Audiencias 1999 61

61 Una relectura atenta del Ordo paenitentiae ayudará mucho a profundizar, con ocasión del jubileo, las dimensiones esenciales de este sacramento. La madurez de la vida eclesial depende, en gran parte, de su redescubrimiento. En efecto, el sacramento de la reconciliación no se limita al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a vivir la actitud penitencial como dimensión permanente de la experiencia cristiana. Es «un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar» (Reconciliatio et paenitentia RP 31, III).

5. Para los contenidos doctrinales de este sacramento remito a la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (cf. nn. 28-34) y al Catecismo de la Iglesia católica (cf. nn. 1420-1484), así como a las demás intervenciones del Magisterio eclesial. Aquí deseo recordar la importancia de la atención pastoral necesaria para que el pueblo de Dios valore este sacramento, de modo que el anuncio de la reconciliación, el camino de conversión e incluso la celebración del sacramento logren tocar más el corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

En particular, deseo recordar a los pastores que sólo es buen confesor el que es auténtico penitente. Los sacerdotes saben que son depositarios de un poder que viene de lo alto: en efecto, el perdón que transmiten «es el signo eficaz de la intervención del Padre» (Reconciliatio et paenitentia RP 31, III), que hace resucitar de la muerte espiritual. Por eso, viviendo con humildad y sencillez evangélica una dimensión tan esencial de su ministerio, los confesores no deben descuidar su propio perfeccionamiento y actualización, a fin de que no les falten nunca las cualidades humanas y espirituales, tan necesarias para la relación con las conciencias.

Pero, juntamente con los pastores, toda la comunidad cristiana debe participar en la renovación pastoral del sacramento de la reconciliación. Lo exige la «eclesialidad» propia del sacramento. La comunidad eclesial es el seno que acoge al pecador arrepentido y perdonado y, antes aún, crea el ambiente adecuado para un camino de vuelta al Padre. En una comunidad reconciliada y reconciliadora los pecadores pueden volver a encontrar la senda perdida y la ayuda de los hermanos. Y, por último, a través de la comunidad cristiana se puede trazar nuevamente un sólido camino de caridad que, mediante las buenas obras, haga visible el perdón recuperado, el mal reparado y la esperanza de poder encontrar de nuevo los brazos misericordiosos del Padre.

Saludos

Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a los grupos venidos de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Os invito a descubrir en el sacramento de la penitencia la alegría de ser salvados, la libertad interior y el acercamiento a la santidad de Dios.

(A los participantes en el Congreso de bioética)
Queridos hermanos: os agradezco vuestra presencia y os expreso mi deseo de que este importante simposio, en el que participáis, contribuya a aumentar en todos la conciencia de los derechos inalienables de la persona y el respeto debido a todo ser humano, para que pueda vivir el atardecer de su vida con dignidad y amor.

Deseo saludar ahora con particular afecto a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Hoy celebramos la memoria de la bienaventurada Virgen María de los Dolores, que permaneció con fe al pie de la cruz de Jesús.

Queridos jóvenes, no tengáis miedo de permanecer también vosotros, como María, junto a la cruz. Jesús agonizante os infundirá valentía para superar todos los obstáculos en vuestra existencia diaria.

62 Ojalá que vosotros, queridos enfermos, encontréis en María consuelo y apoyo para aprender del Señor crucificado el valor salvífico del sufrimiento.

Y vosotros, queridos recién casados, en los momentos de dificultad, dirigíos con confianza a la Virgen Dolorosa para que os ayude a afrontarlos con su intercesión materna.





Miércoles 22 de septiembre de 1999



1. Prosiguiendo la reflexión sobre el sacramento de la penitencia, queremos hoy profundizar en una dimensión que lo caracteriza intrínsecamente: la reconciliación. Este aspecto del sacramento se presenta como antídoto y medicina con respecto al carácter lacerante propio del pecado. En efecto, al pecar, el hombre no sólo se aleja de Dios; también siembra gérmenes de división dentro de sí mismo y en las relaciones con sus hermanos. Por ello, el movimiento de regreso a Dios implica una reintegración de la unidad dañada por el pecado.

