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Sábado 20 de febrero de 1999



Queridos hermanos en el episcopado:

1. «Que el Señor de la paz os conceda la paz siempre y en todos los órdenes» (2Th 3,16). Es una gran alegría para mí saludaros a vosotros, miembros de la Conferencia episcopal de Ghana, y acogeros en el Vaticano con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. Para todos nosotros se trata de un momento de gracia en el que celebramos y procuramos fortalecer los vínculos de comunión fraterna que nos unen en la tarea de dar testimonio del Señor y difundir la buena nueva de la salvación. Saludo en especial a los que están realizando su primera visita quinquenal. En efecto, desde la última visita de vuestra Conferencia a Roma, se han erigido seis diócesis nuevas en Ghana, signo positivo del trabajo que se ha hecho por Cristo y de la construcción de su Iglesia en vuestro país. Éste es otro motivo más para alabar el santo nombre de Jesús, ante el cual «toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Ph 2,10-11).

El año pasado, vuestra Iglesia particular celebró dos acontecimientos muy significativos: el segundo Congreso eucarístico nacional y el Congreso pastoral nacional. Estos dos importantes encuentros permitieron confirmar y aumentar el amor y la devoción al santísimo Sacramento, fundamental para el culto y la oración católicos. La Iglesia recibe de la Eucaristía la fuerza para el servicio y el compromiso, que caracterizan su solicitud por el bienestar espiritual de sus hijos y de todo el pueblo. La vida divina que Cristo derrama sobre su Iglesia en la Eucaristía es demasiado grande para ser contenida y debe ofrecerse con amorosa urgencia al mundo entero.

2. Esta verdad, en gran parte, inspira y sostiene la actividad misionera de la Iglesia, pues, como observaron los padres del concilio Vaticano II con elocuente sencillez, la Iglesia es «misionera por su propia naturaleza» (Ad gentes AGD 2). Se trata de una de sus cualidades esenciales, que debe resplandecer en cada Iglesia particular, puesto que la Iglesia universal está presente en cada Iglesia particular con todos sus elementos fundamentales (cf. Congregación para la doctrina de la fe, carta Communionis notio a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión, nn. 7-9). La energía y el celo de la primera evangelización de Ghana deben seguir siendo fuente de fuerza y entusiasmo al proclamar a Cristo y su evangelio de salvación, ayudando a los demás a conocer y aceptar su amor misericordioso.

A este respecto, también tenéis el deber de afrontar las cuestiones de particular importancia para la vida social, económica, política y cultural de vuestro país. En la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, los padres sinodales reconocieron que es esencial la correcta administración de los asuntos públicos en las áreas de la política y la economía, relacionadas entre sí, si se quiere que florezcan la justicia y la paz en vuestro continente (cf. Ecclesia in Africa ). Me ha alegrado mucho constatar que en vuestra Carta pastoral de Adviento de 1997 tratasteis de estas mismas cuestiones. Como bien sabéis, corresponde de manera especial a la Iglesia hablar en nombre de los que no tienen voz, siendo así levadura de paz y solidaridad, sobre todo donde son más frágiles y están más amenazados. A este propósito, son muy importantes vuestros continuos esfuerzos por eliminar las tensiones étnicas, pues las rivalidades basadas en motivos raciales o étnicos no tienen cabida en la Iglesia de Cristo, y son particularmente escandalosas cuando interfieren en la vida parroquial o impiden el espíritu de fraternidad y solidaridad entre los sacerdotes.

3. En todo esto, debéis invitar a la conversión de forma delicada, pero insistente. La conversión es el resultado de la proclamación eficaz del Evangelio que, por la acción del Espíritu Santo en el corazón de quienes lo escuchan, lleva a la aceptación de la palabra salvífica de Dios. La primera predicación de la buena nueva de salvación en Jesucristo encuentra su complemento necesario en la catequesis. La fe llega a la madurez cuando los discípulos de Cristo son educados y formados en un conocimiento profundo y sistemático de su persona y de su mensaje (cf. Catechesi tradendae CTR 19). Por esta razón, la formación permanente de los laicos debe seguir siendo una prioridad en vuestra misión de predicadores y maestros. Esta formación espiritual y doctrinal debe encaminarse a ayudar a los laicos a desempeñar su función profética en una sociedad que no siempre reconoce o acepta la verdad y los valores del Evangelio. Para que puedan participar en la realización de la nueva evangelización, deben ser capaces de ver y juzgar todas las cosas a la luz de Cristo (cf. Christifideles laici CL 34).

