Discursos 1999 101

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Jueves 29 de abril de 1999



Rector magnífico;
ilustres huéspedes y profesores;
estimado personal técnico-administrativo;
amadísimos alumnos:

1. Me alegra encontrarme hoy entre vosotros, y doy gracias al Señor que me brinda la oportunidad de realizar esta visita a vuestra universidad romana «Tor Vergata». Cada vez que tengo la ocasión de encontrarme con el mundo universitario, me vienen a la memoria mi experiencia personal de alumno aquí en Roma, y mi actividad de profesor en las universidades de Lublin y Cracovia.

Con gran cordialidad os saludo, por tanto, a cada uno de vosotros, queridos profesores, jóvenes alumnos y personal técnico-administrativo. Doy las gracias a cuantos me han dirigido amables palabras de bienvenida: al rector magnífico, al gobernador del Banco de Italia y a la joven alumna. Saludo con deferencia al cardenal vicario, al ministro de Universidades e investigación científica, a los rectores de las universidades romanas y a las autoridades religiosas y civiles que han querido participar en este significativo encuentro.

2. «Feliz el hombre que se ejercita en la sabiduría» (Si 14,20). Las palabras del libro del Sirácida, que acabamos de escuchar, señalan el camino real por el que la universidad se realiza como comunidad de maestros y alumnos. El trabajo intelectual, animado por el gaudium de veritate del que san Agustín habla con entusiasmo en sus Confesiones (cf. X, 23), pone en el centro de su esfuerzo especulativo la verdad del hombre en su integridad. La dimensión humanística, según la cual la persona es concebida como sujeto y como fin, funda la función educativa y cultural de la universidad, puesto que, como afirmé en la sede de la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (Unesco) el 2 de junio de 1980, «la primera y esencial tarea de la cultura en general, y también de toda cultura, es la educación» (n. 11: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, p. 12).

Por lo demás, el auténtico humanismo no aparta al hombre de Dios ni lo convierte en su antagonista. Al contrario, abriéndose al misterio divino, el verdadero humanista encuentra el espacio de su propia libertad, el impulso de una búsqueda que tiene como confines la verdad, la belleza y el bien, que son los rasgos de un valor formativo insustituible, al servicio de un progreso cultural auténtico.

Los congresos científicos, algunos de los cuales han sido organizados también por vuestra universidad y que, con vistas al jubileo, han sido programados sobre el tema «La universidad para un nuevo humanismo», responden bien a esta perspectiva. Deseo de corazón que sean ocasiones propicias de profundización científica y, al mismo tiempo, de diálogo y confrontación entre profesores y alumnos sobre esos temas de gran interés humano y espiritual. En esta línea se sitúa el Jubileo de los profesores universitarios, en cuya preparación se está trabajando con empeño. La celebración del gran jubileo, que en este campus universitario va a realizar algunos de sus actos más significativos, entre los cuales me complace mencionar la Jornada mundial de la juventud, que tendrá lugar cerca de este ateneo, constituirá una ocasión singular para renovar a fondo las perspectivas de la investigación en todos los campos del saber humano.

3. «Feliz el hombre que se ejercita en la sabiduría». El autor sagrado considera la sabiduría y la inteligencia como dones de Dios y conquistas constantes del hombre. El vasto campo de la cultura es terreno fecundo de confrontación y atención a la persona y a las exigencias del bien común. Es gimnasio de acción misionera y evangelizadora.

102 ¡Cómo no pensar aquí en la misión ciudadana en los ambientes, que implica a toda la diócesis de Roma! Sé que, en el marco de esta importante iniciativa pastoral, en vuestra universidad se han realizado numerosos encuentros de catequesis y de reflexión cultural. Sé, asimismo, que con gran generosidad estáis trabajando en la reactivación de la pastoral universitaria, considerándola como camino privilegiado del proyecto cultural orientado cristianamente, al que la Iglesia en Italia está dedicando su atención desde hace algunos años.

Desde esta perspectiva, la capellanía universitaria, consagrada al cuidado espiritual de las personas y de las asociaciones, adquiere la fisonomía apropiada de centro pastoral: esta tarea implica una colaboración más estrecha y activa entre los componentes culturales de la comunidad universitaria y las diversas experiencias de los grupos eclesiales presentes en la universidad.

Símbolo y centro de vuestra acción es la capilla que se está construyendo en el centro del campus universitario y que habéis querido dedicar a santo Tomás de Aquino. Con su inteligencia abierta y su interés apasionado por la verdad, este santo supo captar «la armonía que existe entre la razón y la fe» (Fides et ratio
FR 43). «Cuando el hombre tiene una voluntad dispuesta a creer -escribe-, ama la verdad creída, piensa en ella con seriedad y capta toda clase de razones que pueda encontrar» (Summa Theologiae, II-II, q.2, a.10). No se trata de fundar la fe en la razón o subordinar una a otra, sino de iluminar la razón con la luz de la fe. También la cultura universitaria tiene necesidad de esta luz.

