Audiencias 1999 42

42 Jesús es el Hijo del hombre, al que el Padre ha transmitido el poder de juzgar. Él ejercerá el juicio sobre todos los que saldrán de los sepulcros, separando a los que están destinados a una resurrección de vida de los que experimentarán una resurrección de condena (cf. Jn 5,26-30). Sin embargo, como subraya el evangelista san Juan, «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). Sólo quien haya rechazado la salvación, ofrecida por Dios con una misericordia ilimitada, se encontrará condenado, porque se habrá condenado a sí mismo.

4. San Pablo profundiza, en sentido salvífico, el concepto de «justicia de Dios», que se realiza «por la fe en Jesucristo, para todos los que creen» (Rm 3,22). La justicia de Dios está íntimamente unida al don de la reconciliación: si por Cristo nos dejamos reconciliar con el Padre, podemos llegar a ser, también nosotros, por medio de él, justicia de Dios (cf. 2Co 5,18-21).

Así, justicia y misericordia se entienden como dos dimensiones del mismo misterio de amor: «Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11,32). Por eso, el amor, que constituye la base de la actitud divina y debe llegar a ser una virtud fundamental del creyente, nos impulsa a tener confianza en el día del juicio, excluyendo todo temor (cf. 1Jn 4,18). A imitación de este juicio divino, también el humano debe realizarse de acuerdo con una ley de libertad, en la que debe prevalecer precisamente la misericordia: «Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad, porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio» (Jc 2,12-13).

5. Dios es Padre de misericordia y de toda consolación. Por esto, en la quinta petición del Padre nuestro, la oración por excelencia, «nuestra petición empieza con una confesión en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su misericordia» (Catecismo de la Iglesia católica CEC 2839). Jesús, al revelarnos la plenitud de la misericordia del Padre, también nos enseñó que a este Padre tan justo y misericordioso sólo se accede por la experiencia de la misericordia que debe caracterizar nuestras relaciones con el prójimo. «Este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. (...) Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre» (ib., n. 2840).

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial a los participantes en el quinto curso de formadores del «Regnum Christi», y a los grupos de Gijón, Valladolid, Plasencia y Madrid, así como a todos los peregrinos de América Latina. Que vuestra presencia en Roma os ayude a fortalecer vuestra fe. Muchas gracias por vuestra atención.

(A los peregrinos croatas)
La próxima celebración del gran jubileo brinda una ocasión muy particular para comprender mejor la constante solicitud de Dios por el hombre y su cercanía, llena de amor y rica en misericordia. Ese acontecimiento representa, al mismo tiempo, una invitación especial a reconocer la soberanía de Cristo sobre la historia humana, en la que Dios ha puesto su reino.

(En italiano)
Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ayer celebramos la memoria litúrgica de santa María Goretti, la joven de nuestro tiempo que testimonió su amor a Cristo hasta el martirio. Queridos jóvenes, también vosotros dejaos atraer por la propuesta de vida de Jesús, para seguirlo con entusiasmo y generosidad en las grandes y pequeñas opciones que debéis realizar. A vosotros, queridos enfermos, os invito a perseverar en la oración confiada para comprender el valor redentor de vuestro sufrimiento unido al de Cristo. Y a vosotros, queridos recién casados, os exhorto a pedir al Señor la gracia de vivir vuestra vocación conyugal con plena fidelidad a su proyecto.





Miércoles 21 de julio de 1999

El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios

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1. Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ilel cielols. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (
CEC 1024).

Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.

2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1).

En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Ps 104,2s; Ps 115,16 Is 66,1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Ps 113,4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Ps 18,7 Ps 18,10 Ps 144,5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1R 8,27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1M 3,18 1M 3,19 1M 3,50 1M 3,60 1M 4,24 1M 4,55).

A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5,24) y Elías (cf. 2R 2,11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» (Mt 5,12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6,20 cf. Mt 19,21).

3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (He 4,14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (He 9,24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvadosy con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ep 2,4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.

