Discursos 1999 109

109 4. Los padres del Sínodo no promovieron una nueva evangelización urbana de manera indeterminada: precisaron algunos elementos de la actividad pastoral que requiere dicha evangelización. Hablaron de la necesidad de «una evangelización urbana metódica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y el modo de organizar las propias estructuras pastorales» (Ecclesia in America ). Así pues, tenemos tres elementos muy precisos: la catequesis, la liturgia y la organización de las propias estructuras pastorales; esos elementos están radicalmente unidos a las tres dimensiones del ministerio del obispo: enseñar, santificar y gobernar. Aquí tocamos, queridos hermanos en el episcopado, el punto central de lo que Cristo nos llama a ser y a hacer en la nueva evangelización.

Estas tres dimensiones tienen como objetivo una experiencia nueva y más profunda de la comunidad en Cristo, que es la única respuesta eficaz y duradera a una cultura marcada por el desarraigo, el anonimato y las injusticias. Cuando esta experiencia es frágil, es probable que aumente el número de fieles que se alejan de la religión o se desvían a las sectas y a los grupos seudorreligiosos, que se aprovechan de su alienación y se desarrollan entre los cristianos decepcionados de la Iglesia, cualquiera que sea el motivo. Ya no se puede esperar que las personas acudan espontáneamente a nuestras comunidades; más bien, debe existir un nuevo impulso misionero en las ciudades, con hombres y mujeres generosos, sobre todo jóvenes, que se comprometan en nombre de Cristo a invitar a la gente a unirse a la comunidad eclesial. Se trata de un elemento central de la organización de las estructuras pastorales, necesario para una nueva evangelización de las ciudades. Esa evangelización dará un nuevo impulso como el que permitió el nacimiento de la Iglesia en vuestra tierra: me refiero, en particular, al compromiso heroico de Juan de Brébeuf e Isaac Jogues, de Margarita Bourgeoys y Margarita d'Youville. Sin embargo, ahora el objetivo es la ciudad, y aquí el nuevo heroísmo misionero debe resplandecer como lo hizo en el pasado, pero de manera diferente. Esto dependerá en gran parte del impulso y de la entrega de los misioneros laicos urbanos; éstos necesitarán también contar con la ayuda de sacerdotes verdaderamente celosos, que estén movidos por espíritu misionero y sepan cómo infundirlo en los demás. Es vital que los seminarios y las casas de formación sean considerados claramente como escuelas para la misión, formando sacerdotes que podrán ayudar a los fieles a convertirse en los nuevos evangelizadores que la Iglesia necesita ahora.

5. Cuando los fieles responden a la llamada del Señor y tratan de insertarse cada vez más en la comunidad de los creyentes, hay que enseñarles a cultivar la intimidad con Cristo, mediante la vida cultual y la catequesis, de las que hablaron los padres del Sínodo. El lugar privilegiado para esta experiencia sigue siendo la parroquia, a pesar de todos los grandes cambios que tienen lugar en el panorama urbano de hoy día (cf. ib., 41). Es verdad que la parroquia necesita adaptarse para afrontar las rápidas transformaciones actuales; pero también es cierto que, en el pasado, la parroquia ha demostrado que es capaz de extraordinarias adaptaciones, y que lo sigue siendo también hoy.

Sin embargo, frente a cualquier adaptación, es preciso tener presente claramente que por encima de todo es la Eucaristía la que revela la verdad inmutable de la vida cristiana. Por eso la liturgia desempeña un papel tan importante, y es necesario que los obispos y los sacerdotes hagan todo lo que está a su alcance para asegurar que la vida cultual de la Iglesia, especialmente la misa, se centre en la presencia real del Señor, pues «la Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia» (Presbyterorum ordinis,
PO 5). Esto exige a la vez una catequesis sistemática de jóvenes y adultos, así como un profundo espíritu de fraternidad entre todos los que se reúnen para celebrar al Señor. No hay que dejar que el anonimato de las ciudades invada nuestras comunidades eucarísticas. Hace falta encontrar nuevos métodos y nuevas estructuras para construir puentes entre las personas, de modo que se realice realmente la experiencia de acogida mutua y de cercanía que la fraternidad cristiana requiere. Podría ser que esta experiencia, y la catequesis que debe acompañarla, se realicen mejor en comunidades más pequeñas, como se precisa en la exhortación postsinodal: «Una clave de renovación parroquial, especialmente urgente en las parroquias de las grandes ciudades, puede encontrarse quizás considerando la parroquia como comunidad de comunidades» (Ecclesia in America ). Esto tiene que hacerse con prudencia, para no crear nuevas formas de fractura; pero podría ser que resulte también «más fácil escuchar la palabra de Dios, para reflexionar a su luz sobre los diversos problemas humanos y madurar opciones responsables inspiradas en el amor universal de Cristo» (ib.).

