres e indígenas; hay que acabar con las especulaciones sobre las armas y la droga, y con la destrucción del patrimonio ambiental.

Para vencer en estas batallas es preciso defender la cultura de la vida, que mantiene unidas la libertad y la verdad. La Iglesia actúa diariamente para lograr ese objetivo, anunciando a Cristo, verdad sobre Dios y verdad sobre el hombre. Actúa ante todo en las familias, que constituyen los santuarios de la vida y las escuelas fundamentales de la cultura de la vida, pues en la familia la libertad aprende a crecer sobre bases morales sólidas y, en el fondo, sobre la ley de Dios. América sólo podrá desempeñar su importante papel en la Iglesia y en el mundo si defiende y promueve el inmenso patrimonio espiritual y social de sus familias.

5. México y Estados Unidos son dos grandes países que representan muy bien la multiforme riqueza del continente americano, así como sus contradicciones. La Iglesia, profundamente insertada en el entramado cultural y social, invita a todos a encontrarse con Jesucristo, que sigue siendo también hoy «camino para la conversión, la comunión y la solidaridad».

Este encuentro, con la maternal intervención de Santa María de Guadalupe, ha marcado de manera indeleble la historia de América. Encomiendo a la intercesión de la patrona de ese amado continente el deseo de que el encuentro con Cristo siga iluminando a los pueblos del nuevo mundo en el milenio que está a punto de comenzar.

Saludos

6 Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En particular a los fieles de las parroquias de Corpus Christi de Alicante y de Santiago Apóstol, de Albatera. Que vuestra presencia en Roma os ayude a fortalecer vuestra fe. Muchas gracias por vuestra atención.

(A los fieles de Lituania)
Amadísimos hermanos, os deseo que vuestra peregrinación a la ciudad de los apóstoles san Pedro y san Pablo simbolice para cada uno el itinerario espiritual, la imagen de la ulterior y constante búsqueda de Dios. A la vez que os encomiendo a la materna protección de María santísima, os imparto con afecto a todos, a vuestros familiares y al entero pueblo lituano mi bendición apostólica.

(En italiano)
Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, en particular a los muchachos de la Acción católica de Massa Carrara-Pontremoli, acompañados del obispo, mons. Eugenio Binini, y también a los enfermos y a los recién casados. Queridísimos hermanos, mañana celebraremos la fiesta de la santísima Virgen de Lourdes, VII Jornada mundial del enfermo.

Que María Inmaculada os ayude, queridos jóvenes, a manteneros siempre fieles en el compromiso de seguir a Cristo; que dirija su mirada llena de amor y ternura sobre vosotros, queridos enfermos, y os ayude a llevar con serenidad vuestra cruz, en unión con la de Cristo; que os ilumine a vosotros, queridos recién casados, en el camino familiar que acabáis de iniciar, y lo haga rico de bien y abierto a la vida, don del Señor.



Miércoles 17 de febrero de 1999


La Cuaresma, tiempo de auténtica renovación interior y comunitaria

1. Comienza hoy, con la austera ceremonia de la imposición de la ceniza, el itinerario penitencial de la Cuaresma. Este año está marcado particularmente por la meditación en la misericordia divina. En efecto, estamos en el año del Padre, que nos prepara inmediatamente para el gran jubileo del 2000.

«Padre, he pecado contra ti» (Lc 15,18). Estas palabras, en el período de Cuaresma, suscitan una emoción singular, dado que se trata de un tiempo en el que la comunidad eclesial está invitada a una profunda conversión. Es verdad que el pecado cierra al hombre a Dios; pero la confesión sincera de los pecados vuelve a abrir la conciencia a la acción regeneradora de su gracia. En efecto, el hombre sólo recupera la amistad con Dios cuando brotan de sus labios y de su corazón las palabras: «Padre, he pecado». Su esfuerzo, entonces, resulta eficaz por el encuentro de salvación que tiene lugar gracias a la muerte y a la resurrección de Cristo. En el misterio pascual, centro de la Iglesia, es donde el penitente recibe como don el perdón de las culpas y la alegría de renacer a la vida inmortal.

