Discursos 1999 67


A LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA


Y A LOS PARTICIPANTES EN UN CURSO


SOBRE EL FORO INTERNO


Sábado 13 de marzo de 1999



1. Señor cardenal penitenciario, prelados y oficiales de la Penitenciaría apostólica, padres penitenciarios de las basílicas patriarcales de la urbe, jóvenes sacerdotes y candidatos al sacerdocio que habéis frecuentado el curso sobre el foro interno organizado también este año por la Penitenciaría apostólica, os acojo con afecto en esta tradicional audiencia, que•me agrada particularmente.

Al dar las gracias al señor cardenal William Wakefield Baum por los sentimientos expresados en el saludo que me ha dirigido, deseo subrayar el alto significado de este encuentro, en el que se reafirma casi tangiblemente el vínculo entre la misión reconciliadora del sacerdote como ministro del sacramento de la penitencia y la Sede de Pedro. ¿Acaso no confió Cristo a Pedro y a sus sucesores en términos universales la potestad, el deber, la responsabilidad y, al mismo tiempo, el carisma, que se extiende a los hermanos en el episcopado y a los presbíteros, sus colaboradores, de liberar a las almas del poder del mal, es decir, del pecado y del demonio?

En vísperas de la Pascua redentora y del Año jubilar, este encuentro adquiere el valor de símbolo de comunión vivida en el esfuerzo diario al servicio de los hombres y de su salvación eterna. Dada esta significación universal, al mismo tiempo que os hablo a vosotros aquí reunidos en la sede del Papa, veo espiritualmente presentes a todos los sacerdotes de la santa Iglesia católica, dondequiera que vivan y trabajen, y a todos les envío con afecto este mensaje.

68 2. El Año jubilar, en la variada y armoniosa multiplicidad de sus contenidos y fines, trata sobre todo de la conversión del corazón, la metanoia, con la que se abre la predicación pública de Jesús en el evangelio (cf. Mc Mc 1,15). Ya en el Antiguo Testamento, la salvación y la vida se prometen a quien se convierte: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado -oráculo del Señor Dios- y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?» (Ez 18,23). El inminente gran jubileo conmemora el cumplimiento del segundo milenio del nacimiento de Jesús, que en la hora de la condena injusta dijo a Pilato: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). La verdad testimoniada por Jesús es que él vino para salvar al mundo que, de lo contrario, estaba destinado a perderse: «Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10).

En la economía del Nuevo Testamento el Señor quiso que la Iglesia fuera universale sacramentum salutis. El concilio Vaticano II enseña que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios» (Lumen gentium LG 1). En efecto, es voluntad de Dios que el perdón de los pecados y la vuelta a la amistad divina se realicen a través de la mediación de la Iglesia: «Lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,19), dijo solemnemente Jesús a Simón Pedro, y en él a los sumos Pontífices, sus sucesores. Dio esta misma consigna después a los Apóstoles y, en ellos, a los obispos, sus sucesores: «Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18,18). La tarde del mismo día de la resurrección, Jesús hará efectivo este poder con la efusión del Espíritu Santo: «A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,23). Gracias a este mandato, los Apóstoles y sus sucesores en la caridad sacerdotal podrán decir entonces con humildad y verdad: «Yo te absuelvo de tus pecados».

Tengo plena confianza en que el Año santo será, como debe ser, un tiempo singularmente eficaz de la historia de la salvación. Ésta encuentra en Jesucristo su punto culminante y su significado supremo, puesto que en él todos nosotros recibimos «gracia sobre gracia», obteniendo la reconciliación con el Padre (cf. Incarnationis mysterium, 1). Por eso mismo, confío y pido que, gracias al generoso servicio de los sacerdotes confesores, el Año jubilar sea para todos los fieles ocasión de acercamiento piadoso y sobrenaturalmente sereno al sacramento de la reconciliación.

3. Ciertamente, conocéis al respecto el Catecismo de la Iglesia católica con su profundo análisis sobre este tema fundamental. Sin embargo, en este encuentro quisiera recordar algunos puntos verdaderamente esenciales, que no dejaréis de proponer a los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral.

Por institución de nuestro Señor Jesucristo, como resulta explícitamente del citado pasaje del evangelio según san Juan, es necesaria la confesión sacramental para obtener el perdón de los pecados mortales cometidos después del bautismo. Sin embargo, si un pecador, movido por la gracia del Espíritu Santo, se arrepiente de sus pecados por motivo de amor sobrenatural, es decir, en cuanto son una ofensa a Dios, sumo Bien, obtiene enseguida el perdón de los pecados, incluso mortales, con tal que tenga el propósito de confesarlos sacramentalmente cuando, dentro de un tiempo razonable, pueda hacerlo.

Idéntico propósito debe tener el penitente que, responsable de pecados graves, recibe la absolución colectiva, sin la confesión individual previa de los propios pecados al confesor: este propósito es tan necesario que, en su defecto, la absolución sería inválida, como afirma el canon 962, § 1 del Código de derecho canónico, y el canon 721, § 1 del Código de cánones de las Iglesias orientales.

Los pecados veniales pueden perdonarse también fuera de la confesión sacramental; pero, ciertamente, es muy útil confesarlos sacramentalmente. En efecto, supuestas las debidas disposiciones, se obtiene así no sólo el perdón del pecado, sino también la ayuda especial constituida por la gracia sacramental para evitarlo en el futuro. Es útil confirmar aquí el derecho que tienen los fieles -y a su derecho corresponde la obligación del sacerdote confesor- de confesarse y obtener la absolución sacramental también de los pecados veniales. No hay que olvidar que la así llamada confesión por devoción ha sido la escuela que ha formado a los grandes santos.