4. Doy las gracias a quienes han impulsado y sostenido la iniciativa de construir esta capilla, ubicada en el complejo de los edificios de la universidad como lámpara que brilla «para alumbrar a todos los que están en la casa» (Mt 5,15).

Como recordé el año pasado a los capellanes universitarios de Europa, la capilla -toda capilla universitaria-, es lugar del espíritu, donde se recogen en oración y encuentran alimento y apoyo los creyentes, que viven con diferentes modalidades la vida intensa de la universidad. Es gimnasio de virtudes cristianas, donde crece y se desarrolla la vida bautismal, y se expresa con celo apostólico. Es casa acogedora y abierta a todos los que, escuchando al Maestro interior, buscan la verdad y sirven al hombre dedicándose con empeño constante a un saber que no se contenta con horizontes estrechos y pragmáticos.

Vuestra capilla está llamada a ser un centro de animación cristiana de la cultura. Por eso, con profunda alegría, voy a bendecir dentro de poco el cáliz, la campana y la estatua de la Virgen, Reina de los Apóstoles, destinados a ella. Os agradezco, además, el don de las dos ambulancias para la misión humanitaria en favor de los prófugos de Kosovo. A la solidaridad concreta que habéis expresado a cuantos sufren las consecuencias del doloroso conflicto, se une el más vivo deseo de que la guerra termine cuanto antes y el conflicto de las armas ceda el lugar al diálogo y a la paz. También encomiendo estos deseos a vuestra oración.

Por último, quisiera retomar, como recuerdo de nuestro encuentro, la invitación de santo Tomás de Aquino que hemos escuchado: «Si buscas un lugar a donde ir, sigue a Cristo, porque él es la verdad (...). Si buscas un lugar donde descansar, está con Cristo, porque él es la vida. (...) Así pues, sigue a Cristo si quieres estar seguro. No te podrás extraviar, porque él es el camino».

Así sea para cada uno de vosotros, que encomiendo a la protección materna de María, Sede de la sabiduría.

Os bendigo a todos de corazón.








A LAS HERMANAS DE CARIDAD


DE LAS SANTAS BARTOLOMEA CAPITANIO


Y VINCENZA GEROSA


Viernes 30 de abril de 1999



Amadísimas hermanas:

103 1.¡Bienvenidas! Os dirijo a cada una mi cordial saludo, que de buen grado extiendo a todas las religiosas de vuestro instituto de Hermanas de caridad de las santas Bartolomea Capitanio y Vincenza Gerosa.

¡Gracias por vuestra visita! Con ocasión de vuestro XXIV capítulo general, habéis querido encontraros con el Papa para renovar el testimonio de vuestra fidelidad a la Sede apostólica y ser confirmadas en la fe y en la entrega total al Señor. Durante estos días de oración y reflexión, os estáis dedicando a la profundización de vuestro carisma específico de caridad para el bien del prójimo, tratando de discernir la mejor manera de vivirlo en el actual marco sociocultural. Desde esta perspectiva, queréis poner más de relieve, a la luz de las enseñanzas de la Iglesia, vuestra identidad, y, captando los «signos de los tiempos», os preparáis para responder a los desafíos que la sociedad contemporánea os plantea ya en el umbral del tercer milenio cristiano.

Permaneced fieles a la intuición originaria de vuestras santas fundadoras. Así, en las nuevas condiciones históricas y sociales podréis encarnar vuestro carisma típico que, durante la asamblea capitular, sin duda profundizaréis e ilustraréis ulteriormente.

2. Habéis nacido en la Iglesia, como dice vuestra Regla de vida, para manifestar a los hombres el amor de Dios mediante la práctica de las obras de misericordia. Se trata de una forma singular de apostolado, que os lleva a reconocer el rostro mismo de Cristo sufriente en vuestros hermanos, especialmente en los más pobres, abandonados y desorientados.

En un tiempo como el nuestro, marcado por el contraste entre la opulencia de una parte de la humanidad y las condiciones miserables de una inmensa multitud de indigentes condenados a menudo al hambre, ante la indiferencia de muchos, es preciso un suplemento de amor que sacuda las conciencias e impulse a las personas de buena voluntad a abrirse a las exigencias de la justicia y la solidaridad.

En este marco de urgencia improrrogable, sed mensajeras y testigos del evangelio de la caridad con vuestra palabra, con vuestra conducta y vuestra vida. En las personas que encontréis, suscitad de nuevo la esperanza y la valentía, anunciándoles la ternura de Dios, que jamás abandona a sus hijos.

