Audiencias 1999 9

9 4. El evangelio de san Marcos nos ha conservado el término arameo «Abbá» (cf. Mc 14,36), con el que Jesús, en la hora dolorosa de Getsemaní, invocó al Padre, pidiéndole que alejara de él el cáliz de la pasión. El evangelio de san Mateo, en el mismo episodio, nos refiere la traducción «Padre mío» (cf. Mt 26,39 cf. también versículo Mt 42), mientras san Lucas simplemente tiene «Padre» (cf. Lc 22,42). El término arameo, que podríamos traducir en las lenguas modernas como «papá», expresa la ternura afectuosa de un hijo. Jesús lo usa de manera original para dirigirse a Dios y para indicar, en la plena madurez de su vida, que está para concluirse en la cruz, la íntima relación que lo vincula a su Padre incluso en esa hora dramática. «Abbá» indica la extraordinaria cercanía entre Jesús y Dios Padre, una intimidad sin precedentes en el marco religioso bíblico o extrabíblico. En virtud de la muerte y resurrección de Jesús, Hijo único de este Padre, también nosotros, como dice san Pablo, somos elevados a la dignidad de hijos y poseemos el Espíritu Santo, que nos impulsa a gritar «¡Abbá, Padre!» (cf. Rm 8,15 Ga 4,6). Esta simple expresión del lenguaje infantil, que se usaba a diario en el ambiente de Jesús, como en todos los pueblos, asumió así un significado doctrinal de gran importancia para expresar la singular paternidad divina con respecto a Jesús y sus discípulos.

5. A pesar de sentirse unido al Padre de un modo tan íntimo, Jesús afirmó que ignoraba la hora de la llegada final y decisiva del Reino: «De aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mt 24,36). Este aspecto nos muestra a Jesús en la condición de humillación propia de la Encarnación, que oculta a su humanidad el final escatológico del mundo. De este modo, Jesús defrauda los cálculos humanos para invitarnos a la vigilancia y a la confianza en la intervención providente del Padre. Por otra parte, desde la perspectiva de los evangelios, la intimidad y la plenitud que tiene por ser «hijo» de ninguna manera se ven perjudicadas por este desconocimiento. Al contrario, precisamente por haberse hecho solidario con nosotros es decisivo para nosotros ante el Padre: «A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos; pero a todo el que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 10,32-33).

Confesar a Jesús delante de los hombres es indispensable para que él nos confiese delante del Padre. En otras palabras, nuestra relación filial con el Padre celestial depende de nuestra valiente fidelidad a Jesús, Hijo predilecto.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de España, México, Argentina y demás países de América Latina, de modo particular a los fieles de la parroquia de los Desamparados de Sevilla. Al animaros a todos en este tiempo cuaresmal a intensificar vuestra relación con el Padre celeste escuchando las palabras de Jesús, el Hijo predilecto, invoco sobre vosotros y vuestras familias la abundancia de la gracia divina y os bendigo de corazón.



(A los muchachos del coro de la parroquia de Zidlochovice, República Checa)
El domingo pasado se nos han propuesto las palabras del evangelio de san Mateo. "Éste es mi Hijo, el predilecto, en el que tengo mi complacencia. Escuchadlo". Obedeciendo a Jesús, nos hacemos partícipes de la verdadera transfiguración, la eterna.

(En italiano)

Como siempre, un saludo cordial va a los jóvenes, a los enfermos, y a los recién casados. En particular a los numerosos grupos de estudiantes y muchachos, muchos de los cuales han venido a Roma para hacer su profesión de fe en Cristo, con ocasión de la primera comunión o de la confirmación.

Queridos muchachos y muchachas, preparaos para afrontar las importantes etapas de la vida con empeño espiritual, edificando cada uno de vuestros proyectos sobre la base sólida de la fidelidad a Dios en todas las circunstancias.

Queridos enfermos, sed conscientes de que contribuís de modo misterioso a la construcción del reino de Dios, ofreciendo generosamente vuestros sufrimientos al Padre celestial en unión con los de Cristo.