2. La reconciliación es don del Padre. Sólo él puede realizarla. Por eso, representa ante todo una llamada que viene de lo alto: «En nombre de Cristo, os suplicamos: reconciliaos con Dios» (2Co 5,20). Como Jesús nos explica en la parábola del Padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32), para él perdonar y reconciliar es una fiesta. El Padre, en ese pasaje evangélico, como en otros muchos, no sólo ofrece perdón y reconciliación; también muestra que esos dones son fuente de alegría para todos.

En el Nuevo Testamento es significativo el vínculo que existe entre la paternidad divina y la gran alegría del banquete. Se compara el reino de Dios a un banquete donde el que invita es precisamente el Padre (cf. Mt 8,11 Mt 22,4 Mt 26,29). La culminación de toda la historia salvífica se expresa asimismo con la imagen del banquete preparado por Dios Padre para las bodas del Cordero (cf. Ap 19,6-9).

3. En Cristo, Cordero sin mancha, entregado por nuestros pecados (cf. 1P 1,19 Ap 5,6 Ap 12,11) se concentra la reconciliación que procede del Padre. Jesucristo no sólo es el reconciliador, sino también la reconciliación. Como enseña san Pablo, el que hayamos llegado a ser criaturas nuevas, renovadas por el Espíritu, «proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2Co 5,18-19).

Precisamente por el misterio de la cruz de nuestro Señor Jesucristo se supera el drama de la división que existía entre el hombre y Dios. En efecto, con la Pascua, el misterio de la misericordia infinita del Padre penetra en las raíces más oscuras de la iniquidad del ser humano. Allí tiene lugar un movimiento de gracia que, si se acoge libremente, lleva a gustar la dulzura de una plena reconciliación.

El abismo del dolor y de la renuncia de Cristo se transforma así en una fuente inagotable de amor compasivo y pacificador. El Redentor abre un camino de vuelta al Padre que permite experimentar de nuevo la relación filial perdida y confiere al ser humano las fuerzas necesarias para conservar esta comunión profunda con Dios.

4. Por desgracia, también en la existencia redimida existe la posibilidad de volver a pecar, y eso exige una continua vigilancia. Además, incluso después del perdón, quedan las «huellas del pecado» que han de borrarse y combatirse mediante un programa penitencial de compromiso más intenso por el bien. Ese compromiso exige, en primer lugar, la reparación de las injusticias, físicas o morales, infligidas a grupos o personas. La conversión se transforma así en un camino permanente, en el que el misterio de la reconciliación realizado en el sacramento se presenta como punto de llegada y punto de partida.

El encuentro con Cristo que perdona desarrolla en nuestro corazón el dinamismo de la caridad trinitaria, que el Ordo paenitentiae describe así: «Por medio del sacramento de la penitencia el Padre acoge al hijo arrepentido que vuelve a él, Cristo toma en sus hombros a la oveja perdida para llevarla al redil, y el Espíritu Santo santifica nuevamente su templo o intensifica en él su presencia. Signo de eso es la participación, renovada y más fervorosa, en la mesa del Señor, en la gran alegría del banquete que la Iglesia de Dios convoca para festejar el regreso del hijo alejado» (n. 6; cf. también nn. 5 y 19).

63 5. El «Rito de la penitencia» expresa en la fórmula de absolución el vínculo que existe entre el perdón y la paz, que Dios Padre ofrece en la Pascua de su Hijo y «por el ministerio de la Iglesia» (ib., 46). El sacramento, a la vez que significa y realiza el don de la reconciliación, pone de relieve que no sólo atañe a nuestra relación con Dios Padre, sino también a la relación con nuestros hermanos. Son dos aspectos de la reconciliación íntimamente vinculados entre sí. La acción reconciliadora de Cristo tiene lugar en la Iglesia. Ésta no puede reconciliar por sí misma, sino como instrumento vivo del perdón de Cristo, en virtud de un mandato preciso del Señor (cf. Jn 20,23 Mt 18,18). Esta reconciliación en Cristo se realiza de modo eminente en la celebración del sacramento de la penitencia. Pero todo el ser íntimo de la Iglesia en su dimensión comunitaria se caracteriza por la apertura permanente a la reconciliación.

