Audiencias 1999 51


Miércoles 18 de agosto de 1999


El camino de conversión como liberación del mal

1.Entre los temas propuestos de modo especial a la consideración del pueblo de Dios durante este tercer año de preparación para el gran jubileo del año 2000, encontramos la conversión, que incluye la liberación del mal (cf. Tertio millennio adveniente TMA 50). Se trata de un tema profundamente vinculado a nuestra experiencia. En efecto, toda la historia personal y comunitaria se presenta en gran parte como una lucha contra el mal. La invocación «líbranos del mal» o del «maligno», contenida en el Padre nuestro, enmarca nuestra oración para que nos alejemos del pecado y seamos liberados de toda connivencia con el mal. Nos recuerda la lucha diaria, pero, sobre todo, nos recuerda el secreto para vencerla: la fuerza de Dios, que se ha manifestado y se nos ofrece en Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2853).

2. El mal moral es causa de sufrimiento, que viene presentado, sobre todo en el Antiguo Testamento, como castigo debido a comportamientos en contraste con la ley de Dios. Por otra parte, la sagrada Escritura pone de manifiesto que, después del pecado, se puede implorar la misericordia de Dios, es decir, el perdón de la culpa y el fin de las penas que derivan de ella. La vuelta sincera a Dios y la liberación del mal son dos aspectos de un único camino. Así, por ejemplo, Jeremías exhorta al pueblo: «Volved, hijos apóstatas; yo remediaré vuestras apostasías» (Jr 3,22). En el libro de las Lamentaciones se subraya la perspectiva de la vuelta al Señor (cf. Lm Lm 5,21) y la experiencia de su misericordia: «Que el amor de Dios no se ha acabado, ni se ha agotado su ternura; cada mañana se renuevan: ¡grande es tu lealtad!» (Lm 3,22-23).

Toda la historia de Israel se relee a la luz de la dialéctica «pecado-castigo, arrepentimiento-misericordia» (cf., por ejemplo, Jg 3,7-10): éste es el núcleo central de la tradición deuteronomista. La misma destrucción histórica del reino y de la ciudad de Jerusalén se interpreta como un castigo divino por la falta de fidelidad a la alianza.

3. En la Biblia, la lamentación que el hombre dirige a Dios cuando se encuentra sumido en el dolor, va acompañada por el reconocimiento del pecado cometido y por la confianza en su intervención liberadora. La confesión de la culpa es uno de los elementos que manifiestan esta confianza. A este propósito, son muy indicativos algunos Salmos que expresan con fuerza la confesión de la culpa y el dolor por el propio pecado (cf. Ps 38,19 Ps 41,5). Esta admisión de la culpa, descrita eficazmente en el Salmo 50, es imprescindible para empezar una vida nueva. La confesión del propio pecado pone de relieve, indirectamente, la justicia de Dios: «Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces; en la sentencia tedrás razón, en el juicio resultarás inocente» (Ps 50,6). En los Salmos se repite continuamente la invocación de ayuda y la espera confiada de la liberación de Israel (cf. Ps 88 y 130). Jesús mismo en la cruz oró con el Salmo 22 para obtener la intervención amorosa del Padre en la hora suprema.

4. Jesús, dirigiéndose con esas palabras al Padre, manifiesta la espera de la liberación del mal que, según la visión bíblica, se realiza a través de una persona que acepta el sufrimiento con su valor expiatorio: es el caso de la figura misteriosa del Siervo del Señor en Isaías (cf. Is 42,1-9 Is 49,1-6 Is 50,4-9 Is 52, 13-53, Is 12). También otros personajes cumplen la misma función, como el profeta que carga con la culpa y expía las injusticias de Israel (cf. Ez 4,4-5), el traspasado, al que mirarán (cf. Za Za 12,10-11 y Jn 19,37 cf. también Ap 1,7), y los mártires, que aceptan su sufrimiento como expiación por los pecados de su pueblo (cf. 2M 7,37-38).