Sin embargo este testimonio, para ser auténtico y duradero, necesita regenerarse continuamente en las fuentes puras de la gracia. Es indispensable escuchar la palabra de Dios y hacerla vida. Que el contacto diario con Dios en la oración anime vuestro servicio, a fin de que todo lo que hagáis sea para la gloria del Señor y el bien de las almas.

3. Frente a las expectativas de su tiempo, las santas Bartolomea Capitanio y Vincenza Gerosa sintieron irresistiblemente la llamada a «esa bendita caridad». Vieron a Cristo en los pobres, y se lo mostraron como respuesta plena a sus necesidades más profundas. Su ejemplo es para vosotras una enseñanza constante, que os alienta a proseguir la misma labor, valiosa entonces como ahora, porque está ordenada a anunciar y testimoniar a Cristo, Redentor del hombre y de todo el hombre. Encarnad este mensaje con vuestro servicio diario.

Tenéis ante vuestros ojos como modelo a Jesús, que «se compadece de la gente» (cf. Mc
Mc 8,22). Ojalá que, siguiendo su enseñanza, se dilaten en vuestro corazón los espacios de la caridad, para que podáis llegar al mayor número posible de personas. A este propósito, me congratulo con vosotras porque vuestra familia religiosa, durante estos últimos años, a pesar de la escasez de sus miembros, ha incrementado su acción misionera en muchas naciones, especialmente de África. Esta valiente iniciativa es signo de que la fecundidad de la caridad no se mide por el florecimiento numérico, sino por la revitalización constante de la alegría de la consagración religiosa, abriendo generosamente el corazón a las necesidades de los hermanos.

4. Queridas hermanas, proseguid por este sendero, dejando que el Espíritu Santo, «el agente principal de la nueva evangelización» (Tertio millennio adveniente TMA 45), siga derramando sus dones de gracia sobre toda vuestra congregación. Acompaño estos deseos con la seguridad de mi oración.

La Virgen santísima, a quien veneráis como María Niña, oriente las reflexiones y las decisiones de vuestro capítulo general, y sostenga a cuantas sean llamadas a asumir la ardua responsabilidad de dirigir a vuestra familia durante el próximo sexenio. Sobre todas vosotras imploro una abundante efusión de los dones del Espíritu, para que la renovación del instituto se traduzca en motivo de consuelo y de esperanza para gran número de hombres y mujeres. Os conforte también en vuestra misión evangelizadora y en vuestra búsqueda de santidad la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotras, extendiéndola a todas vuestras hermanas y a cuantos son objeto de vuestro cuidado apostólico diario.









104                                                                              Mayo de 1999



MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II


AL PRIOR DE LA BASÍLICA DE SAN SILVESTRE


Y SAN MARTÍN DE LOS MONTES,


EN EL VII CENTENARIO DE LA BULA «OBLATA NOBIS»




Al reverendísimo padre Ubaldo PANI, o.carm.
Prior de la basílica parroquial de San Silvestre
y San Martín en los Montes

1. Se cumplen setecientos años desde que mi predecesor Bonifacio VIII, con la bula Oblata nobis del 1 de mayo de 1299, donó la basílica de San Silvestre y San Martín en los Montes, en Roma, a los religiosos de la Bienaventurada Virgen del Monte Carmelo. Esta familia religiosa, en unión con la comunidad parroquial, conmemora este feliz aniversario que, por una coincidencia providencial, cae durante el año dedicado a Dios Padre, en el camino de preparación inmediata para el acontecimiento jubilar. Es significativa la celebración de este centenario en el umbral del gran jubileo del año 2000, puesto que la basílica fue donada a esta orden religiosa al acercarse el primer jubileo de la historia, celebrado precisamente en el año 1300.

Recordando siempre la acogida cordial que me dispensaron con ocasión de mi visita pastoral, el 17 de febrero de 1980, me alegra dirigirle mi saludo y mis mejores deseos a usted, reverendísimo padre prior, a la comunidad de los frailes carmelitas y a todos los feligreses, al tiempo que me uno de buen grado al himno común de alabanza y acción de gracias al Señor por este feliz aniversario.

El Papa Bonifacio VIII encomendó la basílica, de la que había sido titular, a vuestra orden, para que se encargara de la pastoral de los fieles y para que la utilizara como casa de estudios teológicos para quienes comenzaban la vida en el Carmelo. Me alegra constatar que a lo largo de los siglos los religiosos han permanecido fieles a la misión que se les ha confiado, prestando un significativo servicio a la causa del Evangelio.

