Discursos 1999 75

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


AL PADRE LORENZO RUSSO,


ABAD GENERAL DE LA CONGREGACIÓN


BENEDICTINA VALLUMBROSIANA




Al reverendísimo padre LORENZO RUSSO
Abad general de la Congregación Benedictina Vallumbrosiana

1. Me ha alegrado saber que la familia monástica vallumbrosiana se prepara para celebrar este año el milenario del nacimiento de su fundador, san Juan Gualberto. En esta perspectiva, deseo dirigirme a usted, reverendísimo abad general, y a todos los miembros de la congregación, para que esta importante conmemoración deje huellas profundas con vistas a una renovación de vuestra vida y al bien de toda la Iglesia: «¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa que recordar y contar, sino una gran historia que construir!» (Vita consecrata VC 110).

Este aniversario se celebra en el año dedicado al Padre, vísperas del jubileo del año 2000, y es importante que para cada monje vallumbrosiano esa celebración sea un acto de alabanza a Dios Padre por haber suscitado en la Iglesia una figura tan significativa por santidad y valentía apostólica: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ep 1,3-4).

2. San Juan Gualberto fue elegido por Dios a fin de que, en un momento difícil para la historia de la Iglesia, en una época de profundas transformaciones que afectaban al mundo de las órdenes religiosas, contribuyera a suscitar nuevamente el deseo de una vida cristiana y monástica sin componendas, dando inicio, después de no pocas dificultades, a una nueva forma de vida que respondía a las mociones interiores del Espíritu. Esta forma de vida, arraigada en la regla de san Benito, preveía que «nada se antepusiera a Cristo» (Regula Benedicti, 4, 21 y 72, 11). Así, san Juan Gualberto y sus discípulos pudieron cumplir las exigencias de una vida ascética rigurosa, dando a la vez una valiosa aportación a la lucha contra la simonía y el nicolaísmo.

Como ya dijo mi venerado predecesor Pablo VI, con ocasión del IX centenario de su muerte, «aun siendo monje, participó plenamente y del modo más verdadero en la vida de la Iglesia, y juntamente con sus discípulos desempeñó un papel de primera importancia en las gravísimas circunstancias que (...) afligían especialmente a la Iglesia de Florencia. Desde el monasterio de Vallumbrosa, como desde una elevada atalaya, estaba atento a las inmensas necesidades de la Iglesia (...). Se aplicó con gran esfuerzo a la instauración de la disciplina monástica y a la reforma de las costumbres del clero, inculcando la vida común y la absoluta pobreza evangélica» (Carta al abad general de los vallumbrosianos, 10 de julio de 1973: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de agosto de 1973, p. 2).

76 Precisamente mediante el testimonio de la pobreza, «testimonio del Reino, principio de bienaventuranza, itinerario de libertad y medio de fecundidad apostólica» (Constituciones vallumbrosianas, 147), dado también con la sencillez de los edificios y la austeridad de vida, la reforma monástica llevada a cabo por san Juan Gualberto logró convertirse en norma de vida también para otros monasterios.

3. La fuerza del Espíritu Santo se manifestó en san Juan Gualberto cuando, siendo aún caballero de una prometedora milicia mundana, al encontrarse con el asesino de su hermano, bajó del caballo y le dio un abrazo como signo de perdón. Este gesto, que marcó profundamente su vida, hasta el punto de que lo impulsó a dejarlo todo por el Reino (cf. Lc
Lc 18,28), es de gran actualidad también para nuestro tiempo: ceder a la violencia y al odio significa dejarse vencer por el mal y propagarlo. San Juan Gualberto, al ofrecer el perdón, no sólo cumplió plenamente la enseñanza del Señor: «Perdonad y se os perdonará» (Lc 6,37), sino que también obtuvo una gran victoria sobre sí mismo y una profunda paz interior.

El ejemplo de vuestro fundador os debe llevar a comprometeros en la Iglesia para impulsar la espiritualidad de la comunión, ante todo dentro de vuestra familia monástica y luego en la misma comunidad eclesial y más allá de sus confines (cf. Vita consecrata VC 51).