Para acercarse lícita y provechosamente a la Eucaristía es necesario que vaya precedida de la confesión sacramental, cuando se es consciente de un pecado mortal. En efecto, la Eucaristía es la fuente de toda gracia, en cuanto representación del sacrificio salvífico del Calvario; sin embargo, como realidad sacramental no está ordenada directamente al perdón de los pecados mortales: el concilio Tridentino lo enseña clara e inequívocamente (Sess. XIII, cap. 7 y relativo canon: Denziger-Schönmetzer, 1647 y 1655), dando un significado, por decirlo así, disciplinar y jurídico a la palabra misma de Dios: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1Co 11,27-29).

4. Por tanto, el Año jubilar, gracias al sacramento de la penitencia, debe ser de modo especial el año del gran perdón y la reconciliación plena. Pero Dios, a quien damos gracias por habernos reconciliado, o con quien esperamos reconciliarnos, es nuestro Padre: Padre mío, Padre de todos los creyentes, Padre de todos los hombres. Por eso la reconciliación con Dios exige e implica la reconciliación con nuestros hermanos; si falta ésta, el perdón de Dios no se obtiene, como nos enseñó Jesús en la perfecta oración del Padre nuestro: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». El sacramento de la penitencia supone y debe alimentar el amor fraterno, generoso, noble y concreto.

En esta línea, elevada a su mayor perfección, el Año jubilar invita a una profunda solidaridad mediante «un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. Hay personas que dejan tras de sí como un suplemento de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y sostiene a los demás. Es la realidad de la iavicariedadln, sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo» (Incarnationis mysterium, 10).

Reconciliados mediante el sacramento de la penitencia, y asimilados así a Cristo Señor y Redentor, debemos participar «en su acción salvífica y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a los Colosenses: "Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesial" (Col 1,24)» (ib.).

69 5. En el sacramento de la penitencia, eliminada la ruptura causada por el pecado, se consolida la unidad de la Iglesia, que en el jubileo tiene una altísima manifestación: también aquí, por tanto, se ve el vínculo connatural entre el jubileo y el sacramento del perdón.

Al perdón sacramental del pecado, la misericordia de Dios y la mediación de la Iglesia ofrecen un valioso corolario también con el don del perdón de su pena temporal mediante la indulgencia. Esto es lo que puse de manifiesto con referencia al Año jubilar en la bula de convocación: «En efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de algunas consecuencias del pecado, de las cuales es necesario purificarse. Es precisamente en este ámbito donde adquiere relieve la indulgencia, con la que se expresa el "don total de la misericordia de Dios"» (ib., 9).

Jesús nació, más aún, fue concebido como sacerdote y víctima en el seno de su Madre, como el Espíritu Santo nos enseña en la carta a los Hebreos (cf. Hb
He 10,5-7), aplicando expresamente a Jesús el Salmo 40, 7-9: «Ni sacrificio ni oblación querías, pero el oído me has abierto; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: Heme aquí, que vengo. Se me ha prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad. Oh Dios mío, en tu ley me complazco en el fondo de mi ser». El jubileo del año 2000 recuerda a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor que la salvación deriva del nacimiento del eterno Sacerdote, víctima del sacrificio al que se entregó libremente.

María santísima, que dio al Verbo de Dios la humanidad sacerdotal y sacrificial, nos haga revivir, a pesar de nuestra pequeñez y miseria, la misión salvífica con la santidad personal y el ejercicio del ministerio del perdón, devolviendo, como instrumentos de Dios, a los pecadores, la gracia, la alegría del corazón y el traje de boda que permite el ingreso en la vida eterna.

Todo lo que he recordado en este coloquio con vosotros está recogido, con una breve y estupenda síntesis, en la fórmula ritual de la absolución sacramental: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz».

De esta paz sea prenda eficaz para vosotros, y para cuantos el Señor ha encomendado o encomendará a vuestro ministerio, la bendición apostólica, que os imparto complacido.










A LA FAMILIA SALVATORIANA


Viernes 19 de marzo de 1999



Querido padre Hoffman;
queridos sacerdotes, hermanos y hermanas salvatorianos;
queridos amigos en Cristo:

Me alegra reunirme con vosotros, miembros de la Sociedad del Divino Salvador, y agradezco al padre Hoffman sus amables palabras de bienvenida. En el amor del Redentor, os saludo a todos: «Gracia y paz, de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Rm 1,7).

70 Hoy hacemos una breve pausa en nuestro itinerario cuaresmal, porque celebramos la solemnidad de san José, esposo de la santísima Virgen María y patrono de la Iglesia universal. Reflexionar en su actitud de solicitud y protección amorosa para con María y el niño Jesús me brinda una especie de marco para mi visita de esta tarde. De hecho, esos mismos sentimientos albergaba vuestro fundador, el padre Francisco María de la Cruz Jordán, ante cuya tumba acabo de orar: sentía una gran devoción por la Madre de nuestro Señor y un gran celo por Cristo y su Iglesia. Precisamente esa devoción y ese celo impulsaron al padre Jordán, al volver a Roma de un viaje a Tierra Santa, a emitir sus votos religiosos con otros dos sacerdotes y a tomar el nombre de Francisco María de la Cruz. Así nació la Sociedad del Divino Salvador, que desde entonces se ha desarrollado, llevando la obra, rebosante de gracia, de su apostolado a todos los continentes.