10 Y vosotros, queridos recién casados, edificad diariamente vuestra familia en la escucha de Dios, en el fiel amor recíproco y en la acogida de los más necesitados, siguiendo el ejemplo de la sagrada familia de Nazaret. A todos mi afectuosa bendición.
* * * * * * *


Llamamiento por la paz entre Etiopía y Eritrea

Después de las tristes noticias de duros y sangrientos encuentros entre Etiopía y Eritrea, acaecidos los días pasados, ahora, al parecer, ambos países quieren adherirse a las propuestas de paz formuladas por la Organización de la Unidad Africana.

Alabo esta sabia decisión, que acompaño con fervientes oraciones. Es la única capaz de poner fin a la lucha fratricida, serenar los ánimos y promover un estilo nuevo de gobierno y convivencia en el continente africano.



Miércoles 10 de marzo de 1999


La relación de Jesús con el Padre revelación del misterio trinitario

1. Como hemos visto en la catequesis anterior, con sus palabras y sus obras Jesús mantiene una relación muy especial con «su» Padre. El evangelio de san Juan subraya que cuanto él comunica a los hombres es fruto de esta unión íntima y singular: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Y también: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16,15). Existe una reciprocidad entre el Padre y el Hijo, en lo que conocen de sí mismos (cf. Jn 10,15), en lo que son (cf. Jn 14,10), en lo que hacen (cf. Jn 5,19 Jn 10,38) y en lo que poseen: «Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10). Es un intercambio recíproco que encuentra su expresión plena en la gloria que Jesús obtiene del Padre en el misterio supremo de la muerte y la resurrección, después de que él mismo se la ha dado al Padre durante su vida terrena: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. (...) Yo te he glorificado en la tierra. (...) Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti» (Jn 17,1 Jn 17,4 .

Esta unión esencial con el Padre no sólo acompaña la actividad de Jesús, sino que determina todo su ser. «La encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en él y con él el mismo y único Dios» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 262). El evangelista san Juan pone de relieve que los jefes religiosos del pueblo reaccionan precisamente ante esta pretensión, al no tolerar que llame a Dios su propio Padre y, por tanto, se haga a sí mismo igual a Dios (cf. Jn 5,18 Jn 10,33 Jn 19,7).

2. En virtud de esta armonía en el ser y en el obrar, tanto con sus palabras como con sus obras, Jesús revela al Padre: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). La «predilección» de que goza Cristo es proclamada en su bautismo, según la narración de los evangelios sinópticos (cf. Mc 1,11 Mt 3,17 Lc 3,22). El evangelista san Juan la remonta a su raíz trinitaria, o sea, a la misteriosa existencia del Verbo «con» el Padre (cf. Jn 1,1), que lo ha engendrado en la eternidad.

Partiendo del Hijo, la reflexión del Nuevo Testamento, y después la teología enraizada en ella, han profundizado el misterio de la «paternidad» de Dios. El Padre es el que en la vida trinitaria constituye el principio absoluto, el que no tiene origen y del que brota la vida divina. La unidad de las tres personas es comunión de la única esencia divina, pero en el dinamismo de relaciones recíprocas que tienen en el Padre su fuente y su fundamento. «El Padre es el que engendra; el Hijo, el que es engendrado, y el Espíritu Santo, el que procede» (Concilio lateranense IV: Denzinger Schönmetzer, DS 804).

11 3. De este misterio, que supera infinitamente nuestra inteligencia, el apóstol san Juan nos ofrece una clave, cuando proclama en la primera carta: «Dios es amor» (1Jn 4,8). Este vértice de la revelación indica que Dios es ágape, o sea, don gratuito y total de sí, del que Cristo nos dio testimonio especialmente con su muerte en la cruz. En el sacrificio de Cristo, se revela el amor infinito del Padre al mundo (cf. Jn 3,16 Rm 5,8). La capacidad de amar infinitamente, entregándose sin reservas y sin medida, es propia de Dios. En virtud de su ser Amor, él, antes aún de la libre creación del mundo, es Padre en la misma vida divina: Padre amante que engendra al Hijo amado y da origen con él al Espíritu Santo, la Persona-Amor, vínculo recíproco de comunión.

Basándose en esto, la fe cristiana comprende la igualdad de las tres personas divinas: el Hijo y el Espíritu son iguales al Padre, no como principios autónomos, como si fueran tres dioses, sino en cuanto reciben del Padre toda la vida divina, distinguiéndose de él y recíprocamente sólo en la diversidad de las relaciones (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 254).