No sólo las parroquias, sino también las escuelas católicas y las demás instituciones, deben abrirse a las urgentes necesidades pastorales para evangelizar las ciudades, pero para eso deben asegurarse que la secularización no influya de ningún modo en su identidad católica. En Canadá, esta influencia es a veces fuerte, y vosotros, queridos hermanos en el episcopado, habéis luchado para oponeros a ella. Os exhorto vivamente a proseguir por este camino con valentía y lucidez, de manera que las instituciones católicas, precisamente por su identidad católica, puedan contribuir con eficacia a la obra de evangelización, tan importante para la Iglesia. Todo esto es parte fundamental de la tarea de vigilancia que Cristo ha confiado a los obispos.

6. Sin embargo, no hay que olvidar nunca que el desarrollo en el campo de las estructuras y la estrategia pastoral tiene como única meta llevar a los hombres a Cristo. Ésta fue la visión sencilla y luminosa del Sínodo, que se refleja en la exhortación postsinodal. Ciertamente, la gente aspira a esto, aunque a veces no lo percibe con claridad. La Escritura muestra sin lugar a dudas que no se puede encontrar a Cristo fuera de la experiencia de la comunidad cristiana. No podemos encontrar a Cristo sin la Iglesia, la comunidad de fe y la gracia salvífica. Es evidente que, sin la Iglesia, crearemos una idea de Cristo a nuestra imagen, y, por el contrario, nuestra tarea auténtica consiste en dejar que él nos cree a su imagen. El Nuevo Testamento describe con mucha precisión el encuentro con Cristo. Lo vemos de modo especial en el tiempo pascual, cuando leemos los relatos de las apariciones del Señor resucitado, que fueron precisamente la semilla del cristianismo entendido como una religión no sólo de iluminación, sino también y especialmente de encuentro. Los evangelios nos dicen que el encuentro con Cristo es siempre inesperado, transformante y comprometedor. La llamada de Cristo, como la llamada de Dios en el Antiguo Testamento, se dirige a personas que no la esperan, en un tiempo, en un lugar y de un modo que jamás hubieran podido imaginar. Es transformante en el sentido de que la vida ya nunca más podrá ser como antes: la llamada de Cristo, que dice «sígueme» (Mt 4,19), tiene siempre un efecto transformador, con toda la conversión de vida que implica. Por último, a quienes se encuentran con él, Cristo les confía la tarea de ir a compartir con los demás el don que han recibido (cf. Mt Mt 28,19-20). Ésta, pues, será la triple forma del encuentro con Cristo, que afianza más profundamente a las personas en la comunidad de fe, y que sigue siendo el único propósito de su camino de fe dentro de la Iglesia.

7. En una comunidad más consciente de la presencia de Cristo la megalópolis encontrará el signo dado por Dios, que señala algo más allá de una cultura de desarraigo, anonimato e injusticia. Se alimentará la cultura de la vida que vosotros, queridos hermanos en el episcopado, os habéis esforzado con tanta constancia por promover; y esto, a su vez, dará vida a una cultura de la dignidad humana, el verdadero humanismo que está enraizado en el acto creativo de Dios y que es siempre un signo de la fuerza redentora de Cristo. Esta comunidad será la semilla de «la ciudad santa, la nueva Jerusalén que baja del cielo, de junto a Dios» (cf. Ap Ap 21,2). Nosotros hemos tenido esa visión de la Iglesia: por eso «hemos sabido que hay una ciudad de Dios y deseamos llegar a ser ciudadanos de ella» (san Agustín, La ciudad de Dios, XI, 1), pues allí «descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos» (ib., XXII, 30).