Ahora os corresponde a vosotros, queridos hermanos y hermanas, continuar la obra del padre Jordán, que consiste en dar a conocer a Cristo como el Salvador del mundo. Sí, en el umbral del tercer milenio cristiano, los hombres y mujeres de nuestro tiempo necesitan más que nunca de este conocimiento, de esta verdad que los hará libres (cf. Jn
Jn 8,32): «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Con el testimonio de vuestro compromiso y el ejemplo de vuestra generosidad y vuestro amor ilimitados, como los que dieron san José y vuestro fundador, el mundo será cada vez más libre de la esclavitud del pecado y de la muerte, el Evangelio se proclamará con mayor entusiasmo y fuerza, la fe aumentará y la Iglesia misma crecerá en santidad y gracia. Éstos son los frutos seguros de una vida gastada para que los demás tengan fe y esperanza.

Por eso, como conviene particularmente en este día dedicado al recuerdo del padre putativo de nuestro Señor, invoco sobre todos los salvatorianos la protección de san José. A través de su poderosa intercesión, pido a Dios que sigáis dando un testimonio elocuente y fiel del carisma del padre Francisco María de la Cruz; que sintáis un intenso amor a Cristo y a su Iglesia y una gran devoción a nuestra santísima Madre; y que vuestra vida de servicio desinteresado, especialmente en medio de los jóvenes y en las misiones, inspire a otros a abrazar la fe cada vez más plenamente, para que puedan «oír la palabra de Dios y guardarla» (cf. Lc Lc 11,28 Mt 1,24).

Que las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso estén siempre con vosotros.










A LOS TRABAJADORES DE LAS EMPRESAS


MUNICIPALES DE ROMA


Viernes 19 de marzo de 1999



Amadísimos representantes del mundo del trabajo:

1. Me alegra acogeros en esta audiencia especial, en la solemnidad de San José, esposo de la santísima Virgen María y custodio del Redentor. Como vosotros, también él fue un trabajador, un carpintero. Nadie mejor que él puede comprender vuestros problemas. Por eso, el día de su fiesta es particularmente adecuado para este encuentro.

A la vez que os doy a cada uno mi bienvenida, saludo con afecto a los familiares que os acompañan. Dirijo un saludo cordial al alcalde de Roma, a los presidentes y a los dirigentes de vuestras empresas aquí presentes. Agradezco al presidente de la ACEA y a la empleada del AMA las cordiales palabras de saludo que han pronunciado en nombre de todos, y doy gracias a la banda del ATAC por la alegre música con que ha querido acompañar nuestro encuentro. Agradezco también al cardenal vicario Camillo Ruini sus palabras, y deseo expresar mi sincero aprecio a la diócesis de Roma por el desarrollo de la misión en los ambientes de vida y trabajo; pienso, de modo particular, en vuestros capellanes y en su valioso servicio.

2. Han pasado cuatro años desde que, en la plaza de España, ante la estatua de la Inmaculada Concepción, pedí que Roma se preparara para el gran jubileo del año 2000 con una misión ciudadana. Vuestra presencia hoy es un testimonio significativo del camino realizado. En efecto, la misión en los ambientes de trabajo representa la etapa final, pero no conclusiva, de las diversas iniciativas que se han llevado a cabo durante estos años. De la visita a las familias se ha pasado progresivamente al encuentro con cuantos viven en los ambientes de trabajo y comparten el mismo esfuerzo diario. A ejemplo de los primeros creyentes, también nosotros nos sentimos comprometidos a anunciar la «buena nueva» de Jesucristo. Con el apóstol Pablo debemos repetir todos los días: «Es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Co 9,16).

La misión en los diversos ambientes de la vida social constituye un aliciente para encontrar las formas más armoniosas y los lenguajes más adecuados a la nueva evangelización. A cada uno de vosotros se os ha encomendado la tarea de descubrir de qué modo se puede anunciar el Evangelio en los lugares donde trabajáis. A veces, sobre todo en el encuentro directo con las personas, es preciso un anuncio explícito, sin avergonzarse jamás de ser cristianos; en otras circunstancias, quizá, puede ser más útil el silencio, para que resalte aún más la fuerza del testimonio. Por otra parte, tanto en un caso como en otro no hay que olvidar nunca que la misión forma parte de la esencia de la fe cristiana.

3. Amadísimos trabajadores, vuestra presencia es para mí muy agradable por diferentes motivos. En primer lugar, porque vuestro trabajo es representativo de la vida ciudadana. En efecto, prestáis buena parte de los servicios indispensables a una ciudad para presentarse con rasgos de rostro humano. La luz, el agua, el transporte, la limpieza..., son elementos valiosos para los ciudadanos. ¿Cómo sería la vida de Roma si faltara vuestro trabajo diario? Además, con vistas al jubileo, cuando aumente la afluencia de personas que visitan la ciudad, vuestra labor será más importante aún porque, gracias a vuestros servicios, ayudaréis a los peregrinos a captar mejor la belleza de lo que el genio del hombre ha podido realizar a lo largo de los siglos en nuestra Roma. De este modo, contribuís a poner de relieve la fascinación que emana de cada una de sus piedras y de sus monumentos milenarios.

71 Entre vosotros se encuentran doscientos trabajadores del Instituto nacional de seguridad social. También vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, realizáis una tarea muy útil para asegurar una adecuada jubilación a quienes han gastado muchos años de su vida en el trabajo, y también a quienes, por diversas razones, se han encontrado en situaciones de dificultad o marginación. Esforzaos con generosidad y solicitud para que se acorten los tiempos de espera y se empleen los recursos de que dispone la seguridad social, que ciertamente son limitados, del modo más provechoso para la comunidad.

Mi pensamiento va hoy, de manera especial, a cuantos están aún buscando su primer empleo. A muchos jóvenes la falta de empleo les crea preocupación y, a veces, profunda decepción. De hecho, ven cómo se les cierra el camino para poder tomar una responsabilidad directa en la sociedad, y a menudo tienen que aplazar la formación de una familia. Esta situación, si se prolonga, resulta peligrosa e insoportable, pues crea efectivamente una barrera entre las personas y la sociedad, y suscita un sentimiento de desconfianza, que no contribuye a la formación de una conciencia civil.