4. La llamada a la santidad que recibió san Juan Gualberto se fue realizando en él a través de un continuo ejercicio de oración y ascesis, según la secular y vital tradición benedictina. Como narra uno de sus biógrafos, «era ignorante y casi analfabeto», pero «hacía que le leyeran de noche y de día la sagrada Escritura, hasta el punto de que llegó a ser bastante experto en la ley y en la sabiduría divina» (Andrés de Strumi, Vida de san Juan Gualberto, 32). La vida de la Iglesia «se ha de alimentar y regir con la sagrada Escritura» (Dei Verbum DV 21) y tiene su «cumbre y fuente» en la liturgia (cf. Sacrosanctum Concilium SC 10). También la vida monástica se caracteriza por estos dos elementos fundamentales; y el testimonio que vuestros monasterios pueden dar a la comunidad cristiana, y sobre todo a los jóvenes, deseosos de encontrar hombres capaces de hacerles gustar «la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús» (Ph 3,8) mediante la oración, la lectio divina y la liturgia, es irrenunciable.

Deseo de corazón que este milenario intensifique vuestra sequela Christi y, a ejemplo de san Juan Gualberto, vuestros monasterios sean cada vez más «casas de Dios» (Regula Benedicti, 31, 19; 53, 22; 64, 5), «un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de diálogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de la celestial» (Vita consecrata VC 6).

5. Antes de dejar este mundo, vuestro fundador, en su testamento espiritual, quiso recordar a todos sus hijos que la caridad es la base evangélica de la familia monástica: «Para conservar inviolablemente esta virtud, es inmensamente útil la comunión de los hermanos reunidos en torno al gobierno de una sola persona» (Andrés de Strumi, Vida de san Juan Gualberto, 80). En efecto, vuestras Constituciones subrayan que «el fin de la congregación, por voluntad del fundador, es el vinculum caritatis et consuetudinis entre las comunidades, las cuales, bajo la autoridad del abad general, se ayudan mutuamente para conservar e incrementar la vida consagrada de sus monjes» (Constituciones vallumbrosianas, 2).

Deseo repetiros a vosotros lo que escribí en la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata: «Toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades ricas iide gozo y del Espíritu Santo» (Ac 13,52). Desea poner ante el mundo el ejemplo de comunidades en las que la atención recíproca ayuda a superar la soledad, y la comunicación contribuye a que todos se sientan corresponsables; en las que el perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada uno el propósito de la comunión. En comunidades de este tipo la naturaleza del carisma encauza las energías, sostiene la fidelidad y orienta el trabajo apostólico de todos hacia la única misión. Para presentar a la humanidad de hoy su verdadero rostro, la Iglesia tiene urgente necesidad de semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia representa una contribución a la nueva evangelización, puesto que muestran de manera concreta los frutos del mandamiento nuevo» (n. 45).

Así pues, que permanezca muy firme en vuestro corazón la exhortación de vuestro padre y fundador: conservar inviolablemente la caridad.

6. Sobre usted, reverendísimo abad general, y sobre todos los monjes de la congregación vallumbrosiana invoco la maternal protección de María, vuestra patrona principal, amada y venerada con intenso fervor por san Juan Gualberto. A la Virgen santísima le pido que guíe los pasos de vuestra familia hacia el tercer milenio. En ella inspirad siempre vuestra vida, aprendiendo en su escuela a escuchar y conservar la palabra de Dios, y a amar la virginidad, la pobreza, el silencio, el sacrificio y la docilidad a los planes misteriosos de la Providencia (cf. Constituciones vallumbrosianas, 183), para mirar con esperanza al futuro que Dios sigue preparando para vosotros, como hizo en vuestro glorioso pasado.

Con estos deseos, mientras invoco sobre la congregación la celestial protección de san Juan Gualberto, le imparto con afecto a usted, reverendísimo padre, y a todos sus hermanos monjes vallumbrosianos una especial bendición apostólica.

Vaticano, 21 de marzo de 1999








DURANTE LA SOLEMNE CEREMONIA DE INAUGURACIÓN


DE LA EXPOSICIÓN «ROMA-ARMENIA»


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Miércoles 24 de marzo de 1999


1. Es una gran alegría para mí participar en esta solemne inauguración de la Exposición Roma-Armenia, organizada por la antigua y gloriosa sede de Echmiadzin y la embajada de Armenia ante la Santa Sede, con la cooperación de la Biblioteca apostólica vaticana. Quiero expresar mis sentimientos de profunda estima y consideración a su excelencia el señor Robert Kocharian, presidente de la República de Armenia, que ha querido estar presente en esta ocasión. Al agradecerle, señor presidente, sus amables palabras, deseo que Armenia, en su difícil camino hacia una prosperidad merecida, experimente una mayor solidaridad internacional y se beneficie de la dirección de estadistas clarividentes, consagrados al bien común, para que todos los ciudadanos se sientan animados a participar en el desarrollo de la nación.