Alabando con nuestro corazón y nuestros labios a la santísima Trinidad, nos dirigimos a María, «Madre de América» (Ecclesia in America ). Que ella, por quien la luz surgió en la tierra, ilumine vuestro camino mientras avanzáis con vuestro pueblo en medio de las tinieblas para encontraros con el Señor resucitado. Encomendando la Iglesia que está en Ontario a su solicitud constante e invocando la infinita misericordia de Dios sobre vosotros, los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos, os imparto de corazón mi bendición apostólica.





MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


CON OCASIÓN DEL 50° ANIVERSARIO


DE LA FUNDACIÓN DEL CONSEJO DE EUROPA




Al señor JÁNOS MARTONYI
ministro de Asuntos exteriores de Hungría
jefe del comité de ministros del Consejo de Europa

110 Cuando los pueblos de Europa comenzaron a reconstruir su vida después de la segunda guerra mundial, el gran conflicto que devastó todo el continente durante seis años, el deseo de establecer un nuevo orden europeo encontró su primera expresión política y colegial en la creación del Consejo de Europa, cuyo estatuto se firmó en Londres el 5 de mayo de 1949. Así, el Consejo es la más antigua de las instituciones europeas, y fue la primera que se dedicó a forjar una nueva unidad entre los pueblos del continente, basada en los valores espirituales y morales que constituyen la herencia común de los pueblos europeos. Los padres fundadores del Consejo de Europa afirmaron que esos valores son «la verdadera fuente de la libertad individual, de la libertad política y del papel de la ley» (Preámbulo al Estatuto del Consejo de Europa, 1949), y pusieron así los cimientos de un nuevo proyecto político europeo.

Esta noble visión se ha fortalecido y plasmado ulteriormente de modo concreto con la firma del Acuerdo europeo sobre derechos humanos y libertades fundamentales, cuya salvaguardia y aplicación se ha confiado a un Tribunal europeo independiente de derechos humanos. Su jurisdicción paneuropea sigue siendo aún un principio sin precedentes, al afirmar que, en los casos contemplados por el Acuerdo, el respeto a los derechos humanos trasciende la soberanía nacional y no puede subordinarse a objetivos sociopolíticos o a intereses nacionales. El Tribunal ha demostrado que el Acuerdo es un instrumento eficaz para proteger los derechos de la persona frente al ejercicio incorrecto del poder por parte del Estado.

El espíritu de la democracia europea se afianzó aún más gracias a la creación de la primera Asamblea parlamentaria consultiva, en 1949, única en aquel tiempo, que reunió a los representantes elegidos por los Parlamentos de los Estados miembros del Consejo de Europa. Recuerdo con especial alegría mi visita al Consejo de Europa, en Estrasburgo, en 1988. En el discurso que pronuncié allí, elogié la visión perspicaz de los padres fundadores del movimiento europeo, que logró superar los confines nacionales, las antiguas rivalidades y los rencores históricos, para promover un nuevo proyecto político según el cual las naciones de Europa deberían ensancharse y construir una «casa común», fundada en los valores indispensables del perdón, la paz, la justicia, la cooperación, la esperanza y la fraternidad. Deseo repetir aquí lo que dije en aquella ocasión: Europa necesita redescubrir y tomar mayor conciencia de los valores comunes que han forjado su identidad y forman parte de su memoria histórica. El núcleo de nuestra herencia europea común, religiosa, jurídica y cultural, es la singular e inalienable dignidad de la persona humana. El Consejo de Europa, interpretando esta rica herencia histórica, con la proclamación y la protección de los derechos humanos ha puesto la base de sus iniciativas políticas. En la Declaración de Budapest, os habéis comprometido a construir esa gran Europa sin confines, afirmando «la primacía de la persona humana en la elaboración de [vuestras] políticas» (n. 3).