2. Al dirigir mi mirada a la historia de vuestra basílica, no puedo menos de recordar que, como un cofre precioso, encierra el Titulus Equitii, vinculado al nombre de san Silvestre, el Papa de la «paz constantiniana»: se trata de uno de los títulos más antiguos que se conservan en Roma. Por su ubicación cerca de la basílica de Santa María la Mayor y de la Domus aurea, se ha convertido a lo largo de los siglos en meta de continuas peregrinaciones y en fuente de consuelo para la piedad de una multitud de fieles.

Pienso en la presencia significativa de eminentes cardenales titulares, como Sergio II, que reconstruyó la basílica; san Carlos Borromeo; el teatino san José María Tomasi; el Papa Pío XI; el beato benedictino Alfredo Ildefonso Schuster; y el siervo de Dios Pablo VI. También estuvieron unidos a esta basílica con una especial devoción san José Benito Labre, ferviente devoto de la Virgen del Carmen; y san Gaspar del Búfalo, fundador de los Misioneros de la Preciosísima Sangre, que fue bautizado en ella. Y de igual modo los Sumos Pontífices Adriano VI, Inocencio X y Pío VII.

3. El feliz aniversario que celebráis este año constituye una invitación a redescubrir a fondo vuestro carisma. Durante sus siete siglos de vida, la comunidad de vuestro convento ha experimentado cómo la divina Providencia ha guiado a los religiosos que han vivido en él, y a cuantos se han recogido allí en oración ferviente, hacia una auténtica vida ascética y espiritual. Entre ellos, basta mencionar algunas figuras excelsas de carmelitas como, por ejemplo, los priores generales Niccolò Audet, que participó en el concilio de Trento; Giovanni Battista Rossi, cuyo ejemplo de vida admiraba santa Teresa de Jesús; Giovanni Antonio Filippini, que restauró la basílica, dándole su actual esplendor; y Pablo de San Ignacio, que contribuyó a la reforma religiosa de toda la orden. Junto a la basílica tuvo su sede la misma curia general de los carmelitas, punto de referencia de la primera cofradía del Carmen que se organizó canónicamente y, a continuación, se difundió por todo el mundo.

¡Cómo no recordar, además, al humilde fraile venerable Angelo Paoli, «padre de los pobres» y «apóstol de Roma», a quien podemos definir el fundador ante litteram de la «Cáritas» en el barrio Monti! Fue el primero que colocó la cruz en el Coliseo, comenzando así el ejercicio piadoso del vía crucis, que también yo cada año tengo el honor de presidir el Viernes santo en ese monumento rico en historia y antiguos vestigios. A estas almas elegidas se une la gran multitud de personas sencillas que se arrodillan diariamente ante la Virgen del Carmen para implorar su protección materna.

105 4. He notado también con alegría que, siguiendo las enseñanzas del santo obispo Martín de Tours, defensor de los pobres, a quien está dedicada esa basílica, es grande vuestra solicitud por los necesitados. Ejemplo concreto de vuestro compromiso de caridad es el Centro de duchas para los pobres del barrio, administrado en colaboración con los voluntarios vicentinos.

La caridad va acompañada por un incesante esfuerzo formativo, caracterizado por las múltiples iniciativas de catequesis y la meritoria dedicación a la lectio divina. Me alegro con vosotros por la celebración ferial de la palabra de Dios, que tiene lugar también en los condominios de la parroquia, para poner en práctica las directrices de la misión ciudadana. Conozco, asimismo, las numerosas iniciativas en el ámbito litúrgico, en las que habéis implicado a la comunidad parroquial. Entre ellas recuerdo la solemne celebración de las primeras vísperas del domingo y de las solemnidades, junto con la devoción a la Statio ad Beatam Virginem Mariam, una de las expresiones más significativas de vuestra típica tradición mariana.

5. Os expreso cordialmente mi deseo de que el VII centenario de vuestra presencia en esa basílica y convento de San Silvestre y San Martín en los Montes no sea sólo una ocasión de recuerdos, sino también «memoria» que contribuya a hacer cada vez más viva vuestra presencia. Por eso, formulo fervientes votos, ante todo, para la comunidad religiosa, que vive en el convento anejo a la basílica, donde tienen su sede el gobierno de la provincia italiana y el instituto San Pedro Tomás, con estudiantes profesos italianos, rumanos y colombianos.

Confío en que la celebración centenaria estimule a todos los miembros de la orden carmelitana a proseguir con renovado celo por el camino real de la santidad y de la fidelidad al carisma originario. Como escribí en la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, los religiosos «no solamente tienen una historia gloriosa que recordar y contar, sino una gran historia que construir» (n. 110). Por eso, os exhorto también a vosotros a mirar al futuro, «hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (ib.).