Un motivo particular de alegría es la presencia, en esta solemne y significativa ocasión, de Su Santidad Karekin I, Catholicós de todos los armenios, acompañado por Su Beatitud el patriarca Torkom, arzobispo de Jerusalén, y otros ilustres prelados, sacerdotes y fieles de la Iglesia apostólica de Armenia. Habéis deseado honrar a la Iglesia de Roma con el gesto más hermoso que conocen los cristianos: el testimonio de la caridad y el santo beso de la comunión.

Santidad, aprecio profundamente este gesto delicado, que constituye un nuevo e importante capítulo en la historia de la búsqueda común de la unidad plena de todos los seguidores de Cristo. A pesar de las dificultades del viaje, usted y los ilustres huéspedes que lo acompañan han querido mostrar una vez más cuánto confían en la tarea ecuménica, a la que han dedicado incansablemente sus energías. Le agradezco una vez más las palabras de alcance histórico que pronunció con ocasión de su visita a Roma en diciembre de 1996, palabras de las que en los meses siguientes se hizo eco Su Santidad Aram I, Catholicós de la Gran Casa de Cilicia. A Su Santidad Aram I, Catholicós de la Gran Casa de Cilicia, envío un cordial saludo fraterno e invoco abundantes bendiciones divinas sobre su ministerio.

Usted ha enseñado a su pueblo y a su Iglesia que la comunión es un imperativo para los seguidores de Cristo y una condición esencial «para que el mundo crea» en su testimonio. Comunión no significa asimilación y pérdida de la propia identidad. Por el contrario, es una peregrinación común hacia el único Señor, conservando lo que es específico y obteniendo la fuerza y la riqueza que proporciona la universalidad. Que el Padre de todas las bendiciones le conceda, Santidad, muchos años como jefe de la Iglesia armenia, en espera de nuevas iniciativas que renueven la esperanza de quienes creen que la Iglesia de Cristo es una, que «no puede menos de ser una, una y unida» (Discurso en el Pontificio Instituto Oriental, 12 de diciembre de 1993: L'Osservatore Romano 17 de diciembre de 1993, p. 6).

Saludo con afecto a mi querido hermano Su Beatitud Jean Pierre XVIII Kasparian, patriarca de los católicos armenios, que también ha venido hoy para estar con nosotros, acompañado por otros obispos de su Iglesia. La comunión plena con la Sede de Pedro, al hacer que esta Iglesia forme parte integrante de la familia católica, no la separa de su maravilloso patrimonio de vida espiritual y de cultura que tanto honra al pueblo armenio; por el contrario, la compromete a dar un testimonio de renovado vigor en favor de la unidad.

2. El tema de la exposición, y este encuentro de eminentes personalidades eclesiásticas y civiles que representan al pueblo armenio, es un acontecimiento excepcional. En efecto, es altamente simbólico, pues subraya la apertura, la disponibilidad al encuentro y las realizaciones culturales que han caracterizado toda la historia del pueblo armenio.

A pesar de la oposición e incluso de la persecución abierta, los armenios no se han encerrado en sí mismos, sino que han considerado vital, tanto para su supervivencia como para su desarrollo auténtico, comprometerse en favor de un intercambio abierto e inteligente con otros pueblos. De los demás han tomado elementos de enriquecimiento y los han fundido en el crisol de su unicidad inconfundible. Han mostrado siempre iniciativa y valentía, sostenidos continuamente por la fuerza del Evangelio, que ha plasmado su historia y proporcionado un sólido fundamento a su vida. La diáspora armenia, por dolorosa que haya sido, es un signo de esta vitalidad dinámica que sigue siendo ejemplar aún hoy.

Cuando esta adhesión al Evangelio ha implicado, como ha sucedido a menudo, el sacrificio de la vida para mantenerse fieles a la fe cristiana, los armenios han mostrado con su martirio qué milagro de fuerza puede realizar la gracia en quienes la aceptan. La Iglesia universal sólo puede expresar constante y profunda gratitud por este sacrificio, que a veces ha servido de escudo protector viviente para la cristiandad occidental, ahorrándole peligros que podrían haber sido muy graves.

3. La relación entre Armenia y Roma es anterior a la llegada del cristianismo, pero éste se convirtió pronto en la verdadera razón de ser de esa relación. Durante muchos siglos, libres de las incomprensiones y divisiones que surgieron entre Occidente y el mundo griego, esa relación se caracterizó por una cordial buena voluntad. Las embajadas que la Iglesia armenia envió a Roma fueron recibidas como un testimonio de fe pura y coherente. En numerosas ocasiones, los Papas enviaron como regalo objetos litúrgicos a los católicos armenios, en señal de estima fraterna, y es significativo que aún hoy la mitra y el báculo pastoral formen parte de las vestiduras sagradas de los prelados armenios.