El Consejo de Europa ha abierto sus puertas para recibir las nuevas democracias de Europa central y oriental. De una Asamblea de veintiún Estados, cuando me dirigí por última vez a los miembros del Consejo de Europa, vuestro número ha ido aumentando, y hoy son cuarenta y uno los Estados miembros.

El 50° aniversario de la fundación del Consejo de Europa coincide con el décimo de los dramáticos acontecimientos de 1989, que abrieron el camino a la reunificación de este continente, sobre la base de los ideales y principios que son la herencia común de los Estados que pertenecen a la familia europea. Las «armas de la verdad y la justicia» (Centesimus annus
CA 23) -la verdad sobre el hombre y la justicia a la que aspira la gente-, promovidas por una protesta pacífica, produjeron la caída de los sistemas políticos que, fundados en una ideología extraña, habían dividido a los pueblos de Europa. El error fundamental del totalitarismo era de carácter antropológico (cf. ib., 13). El bien del individuo se subordinó al orden sociopolítico, y la consecuencia fue que la persona humana, como sujeto moral, desapareció. Esta concepción errónea de la persona llevó a una profunda desviación de la finalidad y la función de la ley, que se convirtió en un instrumento de opresión más que de servicio. Con programas de asistencia bien preparados, destinados a promover el desarrollo y la consolidación de la estabilidad democrática en los Estados independizados durante los últimos diez años, el Consejo de Europa ha contribuido a remediar esa desviación y a poner las bases de una auténtica democracia. Dadas las limitaciones de los modelos actuales de sociedad para ejercer la libertad política, la igualdad social y la solidaridad, espero vivamente que el Consejo de Europa ayude a las naciones miembros y a todo el continente a afrontar de modo creativo los nuevos desafíos que se presentan.

Como valoro los esfuerzos hechos para eliminar las causas de la división política, así también confío en que ustedes aprecien mi ardiente deseo y mi esperanza constante de que se superen asimismo las divisiones religiosas en la familia europea, especialmente en este tiempo en que la Iglesia está comprometida en un diálogo fructuoso con otras comunidades religiosas, que también han dado su contribución a la rica herencia espiritual y cultural de Europa.

Conozco muy bien y comparto plenamente la inquietud del Consejo de Europa por los trágicos y violentos acontecimientos que se han producido en los Balcanes y, en particular, en Kosovo. Os exhorto a no desanimaros y a proseguir vuestros loables esfuerzos para contribuir a poner fin a la violación de los derechos humanos fundamentales y a la ofensa de la dignidad humana. Es preciso encontrar medios respetuosos de la ley y de la historia, que reúnan las condiciones necesarias para construir un futuro positivo para las naciones implicadas en el actual conflicto. Os aliento a perseverar en vuestra noble vocación de establecer un nuevo orden europeo basado en la prioridad de los derechos humanos, los principios democráticos y el papel de la ley. Una vez que los estragos de la guerra hayan terminado, el Consejo de Europa será la institución más adecuada para promover una nueva cultura política en el sudeste de Europa y podrá fomentar la reconciliación entre los pueblos, cuyas energías físicas, morales y espirituales han sido disipadas por la violencia y la destrucción.

Al presidente del comité de ministros y al secretario general del Consejo de Europa, a los ministros de Asuntos exteriores y a los representantes de los Estados miembros y de los Estados candidatos del Consejo de Europa reunidos en Budapest, así como a los representantes de los Estados observadores y a los funcionarios más antiguos del Consejo de Europa, les envío mi cordial saludo, y ruego a Dios que los bendiga abundantemente y recompense sus esfuerzos por consolidar y acrecentar la unidad de los pueblos de Europa.

Vaticano, 5 de mayo de 1999








A LA GUARDIA SUIZA


CON MOTIVO DE LA JURA DE BANDERA


DE LOS NUEVOS RECLUTAS


Miércoles 5 de mayo de 1999



Señor comandante;
111 queridos guardias;
queridos familiares y amigos del Cuerpo de la Guardia suiza:

1. Ya desde el comienzo de la existencia del Cuerpo de la Guardia suiza, siguiendo una tradición ininterrumpida, en este día renováis vuestro compromiso particular por el bien y la vida del Sucesor de san Pedro. Así, también este año es para mí una gran alegría recibiros a vosotros, a vuestros padres, familiares y amigos en el palacio apostólico. Doy la bienvenida en particular a los nuevos reclutas que, gracias al juramento, se incorporarán a vuestro Cuerpo. De esta manera, se comprometen a dedicar algunos años de su vida a una tarea muy noble y de mucha responsabilidad en el centro de la Iglesia universal.