4. Estas consideraciones, que la fiesta de san José me brinda la oportunidad de dedicaros a vosotros, aquí presentes, y a través de vosotros a todos los trabajadores y trabajadoras de la diócesis de Roma, quieren subrayar el valor del trabajo y la importancia de combatir el desempleo. La misión realizada en los diversos ambientes tiene como objetivo recordar a todos los creyentes que la atención a los más débiles e indefensos no debe conocer pausas: somos cristianos siempre y en todas partes. Aunque la parroquia es el lugar privilegiado para sostener el crecimiento en la fe mediante la participación en la vida sacramental y en las diferentes manifestaciones comunitarias, es en el ámbito del trabajo donde se testimonia cuanto se cree, sobre todo mediante la irradiación de la caridad. A veces el trabajo, tanto por la organización de sus turnos como por la determinación de sus horarios y períodos, causa sensaciones de malestar. Puede suceder también que algunos, atraídos por la perspectiva de la promoción, lleguen a falsear la relación con sus colegas. En esos casos, falla la solidaridad, y en vez de la sinceridad y la amistad de las relaciones recíprocas reinan la sospecha y la crítica, con el consiguiente aislamiento en el propio individualismo. Se trata de una actitud falsa y errónea. Vosotros no debéis comportaros así: en vuestro lugar de trabajo manifestad lo que es el contenido central de la fe que profesáis, es decir, el amor de Cristo que sale al encuentro de todos de manera generosa y gratuita.

Durante las semanas pasadas, los misioneros os han entregado, junto con el crucifijo, una carta mía. Con ella he querido estar cerca de vosotros en la aventura del trabajo, difícil pero siempre interesante, que tiene como objetivo proseguir la obra creadora de Dios Padre. Os pido a todos que seáis testigos de esperanza: una esperanza que sabe mirar al futuro sin dejarse condicionar por las múltiples preocupaciones diarias, fundándose más bien en la certeza de la presencia de Dios. Fortalecidos por esta esperanza, cruzaremos el umbral del tercer milenio con la profunda convicción de que debemos anunciar a Cristo con todas nuestras fuerzas a cuantos encontremos en nuestro camino, para ayudarles a descubrir el sentido de la vida en el encuentro personal con el Señor Jesucristo.

En espera de poder acogeros nuevamente con ocasión de la vigilia de Pentecostés, en la que juntos daremos gracias al Padre por el gran don de la misión ciudadana, os bendigo de corazón a vosotros y a vuestras familias, pidiendo al Señor, por intercesión de san José y de la Virgen María, que vuestro trabajo sea para todos fuente de auténtica fraternidad y de confianza en la vida.












A LOS PEREGRINOS DE LAS DIÓCESIS ITALIANAS


DE BRESCIA, VERCELLI Y CHIÁVARI


Sábado 20 de marzo de 1999


Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Os saludo con afecto a todos vosotros, fieles de las diócesis de Brescia, Vercelli y Chiávari, que con vuestra presencia hoy queréis devolver la visita que tuve la alegría de realizar a vuestras comunidades diocesanas. Os saludo también con gran cordialidad a vosotros, queridos enfermos y amigos de la OFTAL, y a vosotros, miembros de las cofradías aquí presentes, que habéis venido a Roma para encontraros con el Papa y rezar ante la tumba de los apóstoles san Pedro y san Pablo.

Me alegra acogeros al día siguiente de la solemnidad de san José, que, llamado a ser el custodio del Redentor, «hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1,24). Inspirándose en el Evangelio, los Padres de la Iglesia subrayaron ya desde los primeros siglos que, al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso esmero a la educación de Jesucristo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, IV, 23, 1), así también custodia y protege a su Cuerpo místico, la Iglesia, cuya figura y modelo es la santísima Virgen. Ojalá que la peregrinación de todos vosotros a Roma, corazón del cristianismo, afiance vuestra fe en Cristo y vuestra adhesión fiel a su Evangelio.

2. Me dirijo ahora de modo particular a vosotros, amadísimos fieles de la diócesis de Brescia. Os saludo a cada uno con particular benevolencia. Saludo de modo especial a vuestro nuevo obispo, monseñor Giulio Sanguineti, y al obispo emérito monseñor Bruno Foresti, así como a vuestro ilustre paisano monseñor Giovanni Battista Re. Saludo a los sacerdotes, las religiosas, los religiosos y los seminaristas, y a toda la familia diocesana de Brescia. El año pasado estuve dos veces en Brescia. Sabed que en el corazón del Papa hay un lugar especial reservado para vosotros, conciudadanos de mi inolvidable predecesor el siervo de Dios Pablo VI, de quien se celebró anteayer, aquí en Roma, la sesión de clausura de la investigación diocesana.

Al mismo tiempo que os expreso mi gratitud por vuestra visita, recuerdo con emoción las peregrinaciones apostólicas que la Providencia me ha permitido realizar a vuestra ciudad y a las montañas del valle Camónica, en Borno. Quisiera animaros hoy a proseguir vuestro camino de constante adhesión a Cristo y a su mensaje de salvación. Haciendo mías las palabras del Papa originario de vuestra ciudad, también yo os digo: «Sed fieles, brescianos; prometeos a vosotros mismos y asegurad a las nuevas generaciones que conservaréis firme, fuerte, completo y fecundo el patrimonio de la fe cristiana» (Discurso pronunciado el 25 de enero de 1965). El ejemplo del beato Giuseppe Tovini os aliente en este compromiso de testimonio coherente y generoso.