Además, confirmados en la verdad revelada, los fieles podrán responder a las objeciones planteadas por los seguidores de las sectas y los nuevos movimientos religiosos. La catequesis es especialmente importante para los jóvenes. Una fe bien formada es un faro que iluminará su camino futuro y una fuente de fuerza para afrontar los desafíos y las incertidumbres de la vida. La firme y humilde obediencia a la palabra de Cristo, proclamada auténticamente por la Iglesia, también constituye la base de vuestra relación con las demás Iglesias y comunidades eclesiales, y del diálogo que tratáis de entablar con los seguidores del islam y de la religión tradicional africana. Gracias a vuestro estudio continuo de todo lo que hay de bueno, verdadero y noble en las culturas de vuestro pueblo, comprenderéis con mayor claridad cómo la evangelización puede arraigar cada vez más profundamente en él.

4. Aquí afrontamos la importante cuestión de la inculturación. Los intentos prácticos de promover la inculturación de la fe exigen una teología unida indisolublemente al misterio de la Encarnación y a una auténtica antropología cristiana (cf. Pastores dabo vobis PDV 55). Un discernimiento verdaderamente crítico y genuinamente evangélico de las realidades culturales sólo puede realizarse a la luz de la muerte y resurrección salvíficas de Jesucristo.

Una correcta inculturación no puede prescindir de la inequívoca convicción de la Iglesia de que la cultura, por ser creación humana, está marcada inevitablemente por el pecado y necesita ser sanada, ennoblecida y perfeccionada por el Evangelio (cf. Lumen gentium LG 17). Cuando las personas encuentran inspiración y orientación en el contacto con la palabra salvífica de Dios, se sienten naturalmente movidos a promover una profunda transformación de la sociedad en que viven. El mensaje del Evangelio penetra en la vida misma de las culturas y llega a encarnarse en ellas, precisamente «superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación, que proviene de Cristo» (Pastores dabo vobis PDV 55). Los desafíos que plantea la inculturación son especialmente evidentes en las áreas del matrimonio y la vida familiar: alabo y apoyo los esfuerzos que hacéis por impulsar a los esposos cristianos a vivir la verdad y la belleza de su unión matrimonial de acuerdo con las exigencias de su nueva vida en Cristo.

5. El crecimiento de la Iglesia en Ghana y las numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa son una notable prueba del poder de Dios que obra en medio de vosotros, un poder que produce una admirable abundancia de frutos. Queridos hermanos, a vosotros incumbe la tarea de velar para que estos abundantes frutos sigan madurando y multiplicándose e influyan realmente en la vida de todas las personas encomendadas a vuestro cuidado pastoral. Con respecto a vuestros más estrechos colaboradores en el ministerio pastoral, os exhorto a velar siempre por vuestros sacerdotes con un amor especial y a considerarlos como colaboradores valiosos y amigos (cf. Christus Dominus CD 16). Por la ordenación, participan en la consagración y misión de Jesucristo (cf. Pastores dabo vobis PDV 16). El Espíritu Santo plasma su corazón de acuerdo con el modelo del corazón de Cristo, el buen Pastor, y su formación debe disponerlos a renunciar a toda ambición terrena, para llevar a los pobres, a los débiles y a los indefensos la verdad, el consuelo y el apoyo del Evangelio, con la compasión de Cristo mismo. El sacerdote no es un mero guardián de una institución; tampoco es un hombre de negocios o un empresario. Más bien es un evangelizador y médico de almas; sus talentos, su educación y sus realizaciones han de estar ordenados directamente a un solo fin: el incomparable privilegio de actuar en la persona de Cristo. Con vuestra amistad y apoyo fraterno, así como con el de sus hermanos sacerdotes, será más fácil para vuestros sacerdotes dedicarse completamente, con castidad y sencillez, a su ministerio de servicio, en el que encontrarán alegría y paz inmensas.