2. Queridos reclutas, habéis elegido dedicaros a un servicio profundamente eclesial, con el que deseáis dar un testimonio al mundo.

Os lo agradezco de corazón. No prestáis vuestro servicio como personas aisladas, sino como comunidad. En un día de fiesta como éste, es una bendición estar rodeados y apoyados por tantas personas. Sin embargo, vivir esta comunidad diariamente representa un desafío. Si hombres jóvenes, como los miembros de la Guardia suiza, están dispuestos a recorrer juntos un trecho del camino, deben ver reflejadas sus esperanzas y angustias, sus expectativas y necesidades en el espejo de las comunidades que existían en el origen de la Iglesia.

En la época de la Biblia, las condiciones de vida de las personas, incluso entre los discípulos de Jesús, eran las mismas de hoy. La sagrada Escritura reconoce que al principio algunas personas siguieron a san Pablo, y que después se separaron de él para seguir su propio camino. No siempre reinaba una armonía total, porque el carácter, el temperamento y los intereses eran muy diversos. Sin embargo, los discípulos que siguieron a Jesús manifestaron una fuerza que atraía y comprometía. San Pablo, que experimentó mejor que nadie que Dios puede escribir en las líneas torcidas de la vida, explicó siempre en sus escritos que Dios ama intensamente a su pueblo y que no lo abandona en los altibajos de su historia, en la tensión entre fe y rechazo. Dios nos ha dado el cumplimiento definitivo de este compromiso constante en favor de los hombres por su Hijo, suscitando para el mundo, «según la promesa, un Salvador, Jesús» (cf. Hch
Ac 13,23).

3. Queridos guardias, quisiera exhortaros a dar testimonio del amor de Dios en Jesucristo con alegría y vigor juvenil. Este testimonio se expresa principalmente en dos direcciones: al entrar en el Cuerpo de la Guardia suiza, manifestáis vuestra intención de dedicar vuestro servicio de manera especial al Santo Padre, a quien está encomendado el cuidado pastoral de toda la grey (cf. Jn Jn 21,16). Además, mediante vuestro compromiso en los diversos campos de trabajo de vuestro Cuerpo, dais testimonio ante los hombres de quién es vuestro Señor y cuáles son los motivos que impulsan vuestra actividad.

4. Con esto deseo expresar un pensamiento que llevo muy dentro de mi corazón.

Vuestros esfuerzos, dirigidos a la formación y al reglamento del servicio, son importantes para adquirir una sana idoneidad y una competencia profesional. Y también es importante que aprovechéis vuestra estancia en Roma como una oportunidad única para testimoniar vuestra vida cristiana. Pienso, sobre todo, en vuestra vida espiritual, en la que debéis descubrir el designio que Dios tiene para cada uno de vosotros. Al mismo tiempo, os recuerdo la importancia de las relaciones recíprocas, propias de los hermanos que se definen «cristianos», tanto en el cumplimiento de vuestro servicio como en el tiempo libre. Un diálogo genuino y fraterno a veces puede ser difícil y exigente, pero si se realiza de manera auténtica y honrada, permite desarrollar personalidades maduras.

5. Aprovecho esta ocasión, queridos jóvenes guardias, para desearos que viváis una período feliz en la ciudad eterna. Invito a los guardias que desde hace tiempo prestan su servicio en el Cuerpo, así como a los que tienen el mando, a promover relaciones de confianza que apoyen y animen a todos los miembros de la Guardia suiza, incluso en los momentos difíciles. Deseo asimismo que, durante vuestro servicio en Roma, mantengáis vivos los vínculos con vuestros padres, con vuestros seres queridos y con los amigos que tenéis en vuestro país. De este modo, todos se alegrarán con vosotros por la extraordinaria ocasión que se os ofrece de vivir experiencias nuevas y fructíferas.