72 Os asista María santísima, la «Virgen de las Gracias», a quien Pablo VI amaba y recordaba frecuentemente con nostalgia. Su tierno amor a la Virgen os sirva de ejemplo y os acompañe todos los días de vuestra vida.

3. Os saludo ahora a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas de Chiávari, que habéis venido con vuestro obispo, monseñor Alberto María Careggio. Vuestra presencia despierta en mi corazón las emociones que experimenté durante mi visita a vuestra diócesis en septiembre del año pasado. Al dar gracias con vosotros al Señor por cuanto ha realizado en vuestra comunidad, os exhorto a continuar con empeño vuestro itinerario de fiel testimonio evangélico.

Renuevo la exhortación que os dirigí entonces a crecer en unidad y en espíritu misionero, abriéndoos cada vez más a los vastos horizontes de la evangelización. Os encomiendo a vosotros y a toda la comunidad diocesana a María santísima que, con el título de «Nuestra Señora del Huerto», vela como patrona por vosotros y por vuestras familias. Sed siempre devotos suyos, y experimentaréis su protección materna en toda circunstancia. Monseñor Alberto Careggio, que ha venido del valle de Aosta, parece sentirse cada vez más ligur.

4. Mi palabra se dirige ahora a vosotros, amadísimos fieles de Vercelli, para agradeceros la amabilidad con que habéis querido devolverme la visita que hice a vuestra ciudad en mayo del año pasado. Doy mi más cordial bienvenida a vuestro arzobispo, monseñor Enrico Masseroni, a la vez que recuerdo con gratitud a sus predecesores, monseñor Tarcisio Bertone, ahora secretario de la Congregación para la doctrina de la fe, y a monseñor Albino Mensa, que en paz descanse.

Tengo siempre presente la acogida cordial que me dispensasteis durante mi estancia entre vosotros y aprovecho esta ocasión para saludar a los sacerdotes, a los consagrados y las consagradas, así como a todos los representantes de los diversos componentes de vuestra comunidad diocesana. Don Secondo Pollo, a quien tuve la alegría de beatificar durante mi visita a vuestra ciudad, os renueva a todos la invitación a «apostar con él por la santidad», que es vocación de todo el pueblo de Dios. Testimonia que seguir a Jesús es una empresa exigente, pero también fuente de gran alegría.

Al expresaros mi aprecio y mi gratitud por los sentimientos que manifiestan vuestra presencia y vuestro entusiasmo, os aliento a perseverar en vuestros buenos propósitos, para que las semillas sembradas entonces den abundantes frutos.

5. Bienvenidos, amadísimos enfermos y amigos de la OFTAL. A la vez que os abrazo a cada uno y saludo cordialmente a vuestro presidente, monseñor Franco De Grandi, pienso con emoción en vuestro fundador, monseñor Alessandro Rastelli, apóstol del sufrimiento, que dedicó toda su vida al servicio de los enfermos. Durante estos años habéis seguido avanzando por el camino que él trazó con entusiasmo y entrega, y hoy estáis aquí para dar gracias al Señor y renovar vuestro deseo de proseguir con generosidad ese valioso apostolado. Os expreso a vosotros, enfermos, y a cuantos se dedican a vosotros -médicos, enfermeros, farmacéuticos, amigos voluntarios, acompañantes, sacerdotes y religiosos- mi profunda gratitud por el ejemplo que dais y por la caridad de la que sois servidores silenciosos y testigos elocuentes. María santísima, que conoce bien el valor redentor del sufrimiento humano, os acompañe en vuestra situación de prueba y a veces de enfermedad prolongada.

6. Por último, os saludo a vosotros, queridos fieles pertenecientes a diversas cofradías. Saludo especialmente a vuestro presidente, señor Nicola Gerardo Marchese, y a vuestros asistentes espirituales. Habéis venidos en peregrinación a Roma para venerar la imagen del santísimo crucifijo, en la iglesia de San Marcelo en el Corso, y para renovar ante las tumbas de los Apóstoles y de los mártires vuestro deseo de participar en la obra de la nueva evangelización. Como misioneros de esperanza y solidaridad cristiana, llevad por doquier la luz, la alegría y la gracia de Cristo. Sed testigos fieles de Cristo en el mundo de hoy.

Amadísimos hermanos y hermanas, a todos vosotros, que habéis venido para visitarme, os deseo que prosigáis generosamente el itinerario cuaresmal hacia la Pascua. Acompaño estos deseos con la bendición apostólica, que•extiendo con gusto a vuestras familias y a las comunidades eclesiales de las que provenís.








A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE MOZAMBIQUE


EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 20 de marzo de 1999



Venerado señor cardenal;
73 amados hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría os acojo en esta casa a vosotros, que habéis recibido del Señor la misión de apacentar su Iglesia en Mozambique. Habéis venido a Roma para realizar la visita a la tumba de los Apóstoles y encontraros con el Sucesor de Pedro, buscando nueva luz y apoyo para vuestro ministerio de edificar el cuerpo de Cristo (cf. Ef
Ep 4,12), en comunión con la Iglesia universal. Agradezco a monseñor Francisco Silota, presidente de vuestra Conferencia episcopal, las amables palabras que me ha dirigido, que manifiestan el vigor espiritual y el dinamismo misionero de vuestras comunidades y su fidelidad al Evangelio.

Signo de este dinamismo y crecimiento eclesial es la nueva diócesis de Gurué, creada en 1993 y encomendada a monseñor Manuel Chuanguira Machado, a quien saludo de modo particular durante esta primera visita; idéntico motivo me lleva a nombrar al nuevo obispo de Pemba, monseñor Tomé Makhweliha, y a monseñor Adriano Langa, obispo auxiliar de Maputo. A todos os dirijo mi saludo afectuoso en Cristo, con profundo aprecio por vuestro servicio eclesial y la certeza de mis oraciones para que, rebosantes de entusiasmo apostólico, sigáis anunciando el Evangelio al pueblo que se os ha confiado.