El reino armenio de Cilicia ha sido un punto privilegiado de encuentro para los latinos, los griegos y los sirios: allí floreció un compromiso notable de fraternidad ecuménica. La comunión entre la Iglesia armenia en esa región y la Iglesia de Roma alcanzó una intensidad quizá nunca antes lograda en otros casos. El intercambio cultural fue fecundo y beneficioso, a pesar de las considerables dificultades. Si no logró cosechar frutos más duraderos, se debió en parte a la intransigencia de algunos que tal vez no supieron apreciar plenamente el valor de una oportunidad tan providencial. Por parte de Roma, esta falta de comprensión desembocó en trágicos conflictos internos en la Iglesia occidental y en la aparición de nuevos conceptos canónicos y teológicos que dificultan aún más la comprensión del antiguo patrimonio espiritual de Oriente. Para nosotros, todo esto es hoy motivo de profundo dolor, y nos obliga a aprovechar las oportunidades que el Espíritu nos da, invitando a todos los seguidores de Cristo a la comunión.

78 4. Los objetos expuestos en la sala Regia, desde el fragmento del Arca de Noé, de Echmiadzin, hasta los restos arqueológicos de la antigua Cilicia, no son meros recuerdos; son signos de las maravillas que Dios ha hecho en favor del pueblo armenio. Son, además, una invitación a un conocimiento y a una estima de sí cada vez más profundos. Si, en aquellos tiempos lejanos, hombres iluminados e intrépidos como Nerses Shnorhali y Nerses de Lambrón asombraron al mundo, y siguen haciéndolo aún hoy, con su admirable equilibrio entre el amor a su propia cultura y su apertura a las culturas de los demás, su ejemplo, y después también el ejemplo brillante del abad Mequitar de Sebaste, deben ser una lección y una inspiración para todos nosotros en la actualidad.

En tiempos muy remotos, los armenios mostraron santamente gran entusiasmo por la unidad de la Iglesia, respetando la dignidad de todos y el carácter específico de cada uno. Se anticiparon a nuestro tiempo, proclamando valores que no fueron comprendidos plenamente. Ahora que esos valores han llegado a formar parte de nuestro patrimonio universal, no podemos por menos de imitarlos: debemos tener la valentía de realizar acciones santas que superen prejuicios y tópicos.

Juntos, siguiendo las huellas de Cristo: que ésta sea la esperanza y la súplica de todos los cristianos en vísperas del tercer milenio y del XVII centenario del bautismo de Armenia.

Que Dios bendiga y proteja siempre a vuestro pueblo en todo el mundo, dondequiera que dé testimonio de la fe y de la enseñanza de sus padres. Que desde el cielo los santos mártires y los venerados pastores de la Iglesia de Armenia intercedan por nosotros ante María, la Madre amorosa.








A SU SANTIDAD KAREKIN I,


CATHOLICÓS DE TODOS LOS ARMENIOS


Jueves 25 de marzo de 1999



«Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre» (Ps 103,1).

Sí, bendigo al Señor, que nos concede este momento de gracia y de encuentro fraterno. Es una gran alegría poder acogerlo durante estos días, Santidad, junto con Su Beatitud monseñor Torkom Manoogian, y todas las eminentes personalidades que lo acompañan.

Me alegra la impresionante exposición sobre la historia y la cultura armenias que se realiza en los museos vaticanos. Podemos admirar en ella un patrimonio impregnado plenamente de la fe cristiana. Por su fidelidad a sus raíces y su constancia en la adversidad, el pueblo armenio ha sabido transformar sus múltiples sufrimientos en una fuente de creatividad y dinamismo. Según la tradición, la Iglesia armenia recibió la fe de los apóstoles Tadeo y Bartolomé. Pero, gracias a la actividad misionera de san Gregorio el Iluminado, el Evangelio se difundió en el pueblo armenio al comienzo del siglo IV. Desde esos tiempos antiguos, la fe cristiana nunca ha dejado de iluminar e inspirar al pueblo armenio en sus convicciones profundas y en su vida diaria.