Invocando sobre vosotros la intercesión de la Virgen María y de vuestros santos patronos Nicolás de Flüe, Martín y Sebastián, os imparto de todo corazón la bendición apostólica a vosotros, así como a todas las personas que han venido para acompañaros en la ceremonia de juramento.










A LOS PARTICIPANTES EN EL PRIMER SÍNODO DIOCESANO


DE LA IGLESIA ORDINARIATO MILITAR DE ITALIA


112

Jueves 6 de mayo de 1999



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con vivo placer doy la bienvenida a cada uno de los miembros de las Fuerzas armadas italianas, que habéis venido a visitarme en gran número, al término del primer Sínodo de la Iglesia ordinariato militar. Saludo con afecto a vuestro pastor, monseñor Giuseppe Mani, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes. Saludo así mismo a los Ordinarios castrenses de otras naciones, que han compartido con vosotros este momento de profunda comunión. También saludo cordialmente a los representantes de las diversas confesiones religiosas, que trabajan en la asistencia espiritual a los militares y han querido contribuir con su presencia a vuestros trabajos sinodales.

Deseo agradecer al señor ministro de Defensa, a los honorables subsecretarios y a los jefes de Estado mayor su significativa participación en un acontecimiento tan importante de la Iglesia ordinariato militar. Por último, me complace saludar con afecto a los capellanes y a las religiosas, que ofrecen su valioso apoyo moral y espiritual a cuantos prestan un servicio tan fundamental para la comunidad nacional. También expreso mis mejores deseos de paz y bien en el Señor resucitado a todos los que, de diferentes modos, colaboran con las Fuerzas armadas.

2. La asistencia espiritual a los militares italianos, ya desde la unidad de Italia, ha constituido un constante compromiso para la Iglesia que, a través de la acción generosa de muchos sacerdotes, se ha preocupado por acompañar, con la palabra de Dios y los sacramentos, a cuantos estaban dedicados al servicio de la patria. Esta presencia se difundió y organizó mucho más después del primer conflicto mundial, cuando la Santa Sede, de acuerdo con las autoridades del Estado italiano, aseguró la asistencia espiritual a las Fuerzas armadas, constituyendo el vicariato castrense para Italia con un Ordinario militar.

Los capellanes han desempeñado un papel espiritual y humano insustituible, compartiendo la vida y los problemas de los militares y ofreciendo a todos la luz del Evangelio y la gracia divina. En esta actividad se han distinguido espléndidas figuras de sacerdotes, que han honrado a la Iglesia y a las Fuerzas armadas.

Entres éstos, me agrada recordar al beato Secondo Pollo, sacerdote celoso y apreciado educador de los jóvenes, que terminó su vida terrena a los 33 años, el 26 de diciembre de 1941, en el frente de Montenegro, alcanzado por una ráfaga de ametralladora mientras ayudaba a sus alpinos heridos en una emboscada. A él, inmolado en la violencia de la guerra en la misma región balcánica donde nuevamente resuena un trágico fragor de armas, le pedimos que obtenga a esa atormentada tierra el don de una paz duradera, que respete los derechos de todos los pueblos.

3. El impulso providencial a la correcta actualización que dio el concilio ecuménico Vaticano II, gracias a la acción sabia y generosa de los Ordinarios castrenses y los capellanes, fue acogido prontamente por el pueblo cristiano militar, suscitando una nueva conciencia de Iglesia y un compromiso renovado, sobre todo entre los fieles laicos. Así, se ha pasado de un «servicio de Iglesia», prestado a los militares, a una «Iglesia de servicio», reunida entre cuantos están llamados en el mundo militar a ejercer su sacerdocio bautismal trabajando por la convivencia pacífica entre los hombres, en unión con aquellos que, con el sacrificio de su vida, han dado el testimonio supremo de amor.