Que la Virgen María, Madre y hermana del Carmelo, envuelva con su manto a toda vuestra comunidad, religiosa y parroquial, del mismo modo que abraza tiernamente a su divino Hijo en el precioso cuadro del siglo XVI que se venera en la basílica. Que ella guíe todas vuestras actividades, os conforte en los momentos de prueba y dificultad, os proteja siempre y obtenga a todos el don de la adhesión fiel a Cristo.

Con estos deseos, le imparto a usted, reverendísimo padre, a toda la comunidad religiosa y a cuantos frecuentan la basílica, una especial bendición apostólica.

Vaticano, 1 de mayo de 1999







MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LA FEDERACIÓN BÍBLICA CATÓLICA




A mons. Wilhelm EGGER
Presidente de la Federación bíblica católica

En el amor del Señor Jesús, saludo a los miembros del comité ejecutivo y del consejo de administración, y a los coordinadores subregionales de la Federación bíblica católica, reunidos en Roma para celebrar el trigésimo aniversario de la Federación. Ésta es una oportunidad para dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho la Federación a fin de poner en práctica las directrices del concilio Vaticano II para que «los fieles tengan fácil acceso a la sagrada Escritura» (Dei Verbum DV 22).

En efecto, uno de los numerosos frutos del Concilio ha sido el crecimiento del conocimiento y del amor a la Biblia entre los fieles católicos, despertando un profundo sentido de la presencia divina en su vida. Espero vivamente que vosotros y vuestros colegas sigáis haciendo todo lo posible para asegurar que las inagotables riquezas de la palabra de Dios sean cada vez más accesibles a los fieles de Cristo, a fin de que se preparen mejor para afrontar los desafíos que su fe implica.

106 El Papa Pablo VI, al recibir hace treinta años a los miembros fundadores de la Federación, les explicó que los obispos tienen como primera responsabilidad ayudar a los fieles a alcanzar una buena inteligencia de las Escrituras. Subrayó lo útil y necesario que era que instituciones como la vuestra contribuyan a ayudarles en esta tarea. Lo que mi venerado predecesor dijo entonces no es menos verdad ahora.

Sin una buena inteligencia de la Escritura no existirá la plenitud de la oración cristiana, que comienza con la experiencia de escuchar la palabra de Dios; ni existirá la fuerte predicación cristiana que nace de la experiencia de oír la palabra de Dios y que dispone a los fieles para escuchar lo que el predicador mismo ha escuchado antes; ni existirá tampoco una teología cristiana que difunda la gran verdad de la palabra de Dios, en vez de las incertidumbres del pensamiento humano. Al ayudar a los obispos a enseñar el modo de hacer la verdadera oración bíblica, la predicación y la teología, la Federación no está al margen de la vida pastoral de la Iglesia, sino en su mismo centro. Y esto es motivo de gratitud.

Os animo también a seguir fomentando el diálogo ecuménico, que se entabla entre personas de diferentes confesiones religiosas que estudian y comparten la Escritura. Ahora es vital que todos los cristianos investiguen más a fondo la Biblia, fuente común, buscando la unidad que el Señor desea indudablemente y que, con tanta urgencia, el mundo necesita para poder creer.

Encomendándoos a María, Madre del Verbo encarnado, e invocando sobre la Federación una nueva efusión de los dones del Espíritu Santo, que se expresa a través del texto sagrado, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.

Vaticano, 1 de mayo de 1999








A LOS PEREGRINOS QUE ASISTIERON


A LA BEATIFICACIÓN DEL PADRE PÍO


Lunes 3 de mayo de 1999


Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con gran alegría me encuentro nuevamente con vosotros en esta plaza, que ayer fue escenario de un acontecimiento que tanto esperabais: la beatificación del padre Pío de Pietrelcina. Hoy es el día de acción de gracias.

Acaba de terminar la solemne celebración eucarística, presidida por el cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado, a quien dirijo un cordial saludo, extendiéndolo a cada uno de los demás cardenales y obispos presentes, así como a los numerosos sacerdotes y a los fieles que han participado.

Con especial afecto os abrazo a vosotros, queridos frailes capuchinos, y a los demás miembros de la gran familia franciscana, que alabáis al Señor por las maravillas que realizó en el humilde fraile de Pietrelcina, seguidor ejemplar del Poverello de Asís.

Muchos de vosotros, queridos peregrinos, sois miembros de los grupos de oración fundados por el padre Pío: os saludo afectuosamente, al igual que a todos los demás fieles que, animados por la devoción al nuevo beato, han querido estar presentes en esta feliz circunstancia. Por último, quiero dirigir un saludo particular a cada uno de vosotros, queridos enfermos, que habéis sido los predilectos en el corazón y la acción del padre Pío: ¡gracias por vuestra valiosa presencia!