Es preciso superar cierto individualismo al concebir la reconciliación: toda la Iglesia contribuye a la conversión de los pecadores, a través de la oración, la exhortación, la corrección fraterna y el apoyo de la caridad. Sin la reconciliación con los hermanos la caridad no se hace realidad en la persona. De la misma manera que el pecado daña el tejido del Cuerpo de Cristo, así también la reconciliación restablece la solidaridad entre los miembros del pueblo de Dios.

6. La práctica penitencial antigua ponía de relieve el aspecto comunitarioeclesial de la reconciliación, especialmente en el momento final de la absolución por parte del obispo, con la readmisión plena de los penitentes en la comunidad. La enseñanza de la Iglesia y la disciplina penitencial promulgada después del concilio Vaticano II exhortan a redescubrir y a destacar de nuevo la dimensión comunitaria-eclesial de la reconciliación (cf. Lumen gentium LG 11 y también Sacrosanctum Concilium SC 27), sin descuidar la doctrina sobre la necesidad de la confesión individual.

En el marco del gran jubileo del año 2000 será importante proponer al pueblo de Dios itinerarios de reconciliación adecuados y actualizados, que ayuden a redescubrir la índole comunitaria no sólo de la penitencia, sino también de todo el proyecto de salvación del Padre sobre la humanidad. Así se hará realidad la enseñanza de la constitución Lumen gentium: «Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo, para que lo conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (LG 9).

Saludos

(En francés)
Saludo afectuosamente al grupo de fieles de la Iglesia siria ortodoxa, guiada por su obispo Mar Gregorios Yohanna Ibrahim. Queridos amigos, que vuestra visita a Roma os confirme en la alegría y en la fuerza de la fe en Jesucristo. Que la Virgen María, la Theotokos, os proteja y os guarde en todos vuestros caminos. Aprovecho esta ocasión para desear a la Iglesia siria ortodoxa una feliz celebración del VIII centenario de la muerte del patriarca Mar Michel el Grande, y os ruego transmitáis mis saludos fraternos a Su Santidad el Patriarca Mar Ignatius Zakka Iwas.

(A una representación de jóvenes de Oriente Medio)
Hoy, nos alegramos de tener entre nosotros a tres jóvenes de Oriente Medio, que representan a los pueblos israelí y palestino, y pertenecen a las tres religiones monoteístas de la región. A este representativo grupo entrego un mensaje personal escrito, que espero impulse los esfuerzos realizados por los jóvenes en Oriente Medio para construir una sociedad en la que reinen la paz y la armonía entre los pueblos y los seguidores de las diversas religiones. Ésta es nuestra oración para la región entera, tan querida para todos los hijos de Abraham.

(A los peregrinos holandeses y belgas)
El Señor os invita a escuchar su Palabra, a conocer a fondo su persona y a compartir su camino. Deseo que vuestra peregrinación os dé la experiencia de la presencia viva del Señor en su Iglesi».

64 (A varios grupos procedentes de Eslovaquia)
Hoy, en la antigua diócesis de Nitra se celebra la memoria de san Emerano. La dedicación de la catedral a este obispo misionero y mártir nos recuerda los comienzos de la cristianización de vuestro país. Esta primera misión está vinculada con la evangelización de los santos hermanos Cirilo y Metodio. Tratad de conocer y promover cada vez más esta herencia de fe. Que os ayude para ello el ejemplo de todos los santos misioneros de vuestra patria y mi bendición apostólica.

(En español)
Saludo con afecto a todos los fieles de lengua española. En especial al grupo de voluntarios de Radio María, de Panamá. También a los distintos grupos venidos de España, El Salvador, México, Uruguay, Chile y Argentina. Que vuestra peregrinación a Roma os ayude a fortalecer vuestra fe. Muchas gracias por vuestra atención.

(En italiano)
Con especial afecto mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Que la amistad con Jesús, queridos jóvenes, sea para vosotros fuente de alegría y motivo para hacer opciones responsables.

Que esta amistad, queridos enfermos, os proporcione consuelo en los momentos difíciles e infunda serenidad al cuerpo y al espíritu.

Queridos esposos, a la luz de la amistad con Jesús, comprometeos a corresponder a vuestra vocación y misión en el amor recíproco, en la apertura a la vida y en el testimonio cristiano.