Los cristianos van a celebrar pronto el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él» (Rm 6,8-9). Vamos a cantar y celebrar el misterio de nuestra redención. Nuestra fe en Jesucristo es el fundamento de nuestra vida, de nuestra misión y de los vínculos de comunión fraterna entre nuestras Iglesias. Acojo con satisfacción los progresos realizados en nuestra búsqueda común de la unidad en Cristo, el Verbo de Dios hecho carne; son el fruto de nuestras relaciones ecuménicas y de nuestros diálogos teológicos. Las deplorables divisiones del pasado no deberían seguir influyendo de manera negativa en la vida y en el testimonio de nuestras Iglesias. El gran jubileo del año 2000 y el XVII centenario de la fundación de la Iglesia armenia nos invitan con insistencia a dar un testimonio común de nuestra fe en Jesucristo.

La Iglesia católica y la Iglesia armenia han desarrollado profundas relaciones, sobre todo desde el concilio Vaticano II. Se han realizado encuentros positivos desde aquel memorable día de 1971, cuando el Catholicós Vasken I y el Papa Pablo VI se dieron un abrazo, gesto lleno de amistad fraterna. También quiero agradecer muy especialmente a Su Santidad lo que ha hecho y sigue haciendo para que se logre la unidad de los cristianos. Con este espíritu que nos anima, es de desear que, dondequiera que los fieles católicos y armenios vivan juntos, prolonguen esos gestos fraternos mediante iniciativas constantes en los diferentes campos de servicio a los hombres. No perdamos ninguna ocasión para profundizar y aumentar nuestra colaboración concreta en esta única misión que Cristo nos ha confiado.

Santidad, alegrándome vivamente de la invitación a ir a Armenia, que también me ha hecho el presidente de la República, le doy las gracias por haberme comunicado su deseo de recibirme como huésped en su patriarcado de Echmiadzin, para reforzar nuestros vínculos y afianzar la unidad entre los cristianos. Pido al Señor que me permita realizar esta visita. A la vez que le agradezco este viaje a Roma, expresión muy simbólica de la fraternidad cristiana, le deseo una buena salud, para que pueda servir por mucho tiempo a su Iglesia. Imploro al Espíritu Santo que nos asista, para que seamos siempre servidores de los hombres y avancemos por el camino de la unidad a la que Cristo nos invita. Pido al Señor que bendiga a la Iglesia armenia, a sus pastores y a sus fieles. Ruego a la Virgen María, cuyo nombre encierra todos los misterios de salvación, como decía san Gregorio el Iluminado, que acompañe a sus comunidades con su ternura materna. Que el Señor le muestre su rostro y lo guarde en la paz.









ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II


CON LOS JÓVENES DE LA DIÓCESIS DE ROMA COMO PREPARACIÓN PARA LA XIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD


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Jueves 25 de marzo de 1999



EL VICARIO DE CRISTO


RESPONDE A LAS PREGUNTAS DE LOS JÓVENES




Primera pregunta

Santidad, en su Mensaje para la Jornada mundial de la juventud de 1999, nos invitó, junto con toda la Iglesia, «a dirigirnos hacia Dios Padre y a escuchar con gratitud y admiración la sorprendente revelación de Jesús: "El Padre os ama"», y también nos aseguró: «Su amor nunca se apartará de vosotros y su alianza de paz nunca fallará» (n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de enero de 1999, p. 3). Estamos seguros de ello. Sin embargo, a veces nos resulta difícil comprender cómo nos ama el Padre, cuando nos encontramos frente al sufrimiento y a la muerte de jóvenes como nosotros; cuando por catástrofes naturales mueren personas inocentes; cuando, peor aún, el hombre experimenta la locura de la guerra. En efecto, estamos concluyendo un siglo marcado profundamente por guerras y odios entre pueblos. Incluso hoy, en particular en estas horas, en los territorios de la ex Yugoslavia, tan cercanos a nosotros, los odios y las guerras continúan. Santidad, ¿puede ayudarnos a comprender cómo el Padre no deja de amarnos incluso cuando nos encontramos con el sufrimiento de los justos y los inocentes; cuando muchos de nuestros coetáneos son arrastrados por fenómenos destructores como la drogadicción; y cuando los hombres se matan entre sí a causa de los odios y las guerras?

1. Amadísimos jóvenes, os doy la bienvenida al Vaticano, en la sala Pablo VI. Doy la bienvenida tanto a los que están en esta sala como a los que se hallan fuera, bajo la lluvia, que al menos parece ahora menos fuerte. De todos modos son más fuertes que la lluvia.

Amadísimos jóvenes, el gran problema que me planteáis hunde sus raíces en el corazón mismo del hombre. En la pregunta que me ha formulado uno de vuestros representantes resuena la fuerte objeción que leemos en la Leyenda del gran inquisidor de Dostoievski: «¿Cómo puedo creer en Dios, cuando permite la muerte de un niño inocente?». Vemos, y casi palpamos, el problema del mal en la vida diaria. Parece que los grandes razonamientos sobre este problema no convencen inmediatamente, sobre todo cuando experimentamos personalmente la enfermedad y el sufrimiento, o cuando nos afecta la muerte de algún ser cercano y querido.