107 2. La divina Providencia ha querido que el padre Pío sea proclamado beato en vísperas del gran jubileo del año 2000, al concluir un siglo dramático. ¿Cuál es el mensaje que, con este acontecimiento de gran importancia espiritual, el Señor quiere ofrecer a los creyentes y a toda la humanidad? El testimonio del padre Pío, legible en su vida y en su misma persona física, nos induce a creer que este mensaje coincide con el contenido esencial del jubileo ya cercano: Jesucristo es el único Salvador del mundo. En él, en la plenitud de los tiempos, la misericordia de Dios se hizo carne para salvar a la humanidad, herida mortalmente por el pecado. «Con sus heridas habéis sido curados» (1P 2,24), repite a todos el beato padre Pío, con las palabras del apóstol san Pedro, precisamente porque tenía esas heridas impresas en su cuerpo.

Durante sesenta años de vida religiosa, pasados casi todos en San Giovanni Rotondo, se dedicó completamente a la oración y al ministerio de la reconciliación y de la dirección espiritual. El siervo de Dios Papa Pablo VI puso muy bien de relieve este aspecto: «¡Mirad qué fama ha tenido el padre Pío! (...) Pero, ¿por qué? (...) Porque celebraba la misa con humildad, confesaba de la mañana a la noche, y era (...) un representante visible de las llagas de nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento» (20 de febrero de 1971).

Recogido completamente en Dios, y llevando siempre en su cuerpo la pasión de Jesús, fue pan partido para los hombres hambrientos del perdón de Dios Padre. Sus estigmas, como los de san Francisco de Asís, eran obra y signo de la misericordia divina, que mediante la cruz de Cristo redimió el mundo. Esas heridas abiertas y sangrantes hablaban del amor de Dios a todos, especialmente a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu.

3. ¿Qué decir de su vida, combate espiritual incesante -librado con las armas de la oración-, centrada en los gestos sagrados diarios de la confesión y de la misa? La celebración eucarística era el centro de toda su jornada, la preocupación casi ansiosa de todas las horas, el momento de mayor comunión con Jesús, sacerdote y víctima. Se sentía llamado a participar en la agonía de Cristo, agonía que continúa hasta el fin del mundo.

Queridos hermanos, en nuestro tiempo, en el que aún se pretende resolver los conflictos con la violencia y el atropello, y a menudo ceden a la tentación de abusar de la fuerza de las armas, el padre Pío repite lo que dijo una vez: «¡Qué horror la guerra! Jesús mismo sufre en todo hombre herido en su carne». Es preciso destacar también que sus dos obras, la Casa de alivio del sufrimiento y los grupos de oración, fueron concebidas por él en el año 1940, mientras en Europa se vislumbraba ya la catástrofe de la segunda guerra mundial. No permaneció inactivo; al contrario, desde su convento, perdido en el Gargano, respondió con la oración y las obras de misericordia, con el amor a Dios y al prójimo. Y hoy, desde el cielo, repite a todos que éste es el auténtico camino de la paz.

4. Los grupos de oración y la Casa de alivio del sufrimiento son dos «dones» significativos que el padre Pío nos ha dejado. Concebida y querida por él como hospital para los enfermos pobres, la Casa de alivio del sufrimiento fue proyectada ya desde el comienzo como una institución de salud abierta a todos, pero no por eso menos equipada que el resto de los hospitales. Es más, el padre Pío quiso dotarla de los instrumentos científicos y tecnológicos más avanzados, para que fuera un lugar de auténtica acogida, de respeto amoroso y de terapia eficaz para todas las personas que sufren. ¿No es éste un verdadero milagro de la Providencia, que continúa y se desarrolla, siguiendo el espíritu del fundador?

Además, por lo que respecta a los grupos de oración, quiso que fueran faros de luz y amor en el mundo. Deseaba que muchas almas se unieran a él en la oración. Decía: «Orad, orad al Señor conmigo, porque todo el mundo tiene necesidad de oraciones. Y cada día, cuando más sienta vuestro corazón la soledad de la vida, orad, orad juntos al Señor, ¡porque también Dios tiene necesidad de nuestras oraciones!». Su intención era crear un ejército de personas que hicieran oración, que fueran «levadura» en el mundo con la fuerza de la oración. Y hoy toda la Iglesia le da las gracias por esta valiosa herencia, admira la santidad de este hijo suyo e invita a todos a seguir su ejemplo.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, el testimonio del padre Pío constituye una fuerte llamada a la dimensión sobrenatural, que no hay que confundir con la milagrería, desviación que siempre rechazó con firmeza. Los sacerdotes y las personas consagradas deberían inspirarse de modo especial en él.