Miércoles, 29 de Setiembre 1999

1. En íntima conexión con el sacramento de la penitencia, se presenta a nuestra reflexión un tema que guarda una relación muy directa con la celebración del jubileo: me refiero al don de la indulgencia, que en el año jubilar se ofrece con especial abundancia, como está previsto en la bula Incarnationis mysterium y en las disposiciones anexas de la Penitenciaría apostólica.

65 Se trata de un tema delicado, sobre el que no han faltado incomprensiones históricas, que han influido negativamente incluso en la comunión entre los cristianos. En el actual marco ecuménico, la Iglesia siente la exigencia de que esta antigua práctica, entendida como expresión significativa de la misericordia de Dios, se comprenda y acoja bien. En efecto, la experiencia demuestra que a veces se recurre a las indulgencias con actitudes superficiales, que acaban por hacer inútil el don de Dios, arrojando sombra sobre las verdades y los valores propuestos por la enseñanza de la Iglesia.

2. El punto de partida para comprender la indulgencia es la abundancia de la misericordia de Dios, manifestada en la cruz de Cristo. Jesús crucificado es la gran «indulgencia» que el Padre ha ofrecido a la humanidad, mediante el perdón de las culpas y la posibilidad de la vida filial (cf.
Jn 1,12-13) en el Espíritu Santo (cf. Ga 4,6 Rm 5,5 Rm 8,15-16).

Ahora bien, este don, en la lógica de la alianza que es el núcleo de toda la economía de la salvación, no nos llega sin nuestra aceptación y nuestra correspondencia.

A la luz de este principio, no es difícil comprender que la reconciliación con Dios, aunque está fundada en un ofrecimiento gratuito y abundante de misericordia, implica al mismo tiempo un proceso laborioso, en el que participan el hombre, con su compromiso personal, y la Iglesia, con su ministerio sacramental. Para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo, ese camino tiene su centro en el sacramento de la penitencia, pero se desarrolla también después de su celebración. En efecto, el hombre debe ser progresivamente «sanado» con respecto a las consecuencias negativas que el pecado ha producido en él (y que la tradición teológica llama «penas» y «restos» del pecado).

3. A primera vista, hablar de penas después del perdón sacramental podría parecer poco coherente. Con todo, el Antiguo Testamento nos demuestra que es normal sufrir penas reparadoras después del perdón. En efecto, Dios, después de definirse «Dios misericordioso y clemente, (...) que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado», añade: «pero no los deja impunes» (Ex 34,6-7). En el segundo libro de Samuel, la humilde confesión del rey David después de su grave pecado le alcanza el perdón de Dios (cf. 2S 12,13), pero no elimina el castigo anunciado (cf. 2S 12,11 2S 16,21). El amor paterno de Dios no excluye el castigo, aunque éste se ha de entender dentro de una justicia misericordiosa que restablece el orden violado en función del bien mismo del hombre (cf. He 12,4-11).

En ese contexto, la pena temporal expresa la condición de sufrimiento de aquel que, aun reconciliado con Dios, está todavía marcado por los «restos» del pecado, que no le permiten una total apertura a la gracia. Precisamente con vistas a una curación completa, el pecador está llamado a emprender un camino de purificación hacia la plenitud del amor.

En este camino la misericordia de Dios le sale al encuentro con ayudas especiales. La misma pena temporal desempeña una función de «medicina» en la medida en que el hombre se deja interpelar para su conversión profunda. Éste es el significado de la «satisfacción» que requiere el sacramento de la penitencia.

4. El sentido de las indulgencias se ha de comprender en este horizonte de renovación total del hombre en virtud de la gracia de Cristo Redentor mediante el ministerio de la Iglesia. Tienen su origen histórico en la conciencia que tenía la Iglesia antigua de que podía expresar la misericordia de Dios mitigando las penitencias canónicas infligidas para la remisión sacramental de los pecados. Sin embargo, la mitigación siempre quedaba balanceada por compromisos, personales y comunitarios, que asumieran, como sustitución, la función «medicinal» de la pena.

Ahora podemos comprender el hecho de que por indulgencia se entiende «la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel, dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (Enchiridion indulgentiarum, Normae de indulgentiis, Librería Editora Vaticana 1999, p. 21; cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1471).