4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1Th 4,17-18).

En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

44 Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.

El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha ioabiertoló el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (
CEC 1026).

5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas.Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3,1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,20).

Saludos

Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las religiosas Misioneras del Divino Maestro, que celebran el aniversario de su profesión, así como al grupo de quinceañeras y demás grupos venidos de México, Argentina, Colombia, otros países de Latinoamérica y España. Os invito a pedir a la Virgen, nuestra Madre celestial, que os guíe hacia la participación plena en la gloria de Cristo.

(En húngaro)
Que la esperanza de la vida eterna os infunda la fuerza para soportar las dificultades de la peregrinación terrena.

(En eslovaco)
Que esta visita a la ciudad eterna, sus valores culturales y espirituales os impulsen a conocer más profundamente a Cristo y su Evangelio.

Dirijo, por último, un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Mañana se celebrará la memoria litúrgica de santa María Magdalena, discípula del Señor Jesús, primer testigo de su resurrección. Os deseo a vosotros, queridos jóvenes, que experimentéis personalmente la fuerza liberadora del amor de Cristo, que renueva profundamente la vida del hombre. Os exhorto a vosotros, queridos enfermos, a ofrecer vuestros sufrimientos por la conversión de quien es prisionero del mal. Y os animo a vosotros, queridos recién casados, a ser signo de la fidelidad de Dios también con el perdón recíproco, motivado por el amor.






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Miércoles 28 de julio de 1999


El infierno como rechazo definitivo de Dios

1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28,8 Ez 31,14 Jb 10,21 ss; Jb 38,17 Ps 30,10 Ps 88,7 Ps 88,13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7,9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38,18 Ps 6,6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20,13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13,42 cf. Mt 25,30 Mt 25,41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9,43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16,19-31).

También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2Th 1,9).

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (CEC 1033).

Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.

4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.

46 La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicasno debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8,15 Ga 4,6).

Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial, a los dos grupos de formadores de seminarios que participan en cursos de actualización en Roma, así como a los fieles venidos desde España, México, Chile, Colombia y demás países de América Latina. Muchas gracias por vuestra presencia y atención.

(A los peregrinos húngaros)
Espero de corazón que vuestra visita a la tumba de san Pedro profundice vuestra fe y enriquezca vuestras comunidades parroquiales.

Como de costumbre, saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Mañana se celebrará la memoria litúrgica de santa Marta, a la que el evangelio recuerda por la amorosa hospitalidad que brindó a Jesús en su casa de Betania. Que el ejemplo de esta santa mujer, laboriosa y solícita, os ayude a vosotros, queridos jóvenes, a seguir generosamente a Cristo como testigos de su amor, abierto a todos; os sostenga a vosotros, queridos enfermos, en vuestra búsqueda de Jesús en el momento de la tribulación; y os guíe a vosotros, queridos recién casados, para que hagáis de vuestro hogar un ambiente de cordial acogida del prójimo.





Agosto de 1999


Miércoles 4 de agosto de 1999


El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios

47 1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.

Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica
CEC 1030-1032).

2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.

Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22,22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21,17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1R 8,61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6,5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf. Dt 10,12 s).

La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1Co 3,14-15).

3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32,30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).

El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).

4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. He 5,7 He 7,25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. He 9, 23-26, especialmente el v.€ 4). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1Jn 2,2).

Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.

El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3,14).

5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5,48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Th 3,12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7,1 cf. 1Jn 3,3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

48 Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: DS 1304 concilio ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).

Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. He 9,27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde ixhabrá llanto y rechinar de dientesle (Mt 22,13 y 25, 30)» (Lumen gentium LG 48).

6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1032).

Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española venidos de España, Colombia y otros países latinoamericanos. Os deseo una feliz estancia en Roma, aprovechando vuestra peregrinación a la tumba de Pedro para robustecer vuestra fe y proclamarla con gozo en vuestras comunidades. Llevad también con vosotros a vuestras familias y seres queridos el saludo y el afecto del Papa. Muchas gracias.