2. A la luz de esta extraordinaria realidad espiritual, cobra una elocuencia inmediata la parábola del hijo pródigo, con la que Jesús quiso hablarnos de la ternura y la misericordia del Padre celestial. Son tres los momentos clave en la historia de este joven, con el que cada uno de nosotros, en cierto sentido, nos identificamos cuando cedemos ante la tentación y caemos en el pecado.

7 El primer momento es el alejamiento. Nos alejamos de Dios, como ese hijo de su padre, cuando, olvidando que Dios nos ha dado como una tarea los bienes y los talentos que poseemos, los dilapidamos con gran ligereza. El pecado es siempre un despilfarro de nuestra humanidad, despilfarro de valores muy preciosos, como la dignidad de la persona y la herencia de la gracia divina.

El segundo momento es el proceso de conversión. El hombre, que con el pecado se ha alejado voluntariamente de la casa paterna, al comprobar lo que ha perdido, madura el paso decisivo de volver en sí: «Me levantaré e iré a mi padre» (
Lc 15,18). La certeza de que Dios «es bueno y me ama» es más fuerte que la vergüenza y que el desaliento: ilumina con una luz nueva el sentido de la culpa y de la propia indignidad.

Por último, el tercer momento es el regreso. Para el padre el hecho más importante es que ha recuperado a su hijo. El abrazo entre el padre y el hijo pródigo se convierte en la fiesta del perdón y de la alegría. Es conmovedora esta escena evangélica, que manifiesta con numerosos detalles la actitud del Padre celestial, «rico en misericordia» (Ep 2,4).

3. ¡Cuántos hombres de todo tiempo han reconocido en esta parábola los rasgos fundamentales de su historia personal! El camino que, después de la amarga experiencia del pecado, lleva de nuevo a la casa del Padre, pasa a través del examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito firme de conversión. Es un proceso interior que cambia el modo de valorar la realidad, hace comprobar la propia fragilidad e impulsa al creyente a abandonarse en los brazos de Dios. Cuando el hombre, sostenido por la gracia, recorre dentro de su espíritu estas etapas, surge en él la necesidad apremiante de reencontrarse a sí mismo y su propia dignidad de hijo en el abrazo del Padre.

Así, de modo sencillo y profundo, esta parábola, tan querida en la tradición de la Iglesia, describe la realidad de la conversión, ofreciendo la expresión más concreta de la obra de la misericordia divina en el mundo humano. El amor misericordioso de Dios «revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre. (...) Constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión» (Dives in misericordia DM 6).

4. Al inicio de la Cuaresma es importante preparar nuestro espíritu para recibir en abundancia el don de la misericordia divina. La palabra de Dios nos invita a convertirnos y a creer en el Evangelio, y la Iglesia nos indica los medios a través de los cuales podemos entrar en el clima de la auténtica renovación interior y comunitaria: la oración, la penitencia y el ayuno, así como la ayuda generosa a los hermanos. De este modo podemos experimentar la sobreabundancia del amor del Padre celestial, dado en plenitud a la humanidad entera en el misterio pascual. Podríamos decir que la Cuaresma es el tiempo de una particular solicitud de Dios por perdonar y borrar nuestros pecados: es el tiempo de la reconciliación. Por esto, es un período muy propicio para acercarnos con fruto al sacramento de la penitencia.

Amadísimos hermanos y hermanas, conscientes de que nuestra reconciliación con Dios se realiza gracias a una auténtica conversión, recorramos la peregrinación cuaresmal con la mirada fija en Cristo, nuestro único redentor.

La Cuaresma nos ayudará a volver a entrar en nosotros mismos, a abandonar con valentía cuanto nos impide seguir fielmente el Evangelio. Contemplemos, especialmente en estos días, la imagen del abrazo entre el Padre y el hijo que vuelve a la casa paterna, símbolo admirable del tema de este año que nos introduce en el gran jubileo del 2000.

El abrazo de la reconciliación entre el Padre y toda la humanidad pecadora se dio en el Calvario. Que el crucifijo, signo del amor de Cristo que se inmoló por nuestra salvación, suscite en el corazón de cada hombre y de cada mujer de nuestro tiempo la misma confianza que impulsó al hijo pródigo a decir: «Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado». Recibió como don el perdón y la alegría.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de España, México, Chile y demás países de América Latina. Saludo también al numeroso grupo de jóvenes deportistas argentinos aquí presentes. Al animaros a todos a recorrer el camino cuaresmal con la mirada puesta en Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, invoco sobre vosotros y vuestras familias la infinita misericordia del Padre celestial y os bendigo de corazón.