Jesús asume todas estas figuras y las reinterpreta. Sólo en él y por él tomamos conciencia del mal, e invocamos al Padre para que nos libere.

En la oración del Padre nuestro se hace referencia explícita al mal; el término ponerós (cf. Mt 6,13), que en sí mismo es un adjetivo, aquí puede indicar una personificación del mal. Éste es causado en el mundo por el ser espiritual al que la revelación bíblica llama diablo o Satanás, que se opone libremente a Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2851 s). La «malignidad» humana, constituida por el poder demoníaco o suscitada por su influencia, se presenta también en nuestros días de forma atrayente, seduciendo las mentes y los corazones, para hacer perder el sentido mismo del mal y del pecado. Se trata del «misterio de iniquidad», del que habla san Pablo (cf. 2Th 2,7). Desde luego, está relacionado con la libertad del hombre, «mas dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según san Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse de él» (Reconciliatio et paenitentia RP 14).

Por desgracia, los seres humanos pueden llegar a ser protagonistas de maldad, es decir, «generación malvada y adúltera» (Mt 12,39).

52 5. Creemos que Jesús ha vencido definitivamente a Satanás, y que, de este modo, ha logrado que ya no le temamos. A cada generación la Iglesia vuelve a presentarle, como el apóstol Pedro en su conversación con Cornelio, la imagen liberadora de Jesús de Nazaret, que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Ac 10,38).

Aunque en Jesús tuvo lugar la derrota del maligno, cada uno de nosotros debe aceptar libremente esta victoria, hasta que el mal sea eliminado completamente. Por tanto, la lucha contra el mal requiere esfuerzo y vigilancia continua. La liberación definitiva se vislumbra sólo desde una perspectiva escatológica (cf. Ap 21,4).

Más allá de nuestras fatigas y de nuestros mismos fracasos, perduran estas consoladoras palabras de Cristo: «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

Saludos

Saludo con afecto al grupo de peregrinos sordos de Barcelona, Sevilla y Madrid, y os animo a seguir dando testimonio de la esperanza cristiana en nuestra sociedad. Saludo también a los jóvenes de la Adoración nocturna de Calahorra, así como a los demás grupos venidos de España y Latinoamérica. Al invocar sobre vosotros y vuestras familias el nombre de Jesús, vencedor del pecado y de la muerte, os bendigo a todos de corazón.

(En italiano)
Uno en el recuerdo a todos los demás jóvenes, enfermos y recién casados, presentes en nuestro encuentro.

El domingo pasado celebramos la solemnidad de la Asunción de la Virgen María al cielo, que da una singular impronta mariana a estos días de «ferragosto».

A todos vosotros, queridos jóvenes, enfermos y recién casados, os deseo que experimentéis la protección materna de María, nuestra Madre celestial, y que ella os sostenga en vuestra vida diaria.
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Llamamiento en favor de la liberación de mons. Quintero Díaz, obispo de Tibú, y otras personas inocentes que han sido secuestradas en Colombia.

53 La noticia del secuestro de monseñor José de Jesús Quintero Díaz, obispo de Tibú (Colombia), perpetrado por grupos armados el día de la Asunción de la Virgen María, nos lleva con el pensamiento y la oración a esa querida nación, renovando nuestro urgente llamamiento, hasta ahora desoído, a la pacificación del país.

En las manos de los secuestradores permanecen aún decenas de personas inocentes. A ellas, y a todas las víctimas de esa violencia absurda, les expreso mi cercanía, y oro para que vuelvan cuanto antes a sus familias.

Deseo que las partes implicadas respeten el derecho sagrado a la vida humana, continúen el proceso de paz y aseguren la aplicación del derecho humanitario.





Miércoles 25 de agosto de 1999


Combatir el pecado personal y las «estructuras de pecado»

1. Prosiguiendo nuestra reflexión sobre el camino de conversión, sostenidos por la certeza del amor del Padre, queremos centrar hoy nuestra atención en el sentido del pecado, tanto personal como social.