51 Por supuesto, las actitudes y disposiciones de un verdadero pastor deben alimentarse en el corazón de los candidatos al sacerdocio mucho antes de su ordenación. Éste es el objetivo de la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral que se proporciona en el seminario. La solicitud que mostráis por vuestros seminarios no puede por menos de redundar en bien de vuestras comunidades locales y contribuir a la difusión del reino de Dios. Las directrices contenidas en mi exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, junto con las sugerencias incluidas en el reciente documento publicado por la Congregación para la evangelización de los pueblos después de la visita apostólica a los seminarios mayores de Ghana, serán medios de valor inestimable para certificar la idoneidad de los candidatos y mejorar su formación. También os exhorto a dotar vuestros seminarios de sacerdotes ejemplares, aunque esto signifique sacrificios en otras áreas, pues en la tarea de formar candidatos al sacerdocio nada es más elocuente que el ejemplo de una vida sacerdotal santa y comprometida. Al mismo tiempo, es preciso adoptar algunas medidas para asegurar que una adecuada formación sacerdotal prosiga después de la ordenación, especialmente durante los primeros años del ministerio sacerdotal.

6. En la vida de la Iglesia en Ghana, como en todo el mundo, los institutos religiosos y misioneros han desempeñado un papel decisivo en la difusión de la fe y en la formación de nuevas Iglesias particulares (cf. Redemptoris missio
RMi 69-70). El obispo, respetando la legítima autonomía interna establecida para las comunidades religiosas, ha de ayudarles a cumplir, en el ámbito de la Iglesia particular, su deber de dar testimonio de la realidad del amor de Dios a su pueblo. Como pastores de la grey de Cristo, debéis exhortar a los superiores a discernir cuidadosamente la idoneidad de los candidatos a la vida religiosa, y ayudarles a proporcionarles una sólida formación espiritual e intelectual, tanto antes como después de su profesión. Cuanto más fiel y fervorosamente los religiosos de vuestras diócesis vivan su entrega a Cristo en castidad, pobreza y obediencia, tanto más claramente los hombres y mujeres de Ghana comprenderán que «el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15).

7. En el cumplimiento de vuestros numerosos deberes, tanto vosotros como vuestros sacerdotes debéis estar siempre atentos a las necesidades humanas y espirituales de vuestro pueblo. Nunca se han de gastar a expensas del pueblo tiempo y recursos en las estructuras diocesanas o parroquiales, o en la realización de proyectos; y esas estructuras o proyectos tampoco deben impedir un contacto personal con aquellos a quienes Dios nos ha llamado a servir. De igual modo, los encuentros entre los obispos y los sacerdotes no deben limitarse a discutir aspectos administrativos; también han de ser ocasión para hablar de las alegrías y dificultades personales, espirituales y pastorales del ministerio sacerdotal. En cuanto a los asuntos económicos, se requiere gran equidad y solidaridad, y hay que esforzarse por compartir las contribuciones recibidas. A la vez, hay que emprender iniciativas para ayudar a las comunidades locales a alcanzar una mayor autosuficiencia económica, de modo que la Iglesia en Ghana dependa menos de las ayudas externas. La misión pastoral de la Iglesia y el deber de sus ministros de no «ser servidos, sino servir» (cf. Mt Mt 20,28), debe considerarse la preocupación principal en todos los campos.

Queridos hermanos en el episcopado, las palabras que os he dirigido hoy quieren animaros en el Señor. Soy plenamente consciente de las dificultades diarias de vuestro ministerio y de la generosa entrega con que desempeñáis vuestro servicio. Os encomiendo a vosotros y vuestras diócesis al cuidado amoroso de María, Reina de los Apóstoles. Pido a Dios que vuestros esfuerzos para guiar a la Iglesia en Ghana hacia la celebración gozosa y fecunda del ya próximo jubileo, un «año de gracia del Señor» (Tertio millennio adveniente TMA 11), se vean coronados por un gran éxito. Que con este importante acontecimiento, vosotros y vuestro pueblo, experimentéis las gracias ilimitadas del «nuevo adviento» que el Espíritu está preparando para toda la Iglesia de Dios (cf. ib., 23). Con esta esperanza, os imparto de buen grado a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos de vuestras comunidades locales, mi bendición apostólica.










AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES


DE LA CURIA ROMANA

Sábado 27 de febrero de 1999


Al final de los ejercicios espirituales, demos gracias a Dios que, como al profeta Elías, nos ha hablado en el silencio. Expreso este profundo sentimiento de gratitud, ante todo, a nuestro predicador, monseñor André-Mutien Léonard, obispo de Namur, que ha sido un dócil y valioso instrumento del Señor durante estos días dedicados a la escucha.

Le agradezco cordialmente el esmero que puso en la preparación y la predicación de estos ejercicios espirituales. Gracias a ellos, nos hemos sumergido en el misterio de la Trinidad eterna, «viático del hombre en el camino del tercer milenio». Usted nos ha preparado un auténtico itinerario bíblico, enriquecido con las palabras de santos y maestros espirituales. También nos ha citado a Soloviov, recordando algunos de sus textos, como las palabras del «Anticristo»: un momento fuerte. Así, hemos podido contemplar el rostro de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a partir del centro de la revelación neotestamentaria. De este modo, nos ha ayudado a realizar una síntesis de los principales contenidos teológicos del trienio de preparación inmediata para el gran jubileo, ya inminente.

Oportunamente nos citó muchas veces la Tertio millennio adveniente. Que el Señor le recompense, querido predicador, por su esfuerzo. Acepte aún otro compromiso: deseamos mucho el texto. He escrito también en mis apuntes que esperamos el texto, porque era imposible seguir escribiendo a mano todo lo que usted decía. Eran momentos muy fuertes, originales, como por ejemplo esta idea de la confesión de Cristo.

Deseo extender la expresión de mi agradecimiento a cuantos me han acompañado durante estos días. A toda la Curia romana; ante todo, a vosotros, hermanos cardenales, a los obispos y oficiales de la Curia; a cuantos habéis compartido directamente este momento de gracia; y también a cuantos nos han acompañado con sus oraciones. Deseo que el camino cuaresmal derrame sobre cada uno abundantes frutos espirituales y, sobre todo, aumente en todos la caridad, que es «el vínculo de la perfección» (Col 3,14).

María, que nos ha acompañado con su protección maternal durante estos días de oración, reflexión y silencio, haga fructificar nuestros propósitos y nos guíe al cumplimiento pleno de la voluntad divina en nuestra existencia: Maria, spes nostra, salve! Concluyamos cantando el paternóster, y luego daré la bendición. ¡Buena Cuaresma!










A LOS PARTICIPANTES EN LA V ASAMBLEA GENERAL


DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA



Sábado 27 de febrero de 1999




1.¡Bienvenidos, ilustres miembros de la Academia pontificia para la vida, que os habéis reunido en Roma con ocasión de vuestra asamblea general anual! Al dirigir a cada uno de vosotros mi cordial saludo, agradezco al presidente, profesor Juan de Dios Vial Correa, las amables palabras con que ha interpretado vuestros sentimientos. Saludo, asimismo, a los obispos presentes: a monseñor Elio Sgreccia, vicepresidente de la Academia pontificia para la vida, y a monseñor Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, al que está unida la Academia pontificia. Raíces y dimensiones del abandono del moribundo

52 Un pensamiento especial va a su inolvidable primer presidente, el profesor Jérôme Lejeune, que falleció hace casi cinco años, el 3 de abril de 1994. Quiso decididamente esta nueva institución, casi como su testamento espiritual, para la salvaguardia de la vida humana, previendo las crecientes amenazas que se cernían en el horizonte.

Deseo expresar mi satisfacción por toda la actividad de investigación rigurosa y de amplia información, que la Academia pontificia ha sabido preparar y realizar durante este primer quinquenio de vida. El tema que habéis elegido para vuestra reflexión, «La dignidad del moribundo», pretende llevar luz de doctrina y de sabiduría a una frontera que, en algunos aspectos, es nueva y crucial. En efecto, la vida de los moribundos y de los enfermos graves está expuesta hoy a una serie de peligros que se manifiestan, unas veces, en forma de tratamientos deshumanizadores y, otras, en la desconsideración e incluso en el abandono, que puede llegar hasta la solución de la eutanasia.

2. El fenómeno del abandono del moribundo, que se está extendiendo en la sociedad desarrollada, tiene diversas raíces y múltiples dimensiones, bien presentes en vuestro análisis.