(En italiano)
8 Abrazo con afecto de modo especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Queridos jóvenes, os exhorto a vivir la Cuaresma con un auténtico espíritu penitencial, como un retorno a la casa del Padre, que espera a todos con los brazos abiertos. Queridos enfermos, os animo a ofrecer vuestros sufrimientos junto con Cristo por la conversión de cuantos aún se hallan alejados de Dios, y os deseo a vosotros, queridos recién casados, que construyáis con valentía y generosidad vuestra familia sobre la roca firme del amor divino.





Marzo de 1999

                                                                                             

Miércoles 3 de marzo de 1999


La experiencia del Padre en Jesús de Nazaret

1. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ep 1,3). Estas palabras de san Pablo nos introducen muy bien en la gran novedad del conocimiento del Padre, tal como se desprende del Nuevo Testamento. Aquí Dios se muestra con su rostro trinitario. Su paternidad ya no se limita a indicar la relación con las criaturas, sino que expresa la relación fundamental que caracteriza su vida íntima; ya no es un rasgo genérico de Dios, sino una propiedad de la primera Persona en Dios. Efectivamente, en su misterio trinitario, Dios es padre por esencia, padre desde siempre, en cuanto que desde la eternidad engendra al Verbo consubstancial con él y unido a él en el Espíritu Santo, «que procede del Padre y del Hijo». Con su encarnación redentora, el Verbo se hace solidario con nosotros precisamente para introducirnos en esa vida filial que él posee desde la eternidad. «A todos los que lo acogieron —dice el evangelista san Juan— les dio poder para llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12).

2. Esta revelación específica del Padre se funda en la experiencia de Jesús. Sus palabras y sus actitudes ponen de manifiesto que él experimenta la relación con el Padre de una manera totalmente singular. En los evangelios podemos constatar cómo Jesús distinguió «su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás “nuestro Padre”, salvo para ordenarles “vosotros, pues, orad así: Padre nuestro” (Mt 6,9); y subrayó esta distinción: “Mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20,17)» (Catecismo de la Iglesia católica, CEC 443).

Ya desde niño, a María y José, que lo buscaban angustiados, les responde: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,48 ss). A los judíos, que seguían persiguiéndolo porque había realizado en sábado una curación milagrosa, les contesta: «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo» (Jn 5,17). En la cruz invoca al Padre para que perdone a sus verdugos y acoja su espíritu (cf. Lc 23,34 Lc 23,46). La distinción entre el modo como Jesús percibe la paternidad de Dios con respecto a él y la que atañe a todos los demás seres humanos, se arraiga en su conciencia y la reafirma con las palabras que dirige a María Magdalena después de la resurrección: «No me toques, pues todavía no he subido al Padre. Pero ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).

3. La relación de Jesús con el Padre es única. Sabe que el Padre lo escucha siempre; sabe que manifiesta a través de él su gloria, incluso cuando los hombres pueden dudar y necesitan ser convencidos por él. Constatamos todo esto en el episodio de la resurrección de Lázaro: «Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por éstos que me rodean, para que crean que tú me has enviado”» (Jn 11,41-42). En virtud de esta singular convicción, Jesús puede presentarse como el revelador del Padre, con un conocimiento que es fruto de una íntima y misteriosa reciprocidad, como lo subraya él mismo en el himno de júbilo: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, y nadie conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27) (cf. Catecismo de la Iglesia católica, CEC 240).

Por su parte, el Padre manifiesta esta relación singular que el Hijo mantiene con él, llamándolo su «predilecto»: así lo hace durante el bautismo en el Jordán (cf. Mc 1,11) y en la Transfiguración (cf. Mc 9,7). Jesús se vislumbra también como hijo en sentido especial en la parábola de los viñadores malos que maltratan primero a los dos siervos y luego al «hijo predilecto» del amo, enviados a recoger los frutos de la viña (cf. Mc 12, 1-11, especialmente el versículo 6).


Audiencias 1999