Examinemos, ante todo, la actitud de Jesús, que vino precisamente para liberar a los hombres del pecado y de la influencia de Satanás.

El Nuevo Testamento subraya con fuerza la autoridad de Jesús sobre los demonios, que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11,20). Desde la perspectiva evangélica, la liberación de los endemoniados (cf. Mc 5,1-20) cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado. Jesús mismo lo explica con ocasión de la curación del paralítico: «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice al paralítico-: "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"» (Mc 2,10-11). Antes que en las curaciones, Jesús venció el pecado superando él mismo las «tentaciones» que el diablo le presentó en el período que pasó en el desierto, después de recibir el bautismo de Juan (cf. Mc 1,12-13 Mt 4,1-11 Lc 4,1-13). Para combatir el pecado que anida dentro de nosotros y en nuestro entorno, debemos seguir los pasos de Jesús y aprender el gusto del «sí» que él dijo continuamente al proyecto de amor del Padre. Este «sí» requiere todo nuestro esfuerzo, pero no podríamos pronunciarlo sin la ayuda de la gracia, que Jesús mismo nos ha obtenido con su obra redentora.

2. Al dirigir nuestra mirada ahora al mundo contemporáneo, debemos constatar que en él la conciencia del pecado se ha debilitado notablemente. A causa de una difundida indiferencia religiosa, o del rechazo de cuanto la recta razón y la Revelación nos dicen acerca de Dios, muchos hombres y mujeres pierden el sentido de la alianza de Dios y de sus mandamientos. Además, muy a menudo la responsabilidad humana se ofusca por la pretensión de una libertad absoluta, que se considera amenazada y condicionada por Dios, legislador supremo.

El drama de la situación contemporánea, que da la impresión de abandonar algunos valores morales fundamentales, depende en gran parte de la pérdida del sentido del pecado. A este respecto, advertimos cuán grande debe ser el camino de la «nueva evangelización». Es preciso hacer que la conciencia recupere el sentido de Dios, de su misericordia y de la gratuidad de sus dones, para que pueda reconocer la gravedad del pecado, que pone al hombre contra su Creador. Es necesario reconocer y defender como don precioso de Dios la consistencia de la libertad personal, ante la tendencia a disolverla en la cadena de condicionamientos sociales o a separarla de su referencia irrenunciable al Creador.

3. También es verdad que el pecado personal tiene siempre una dimensión social. El pecador, a la vez que ofende a Dios y se daña a sí mismo, se hace responsable también del mal testimonio y de la influencia negativa de su comportamiento. Incluso cuando el pecado es interior, empeora de alguna manera la condición humana y constituye una disminución de la contribución que todo hombre está llamado a dar al progreso espiritual de la comunidad humana.

54 Además de todo esto, los pecados de cada uno consolidan las formas de pecado social que son precisamente fruto de la acumulación de muchas culpas personales. Es evidente que las verdaderas responsabilidades siguen correspondiendo a las personas, dado que la estructura social en cuanto tal no es sujeto de actos morales. Como recuerda la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et paenitentia, «la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. (...) Las verdaderas responsabilidades son de las personas» (RP 16).

Sin embargo, como he afirmado muchas veces, es un hecho incontrovertible que la interdependencia de los sistemas sociales, económicos y políticos crea en el mundo actual múltiples estructuras de pecado (cf. Sollicitudo rei socialis SRS 36 Catecismo de la Iglesia católica, CEC 1869). Existe una tremenda fuerza de atracción del mal que lleva a considerar como «normales» e «inevitables» muchas actitudes. El mal aumenta y presiona, con efectos devastadores, las conciencias, que quedan desorientadas y ni siquiera son capaces de discernir. Asimismo, al pensar en las estructuras de pecado que frenan el desarrollo de los pueblos menos favorecidos desde el punto de vista económico y político (cf. Sollicitudo rei socialis SRS 37), se siente la tentación de rendirse frente a un mal moral que parece inevitable. Muchas personas se sienten impotentes y desconcertadas frente a una situación que las supera y a la que no ven camino de salida. Pero el anuncio de la victoria de Cristo sobre el mal nos da la certeza de que incluso las estructuras más consolidadas por el mal pueden ser vencidas y sustituidas por «estructuras de bien» (cf. ib., SRS 39).