2. Habéis querido incluir esta visita ad limina Apostolorum entre los varios actos oficiales conmemorativos del jubileo de la evangelización de Mozambique, motivo que me impulsa a iniciar este coloquio con vosotros partiendo de la Eucaristía, puesto que constituye «el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana» (Christus Dominus CD 30), y fue el sagrado pórtico por donde Jesucristo entró en vuestra tierra.

En efecto, se hizo presente mediante estas palabras: «Esto es mi Cuerpo. Éste es el cáliz de mi sangre (...) que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». Era la primera misa, celebrada en tierras mozambiqueñas por el capellán de las naves portuguesas de Vasco de Gama el día 11 de marzo de 1498. Después de quinientos años, aquí, esta mañana, hemos realizado in persona Christi el mismo acto de consagración, y -¿cómo no pensar en ello?también lo han realizado casi todos los sacerdotes que, en Mozambique, junto con nosotros, «apacientan la Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre» (Ac 20,28).

Impulsado por este pensamiento, en la persona de cada uno de vosotros y de vuestros sacerdotes, deseo manifestar toda la esperanza, la solicitud y la estima que siento por la Iglesia que apacentáis. De rodillas al pie del único altar de la cruz preparado como mesa para todas vuestras comunidades, desde la de la catedral hasta la más pequeña y distante adonde llega la Eucaristía, comulgando con la única Víctima divina entregada voluntariamente a la muerte por todos los mozambiqueños y por toda la humanidad; hermanado en el único y eterno sacerdocio, que por gracia y sólo por gracia nosotros, sacerdotes, compartimos, yo, siervo de los siervos de Dios, aprovechando idealmente el momento en que, en la anáfora eucarística, pronunciáis mi nombre y mi servicio eclesial, me acerco a cada celebrante y, con un afectuoso abrazo, le digo: «Gracias, porque has hecho nacer sacramentalmente a Jesús en Mozambique. Ahora que ha nacido en tus manos cuando lo has llamado "mi cuerpo" y "mi sangre", no olvides a ninguno de los hijos e hijas que, por él y en él, has engendrado para nuestro Dios y Padre. Por nada del mundo reniegues de lo que libremente has escogido ser y eres: "cuerpo entregado", "sangre derramada (...) para el perdón de los pecados". Te pido que lleves el abrazo de paz y la bendición del Papa a cada una de las comunidades eclesiales que apacientas en la caridad de Cristo».

3. En vuestros informes se lee que, por la gran afluencia de cristianos, finalmente libres de confesar su fe y su pertenencia a Cristo, y con los caminos transitables y más seguros gracias a la paz reconquistada, en muchas partes la eucaristía debe celebrarse al aire libre, porque el lugar de culto no basta para acoger a la multitud. Multiplicáis las celebraciones, pero el fenómeno continúa. Es sintomático. Mozambique recibió la visita de la Eucaristía cuando sus habitantes aún no conocían al amable huésped que llegaba; ahora que lo conocen como «verdadero pan que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,32 Jn 6,33), corren hacia él.

Se podría decir que Dios ha hecho de Mozambique un país eucarístico; veo a su pueblo creyente que se ofrece a Dios para ser Eucaristía. Dios lo ha bendecido con una sintonía y una atracción especiales con respecto al santísimo Sacramento, como si sólo este Pan pudiera saciarlo; le ha concedido, además, que ninguna comunidad se quedara sin la celebración regular de la misa dominical y de los otros sacramentos. De este modo, no ha corrido el riesgo de ir a beber a otras fuentes de aguas turbias y confundir la voz del pastor verdadero con la de cualquier extraño que pretendiera entrar en el redil sin pasar por la puerta, que es Cristo (cf. Jn Jn 10,1-9). La situación del cristianismo en el mundo enseña que las comunidades alimentadas regularmente con el pan de la Palabra y de la Eucaristía son menos vulnerables a la influencia de las sectas. Por eso deseo formular a cada uno de los sacerdotes que están en Mozambique esta pregunta: ¿ves alguna posibilidad de llevar el consuelo dominical de la Eucaristía aunque sólo sea a una comunidad? Te lo pregunto a ti y a los demás. En el presbiterio diocesano, en el que también los sacerdotes misioneros y religiosos tienen que sentirse acogidos, debéis tomar al pie de la letra el mandato del divino Maestro que, preocupado porque la multitud que lo seguía podía desfallecer durante el camino si la mandaba a casa sin comer, dijo a sus discípulos: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer» (Mt 14,16 cf. Mc Mc 8,3).

En este servicio y en muchos otros que existen en las pequeñas comunidades cristianas, sé que colaboran con vosotros, en su medida y grado, numerosos catequistas y animadores, a quienes en esta ocasión deseo saludar, dar las gracias y animar: sus nombres están escritos en el cielo. Amados obispos y sacerdotes, sed para ellos guías atentos y apoyo permanente, sobre todo si, en vuestra ausencia, tienen que presidir la asamblea dominical. Pero todos deben tener muy claro que dichas asambleas se celebran «en espera de un sacerdote» (Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia de sacerdote, 26) y son ocasión para pedir al Señor que envíe más obreros a su mies (cf. Mt Mt 9,38).

4. De hecho, la vida de las comunidades cristianas sólo está garantizada plenamente cuando tiene sacerdotes, porque son los que administran los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía, llevando la grey a las fuentes de la vida eterna. Doy gracias a Dios porque comienza a haber ordenaciones en vuestras diócesis. Pero ¡cuántas más se necesitan!