Misterio sublime, misterio de amor, misterio inefable, frente al cual la palabra debe ceder su lugar al silencio de la admiración y de la adoración. Misterio divino que nos interpela y conmueve, porque por gracia se nos ha ofrecido la participación en la vida trinitaria, a través de la encarnación redentora del Verbo y el don del Espíritu Santo: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).

4. Así, la reciprocidad entre el Padre y el Hijo llega a ser para nosotros, creyentes, el principio de una vida nueva, que nos permite participar en la misma plenitud de la vida divina: «Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1Jn 4,15). Las criaturas viven el dinamismo de la vida trinitaria, de manera que todo converge en el Padre, mediante Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esto es lo que subraya el Catecismo de la Iglesia católica: «Toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo» (CEC 259).

El Hijo se ha convertido en «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29); a través de su muerte, el Padre nos ha reengendrado (cf. 1P 1,3 también Rm 8,32 Ep 1,3), de modo que en el Espíritu Santo podemos invocarlo con la misma expresión usada por Jesús: Abbá (cf. Rm 8,15 Ga 4,6). San Pablo ilustra ulteriormente este misterio, diciendo que «el Padre nos ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido» (Col 1,12-13). Y el Apocalipsis describe así el destino escatológico de quien lucha y vence con Cristo la fuerza del mal: «Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Ap 3,21). Esta promesa de Cristo nos abre una perspectiva maravillosa de participación en su intimidad celestial con el Padre.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos venidos de España y América Latina, de modo particular a los estudiantes de Castellón y a los fieles argentinos de Rosario. A todos os animo en este tiempo de la Cuaresma a convertiros al amor de Cristo para poder participar en su intimidad celeste con el Padre. Con este deseo, invoco sobre vosotros y vuestras familias la abundancia de la gracia divina y os bendigo de corazón.

(En croata)
Quiera Dios que vuestra peregrinación a Roma durante este tiempo de Cuaresma os ayude a redescubrir la «unión íntima y vital con Dios» (Gaudium et spes GS 19), que nos ha creado y redimido en Cristo por amor.

Mi más cordial saludo va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Queridos jóvenes, que también hoy sois tan numerosos, el camino cuaresmal que estamos recorriendo sea una ocasión de auténtica conversión que os lleve a la madurez de la fe en Cristo.

12 Queridos enfermos, al participar con amor en el mismo sufrimiento del Hijo de Dios encarnado, compartid ya desde ahora la gloria y la alegría de su resurrección.

Y vosotros, queridos recién casados, fundad vuestra unión matrimonial y vuestra misión al servicio del Evangelio en la alianza que, al precio de su sangre, Cristo selló con su Iglesia. A todos os imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 17 de marzo de 1999


«Conocer» al Padre

1. En la hora dramática en que se prepara para afrontar la muerte, Jesús concluye su gran discurso de despedida (cf. Jn 13 ss) dirigiendo una estupenda oración al Padre. Esta puede considerarse un testamento espiritual, con el que Jesús pone en las manos del Padre el mandato recibido: dar a conocer su amor al mundo, a través del don de la vida eterna (cf. Jn 17,2). La vida que él ofrece se explica significativamente como un don de conocimiento: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado» (Jn 17,3).

El conocimiento, en el lenguaje bíblico del Antiguo y del Nuevo Testamento, no se refiere sólo a la esfera intelectual; implica normalmente una experiencia vital que compromete a la persona humana en su totalidad y, por tanto, también en su capacidad de amar. Se trata de un conocimiento que permite «encontrar» a Dios, situándose en el proceso que la tradición teológica oriental llama «divinización», y que se realiza por la acción interior y transformadora del Espíritu de Dios (cf. san Gregorio de Nisa, Oratio catech., 37: PG 45,98 B). Ya hemos abordado estos temas en las catequesis dedicadas al año del Espíritu Santo. Al volver ahora a la frase citada por Jesús, queremos profundizar qué significa conocer vitalmente a Dios Padre.