4. La «nueva evangelización» afronta este desafío. Debe esforzarse para que todos los hombres recuperen la certeza de que en Cristo es posible vencer el mal con el bien. Es preciso educar en el sentido de la responsabilidad personal, vinculada íntimamente a los imperativos morales y a la conciencia del pecado. El camino de conversión implica la exclusión de toda connivencia con las estructuras de pecado que hoy particularmente condicionan a las personas en los diversos ambientes de vida.

El jubileo puede constituir una ocasión providencial para que las personas y las comunidades caminen en esta dirección, promoviendo una auténtica metánoia, o sea, un cambio de mentalidad, que contribuya a la creación de estructuras más justas y humanas, en beneficio del bien común.

Saludos

Doy la bienvenida a los peregrinos procedentes de España, México, Guatemala, Ecuador y demás países de Latinoamérica. Al invitaros a colaborar en la creación de estructuras más justas y humanas, en beneficio del bien común, os bendigo a todos de corazón.

(A los peregrinos croatas)
La celebración del gran jubileo es, entre otras cosas, para cada cristiano y para toda la Iglesia, una oportunidad muy especial de responder a la invitación dirigida al hombre a que participe en el reino de Dios. Al mismo tiempo, es también una exhortación a afirmar cada vez más este Reino en la vida y en la actividad de cada día, desde el punto de vista personal, comunitario y social.

(A los peregrinos letones)

Guiados por la gracia de Dios, reafirmad la identidad histórica y cultural de vuestro país, que se basa en la tradición cristiana.

(En eslovaco)
55 Ojalá que vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo sea un testimonio de renovación de vuestra fe cristiana.

(En italiano)

Deseo, por último, dirigirme a los demás jóvenes presentes, a los enfermos y a los recién casados.

A vosotros, queridos jóvenes, os renuevo la invitación a testimoniar con generosidad vuestra fidelidad al Evangelio, en medio de vuestros coetáneos y de cuantos aún no lo conocen.

Vosotros, queridos enfermos, no dejéis de fortalecer diariamente vuestra adhesión a Cristo, que está cerca de vosotros y os consuela en el sufrimiento y la enfermedad.

Y vosotros, queridos recién casados, responded con prontitud al Señor, que os pide convertir vuestra familia en casa de su amor.
* * * * * * *

Llamamiento en favor de la paz en Timor oriental


También hoy deseo encomendar a la oración de toda la Iglesia la paz en el mundo, recordando en particular algunas situaciones que, aunque geográficamente están lejanas, se hallan siempre presentes en mi corazón.

Pidamos con fe al Señor que conceda un futuro de paz a la querida población de Timor oriental: que todos sus habitantes, y cuantos están implicados en los acontecimientos de ese territorio, se sientan animados por el sincero propósito de trabajar en favor de la reconciliación y de contribuir a sanar, con respeto y amor recíprocos, las dolorosas heridas del pasado.

También las tensiones de carácter étnico-religioso entre cristianos y musulmanes, que se han agudizado nuevamente en la isla indonesia de Ambon, exigen nuestra atención y nuestra oración. Además de mi firme condena, hago un apremiante llamamiento para que se ponga fin a la violencia, que hasta ahora ha causado innumerables víctimas y grandes daños. Espero que, mediante el perdón y la justicia, se restablezcan las relaciones pacíficas que han caracterizado durante tanto tiempo la convivencia de las dos comunidades.