De cualquier manera, no eludo el desafío que encierra esta pregunta. Sólo quisiera, en primer lugar, formularos también yo una pregunta provocativa: me preguntáis cómo se comprende el amor del Padre cuando nos encontramos frente al odio, la división, las diversas formas de destrucción de la personalidad y la guerra. Con razón acaban de recordarnos el conflicto que ensangrienta la ex Yugoslavia, y que crea tanta preocupación por las víctimas y por las consecuencias que pueden derivar de él para Europa y para todo el mundo. Deseo de corazón que las armas callen cuanto antes, y que se reanuden el diálogo y las negociaciones, para que se llegue finalmente, con la contribución de todos, a una paz justa y duradera en toda la región balcánica.

Yo, por mi parte, os digo: ¿por qué preguntarse dónde está el amor de Dios, y no más bien poner de relieve las responsabilidades que derivan del pecado de los hombres? Es decir, ¿por qué deberíamos considerar culpable a Dios cuando, al contrario, los responsables son los hombres libres en sus decisiones? El pecado no es una teoría abstracta; sus consecuencias pueden comprobarse.

El mal acerca del cual me pedís una explicación se debe al pecado y a no querer vivir según las enseñanzas de Dios. Daña la existencia y la lleva a rechazar el bien. Las personas se encierran en la envidia, los celos y el egoísmo, sin caer en la cuenta de que esos comportamientos llevan a la soledad y quitan el sentido auténtico a la vida. A pesar de todo esto, tened la seguridad de que el amor del Padre no falla jamás, porque Dios mismo quiso compartir con nosotros el sufrimiento y la muerte. Y lo debemos recordar en este tiempo de Cuaresma y durante la Semana santa. Y lo que él vivió, también lo salvó y redimió. La fuerza del amor triunfa sobre el mal, como subraya el apóstol san Pablo con plena convicción: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (...) Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8,35 Rm 8,37). Ése es el camino para vencer el mal: crecer en el amor del Padre, que se nos reveló en Jesucristo.

Segunda pregunta

Santo Padre, en su Mensaje hace una apremiante invitación a la conversión y a acercarse al sacramento de la confesión. Le preguntamos: ¿de dónde tiene que brotar el deseo de convertirnos? Nos dicen a menudo que debemos convertirnos, pero a veces no sentimos ni vemos la necesidad de hacerlo. ¿Sabe explicarnos por qué? Además, le pedimos que nos hable sobre el sacramento de la confesión, porque no siempre nos resulta fácil ver en él el lugar donde se realiza el camino de vuelta al Padre, de quien nos hemos alejado con el pecado.

2. Es verdad; hoy, en general, no se siente la necesidad de conversión, como sucedía en otro tiempo. Pero, en realidad, revisar la propia vida es una de las exigencias fundamentales para lograr una personalidad adulta y madura. Sólo gracias a un proceso constante de conversión y renovación el hombre avanza por el arduo sendero del conocimiento de sí, del dominio de la propia voluntad y de la capacidad de evitar el mal y hacer el bien.

80 Podríamos decir que la vida es un continuo cambio. Vosotros vivís esta experiencia. ¿No es verdad que cuando amáis a una persona hacéis todo lo posible para obtener su amor? ¿No os ha ce incluso cambiar expresiones y comportamientos que jamás hubierais pensado que podríais modificar? Si en su raíz no hay un acto de amor, es imposible comprender la necesidad del cambio.

Lo mismo sucede en la vida del espíritu, especialmente gracias al sacramento de la reconciliación, que se sitúa precisamente en este horizonte. En efecto, es el signo eficaz de la misericordia de Dios, que sale al encuentro de todos, del amor del Padre que, a pesar de que su hijo se alejó y dilapidó sus bienes, está dispuesto a acogerlo de nuevo con los brazos abiertos, volviendo a comenzar desde el principio. En la confesión, vivimos personalmente la esencia del amor de Dios, que sale a nuestro encuentro del modo que le es más propio, es decir, el de la absolución y la misericordia.

Con esto no quiero decir que el camino de la conversión sea fácil. Cada uno sabe lo difícil que es reconocer los propios errores. En efecto, solemos buscar cualquier pretexto con tal de no admitirlos. Sin embargo, de este modo no experimentamos la gracia de Dios, su amor que transforma y hace concreto lo que aparentemente parece imposible obtener. Sin la gracia de Dios, ¿cómo podemos entrar en lo más profundo de nosotros mismos y comprender la necesidad de convertirnos? La gracia es la que transforma el corazón, permitiendo sentir cercano y concreto el amor del Padre.