2. Se puede conocer a Dios como padre en diversos niveles, según la perspectiva desde la que se mire, y el aspecto del misterio que se considere. Hay un conocimiento natural de Dios a partir de la creación: ella lleva a reconocer en él el origen y la causa trascendente del mundo y del hombre y, en este sentido, a intuir su paternidad. Este conocimiento se profundiza a la luz progresiva de la Revelación, es decir, sobre la base de las palabras y las intervenciones histórico-salvíficas de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 287).

En el Antiguo Testamento, conocer a Dios como padre significa remontarse a los orígenes del pueblo de la alianza: «¿No es él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te constituyó?» (Dt 32,6). La referencia a Dios en cuanto padre garantiza y conserva la unidad de los miembros de una misma familia: «¿No tenemos todos nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?» (Ml 2,10). Se reconoce a Dios como padre también en el momento en que reprende al hijo por su bien: «Porque el Señor reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Pr 3,12). Y, obviamente, a un padre puede invocárselo siempre en la hora del desconsuelo: «Y grité: Señor, tú eres un padre y el héroe de mi salvación, que no me dejará en los días de tribulación, al tiempo del desamparo frente a los insolentes» (Si 51,10). En todas estas formas se atribuyen por antonomasia a Dios los valores que se experimentan en la paternidad humana. Sin embargo, se intuye que no es posible conocer a fondo el contenido de dicha paternidad divina, sino en la medida en que Dios mismo la manifiesta.

3. En los acontecimientos de la historia de la salvación se revela cada vez más la iniciativa del Padre que, con su acción interior, abre el corazón de los creyentes para que acojan al Hijo encarnado. Al conocer a Jesús, podrán conocer también a él, al Padre. Esto es lo que enseña Jesús mismo respondiendo a Tomás: «Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14,7 cf. vv Jn 7-10).

Así pues, es necesario creer en Jesús y contemplarlo, porque es la luz del mundo, para no permanecer en las tinieblas de la ignorancia (cf. Jn 12,44-46) y conocer que su doctrina viene de Dios (cf. Jn 7,17 s). Con esta condición es posible conocer al Padre y llegar a adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Este conocimiento vivo es inseparable del amor. Lo comunica Jesús, como dijo en su oración sacerdotal: «Padre justo, (...) yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos» (Jn 17,25-26).

«Cuando oramos al Padre estamos en comunión con él y con su Hijo, Jesucristo. Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 2781). Conocer al Padre significa, pues, encontrar en él la fuente de nuestro ser y de nuestra unidad, en cuanto miembros de una única familia; pero también significa estar sumergidos en una vida «sobrenatural», la vida misma de Dios.

13 4. Por consiguiente, el anuncio del Hijo sigue siendo el camino maestro para conocer y dar a conocer al Padre; en efecto, como recuerda una sugestiva expresión de san Ireneo, «el conocimiento del Padre es el Hijo» (Adv. haer., IV, 6, 7: PG 7,990 B). Ésta es la posibilidad ofrecida a Israel, pero también a los gentiles, como subraya san Pablo en la carta a los Romanos: «¿Acaso Dios es sólo Dios de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también lo es de los gentiles, puesto que no hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe» (Rm 3,29 s). Dios es único, y es Padre de todos, deseoso de ofrecer a todos la salvación realizada por medio de su Hijo: esto es lo que el evangelio de san Juan llama el don de la vida eterna. Es preciso acoger y comunicar este don con la misma gratitud que impulsó a san Pablo a decir en la segunda carta a los Tesalonicenses: «Nosotros, en cambio, debemos dar gracias en todo tiempo a Dios por vosotros, hermanos, amados del Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2Th 2,13).

Saludos

Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española que han venido de España y los diversos países latinoamericanos. Os invito a reforzar cada día más el gran don de la fe que habéis recibido desde antiguo, allanando los caminos de la fraternidad y la paz con el sentimiento de ser hijos de un Padre común.

Y ahora mi saludo va a los jóvenes aquí presentes. Queridos jóvenes, encontrarme con vosotros es siempre para mí motivo de consuelo y esperanza, porque vuestra edad es la primavera de la vida. Sed siempre fieles al amor que Dios siente por vosotros.

Os dirijo ahora un saludo afectuoso a vosotros, queridos enfermos. Cuando sufrimos, nos parece que toda nuestra realidad y todo lo que nos rodea se ensombrece; pero, en lo profundo de nuestro corazón, esto no debe apagar la luz consoladora de la fe. Cristo, con su cruz, nos sostiene en la prueba.