56 Que María, Reina de la paz, apoye con su poderosa intercesión nuestras súplicas.





Septiembre de 1999


Miércoles 1 de septiembre de 1999



1. «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres (...). Hemos pecado y cometido iniquidad, apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido, y no hemos obedecido a tus preceptos» (Da 3,26 Da 3,29). Así oraban los judíos después del exilio (cf. también Ba 2,11-13), asumiendo las culpas cometidas por sus padres. La Iglesia imita su ejemplo y pide perdón por las culpas también históricas de sus hijos.

En efecto, en nuestro siglo el acontecimiento del concilio Vaticano II ha suscitado un notable impulso de renovación de la Iglesia, para que, como comunidad de los salvados, se convierta cada vez más en transparencia viva del mensaje de Jesús en medio del mundo. La Iglesia, fiel a la enseñanza del último concilio, toma cada vez mayor conciencia de que sólo con una continua purificación de sus miembros e instituciones puede dar al mundo un testimonio coherente del Señor. Por eso, «santa y siempre necesitada de purificación, busca sin cesar la conversión y la renovación» (Lumen gentium LG 8).

2. El reconocimiento de las implicaciones comunitarias del pecado impulsa a la Iglesia a pedir perdón por las culpas históricas de sus hijos. A ello la induce la magnífica ocasión del gran jubileo del año 2000, el cual, siguiendo las enseñanzas del Vaticano II, quiere iniciar una nueva página de historia, superando los obstáculos que aún dividen entre sí a los seres humanos y, en particular, a los cristianos.

Por eso, en la carta apostólica Tertio millennio adveniente pedí que, al final de este segundo milenio, «la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos, recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo» (TMA 33).

3. El reconocimiento de los pecados históricos supone una toma de posición con respecto a los acontecimientos, tal como realmente sucedieron y que sólo reconstrucciones históricas serenas y completas pueden reproducir. Por otra parte, el juicio sobre acontecimientos históricos no puede prescindir de una consideración realista de los condicionamientos constituidos por los diversos contextos culturales, antes de atribuir a los individuos responsabilidades morales específicas.

Ciertamente, la Iglesia no teme la verdad que se desprende de la historia y está dispuesta a reconocer los errores, si quedan demostrados, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas y a las comunidades. Es propensa a desconfiar de afirmaciones generalizadas de absolución o condena con respecto a las diversas épocas históricas. Encomienda la investigación sobre el pasado a la paciente y honrada reconstrucción científica, sin prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las culpas que se le achacan, como por lo que atañe a las injusticias que ha sufrido.

Cuando son demostradas por una seria investigación histórica, la Iglesia siente el deber de reconocer las culpas de sus miembros y pedir perdón a Dios y a los hermanos por ellas. Esta petición de perdón no debe entenderse como ostentación de fingida humildad, ni como rechazo de su historia bimilenaria, ciertamente llena de méritos en los campos de la caridad, de la cultura y de la santidad. Al contrario, responde a una irrenunciable exigencia de verdad, que, además de los aspectos positivos, reconoce los límites y las debilidades humanas de las diferentes generaciones de los discípulos de Cristo.

4. La cercanía del jubileo atrae la atención hacia algunos tipos de pecados presentes y pasados sobre los que, de modo particular, es preciso invocar la misericordia del Padre.

57 Pienso, ante todo, en la dolorosa realidad de la división entre los cristianos. Las laceraciones del pasado, en las que ciertamente tienen culpa ambas partes, siguen siendo un escándalo ante el mundo. Un segundo acto de arrepentimiento atañe a la aceptación de métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad (cf. ib., 35). Aunque muchos lo hicieron de buena fe, ciertamente no fue evangélico pensar que la verdad se debía imponer con la fuerza. Luego está la falta de discernimiento de no pocos cristianos con respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales. La petición de perdón vale para todo lo que se ha omitido o callado por debilidad o por evaluación errónea, para lo que se ha hecho o dicho de modo indeciso o poco idóneo.

Sobre estos puntos, y sobre otros, «la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (ib.).