Me dirijo, por último, a los demás jóvenes presentes, a los enfermos y a los recién casados.

Queridos hermanos, la liturgia recuerda hoy a un san sacerdote muy amado por sus contemporáneos: san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars.

Su ejemplo y su intercesión os ayuden a vosotros, queridos enfermos, a comprender cada vez más el valor del sufrimiento aceptado por amor al Señor; os permitan apreciar a vosotros, queridos recién casados, la virtud de la humildad, que es fundamento de la fidelidad y la armonía familiares; y os estimulen a vosotros, queridos jóvenes, a corresponder generosamente a la gracia divina y a no descuidar durante este tiempo de vacaciones el recogimiento y la oración, que nos acercan más a Dios.







Miércoles 11 de agosto de 1999


La vida cristiana como camino hacia la plena comunión con Dios

49 1. Después de haber meditado en la meta escatológica de nuestra existencia, es decir, en la vida eterna, queremos reflexionar ahora en el camino que conduce a ella. Por eso, desarrollamos la perspectiva presentada en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: «Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el ilhijo pródigolh (cf. Lc 15,11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera» (TMA 49).

En realidad, lo que el cristiano vivirá un día en plenitud, ya se ha anticipado en cierto modo ahora. En efecto, la Pascua del Señor es inauguración de la vida del mundo futuro.

2. El Antiguo Testamento prepara el anuncio de esta verdad a través de la compleja temática del Éxodo. El camino del pueblo elegido hacia la tierra prometida (cf. Ex 6,6) es como un magnífico icono del camino del cristiano hacia la casa del Padre. Obviamente, la diferencia es fundamental: en el antiguo Éxodo la liberación estaba orientada a la posesión de la tierra, don provisional como todas las realidades humanas; en cambio, el nuevo «Éxodo» consiste en el itinerario hacia la casa del Padre, en una perspectiva de índole definitiva y de eternidad, que trasciende la historia humana y cósmica. La tierra prometida del Antiguo Testamento se perdió de hecho con la caída de los dos reinos y con el destierro de Babilonia, después del cual se desarrolló la idea de un regreso como nuevo Éxodo. Sin embargo, este camino no llevó únicamente a otro asentamiento de tipo geográfico o político, sino que se abrió a una visión «escatológica» que ya preludiaba la revelación plena en Cristo. En esta dirección se orientan precisamente las imágenes universalistas que, en el libro de Isaías, describen el camino de los pueblos y de la historia hacia una nueva Jerusalén, centro del mundo (cf. Is 56-66).

3. El Nuevo Testamento anuncia el cumplimiento de esta gran espera, señalando en Cristo al Salvador del mundo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5). A la luz de este anuncio, la vida presente ya está bajo el signo de la salvación. Ésta se realiza en el acontecimiento de Jesús de Nazaret, que culmina en la Pascua, pero su realización plena tendrá lugar en la «parusía», en la última venida de Cristo.

Según el apóstol Pablo, este itinerario de salvación, que une el pasado con el presente, proyectándolo al futuro, es fruto de un designio de Dios, centrado totalmente en el misterio de Cristo. Se trata del «misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ep 1,9-10 cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1042 ss).

En este designio divino, el presente es el tiempo del «ya, pero todavía no», tiempo de la salvación ya realizada y del camino hacia su actuación perfecta: «Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ep 4,13).

4. El crecimiento hacia esa perfección en Cristo y, por tanto, hacia la experiencia del misterio trinitario, implica que la Pascua sólo se ha de realizar y celebrar plenamente en el reino escatológico de Dios (cf. Lc 22,16). Pero el acontecimiento de la encarnación, de la cruz y de la resurrección constituye ya la revelación definitiva de Dios. El ofrecimiento de redención que dicho acontecimiento entraña se inscribe en la historia de nuestra libertad humana, llamada a responder a la invitación de salvación.