Y vosotros, queridos recién casados, a quienes saludo cordialmente, dad gracias a Dios por el don de la familia. Contando siempre con su ayuda, haced que vuestra existencia sea una misión de amor fiel y generoso. Que el Señor os acompañe y proteja siempre.



Miércoles 24 de marzo de 1999


El amor providente del Padre

1. Prosiguiendo nuestra meditación sobre Dios Padre, hoy queremos reflexionar en su amor generoso y providente. «El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina Providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 303). Podemos tomar como punto de partida un texto del libro de la Sabiduría, en el que la Providencia divina se pone de manifiesto actuando en favor de una barca en medio del mar: «Es tu providencia, Padre, quien la guía, pues también en el mar abriste un camino, una ruta segura a través de las olas, mostrando así que de todo peligro puedes salvar, para que hasta el inexperto pueda embarcarse» (Sg 14,3-4).

En un salmo se halla también la imagen del mar, surcado por las naves y en el que viven animales pequeños y grandes, para recordar el alimento que Dios proporciona a todos los seres vivos: «Todos ellos de ti están esperando que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes» (Ps 104,27-28).

2. La imagen de la barca en medio del mar representa muy bien nuestra situación frente al Padre providente, el cual, como dice Jesús, «hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Sin embargo, frente a este mensaje del amor providente del Padre surge espontánea la pregunta: ¿cómo se puede explicar el dolor? Y es preciso reconocer que el problema del dolor constituye un enigma ante el cual la razón humana queda desconcertada. La Revelación divina nos ayuda a comprender que Dios no lo quiere, puesto que entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. Gn 3,16-19). Lo permite para la salvación misma del hombre, sacando bien del mal. «Dios todopoderoso (...), al ser sumamente bueno, no permitiría nunca que cualquier tipo de mal existiera en sus obras, si no fuera suficientemente poderoso y bueno como para sacar bien del mismo mal» (san Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3: PL 40, 236). A este respecto, son significativas las palabras tranquilizadoras que dirigió José a sus hermanos, los cuales lo habían vendido y ahora dependían de su poder: «No fuisteis vosotros los que me enviasteis acá, sino Dios (...). Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso» (Gn 45,8 Gn 50,20).

14 Los proyectos de Dios no coinciden con los del hombre; son infinitamente mejores, pero a menudo resultan incomprensibles para la mente humana. Dice el libro de los Proverbios: «Del Señor dependen los pasos del hombre: ¿cómo puede el hombre comprender su camino?» (Pr 20,24). En el Nuevo Testamento, san Pablo enuncia este principio consolador: «En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8,28).

3. ¿Cuál debe ser nuestra actitud frente a esta providente y clarividente acción divina? Desde luego, no debemos esperar pasivamente lo que nos manda, sino colaborar con él, para que lleve a cumplimiento lo que ha comenzado a realizar en nosotros. Debemos ser solícitos sobre todo en la búsqueda de los bienes celestiales. Éstos deben ocupar el primer lugar, como nos pide Jesús: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). Los demás bienes no deben ser objeto de preocupaciones excesivas, porque nuestro Padre celestial conoce cuáles son nuestras necesidades; nos lo enseña Jesús cuando exhorta a sus discípulos a «un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 305): «Vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan las gentes del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis de ellas necesidad» (Lc 12,29-30).

Así pues, estamos llamados a colaborar con Dios, mediante una actitud de gran confianza. Jesús nos enseña a pedir al Padre celestial el pan de cada día (cf. Mt 6,11 Lc 11,3). Si lo recibimos con gratitud, espontáneamente recordaremos también que nada nos pertenece, y debemos estar dispuestos a donarlo: «A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames» (Lc 6,30).

4. La certeza del amor de Dios nos lleva a confiar en su providencia paterna incluso en los momentos más difíciles de la existencia. Santa Teresa de Jesús expresa admirablemente esta plena confianza en Dios Padre providente, incluso en medio de las adversidades: «Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta» (Poesías, 30).