Así pues, la actitud penitencial de la Iglesia de nuestro tiempo, en el umbral del tercer milenio, no pretende ser un revisionismo histórico de conveniencia, que, por lo demás, sería tan sospechoso como inútil. Más bien, dirige la mirada al pasado, reconociendo las culpas, para que sirva de lección para un futuro de testimonio más puro.

Saludos

Me es grato saludar a los peregrinos de lengua española; de modo especial, a los grupos venidos de España, Argentina y otros países de América Latina. Al agradeceros vuestra presencia aquí, os imparto mi bendición. Muchas gracias.

(En italiano)
Saludo a los demás jóvenes presentes, a los enfermos y a los recién casados.

Queridos jóvenes, al volver de las vacaciones de verano, renovad con generosidad vuestros compromisos, esforzándoos siempre por ser fieles discípulos de Jesús.

A vosotros, queridos enfermos, os deseo de corazón que experimentéis el consuelo del Señor, que prosigue su obra de redención en la vida de cada hombre.

Y a vosotros, queridos recién casados, os invito a esforzaros por hacer que vuestro amor sea cada vez más verdadero, duradero y solidario.

A todos imparto mi bendición.





58

Miércoles 8 de septiembre de 1999



1. Continuando la profundización en el sentido de la conversión, hoy trataremos de comprender también el significado del perdón de los pecados que nos ofrece Cristo a través de la mediación sacramental de la Iglesia.

Y en primer lugar queremos tomar conciencia del mensaje bíblico sobre el perdón de Dios: mensaje ampliamente desarrollado en el Antiguo Testamento y que encuentra su plenitud en el Nuevo. La Iglesia ha insertado este contenido de su fe en el Credo mismo, donde precisamente profesa el perdón de los pecados: «Credo in remissionem peccatorum».

2. El Antiguo Testamento nos habla, de diversas maneras, del perdón de los pecados. A este respecto, encontramos una terminología muy variada: el pecado es «perdonado», «borrado» (Ex 32,32), «expiado» (Is 6,7), «echado a la espalda» (Is 38,17). Por ejemplo, el Salmo 103 dice: «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades» (v. 3); «no nos trata como merecen nuestros pecados; ni nos paga según nuestras culpas» (v. 10); «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles» (v. 13).

Esta disponibilidad de Dios al perdón no atenúa la responsabilidad del hombre ni la necesidad de su esfuerzo por convertirse. Pero, como subraya el profeta Ezequiel, si el malvado se aparta de su conducta perversa, su pecado ya no será recordado, y vivirá (cf. Ez 18, espec. vv. 19-22).

3. En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios se manifiesta a través de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los pecados, Jesús muestra el rostro de Dios Padre misericordioso. Tomando posición contra algunas tendencias religiosas caracterizadas por una hipócrita severidad con respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones cuán grande y profunda es la misericordia del Padre para con todos sus hijos (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1443).

Culmen de esta revelación puede considerarse la sublime parábola normalmente llamada «del hijo pródigo», pero que debería denominarse «del padre misericordioso» (cf. Lc 15,11-32). Aquí la actitud de Dios se presenta con rasgos realmente conmovedores frente a los criterios y las expectativas del hombre. Para comprender en toda su originalidad el comportamiento del padre en la parábola es preciso tener presente que, en el marco social del tiempo de Jesús, era normal que los hijos trabajaran en la casa paterna, como los dos hijos del dueño de la viña, de la que nos habla en otra parábola (cf. Mt 21,28-31). Este régimen debía durar hasta la muerte del padre, y sólo entonces los hijos se repartían los bienes que les correspondían como herencia. En cambio, en nuestro caso, el padre accede a la petición del hijo menor, que quiere su parte de patrimonio, y reparte sus haberes entre él y su hijo mayor (cf. Lc 15,12).

4. La decisión del hijo menor de emanciparse, dilapidando los bienes recibidos del padre y viviendo disolutamente (cf. Lc Lc 15,13), es una descarada renuncia a la comunión familiar. El hecho de alejarse de la casa paterna indica claramente el sentido del pecado, con su carácter de ingrata rebelión y sus consecuencias, incluso humanamente, penosas. Frente a la opción de este hijo, la racionalidad humana, expresada de alguna manera en la protesta del hermano mayor, hubiera aconsejado la severidad de un castigo adecuado, antes que una plena reintegración en la familia.