Enseña a los sacerdotes a convertirse en instrumentos dóciles y generosos de la gracia divina, que cura a las personas en la raíz de sus males, devolviéndoles la paz del corazón. El altar y el confesonario fueron los dos polos de su vida: la intensidad carismática con que celebraba los misterios divinos es testimonio muy saludable para alejar a los presbíteros de la tentación de la rutina y ayudarles a redescubrir día a día el inagotable tesoro de renovación espiritual, moral y social puesto en sus manos.

A los consagrados, de modo especial a la familia franciscana, les da un testimonio de singular fidelidad. Su nombre de pila era Francisco, y desde su ingreso en el convento fue un digno seguidor del padre seráfico en la pobreza, la castidad y la obediencia. Practicó en todo su rigor la regla capuchina, abrazando con generosidad la vida de penitencia. No se complacía en el dolor, pero lo eligió como camino de expiación y purificación. Como el Poverello de Asís, buscaba la imitación de Jesucristo, deseando sólo «amar y sufrir», para ayudar al Señor en la ardua y exigente obra de la salvación. En la obediencia «firme, constante y férrea» (Epist. I, 488), encontró la más alta expresión su amor incondicional a Dios y a la Iglesia.

¡Qué consolación produce sentir junto a nosotros al padre Pío, que quiso ser sencillamente «un pobre fraile que ora»: hermano de Cristo, hermano de san Francisco, hermano de quien sufre, hermano de cada uno de nosotros. Quiera Dios que su ayuda nos guíe por el camino del Evangelio y nos haga cada vez más generosos en el seguimiento de Cristo.

108 Que nos obtenga esto la Virgen María, a quien amó e hizo amar con profunda devoción. Nos lo obtenga su intercesión, que invocamos con confianza.

Acompaño estos deseos con la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros, queridos peregrinos aquí presentes, y a cuantos se hallan unidos espiritualmente a nosotros en este feliz encuentro.










A LOS OBISPOS DE ONTARIO, CANADÁ,


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 4 de mayo de 1999



Queridos hermanos en el episcopado:

1. En la gloriosa esperanza de la Pascua os saludo a vosotros, obispos de Ontario, alegrándome de que la promesa pascual «no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Ruego al Señor que durante estos días de vuestra visita ad limina Apostolorum el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos actúe poderosamente en vuestro corazón, para que podáis experimentar de nuevo su paz y su alegría en «el sagrado ministerio del Evangelio de Dios» (Rm 15,16). Habéis venido de ciudades, grandes y pequeñas, de vastas áreas rurales de Canadá, de culturas tanto francófonas como anglófonas y de Iglesias del este y del oeste. Pero habéis venido a las tumbas de los Apóstoles unidos como hermanos en la comunión jerárquica, como pastores, y traéis las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las preocupaciones del pueblo de Dios que Cristo os ha llamado a servir. El ministerio de los obispos es complejo y exigente, y a veces sus numerosos apremios pueden ofuscar nuestra visión de lo que Cristo nos llama a ser y a hacer. Vuestra estancia en Roma es una ocasión que el Señor os brinda para hacer una pausa en el camino y concentraros una vez más en lo que realmente es importante, para realizar un balance de vuestro ministerio a la luz del amor del Señor a su Iglesia, y planificar el futuro con mayor valentía y confianza.

Vivimos en un tiempo de grandes desafíos para la comunidad católica, pero también es un tiempo de abundantes gracias; y nosotros, que guiamos al pueblo de Dios en su peregrinación, no debemos descuidar el don que se nos ofrece ahora. Nos encontramos en el umbral de un nuevo milenio, un tiempo de profundos cambios culturales que, como el milenio que está a punto de terminar, está lleno de ambigüedades. Sin embargo, en medio de situaciones complejas y contradictorias, toda la Iglesia se está preparando para celebrar el gran jubileo del bimilenario del nacimiento del Salvador, con la seguridad de que la misericordia de Dios hará maravillas por nosotros (cf. Lc Lc 1,49). Hay signos de que Cristo, plenitud de la misericordia de Dios, está obrando de un modo nuevo y maravilloso. Como en otros momentos significativos de su historia, la Iglesia afronta un juicio; será juzgada acerca de su capacidad de reconocer y responder a las exigencias de este «tiempo de gracia». Los obispos, mucho más que los demás, afrontamos este juicio: «Lo que se exige de los administradores es que sean fieles» (1Co 4,2).