Hay una dimensión sociocultural, definida con el nombre de «ocultación de la muerte»: las sociedades, organizadas según el criterio de la búsqueda del bienestar material, consideran la muerte como algo sin sentido y, con el fin de resolver su interrogante, proponen a veces su anticipación indolora. La llamada «cultura del bienestar» implica frecuentemente la incapacidad de captar el sentido de la vida en las situaciones de sufrimiento y limitación, que se dan mientras el hombre se acerca a la muerte. Esa incapacidad se agrava cuando se manifiesta dentro de un humanismo cerrado a la trascendencia, y se traduce a menudo en una pérdida de confianza en el valor del hombre y de la vida.

Hay, además, una dimensión filosófica e ideológica, basándose en la cual se apela a la autonomía absoluta del hombre, como si fuera el autor de su propia vida. Desde este punto de vista, se insiste en el principio de la autodeterminación y se llega incluso a exaltar el suicidio y la eutanasia como formas paradójicas de afirmación y, al mismo tiempo, de destrucción del propio yo.

Hay, asimismo, una dimensión médica y asistencial, que se expresa en una tendencia a limitar el cuidado de los enfermos graves, enviados a centros de salud que no siempre son capaces de proporcionar una asistencia personalizada y humana. Como consecuencia, la persona internada muchas veces no tiene ningún contacto con su familia y se halla expuesta a una especie de invasión tecnológica que humilla su dignidad.

Existe, por último, el impulso oculto de la llamada «ética utilitarista», por la cual muchas sociedades avanzadas se regulan según los criterios de productividad y eficiencia: desde esta perspectiva, el enfermo grave y el moribundo necesitado de cuidados prolongados y específicos son considerados, a la luz de la relación costo-beneficios, como cargas y sujetos pasivos. En consecuencia, esa mentalidad lleva a disminuir el apoyo a la fase declinante de la vida.

3. Éste es el marco ideológico en que se fundan las campañas de opinión, cada vez más frecuentes, que pretenden la instauración de leyes en favor de la eutanasia y del suicidio asistido. Los resultados ya obtenidos en algunos países, unas veces con sentencias del Tribunal supremo y otras con votos del Parlamento, confirman la difusión de ciertas convicciones.

Se trata de la avanzada de la cultura de la muerte, que se manifiesta también en otros fenómenos atribuibles, de un modo u otro, a una escasa valoración de la dignidad del hombre, como, por ejemplo, las muertes causadas por el hambre, la violencia, la guerra, la falta de control en el tráfico y la poca atención a las normas de seguridad en el trabajo.

Frente a las nuevas manifestaciones de la cultura de la muerte, la Iglesia tiene la obligación de mantenerse fiel a su amor al hombre, que es «el primer camino que (...) debe recorrer» (Redemptor hominis
RH 14). A ella le compete hoy la tarea de iluminar el rostro del hombre, en particular el rostro del moribundo, con toda la luz de su doctrina, con la luz de la razón y de la fe; tiene el deber de convocar, como ya ha hecho en diversas ocasiones cruciales, a todas las fuerzas de la comunidad y de las personas de buena voluntad para que, alrededor del moribundo, se establezca con renovado calor un vínculo de amor y solidaridad.

La Iglesia es consciente de que el momento de la muerte va acompañado siempre por sentimientos humanos muy intensos: una vida terrena termina; se produce la ruptura de los vínculos afectivos, generacionales y sociales, que forman parte de la intimidad de la persona; en la conciencia del sujeto que muere y de quien lo asiste se da el conflicto entre la esperanza en la inmortalidad y lo desconocido, que turba incluso a los espíritus más iluminados. La Iglesia eleva su voz para que no se ofenda al moribundo, sino que, por el contrario, se lo acompañe con amorosa solicitud mientras se prepara para cruzar el umbral del tiempo y entrar en la eternidad.

53 4. «La dignidad del moribundo» está enraizada en su índole de criatura y en su vocación personal a la vida inmortal. La mirada llena de esperanza transfigura la decadencia de nuestro cuerpo mortal. «Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido absorbida por la victoria» (1Co 15,54 cf. 2Co 5,1).

Por tanto, la Iglesia, al defender el carácter sagrado de la vida también en el moribundo, no obedece a ninguna forma de absolutización de la vida física; por el contrario, enseña a respetar la verdadera dignidad de la persona, que es criatura de Dios, y ayuda a aceptar serenamente la muerte cuando las fuerzas físicas ya no se pueden sostener. En la encíclica Evangelium vitae escribí: «La vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior. (...) Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien "vivimos, nos movemos y existimos" (Ac 17,28)» (n. 47).