Y, sin embargo, algunos de vosotros se han lamentado de no poder aceptar todas las solicitudes de los jóvenes que querían entrar en los seminarios, porque ya no hay cabida. ¡Qué pena! En mi patria, circunstancias muy diversas de las vuestras habían obligado a cerrar el seminario de Cracovia, pero mi arzobispo, monseñor Adam Sapieha, lo reorganizó de forma clandestina en su residencia; allí me acogió, y viví con él mis dos primeros años de seminarista. No es que os recomiende lo mismo; lo que quiero deciros es que Dios os ha de inspirar formas y medios para acoger las vocaciones que os manda y que tanto necesitáis.

74 Tuvo gran influencia en el camino de mi formación con vistas al sacerdocio la cercanía de mi obispo, sobre todo durante los años en que viví en su residencia. Los seminaristas necesitan encontrarse, «estar» con su pastor; y, viceversa, en el cumplimiento de las responsabilidades pastorales que éste tiene con respecto a los candidatos al sacerdocio, les ayuda mucho que los «visite con frecuencia y en cierto modo "esté" con ellos» (Pastores dabo vobis PDV 65). Esta cercanía del pastor es necesaria a toda la grey; por eso el canon 395 del Código de derecho canónico establece su residencia personal en la diócesis.

Con su palabra y su ejemplo, ayuda a los jóvenes a comprender que el sacerdocio es configuración con Cristo, esposo y cabeza de la Iglesia, pero también víctima y siervo humilde. Un seminario y un presbiterio, fortalecidos por la oración, por el apoyo mutuo y por la amistad, favorecen el espíritu de obediencia que dispone al sacerdote a realizar las tareas pastorales que su obispo le ha confiado. El misterio de la Iglesia como comunión se fortalece cuando la autoridad episcopal se ejerce como amoris officium (cf. Jn Jn 13,14), y la obediencia sacerdotal sigue el modelo de servicio de Cristo (cf. Flp Ph 2,7-8).

Además de esto, ni el seminario ni el presbiterio deberían llevar a un estilo privilegiado de vida. La sencillez y la abnegación han de ser las características de quienes siguen al Señor, que «no vino para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). Como afirma el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, «difícilmente el sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos si está excesivamente preocupado por su comodidad y por su bienestar» (n. 67).

5. Quiero expresar ahora mi gran aprecio por el inestimable servicio de las personas consagradas: a todas ellas, hombres y mujeres, les manifiesto la más profunda gratitud de la Iglesia. Han sido deslumbradas por el Absoluto y, con un resplandor eterno, situadas como estrellas en el firmamento, para guiar a muchos por el camino de la justicia (cf. Dn Da 12,3). Su corazón arde con un fuego que no es de esta tierra y que los transforma en la «lámpara» del Evangelio encendida «no para ponerla debajo del •celemín (de su diócesis), sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa» (Mt 5,15), la casa de Dios. De aquí deriva su justo anhelo de crecimiento hasta los confines de la Iglesia, para poder «seguir al Cordero a dondequiera que vaya» (Ap 14,4).

Es importante que este testimonio resplandezca en Mozambique. Por eso, no puedo menos de alegrarme por el gran florecimiento de vocaciones religiosas en vuestras diócesis, incluidas las nuevas fundaciones locales. Sé que las religiosas prestan una magnífica colaboración en la vida pastoral de las comunidades cristianas, supliendo las múltiples carencias de la vida eclesial o, incluso, guiándolas cuando falta un sacerdote residente. Pero nunca podrán ser consideradas como el contrapunto femenino del presbiterio, puesto que su vocación no consiste en apacentar la grey, sino en mantener vivo en ella el ideal de las bienaventuranzas, anticipando la condición definitiva del reino de Dios mediante la vivencia de los consejos evangélicos. Por eso, con prudencia y discernimiento (cf. 1Th 5,21), ayudad a vuestras fundaciones a crecer hasta llegar a ser auténticas familias religiosas, quizá mediante la unión de asociaciones de diversas diócesis, cuyos miembros tengan la misma vocación y el mismo carisma, velando para que las candidatas sean seleccionadas con esmero y reciban una formación integral humana, espiritual, teológica y pastoral, que las prepare para su misión en la Iglesia.

6. Vuestros directos colaboradores pastorales son los sacerdotes, con los que os unen vínculos de fraternidad apostólica, forjada por la gracia del orden sagrado. Contáis ya con la colaboración de bastantes sacerdotes diocesanos; los demás son miembros de congregaciones misioneras y religiosas, o fidei donum. Cada uno de ellos, según su respectivo grado de pertenencia, debe sentir que forma parte de «un único presbiterio y una única familia, cuyo padre es el obispo» (Christus Dominus CD 28). Mostrad interés por todos, de cualquier edad, condición o nacionalidad que sea, tanto nativos como extranjeros (cf. ib., 16).

Si el clero de un presbiterio es de diversa proveniencia, el obispo no tiene que «hacer distinciones» (cf. St Jc 2,4) entre sus sacerdotes. Me refiero a la colaboración concreta que la Santa Sede os pide regularmente: indicar los nombres de los posibles candidatos al episcopado entre los sacerdotes de vuestras diócesis. Las propuestas hechas han de ser el resultado de una valoración objetiva de las mejores posibilidades que ofrece el clero, sin dejarse condicionar por su origen. Corresponde luego a la Santa Sede la elección del pastor que juzga más idóneo para el gobierno pastoral de una diócesis.