Así pues, existe el tesoro de la Iglesia, que se «distribuye» a través de las indulgencias. Esa «distribución» no ha de entenderse a manera de transferencia automática, como si se tratara de «cosas». Más bien, es expresión de la plena confianza que la Iglesia tiene de ser escuchada por el Padre cuando, -en consideración de los méritos de Cristo y, por su don, también de los de la Virgen y los santosle pide que mitigue o anule el aspecto doloroso de la pena, desarrollando su sentido medicinal a través de otros itinerarios de gracia. En el misterio insondable de la sabiduría divina, este don de intercesión puede beneficiar también a los fieles difuntos, que reciben sus frutos del modo propio de su condición.

5. Se ve entonces cómo las indulgencias, lejos de ser una especie de «descuento» con respecto al compromiso de conversión, son más bien una ayuda para un compromiso más firme, generoso y radical. Este compromiso se exige de tal manera, que para recibir la indulgencia plenaria se requiere como condición espiritual la exclusión «de todo afecto hacia cualquier pecado, incluso venial» (Enchiridion indulgentiarum, p. 25).

66 Por eso, erraría quien pensara que puede recibir este don simplemente realizando algunas actividades exteriores. Al contrario, se requieren como expresión y apoyo del camino de conversión. En particular manifiestan la fe en la abundancia de la misericordia de Dios y en la maravillosa realidad de la comunión que Cristo ha realizado, uniendo indisolublemente la Iglesia a sí mismo como su Cuerpo y su Esposa.

Saludos

Doy la bienvenida a todos los peregrinos procedentes de España y Latinoamérica. Saludo a las religiosas de San José de Gerona, a la «Sociedad italiana de mutuo socorro e instrucción», de Saladillo (Buenos Aires), y a los peregrinos de la diócesis de Zacatecoluca (El Salvador). Invocando sobre todos el amor misericordioso de Dios Padre, os bendigo de todo corazón.

(A los fieles lituanos)
Ojalá que vuestra estancia en Roma, vuestro recogimiento y vuestra oración en la Sede de Pedro fortalezcan vuestra esperanza y vuestra caridad fraterna, y os ayuden a encarnar los auténticos valores cristianos en la realidad diaria.

(A los peregrinos croatas)
El tema del fin del mundo actual no es un enigma para el cristiano. La palabra de Dios nos da suficiente seguridad, luz y garantía. En efecto, sabemos que la humanidad tiende hacia ianuevos cielos y nueva tierrala (
2P 3,13 cf. Ap 21,1), hacia el día en que se realice definitivamente el gran designio de Dios sobre el hombre y la creación: irHacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierraln (Ep 1,10).

(En italiano)
Saludo también a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

La fiesta de hoy de los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, y la inminente de los santos ángeles custodios, nos impulsan a pensar en la próvida solicitud con que Dios se ocupa de cada persona humana.

Queridos jóvenes, sentid junto a vosotros la presencia de los ángeles, y dejaos guiar por ellos, para que toda vuestra vida sea escucha dócil de la palabra de Dios y cumplimiento fiel de sus mandamientos.

67 Vosotros, queridos enfermos, con la ayuda de vuestros ángeles custodios, unid vuestros sufrimientos a los de Cristo, para la renovación espiritual de la sociedad humana.

Por último, vosotros, queridos recién casados, recurrid con frecuencia a la ayuda de vuestros ángeles custodios, para que crezcáis en el constante testimonio de un amor auténtico y convirtáis vuestra familia en lugar de comprensión recíproca y creciente unidad en Cristo.



Octubre de 1999



Miércoles 6 de Octubre de 1999



1. La conversión, de la que hemos hablado en las catequesis anteriores, está orientada a la práctica del mandamiento del amor. En este año del Padre, es particularmente oportuno poner de relieve la virtud teologal de la caridad, según la indicación de la carta apostólica Tertio millennio adveniente (cf. n. 50).

El apóstol san Juan recomienda: «Queridos hermanos: amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4,7-8).