De aquí brota una línea de conducta moral con respecto al enfermo grave y al moribundo que es contraria, por una€parte, a la eutanasia y al suicidio (cf. ib., 61), y, por otra, a las formas de «encarnizamiento terapéutico» que no son un verdadero apoyo a la vida y a la dignidad del moribundo.

Es oportuno recordar aquí el juicio de condena de la eutanasia entendida en sentido propio como «una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor», pues constituye «una grave violación de la ley de Dios» (ib., 65). Igualmente, hay que tener presente la condena del suicidio, dado que, «bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque conlleva el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte» (ib., 66).

5. El tiempo en que vivimos exige la movilización de todas las fuerzas de la caridad cristiana y de la solidaridad humana. En efecto, es preciso afrontar los nuevos desafíos de la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido. Para este fin, no basta luchar contra esta tendencia de muerte en la opinión pública y en los parlamentos; también es necesario comprometer a la sociedad y a los organismos de la Iglesia en favor de una digna asistencia al moribundo.

Desde esta perspectiva, apoyo de buen grado a cuantos promueven obras e iniciativas para la asistencia de los enfermos graves, de los enfermos mentales crónicos y de los moribundos. Si es necesario, deben tratar de adecuar las obras asistenciales ya existentes a las nuevas exigencias, para que ningún moribundo sea abandonado o se quede solo y sin asistencia ante la muerte. Ésta es la lección que nos han dejado numerosos santos y santas a lo largo de los siglos y, también recientemente, la madre Teresa de Calcuta con sus oportunas iniciativas. Es preciso educar a toda comunidad diocesana y parroquial para asistir a sus ancianos, y para cuidar y visitar a sus enfermos en sus casas y en los centros específicos, según las necesidades.

La delicadeza de las conciencias en las familias y en los hospitales favorecerá seguramente una aplicación más general de los «cuidados paliativos» a los enfermos graves y a los moribundos, para aliviar los síntomas del dolor, llevándoles al mismo tiempo consuelo espiritual con una asistencia asidua y diligente. Deberán surgir nuevas obras para acoger a los ancianos que no son autosuficientes y se encuentran solos; pero, sobre todo, deberá promoverse una amplia organización de apoyo económico, además de moral, a la asistencia prestada a domicilio: en efecto, las familias que quieren mantener en su casa a la persona gravemente enferma, afrontan sacrificios a veces muy costosos.

Las Iglesias particulares y las congregaciones religiosas tienen la oportunidad de dar en este campo un testimonio de vanguardia, conscientes de las palabras del Señor a propósito de cuantos se prodigan por aliviar a los enfermos: «Estaba enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36).

María, la Madre dolorosa que asistió a Jesús moribundo en la cruz, infunda en la madre Iglesia su Espíritu y la acompañe en el cumplimiento de esta misión.

Os imparto a todos mi bendición.







Marzo de 1999






AL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS,


CON MOTIVO DE SU XVIII ASAMBLEA PLENARIA


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Lunes 1 de marzo de 1999



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

1. Vuestra asamblea plenaria, que se celebra durante estos días en Roma, me brinda la grata ocasión de este encuentro con vosotros, que sois los colaboradores del Papa en el servicio a los laicos del mundo entero. Mi saludo y mi agradecimiento van, en primer lugar, al presidente del dicasterio, el señor cardenal James Francis Stafford, y al secretario, monseñor Stanislaw Rylko; y se dirigen también a cada uno de los miembros y consultores del Consejo pontificio para los laicos, así como a todo el personal.

Los trabajos de vuestra asamblea plenaria se han centrado en la importancia del sacramento de la confirmación en la vida de los laicos. Esta reflexión es la continuación lógica de la que realizasteis sobre el bautismo durante vuestra asamblea anterior. En efecto, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «la confirmación perfecciona la gracia bautismal, (...) da el Espíritu Santo para enraizarnos más profundamente en la filiación divina, incorporarnos más firmemente a Cristo, hacer más sólido nuestro vínculo con la Iglesia, asociarnos todavía más a su misión y ayudarnos a dar testimonio de la fe cristiana por la palabra acompañada de las obras» (n.1316). La «criatura nueva», regenerada por la gracia bautismal, se convierte en testigo de la vida nueva en el Espíritu y en heraldo de las maravillas de Dios. «El confirmado, como explica santo Tomás, recibe la fuerza para profesar públicamente la fe cristiana, como si fuera para un encargo oficial (quasi ex officio)» (S. Th., III, q.72, a.5, ad.2; cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 1305).