La Escritura nos brinda un ejemplo elocuente de confianza total en Dios cuando narra que Abraham había tomado la decisión de sacrificar a su hijo Isaac. En realidad, Dios no quería la muerte del hijo, sino la fe del padre. Y Abraham la demuestra plenamente, dado que, cuando Isaac le pregunta dónde está el cordero para el holocausto, se atreve a responderle: «Dios proveerá» (Gn 22,8). E, inmediatamente después, experimentará precisamente la benévola providencia de Dios, que salva al niño y premia su fe, colmándolo de bendición.

Por consiguiente, es preciso interpretar esos textos a la luz de toda la revelación, que alcanza su plenitud en Jesucristo. Él nos enseña a poner en Dios una inmensa confianza, incluso en los momentos más difíciles: Jesús, clavado en la cruz, se abandona totalmente al Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Con esta actitud, eleva a un nivel sublime lo que Job había sintetizado en las conocidas palabras: «El Señor me lo dio; el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor» (Jb 1,21). Incluso lo que, desde un punto de vista humano, es una desgracia puede entrar en el gran proyecto de amor infinito con el que el Padre provee a nuestra salvación.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial a los seminaristas menores de Granada, a los fieles de Plasencia, Cáceres y Torrent, y a los estudiantes de Madrid y Barcelona, así como al numeroso grupo de empresarios latinoamericanos. Que la certeza del amor de Dios os ayude a confiar en su Providencia paternal incluso en los momentos más difíciles de vuestra vida. A todos os bendigo de corazón.

Dirijo ahora un cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

La solemnidad de la Anunciación, que celebraremos mañana, sea para todos una invitación a seguir el ejemplo de María santísima: para vosotros, queridos jóvenes, se traduzca en una pronta disponibilidad a la llamada del Padre, a fin de que seáis levadura evangélica en la sociedad; para vosotros, hermanos que sufrís, sea un estímulo para renovar la aceptación serena y confiada de la cruz, medio de redención de la humanidad entera; y para vosotros, queridos recién casados, el sí de María os impulse siempre en vuestro empeño de construir una familia fundada en el amor recíproco y fiel, inspirado en los valores cristianos perennes.
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15 Llamamiento en favor de la paz en Kosovo

Queremos ahora elevar una oración especial al Padre de la misericordia para que conceda el don de la paz, que tanto necesitan hoy sobre todo el Kosovo y Europa



Miércoles 31 de marzo de 1999


El Triduo santo de la pasión y resurrección del Señor

1. Con el domingo pasado, llamado de Ramos, hemos entrado en la semana llamada «santa» porque en ella conmemoramos los acontecimientos centrales de nuestra redención. El núcleo de esta semana es el Triduo de la pasión y la resurrección del Señor, que, como se lee en el Misal romano, «es el punto culminante de todo el año litúrgico, ya que Jesucristo ha cumplido la obra de la redención de los hombres y de la glorificación perfecta de Dios principalmente por su misterio pascual, por el cual, muriendo, destruyó nuestra muerte y, resucitando, restauró la vida» (Normas generales, 18). En la historia de la humanidad no ha sucedido nada más significativo y de mayor valor. Así, al concluir la Cuaresma, nos disponemos a vivir con fervor los días más importantes para nuestra fe e intensificamos nuestro compromiso de seguir, cada vez con mayor fidelidad, a Cristo, redentor del hombre.

2. La Semana santa nos lleva a meditar en el sentido de la cruz, en la que «alcanza su culmen la revelación del amor misericordioso de Dios» (cf. Dives in misericordia DM 8). De manera muy particular, nos impulsa a esa reflexión el tema de este tercer año de preparación inmediata para el gran jubileo del 2000, dedicado al Padre. Nos ha salvado su infinita misericordia. Para redimir a la humanidad nos entregó libremente a su Hijo unigénito. ¿Cómo no darle gracias? La historia está iluminada y dirigida por el evento incomparable de la redención: Dios, rico en misericordia, ha derramado sobre todo ser humano su infinita bondad por medio del sacrificio de Cristo.