Estas palabras sublimes, al tiempo que nos revelan la esencia misma de Dios como misterio de caridad infinita, ponen también las bases en que se apoya la ética cristiana, concentrada totalmente en el mandato del amor. El hombre está llamado a amar a Dios con una entrega total y a tratar a sus hermanos con una actitud de amor inspirado en el amor mismo de Dios. Convertirse significa convertirse al amor.

Ya en el Antiguo Testamento se puede descubrir la dinámica profunda de este mandamiento, en la relación de alianza instaurada por Dios con Israel: por una parte está la iniciativa de amor de Dios; por otra, la respuesta de amor que él espera. Por ejemplo, en el libro del Deuteronomio se presenta así la iniciativa divina: «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado el Señor de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene» (Dt 7,7-8). A este amor de predilección, totalmente gratuito, corresponde el mandamiento fundamental, que orienta toda la religiosidad de Israel: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5).

2. El Dios que ama es un Dios que no permanece alejado, sino que interviene en la historia. Cuando revela su nombre a Moisés, lo hace para garantizar su asistencia amorosa en el acontecimiento salvífico del Éxodo, una asistencia que durará para siempre (cf. Ex 3,15). A través de las palabras de los profetas, recordará continuamente a su pueblo este gesto suyo de amor. Leemos, por ejemplo, en Jeremías: «Así dice el Señor: halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada: va a su descanso Israel. De lejos el Señor se me apareció. Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jr 31,2-3).

Es un amor que asume rasgos de una inmensa ternura (cf. Os Os 11,8 ss; Jr 31,20); normalmente utiliza la imagen paterna, pero a veces se expresa también con la metáfora nupcial: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión» (Os 2,21 cf. Os 18-25).

Incluso después de haber constatado en su pueblo una repetida infidelidad a la alianza, este Dios está dispuesto a ofrecer su amor, creando en el hombre un corazón nuevo, que lo capacita para acoger sin reservas la ley que se le da, como leemos en el profeta Jeremías: «Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31,33). De forma similar, se lee en Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36,26).

68 3. El Nuevo Testamento nos presenta esta dinámica del amor centrada en Jesús, Hijo amado por el Padre (cf. Jn 3,35 Jn 5,20 Jn 10,17), el cual se manifiesta mediante él. Los hombres participan en este amor conociendo al Hijo, o sea, acogiendo su doctrina y su obra redentora.

Sólo es posible acceder al amor del Padre imitando al Hijo en el cumplimiento de los mandamientos del Padre: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15,9-10). Así se llega a participar también del conocimiento que el Hijo tiene del Padre. «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).

4. El amor nos hace entrar plenamente en la vida filial de Jesús, convirtiéndonos en hijos en el Hijo: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos. El mundo no nos conoce porque no le conoció a él» (1Jn 3,1). El amor transforma la vida e ilumina también nuestro conocimiento de Dios, hasta alcanzar el conocimiento perfecto del que habla san Pablo: «Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1Co 13,12).

Es preciso subrayar la relación que existe entre conocimiento y amor. La conversión íntima que el cristianismo propone es una auténtica experiencia de Dios, en el sentido indicado por Jesús, durante la última cena, en la oración sacerdotal: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Ciertamente, el conocimiento de Dios tiene también una dimensión de orden intelectual (cf. Rm 1,19-20). Pero la experiencia viva del Padre y del Hijo se realiza en el amor, es decir, en último término, en el Espíritu Santo, puesto que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Gracias al Paráclito hacemos la experiencia del amor paterno de Dios. Y el efecto más consolador de su presencia en nosotros es precisamente la certeza de que este amor perenne e ilimitado, con el que Dios nos ha amado primero, no nos abandonará nunca: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? (...) Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8,35 Rm 8,38-39). El corazón nuevo, que ama y conoce, late en sintonía con Dios, que ama con un amor perenne.

Saludos

Saludo con afecto a los fieles de lengua española. En especial, al numeroso grupo del Instituto internacional de teología a distancia y del Instituto superior de ciencias religiosas «San Agustín». Que vuestro encuentro en Roma os ayude a potenciar vuestra labor académica en la difusión de la ciencia teológica. También saludo a los peregrinos procedentes de la República Dominicana, Venezuela, Chile y Argentina. A todos, muchas gracias por vuestra atención.