2. «Los laicos, confesores de la fe en el mundo de hoy». El tema elegido para vuestra asamblea plenaria contiene todo un programa de vida: convertirse en «confesores de la fe» con la palabra y las obras. ¿No es una invitación providencial a los laicos en el umbral del tercer milenio de la era cristiana? En vísperas del jubileo, en este kairós particular, toda la Iglesia está llamada a presentarse humildemente ante el Señor, a hacer un serio examen de conciencia y a seguir el camino de una profunda conversión, el camino de la madurez cristiana, de la adhesión fiel a Cristo en la santidad y en la verdad, el camino del auténtico testimonio de la fe. Este examen de conciencia ha de incluir la acogida del concilio ecuménico Vaticano II -el acontecimiento eclesial que ha marcado nuestro siglo-, así como de sus enseñanzas luminosas sobre la dignidad, la vocación y la misión de los laicos.

La cita jubilar impulsa, por consiguiente, a cada laico cristiano a plantearse interrogantes fundamentales: ¿Qué he hecho de mi bautismo? ¿Cómo respondo a mi vocación? ¿Qué he hecho de mi confirmación? ¿He hecho fructificar los dones y los carismas del Espíritu? ¿Es Cristo el «tú» siempre presente en mi vida? ¿Es verdaderamente total y profunda mi adhesión a la Iglesia, misterio de comunión misionera, tal como la quiso su Fundador y como se realiza en su Tradición viva? ¿Soy fiel, en mis opciones, a la verdad propuesta por el magisterio de la Iglesia? Mi vida matrimonial, familiar y profesional, ¿está impregnada de la enseñanza de Cristo? Mi compromiso social y político ¿se arraiga en los principios evangélicos y en la doctrina social de la Iglesia? ¿Cuál es mi contribución a la creación de estilos de vida más dignos del hombre y a la inculturación del Evangelio en medio de los grandes cambios actuales?

3. Con el concilio Vaticano II, «gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio» (Tertio millennio adveniente TMA 36), hemos experimentado la gracia de un renovado Pentecostés. Son numerosos los signos de esperanza que han brotado de él para la misión de la Iglesia y yo no he dejado de señalarlos, subrayarlos e impulsarlos. Pienso, entre otros, en el redescubrimiento y la valoración de los carismas que han llevado a una comunión más viva entre las diversas vocaciones presentes en el pueblo de Dios; en el renovado impulso de evangelización; en la promoción de los laicos, en su participación y corresponsabilidad en la vida de la comunidad cristiana, en su apostolado y su servicio en la sociedad. Al alba del tercer milenio, estos signos permiten esperar una «epifanía» madura y fecunda del laicado.

Sin embargo, ¿cómo ignorar, al mismo tiempo, el hecho de que, por desgracia, muchos cristianos, olvidando los compromisos de su bautismo, viven en la indiferencia y llegan a componendas con el mundo secularizado? ¿Cómo no pensar en los fieles que, aunque a su modo son activos en las comunidades eclesiales, dejándose atraer por el relativismo propio de la cultura actual, se niegan a aceptar las enseñanzas doctrinales y morales de la•Iglesia, a las que todo bautizado está llamado a adherirse?

Deseo, pues, que los laicos hagan este examen de conciencia, para poder cruzar la Puerta santa del tercer milenio impregnados de la verdad y la santidad de los auténticos discípulos de Jesucristo. «Vosotros sois la sal de la tierra. (...) Vosotros sois la luz del mundo. (...) Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,13-16). El mundo necesita el testimonio de «hombres nuevos» y «mujeres nuevas» que, con la palabra y las obras, hagan presente a Cristo de una manera cada vez más eficaz, dado que la única respuesta completa y exhaustiva a las expectativas de verdad y felicidad del corazón del hombre es Cristo. Él es la «piedra angular» de la construcción de una civilización más humana.


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