7. La historia de la Iglesia está llena de figuras de misioneros que, siguiendo las huellas de san Pablo, «se han hecho todo a todos a fin de salvar a toda costa a algunos» (cf. 1Co 9,22). Basta pensar en el padre Gonçalo da Silveira, en los comienzos de la evangelización de vuestra tierra. Ahora bien, ninguna diócesis, ningún obispo que haya acogido a un misionero a su mesa o haya compartido su pan con él; que le haya abierto su corazón, haciéndole partícipe de sus proyectos y dificultades, y que después haya soportado con él el peso de las jornadas apostólicas, podrá afirmar: ¡es un «extranjero»! Pero esta norma eclesial ya tiene casi dos mil años: «Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ep 2,19-20). Para la Iglesia, esta norma abroga todos los usos y costumbres, los criterios y valores de este mundo, que se opongan a ella o la dificulten.

Somos la familia de Dios. Durante la Asamblea especial para vuestro continente, los padres sinodales reconocieron que este concepto era «una expresión de la naturaleza de la Iglesia particularmente apropiada para África», proponiéndose «edificar la Iglesia como familia, excluyendo todo etnocentrismo y todo particularismo excesivo, tratando de promover, por el contrario, la reconciliación y la verdadera comunión entre las diversas etnias, favoreciendo la solidaridad y el compartir tanto el personal como los recursos de las Iglesias particulares, sin consideraciones indebidas de orden étnico» (Ecclesia in Africa ), convencidos de que «la unión de la familia humana se fortalece mucho y se completa con la unidad (...) de la familia de los hijos de Dios» (Gaudium et spes GS 42).

8. La decisión sinodal de privilegiar la presentación de la Iglesia como familia se basa en la constatación de que «en África, particularmente, la familia representa el pilar sobre el cual está construido el edificio de la sociedad» (Ecclesia in Africa ). Y así debe seguir siendo. Por eso, todo el esfuerzo y el cuidado pastoral de la Iglesia resulta insuficiente cuando se trata de salvar una familia. Cuando una familia se rompe, se abre una brecha en el futuro de la sociedad, y por ella se pierde su vigor. Ayudad, pues, a la sociedad mozambiqueña, de modo particular a quienes la proyectan y guían con sus normas e instituciones públicas, a razonar y organizarse, considerando la familia como unidad básica de medida e instrumento de verificación. Mozambique será mañana la familia que tiene hoy, pues los ciudadanos encuentran en ella su cuna y su primera escuela.

La formación humana, que comienza en la familia, se desarrolla en la escuela. Desgraciadamente, la guerra prolongada y sus secuelas han perjudicado enormemente la red escolar nacional, impidiendo que la nación atienda la mayor aspiración de su juventud: aprender y formarse. Escuchando diariamente las quejas de padres e hijos, la Iglesia, que ejerce su legítimo derecho de presencia activa en el mundo de la escuela, ha invertido en ella cuanto ha podido e, incluso, ha ido más allá de sus posibilidades. Quisiera elogiar el trabajo admirable de tantos profesores cristianos, comprometidos con su mejores energías y con todo su saber, desde la escuela primaria hasta la Universidad católica de Mozambique.

75 Las escuelas católicas, sin distinción de clases sociales ni de religión, imparten una sólida educación humana, cultural y religiosa, respetando la conciencia de los alumnos y las opciones de sus familias. En ellas, jóvenes de diferente origen pueden aprender el diálogo de la vida, para participar en la construcción de una sociedad que acoja a cada uno y respete las diferencias. La unión entre todos los ciudadanos, sin distinción de origen o creencias, fundada en el amor a la patria común, ha de buscarse con ardor, a fin de trabajar juntos con vistas al desarrollo integral de la nación, en la concordia y la justicia. Ojalá que los jóvenes no tengan miedo de comprometerse por el futuro de su país.

9. Amados hermanos, muchas veces y por diversos motivos, habéis aludido a la dificultad derivada de usos y costumbres ancestrales de las poblaciones, que les impiden aceptar completamente las exigencias del Evangelio, para afirmar a continuación la buena disposición con que lo acogen. Sé que la contradicción es aparente, porque el nivel de adhesión es diferente; pero, esta contradicción aparente, ¿no oculta el verdadero y mayor desafío de siempre, y también de hoy: la urgencia de evangelizar?

En estos quinientos años de evangelización de vuestro pueblo se ha renovado, más de una vez, el prodigio de una Iglesia que renace de las cenizas con una pujanza extraordinaria. Hoy, que la Iglesia en Mozambique ya tiene cimientos sólidos, ha llegado la hora de suscitar una gran oleada de misioneros que vuelvan a vuestra tierra, donde millones de personas aún no han sido evangelizadas, para «proclamar la buena nueva a todos, y conducir a aquellos que escuchan al bautismo y a la vida cristiana». Si os empeñáis «con valentía y sin titubeos en este camino, la cruz podrá ser plantada en todas las partes del continente para la salvación de los pueblos que no tienen miedo de abrir las puertas al Redentor» (Ecclesia in Africa ).

10. Venerado señor cardenal y amados hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro, quiero renovaros mi gratitud por la visita que me habéis hecho, trayéndome los frutos generosos de una siembra del Evangelio que tiene quinientos años en vuestra tierra. Sobre toda vuestra nación imploro la benevolencia de Dios, suplicándole que libere del odio, del resentimiento y de la venganza el corazón de todos los mozambiqueños, para que lleguen al gran jubileo del año 2000 verdadera y profundamente reconciliados y pacificados con Dios y con los hombres.

Los cristianos saben que esta reconciliación tiene su fuente de gracia y de dinamismo en la Eucaristía, y «el año 2000 será intensamente eucarístico», ya que «en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, que se encarnó en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (Tertio millennio adveniente
TMA 55). María, Madre del Redentor, os asista para que guiéis al pueblo de Dios que está en Mozambique hasta ese encuentro salvífico. Con mi bendición apostólica.








Discursos 1999 67