La vida cristiana es participación en el misterio pascual, como camino de cruz y resurrección. Camino de cruz, porque nuestra existencia pasa continuamente por la criba purificadora que lleva a superar el viejo mundo marcado por el pecado. Camino de resurrección, porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha derrotado el pecado, por lo cual, en el creyente, el «juicio de la cruz» se convierte en «justicia de Dios», es decir, en triunfo de su verdad y de su amor sobre la perversidad del mundo.

5. La vida cristiana es, en definitiva, un crecimiento en el misterio de la Pascua eterna. Por tanto, exige tener la mirada fija en la meta, en las realidades últimas, y, al mismo tiempo, comprometerse en las realidades «penúltimas»: entre éstas y la meta escatológica no hay oposición, sino, al contrario, una relación de mutua fecundación. Aunque es preciso afirmar siempre el primado de lo eterno, eso no impide que vivamos rectamente, a la luz de Dios, las realidades históricas (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1048 ss).

Se trata de purificar toda expresión de lo humano y toda actividad terrena, para que en ellas se refleje cada vez más el misterio de la Pascua del Señor. En efecto, como nos ha recordado el Concilio, la actividad humana, que lleva siempre consigo el signo del pecado, es purificada y elevada hasta la perfección por el misterio pascual, de modo que «los bienes de la dignidad humana, la comunión fraterna y la libertad, es decir, todos los frutos buenos de la naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» (Gaudium et spes, GS 39).

Esta luz de eternidad ilumina la vida y toda la historia del hombre sobre la tierra.

Saludos

50 Saludo cordialmente a los participantes en las «Jornadas de convivencia y cultura», organizadas este año en Roma por la Institución teresiana. Os animo a seguir profundizando en vuestra misión eclesial en medio del mundo, fieles al carisma del beato padre Poveda. Saludo también a los peregrinos venidos de España, México, Argentina y demás países latinoamericanos. Al encomendaros bajo la protección de la Virgen María, cuya fiesta de la Asunción celebraremos próximamente, os bendigo a todos de corazón.

Mi cordial pensamiento se dirige ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Celebramos hoy la memoria de santa Clara de Asís, luminoso modelo de joven, que supo vivir con valentía y generosidad su adhesión a Cristo.

Queridos jóvenes, vosotros en particular imitad su ejemplo, para poder responder fielmente como ella a la llamada del Señor. Os aliento a vosotros, queridos enfermos, a uniros diariamente a Jesús sufriente, a fin de llevar con fe vuestra cruz para la salvación de todos los hombres. Y vosotros, queridos recién casados, sed siempre en vuestra familia apóstoles del evangelio del amor.
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Antes de despedirse, el Santo Padre quiso recordar el quincuagésimo aniversario de las Convenciones de Ginebra, que se celebraba al día siguiente

No puedo por menos de recordar que precisamente mañana se celebra el quincuagésimo aniversario de las Convenciones de Ginebra, que se adoptaron al final de la segunda guerra mundial para asegurar la protección de los civiles, de los prisioneros y de todas las víctimas de los conflictos armados.

Este aniversario atrae nuevamente la atención de la comunidad internacional hacia la situación de las víctimas de las guerras que, aún hoy, ensangrientan a numerosos Estados.

Esa mínima protección de la dignidad de todo ser humano, garantizada por el derecho internacional humanitario, muy a menudo es violada en nombre de exigencias militares o políticas, que jamás deberían prevalecer sobre el valor de la persona humana.

Es necesario hoy lograr un nuevo consenso sobre los principios humanitarios y reforzar sus fundamentos, para impedir que se repitan atrocidades y abusos.

La Iglesia no se cansa de repetir que es indispensable la educación en el respeto de toda vida humana, colaborando activamente con cuantos trabajan a fin de asegurar el respeto de la dignidad y la asistencia a los que sufren, tanto civiles como militares.

51 Sobre cuantos se prodigan en favor de tantas víctimas inocentes de los conflictos, de los prisioneros y de los civiles a merced de la violencia, invoco la bendición del Señor.







Audiencias 1999 42