(A los preregrinos croatas)
Queridos hermanos y hermanas, Dios posee la absoluta señoría sobre todas las cosas. Él, en Jesucristo, que es "el alfa y la omega" (Ap 1,8 Ap 21,6), "el principio y el fin" (Ap 21,6), y cuyo "nombre es la palabra de Dios" (Ap 19,13), ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y la historia. Esta palabra está llena de infinito amor, que revela la verdad, perdona y salva. Y no podía ser de otro modo, porque "Dios es amor" (1Jn 4,16).

Dirijo, por último, un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

Mañana la Iglesia celebrará la fiesta de la Virgen del rosario. Octubre es el mes del santo rosario, que nos invita a valorar esta oración tan apreciada por la tradición del pueblo cristiano.

69 Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a «descubrir» el rosario como camino para un encuentro personal con Cristo. Os animo a vosotros, queridos enfermos, a crecer, gracias al rezo del rosario, en el abandono confiado en las manos de María. Y os exhorto a vosotros, queridos recién casados, a hacer del rosario una constante contemplación de los misterios de Cristo.





Miércoles 13 de Octubre de 1999



1. En el antiguo Israel el mandamiento fundamental del amor a Dios estaba incluido en la oración que se rezaba diariamente: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estos mandamientos que te doy hoy. Se los repetirás a tus hijos y les hablarás siempre de ellos, cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 6,4-7)

En la base de esta exigencia de amar a Dios de modo total se encuentra el amor que Dios mismo tiene al hombre. Del pueblo al que ama con un amor de predilección espera una auténtica respuesta de amor. Es un Dios celoso (cf. Ex 20,5), que no puede tolerar la idolatría, la cual constituye una continua tentación para su pueblo. De ahí el mandamiento: «No tendrás otros dioses delante mí» (Ex 20,3).

Israel comprende progresivamente que, por encima de esta relación de profundo respeto y adoración exclusiva, debe tener con respecto al Señor una actitud de hijo e incluso de esposa. En ese sentido se ha de entender y leer el Cantar de los cantares, que transfigura la belleza del amor humano en el diálogo nupcial entre Dios y su pueblo.

El libro del Deuteronomio recuerda dos características esenciales de ese amor. La primera es que el hombre nunca sería capaz de tenerlo, si Dios no le diera la fuerza mediante la «circuncisión del corazón» (cf. Dt 30,6), que elimina del corazón todo apego al pecado. La segunda es que ese amor, lejos de reducirse al sentimiento, se hace realidad «siguiendo los caminos» de Dios, cumpliendo «sus mandamientos, preceptos y normas» (Dt 30,16). Ésta es la condición para tener «vida y felicidad», mientras que volver el corazón hacia otros dioses lleva a encontrar «muerte y desgracia» (Dt 30,15).

2. El mandamiento del Deuteronomio no cambia en la enseñanza de Jesús, que lo define «el mayor y el primer mandamiento», uniéndole íntimamente el del amor al prójimo (cf. Mt 22,4-40). Al volver a proponer ese mandamiento con las mismas palabras del Antiguo Testamento, Jesús muestra que en este punto la Revelación ya había alcanzado su cima.

Al mismo tiempo, precisamente en la persona de Jesús el sentido de este mandamiento asume su plenitud. En efecto, en él se realiza la máxima intensidad del amor del hombre a Dios. Desde entonces en adelante amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, significa amar al Dios que se reveló en Cristo y amarlo participando del amor mismo de Cristo, derramado en nosotros «por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

3. La caridad constituye la esencia del «mandamiento» nuevo que enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los mandamientos, cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se convierte en la demostración evidente del amor a Dios: «En esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1Jn 5,3). Este amor, que es a la vez amor a Jesús, representa la condición para ser amados por el Padre: «El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21).

El amor a Dios, que resulta posible gracias al don del Espíritu, se funda, por tanto, en la mediación de Jesús, como él mismo afirma en la oración sacerdotal: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26). Esta mediación se concreta sobre todo en el don que él ha hecho de su vida, don que por una parte testimonia el amor mayor y, por otra, exige la observancia de lo que Jesús manda: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,13-14).

La caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que es Jesús, el Hijo de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como Dios ama se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y resurrección.


Audiencias 1999 61