El padre, por el contrario, al verlo llegar de lejos, le sale al encuentro, conmovido, (o, mejor, «conmoviéndose en sus entrañas», como dice literalmente el texto griego: Lc 15,20), lo abraza con amor y quiere que todos lo festejen.

La misericordia paterna resalta aún más cuando este padre, con un tierno reproche al hermano mayor, que reivindica sus propios derechos (cf. Lc 15,29 ss), lo invita al banquete común de alegría. La pura legalidad queda superada por el generoso y gratuito amor paterno, que va más allá de la justicia humana, e invita a ambos hermanos a sentarse una vez más a la mesa del padre.

El perdón no consiste sólo en recibir nuevamente en el hogar paterno al hijo que se había alejado, sino también en acogerlo en la alegría de una comunión restablecida, llevándolo de la muerte a la vida. Por eso, «convenía celebrar una fiesta y alegrarse» (Lc 15,32).

59 El Padre misericordioso que abraza al hijo perdido es el icono definitivo del Dios revelado por Cristo. Dios es, ante todo y sobre todo, Padre. Es el Dios Padre que extiende sus brazos misericordiosos para bendecir, esperando siempre, sin forzar nunca a ninguno de sus hijos. Sus manos sostienen, estrechan, dan fuerza y al mismo tiempo confortan, consuelan y acarician. Son manos de padre y madre a la vez.

El padre misericordioso de la parábola contiene en sí, trascendiéndolos, todos los rasgos de la paternidad y la maternidad. Al arrojarse al cuello de su hijo, muestra la actitud de una madre que acaricia al hijo y lo rodea con su calor. A la luz de esta revelación del rostro y del corazón de Dios Padre se comprenden las palabras de Jesús, desconcertantes para la lógica humana: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (
Lc 15,7). Así mismo: «Se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte» (Lc 15,10).

5. El misterio de la «vuelta a casa» expresa admirablemente el encuentro entre el Padre y la humanidad, entre la misericordia y la miseria, en un círculo de amor que no atañe sólo al hijo perdido, sino que se extiende a todos.

La invitación al banquete, que el padre dirige al hijo mayor, implica la exhortación del Padre celestial a todos los miembros de la familia humana para que también ellos sean misericordiosos.

La experiencia de la paternidad de Dios conlleva la aceptación de la «fraternidad», precisamente porque Dios es Padre de todos, incluso del hermano que yerra.

Al narrar la parábola, Jesús no solamente habla del Padre; también deja vislumbrar sus propios sentimientos. Frente a los fariseos y escribas, que lo acusan de recibir a los pecadores y comer con ellos (cf. Lc 15,2), demuestra que prefiere a los pecadores y publicanos que se acercan a él con confianza (cf. Lc 15,1) y así revela que fue enviado a manifestar la misericordia del Padre. Es la misericordia que resplandece sobre todo en el Gólgota, en el sacrificio que Cristo ofrece para el perdón de los pecados (cf. Mt 26,28).

Saludos

Doy la bienvenida a los peregrinos procedentes de España, Chile, México, Venezuela, Argentina y demás países latinoamericanos. Invocando sobre todos vosotros la infinita ternura de Dios Padre, rico en misericordia, os bendigo de corazón.

(A los peregrinos eslovacos, recordándoles los tres mártires de Koýice)
Estos mártires nos repiten con san Pablo: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rm 8,35). Quiera Dios que la valentía de los mártires de Koýice sea para cada uno de vosotros estímulo a vivir fielmente el Evangelio. Que os ayude a lograrlo la intercesión de san Marcos, san Esteban y san Melchor, y también mi bendición apostólica.