¿Cómo manifestar de modo adecuado nuestro agradecimiento? La liturgia de estos días, por un lado, nos invita a elevar al Señor, vencedor de la muerte, un himno de gratitud, y, por otro, nos pide al mismo tiempo que eliminemos de nuestra vida todo lo que nos impide conformarnos a él. Contemplamos a Cristo en la fe y recorremos de nuevo las etapas decisivas de la salvación que realizó. Nos reconocemos pecadores y confesamos nuestra ingratitud, nuestra infidelidad y nuestra indiferencia ante su amor. Necesitamos su perdón, que nos purifique y sostenga en el esfuerzo de conversión interior y de constante renovación del espíritu.

3. «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito; limpia mi pecado» (Ps 50,3-4).

Estas palabras, que proclamamos el miércoles de Ceniza, nos han acompañado durante todo el itinerario cuaresmal. Resuenan en nuestro espíritu con singular intensidad ante la cercanía de los días santos, en los que se nos renueva el don extraordinario del perdón de los pecados, que nos obtuvo Jesús en la cruz. Frente a Cristo crucificado, manifestación elocuente de la misericordia de Dios, ¿cómo no arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos al amor?, ¿cómo no reparar concretamente los males causados a los demás y restituir los bienes conseguidos de modo ilícito? El perdón exige gestos concretos: el arrepentimiento sólo es verdadero y eficaz cuando se traduce en obras concretas de conversión y justa reparación.

4. «Por tu fidelidad, ayúdame, Señor». Así nos invita a orar la liturgia de este Miércoles santo, totalmente proyectada hacia los acontecimientos salvíficos que conmemoraremos en los próximos días. Al proclamar hoy el evangelio de san Mateo sobre la Pascua y la traición de Judas, ya pensamos en la solemne misa «in cena Domini» de mañana por la tarde, que recordará la institución del sacerdocio y de la Eucaristía, así como el mandamiento «nuevo» del amor fraterno, que nos dejó el Señor en la víspera de su muerte.

Antes de esa sugestiva celebración se tendrá, mañana por la mañana, la Misa crismal, que en todas las catedrales del mundo preside el obispo, rodeado de su presbiterio. Se bendicen los sagrados óleos para el bautismo, para la unción de los enfermos, y el crisma. Luego, por la tarde, después de la misa «in cena Domini», habrá tiempo para la adoración, como para responder a la invitación que Jesús dirigió a sus discípulos en la dramática noche de su agonía: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26,38).

16 El Viernes santo es un día de profunda emoción, en el que la Iglesia nos hace volver a escuchar el relato de la pasión de Cristo. La «adoración» de la cruz será el centro de la acción litúrgica que se celebrará ese día, mientras la comunidad eclesial ora intensamente por las necesidades de los creyentes y del mundo entero.

A continuación viene una fase de profundo silencio. Todo callará hasta la noche del Sábado santo. En el centro de las tinieblas irrumpirán la alegría y la luz con los sugestivos ritos de la Vigilia pascual y el canto gozoso del «Aleluya». Será el encuentro, en la fe, con Cristo resucitado, y la alegría pascual se prolongará a lo largo de los cincuenta días que seguirán.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, dispongámonos a revivir estos acontecimientos con íntimo fervor junto con María santísima, presente en el momento de la pasión de su Hijo y testigo de su resurrección. Un canto polaco dice: «Madre santísima, elevamos nuestra súplica a tu corazón, atravesado por la espada del dolor». Que María acepte nuestras oraciones y los sacrificios de los que sufren, confirme nuestros propósitos cuaresmales y nos acompañe mientras seguimos a Jesús en la hora de la prueba suprema. Cristo, martirizado y crucificado, es fuente de fuerza y signo de esperanza para todos los creyentes y para la humanidad entera.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial, a los responsables de la organización de Cooperación internacional, así como a los alumnos procedentes de Madrid, Nájera, Bullas, San Cugat y Novelda. También a los demás peregrinos mexicanos y de los otros países latinoamericanos. A todos os bendigo de corazón. ¡Feliz Pascua!

Dirijo, por último, mi cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Queridos jóvenes, la contemplación de la pasión, muerte y resurrección de Jesús os fortalezca cada vez más en el testimonio cristiano. Vosotros, queridos enfermos, hallad en la cruz de Cristo el apoyo diario para superar los momentos de prueba y desconsuelo. Y a vosotros, queridos recién casados, el misterio pascual, que contemplamos durante estos días, os anime a hacer de vuestra familia un lugar de amor fiel y fecundo.




Audiencias 1999 9