Y no olvidéis que nadie es capaz de perdonar a los demás, si antes no ha hecho a su vez la experiencia de ser perdonado. Así, la confesión se presenta como el camino real para llegar a ser verdaderamente libres, experimentando la comprensión de Cristo, el perdón de la Iglesia y la reconciliación con nuestros hermanos.

Tercera pregunta

Santidad, usted nos recuerda las palabras de la primera carta de san Juan: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (
1Jn 4,20). Es decir, nos hace comprender que del amor del Padre deben brotar en nosotros gestos de amor, de perdón, de paz y de solidaridad con nuestros hermanos. Sobre esta necesidad de amar y perdonar estamos plenamente de acuerdo con usted, y nos comprometeremos a hacerlo sobre todo como signo de nuestra conversión, pasando por la Puerta santa del año 2000. Sin embargo, algunos de nosotros tienen dificultad para ver cómo la Iglesia sabe amar y perdonar. Usted, testigo del perdón, que ha sabido perdonar incluso al que le hirió físicamente y ha tenido la valentía de pedir perdón por los pecados de la Iglesia, ¿puede iluminarnos sobre este tema tan importante?

3. También vuestra tercera pregunta encuentra respuesta a la luz del amor. Quisiera deciros con gran sinceridad que el perdón es la última palabra que pronuncia quien verdaderamente ama. El perdón es el signo más alto de la capacidad de amar como Dios, que nos ama y por eso nos perdona constantemente. Con vistas al jubileo, ya inminente, ocasión propicia para pedir perdón e indulgencia, he querido que la Iglesia, fortalecida por la enseñanza del Señor Jesús, fuera la primera en renovar el camino de conversión perenne que le es propio, hasta el día en que se presente ante el Señor. Por eso escribí que, en el umbral del tercer milenio, la comunidad eclesial debe asumir «con una conciencia más viva el pecado de sus hijos» (Tertio millennio adveniente TMA 33).

El camino hacia la Puerta santa es una verdadera peregrinación para quien quiere cambiar de vida y convertirse al Señor con todo su corazón. Al cruzar esa puerta, no hay que olvidar su significado. La Puerta santa indica el ingreso en la vida nueva que nos ofrece Cristo. Sabéis bien que la vida no es una teoría, sino la realidad concreta de todos los días. La vida es un conjunto de gestos, palabras, comportamientos y pensamientos que nos implican y permiten que se nos reconozca por lo que somos.

Queridos muchachos y muchachas de la diócesis de Roma, os agradezco la promesa que me hacéis de esforzaros constantemente por ser también vosotros signos vivos de reconciliación y perdón. Son muchas las ocasiones que, sobre todo a vuestra edad, se os ofrecen para dar testimonio de amistad sincera y desinteresada. Multiplicad estas ocasiones y crecerá en vosotros la alegría, don de la presencia de Cristo; alegría que estáis llamados a comunicar a cuantos os conocen y a compartir con ellos. Jesús es el único Salvador del mundo; es la vida que da sentido auténtico a la existencia de todo hombre y de toda mujer.

Queridos jóvenes, no os canséis jamás de plantear preguntas con legítima curiosidad y deseo de aprender. Es normal que a vuestra edad, a la vez que os asomáis al mundo, sintáis el deseo de conocer siempre cosas nuevas e interesantes. Conservad este deseo de comprender la vida; amad la vida, don y misión que Dios os encomienda para cooperar con él en la salvación del mundo.

PALABRAS DEL PAPA AL FINAL DEL ENCUENTRO


Queridos jóvenes:

81 1. Al término de este encuentro, que ya se ha transformado en una cita anual con los jóvenes de la diócesis de Roma, deseo agradeceros vuestra participación tan numerosa y entusiasta.

Doy las gracias a vuestro representante, que me dirigió el saludo al comienzo, y a los amigos que, en nombre de todos vosotros, me han hecho algunas preguntas esenciales para poder decir «creo», es decir, creo que el Padre me ama. Y doy las gracias una vez más a quienes, de diversos modos, han contribuido a organizar este encuentro de fiesta y reflexión. Agradezco particularmente a la señora Caterina Muntoni su convincente testimonio de perdón, que acabamos de escuchar. Le aseguramos nuestra cercanía y nuestra oración por su hermano, asesinado cruelmente, a la vez que pedimos al Señor el don de numerosas vocaciones sacerdotales para la Iglesia: personas que, como don Graziano, sepan entregarse con gran generosidad a la causa del Evangelio y al servicio de sus hermanos.