(En italiano)
60 Mi saludo, lleno de afecto, se dirige ahora a vosotros, queridos jóvenes, enfermos y recién casados.

A vosotros, queridos muchachos y muchachas, la actual fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María os recuerda que la juventud no sólo es una etapa de vuestro crecimiento, sino también un estado del alma que hay que cultivar con la pureza de las intenciones y de las acciones.

Para vosotros, queridos enfermos, esta fiesta es una invitación a la esperanza: María, con su humildad y «pequeñez» evangélica, está cerca de vosotros y os sostiene con la dulzura de una hermana y la solicitud de una madre.

Y vosotros, queridos recién casados, que empezáis la extraordinaria aventura de una nueva familia, contemplad a María: esta mujer maravillosa quiere entrar en vuestros hogares para colmarlos de alegría en la hora de la fiesta y de consuelo en el momento de la prueba. A todos os imparto de corazón la bendición apostólica.





Miércoles 15 de Setiembre 1999



1. El camino hacia el Padre, propuesto a la especial reflexión de este año de preparación para el gran jubileo, implica también el redescubrimiento del sacramento de la penitencia en su significado profundo de encuentro con él, que perdona mediante Cristo en el espíritu (cf. Tertio millennio adveniente TMA 50).

Son varios los motivos por los que urge en la Iglesia una reflexión seria sobre este sacramento. Lo exige, ante todo, el anuncio del amor del Padre, como fundamento del vivir y el obrar cristiano, en el marco de la sociedad actual, donde a menudo se halla ofuscada la visión ética de la existencia humana. Si muchos han perdido la dimensión del bien y del mal, es porque han perdido el sentido de Dios, interpretando la culpa solamente según perspectivas psicológicas o sociológicas. En segundo lugar, la pastoral debe dar nuevo impulso a un itinerario de crecimiento en la fe que subraye el valor del espíritu y de la práctica penitencial en todo el arco de la vida cristiana.

2. El mensaje bíblico presenta esa dimensión penitencial como compromiso permanente de conversión. Hacer obras de penitencia supone una transformación de la conciencia, que es fruto de la gracia de Dios. Sobre todo en el Nuevo Testamento la conversión es exigida como opción fundamental a aquellos a quienes se dirige la predicación del reino de Dios: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15 cf. Mt 4,17). Con estas palabras Jesús inicia su ministerio y anuncia la plenitud de los tiempos y la inminencia del reino. El «convertíos» (en griego, metanoe¢te) es una llamada a cambiar el modo de pensar y actuar.

3. Esta invitación a la conversión constituye la conclusión vital del anuncio que hacen los Apóstoles después de Pentecostés. En él, el objeto del anuncio es explicitado plenamente: ya no es genéricamente el «reino», sino la obra misma de Jesús, insertada en el plan divino predicho por los profetas. Después del anuncio de lo que aconteció en Jesucristo muerto, resucitado y vivo en la gloria del Padre, hacen una apremiante invitación a la conversión, a la que está vinculado también el perdón de los pecados. Todo esto queda claramente de manifiesto en el discurso que Pedro hace en el pórtico de Salomón: «Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Ungido. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados» (Ac 3,18-19).

En el Antiguo Testamento, este perdón de los pecados es prometido por Dios en el marco de la nueva alianza, que él establecerá con su pueblo (cf. Jr 31,31-34). Dios escribirá la ley en el corazón. Desde esa perspectiva, la conversión es un requisito de la alianza definitiva con Dios y, a la vez, una actitud permanente de aquel que, acogiendo las palabras del anuncio evangélico, entra a formar parte del reino de Dios en su dinamismo histórico y escatológico.

4. En el sacramento de la reconciliación se realizan y hacen visibles mistéricamente esos valores fundamentales anunciados por la palabra de Dios. Ese sacramento vuelve a insertar al hombre en el marco salvífico de la alianza y lo abre de nuevo a la vida trinitaria, que es diálogo de gracia, comunicación de amor, don y acogida del Espíritu Santo.


Audiencias 1999 51