2. El recuerdo de la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos sigue aún vivo en mi mente. ¿Cómo podría ser de otro modo, si fue una experiencia tan profunda de comunión episcopal con «la preocupación por todas las Iglesias»? (2Co 11,28). Desde la ciudad de México, la exhortación apostólica Ecclesia in America ha llegado a vosotros y a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis como una apremiante invitación a comprometerse en la «nueva evangelización». La exhortación apostólica contiene muchos elementos para la reflexión y la acción; y hoy deseo considerar con vosotros precisamente uno de ellos. En ella se subraya que «evangelizar la cultura urbana es un reto apremiante para la Iglesia que, así como supo evangelizar la cultura rural durante siglos, está hoy llamada a llevar a cabo una evangelización urbana metódica y capilar» (n. 21). Los padres sinodales pidieron que la nueva evangelización, que describí como «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión» (Discurso a la Asamblea del Celam, 9 de marzo de 1983, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 1983, p. 24). Y no cabe la menor duda de que se necesita esa evangelización al alba del tercer milenio cristiano, de manera especial en los grandes centros urbanos, donde actualmente vive un porcentaje cada vez mayor de la población. Como observaron los padres sinodales, en el pasado la Iglesia en Europa y en otras partes del mundo logró evangelizar la cultura rural, pero eso ya no es suficiente. Ahora estamos llamados a una nueva e inmensa tarea, y es inconcebible que podamos fracasar en la evangelización de las ciudades. «Fiel es el que os llama y es él quien lo hará» (1Th 5,24).

3. El fenómeno de las megalópolis ya es antiguo y la Iglesia ha tratado de responder a él del mejor modo posible. En su carta apostólica Octogesima adveniens, de 1971, el Papa Pablo VI afirmó que la urbanización creciente e irreversible constituye un gran desafío para la sabiduría, la imaginación y la capacidad de organización de la humanidad (cf. n. 10). Subrayó cómo la urbanización en una sociedad industrial altera los estilos y las estructuras tradicionales de vida, produciendo en el hombre «una nueva soledad (...) en medio de una muchedumbre anónima (...) dentro de la cual se siente como extraño» (ib.). También produce lo que el Papa definió «nuevos proletariados», en los arrabales de las grandes ciudades, «cinturón de miseria que llega a asediar, mediante una protesta silenciosa, todo el lujo demasiado estridente de las ciudades del consumo y del despilfarro» (ib.). Así, surge una cultura de discriminación e indiferencia, que «se presta a nuevas formas de explotación y de dominio» (ib.) que hieren profundamente la dignidad humana.

Ésta no es toda la verdad sobre las megalópolis modernas, pero sí es una parte esencial, y plantea a la Iglesia, especialmente a sus pastores, un desafío urgente e ineludible. Se ha de reconocer que la urbanización brinda nuevas oportunidades, crea nuevos modelos de comunidad y estimula muchas formas de solidaridad; pero «en vuestra lucha contra el pecado» (He 12,4), es precisamente el aspecto oscuro de la urbanización el que concentra a menudo vuestra atención pastoral inmediata.

Desde 1971, la verdad de las observaciones del Papa Pablo VI ha sido cada vez más patente, a medida que el proceso de urbanización ha ido incrementándose. Los padres sinodales destacaron que el desplazamiento de la población hacia las ciudades se debe con frecuencia a la pobreza, a la falta de oportunidades y a la escasez de servicios en las áreas rurales (cf. Ecclesia in America ). La atracción aumenta cada vez más porque las ciudades prometen empleo y entretenimiento, y se presentan como la respuesta a la pobreza y al aburrimiento cuando, de hecho, no hacen más que engendrar nuevas formas de ambos.

Para muchas personas, especialmente para los jóvenes, la ciudad se convierte en una experiencia de desarraigo, anonimato e injusticia, con la consiguiente pérdida de identidad y del sentido de la dignidad humana. El resultado es, a menudo, la violencia, que ahora caracteriza a muchas de las grandes ciudades, incluso en vuestro país. En el centro de esta violencia se halla una protesta que nace de una decepción profundamente arraigada: la ciudad promete mucho y da muy poco a un gran número de personas. Este sentido de decepción está relacionado, asimismo, con una pérdida de confianza en las instituciones políticas, jurídicas y educativas, pero también en la Iglesia y en la familia. En este mundo, un mundo de grandes ausencias, se tiene la sensación de que los cielos se han cerrado (cf. Is Is 64,1) y que Dios está muy lejos. Es un mundo cada vez más secularizado, un mundo de una sola dimensión, que muchos sienten como una cárcel. En esta «ciudad del hombre», estamos llamados a construir «la ciudad de Dios»; y frente a un cometido tan arduo, tal vez sentimos la tentación de desalentarnos, como el profeta Jonás en Nínive, y renunciar a nuestra misión (cf. Jon Jon 4,1-3 Octogesima adveniens Jon 12). Pero el Señor mismo, como hizo con Jonás, nos guiará decididamente por el camino que ha elegido para nosotros.


Discursos 1999 101