2. Antes de dirigirnos al Padre con la oración que Jesús nos enseñó, deseo recordaros una cita y una tarea importantes.

Probablemente ya habéis comprendido a qué cita me refiero: se trata de la XV Jornada mundial de la juventud, que tendrá lugar aquí, en Roma, del 15 al 20 de agosto del año 2000, y cuyo tema es: «El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (
Jn 1,14).

Ojalá nadie falte a esta cita que, ya desde ahora, consideramos un «tiempo de gracia» para los jóvenes. Un tiempo de gracia para vosotros y para todos vuestros coetáneos, que acogeréis en vuestras casas, parroquias, escuelas, institutos religiosos, tiendas de campaña, y en todos los lugares que se os ocurra. Un tiempo de gracia para la Iglesia de Roma, que recibirá un gran beneficio espiritual y pastoral con la presencia de numerosos muchachos y muchachas, que vendrán aquí para compartir y testimoniar su fe al comienzo del nuevo milenio.

Os encomiendo una doble tarea: por una parte, invitar a participar en la Jornada mundial también a vuestros jóvenes amigos que quizá son indiferentes ante la fe, pero que, precisamente por ser jóvenes, buscan la verdad y el bien. El jubileo de los jóvenes será también para ellos una ocasión de gracia y, probablemente, como ya ha sucedido en otras ocasiones análogas, un momento de acercamiento a Cristo y a su Iglesia. Os encomiendo a estos coetáneos vuestros. Os confío, además, la tarea de acoger generosamente a los que vengan desde lejos. Conozco todo lo que están haciendo la diócesis de Roma y el Comité italiano para la Jornada mundial de la juventud, bajo la dirección del Consejo pontificio para los laicos, y me congratulo con ellos por el buen trabajo comenzado. Pero en esta obra hace falta la colaboración y el entusiasmo de todos: sacerdotes, religiosos y religiosas, adultos y jóvenes de las comunidades parroquiales, de los institutos religiosos, de las capellanías universitarias, de los movimientos y de las asociaciones de la diócesis. Deseo que muchas familias abran las puertas de sus casas a los jóvenes del mundo, para darles a conocer el gran corazón de los romanos. Estoy seguro de que los jóvenes romanos no serán menos generosos que los franceses de París, que los filipinos, que los americanos de Denver, y que todos los demás, incluidos los jóvenes polacos de Czêstochowa. La palabra Roma, leída al revés, se pronuncia «amor». ¡Ojalá que todos experimenten este «amor» romano!

3. Para prepararos a acoger a vuestros coetáneos, que llegarán desde muchas naciones del mundo, procurad redescubrir vosotros mismos los numerosos lugares de santidad y espiritualidad cristiana que custodia Roma. Así, podréis visitarlos con los amigos que vengan y, junto con ellos, profundizar la fe, transmitida a los largo de los siglos por generaciones de creyentes que a veces la han defendido y testimoniado al precio de su sangre. Se trata de la fe de ayer, de hoy y de siempre, que avanzará, también gracias a vosotros, en el nuevo milenio.

Hoy se da una feliz coincidencia: la Jornada de los jóvenes romanos coincide con la solemnidad de la Anunciación del Señor. Quiero deciros que esta solemnidad, este misterio, abrió el horizonte para toda la humanidad, pues con la Anunciación Dios mismo nos comunicó su venida, la venida de su Hijo, su ingreso en la historia del hombre. Así, la Anunciación nos recuerda esta gran apertura de horizontes en la historia del destino mismo de la humanidad. Por tanto, es providencial que esta solemnidad haya coincidido con vuestra reunión romana.

Sólo unas palabras más, las últimas. Por un motivo preciso rezamos tres veces al día el Ángelus. No se trata sólo de una tradición; es realmente una práctica que tiene un profundo fundamento. Rezamos tres veces al día el Ángelus para recordar el horizonte que nos abrió la Anunciación: «El ángel del Señor anunció a María (...) y el Verbo se hizo carne». Lo rezamos para recordar la perspectiva en que vivimos: una perspectiva creada por Dios mismo, en la que entra el Hijo de Dios que se hizo hombre. Esta verdad es fuente de gran confianza. Y vosotros, jóvenes, debéis tener confianza. Por eso, os digo también: tratad de rezar, cuando sea posible, el Ángelus Domini.








Discursos 1999 75