Con la constitución apostólica Spirituali militum curae, de 1986, quise impulsar ese camino prometedor, configurando la Iglesia ordinariato militar como Iglesia particular, territorial y personal, cuyo mismo nombre expresa su naturaleza teológica, su estructura organizativa y su índole específica. Forman parte de ella los militares bautizados, sus familiares y parientes, así como los colaboradores que viven en la misma casa, y cuantos son contratados por ley al servicio de las Fuerzas armadas o están vinculados a ellas.

Con este encuentro concluye el primer Sínodo de vuestra Iglesia particular, celebrado precisamente en vísperas del gran jubileo del año 2000. Durante estos tres años de oración y reflexión, bajo la guía de vuestro pastor, habéis tenido la oportunidad de releer a la luz de la palabra de Dios el plan que el Señor tiene para vuestra comunidad eclesial, cuya identidad de pueblo de Dios reunido entre los militares en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo habéis profundizado. Por tanto, os habéis interrogado sobre cómo anunciar el Evangelio en el ámbito de la vida militar actual.

¡Cuántas nuevas perspectivas de evangelización y servicio se abren ante la Iglesia ordinariato militar en el umbral del nuevo milenio cristiano!

113 4. En las sociedades democráticas está arraigando cada vez más la convicción de que las Fuerzas armadas están llamadas a ser instrumento de paz y concordia entre los pueblos y de apoyo a los más débiles. A este propósito, ¡cómo no recordar las numerosas misiones durante las cuales los militares han estado en primera línea para prestar su generosa ayuda a las poblaciones civiles damnificadas por calamidades naturales o tragedias humanitarias! ¡Cómo no pensar con admiración en los peligros y sacrificios que afrontan cuantos realizan una obra de pacificación en los países devastados por absurdas guerras civiles! Con estas intervenciones, los militares actúan cada vez más como defensores de los valores inalienables del hombre, como la vida, la libertad, el derecho y la justicia. Esta concepción de la vida militar, en sintonía con el mensaje evangélico, abre a la Iglesia ordinariato militar muchas oportunidades pastorales. En vuestro ministerio, todos los años os encontráis con la mayor parte de la juventud, llamada a realizar durante algunos meses el servicio militar. Se trata de una peculiaridad, por la que vuestra Iglesia se presenta como una familia con muchos hijos jóvenes, y os permite entrar en contacto con el mundo juvenil, con sus esperanzas y sus desilusiones.

Las expectativas y las problemáticas juveniles, así como los desafíos que éstas constituyen para vuestra Iglesia ordinariato militar, han sido tratadas ampliamente en la asamblea sinodal. Al expresaros mi aprecio por el trabajo realizado, deseo exhortaros a mirar con confianza el mundo de los jóvenes, conscientes de que toda palabra, todo gesto de atención concreta y todo esfuerzo por abrir su corazón a Cristo, producirá abundantes y generosos frutos de bien en su espíritu.

Os invito, asimismo, a esforzaros por ser en medio de ellos testigos, antes que maestros, e iconos vivos de los valores que anunciáis. Sed para ellos guías espirituales seguros y sostenedlos todos los días con vuestra oración y vuestro ejemplo.

5. Como vuestro arzobispo ha recordado al comienzo, el mundo militar, tanto en el pasado como en la actualidad, se presenta a menudo como un vehículo de evangelización y un lugar privilegiado para alcanzar la cima de la santidad: pienso en el centurión del evangelio, en los primeros soldados mártires y en cuantos a lo largo de la historia, sirviendo a un soberano terreno, han aprendido a convertirse en soldados y testigos del único Señor, Jesucristo.

Mi pensamiento va, en particular, al siervo de Dios, sargento de carabineros Salvo D'Acquisto, quien, en circunstancias muy difíciles, supo testimoniar con la entrega de la vida su fidelidad a Cristo y a sus hermanos. Este espléndido batallón de creyentes y santos os alienta a proseguir vuestro apostolado. Expreso mis mejores deseos de que la celebración del primer Sínodo suscite en vosotros entusiasmo y creatividad para que, en las Fuerzas armadas, seáis cada vez más levadura de esperanza y de salvación.

Con estos deseos, al mismo tiempo que invoco la protección materna de María, Reina de la paz, imparto de corazón a la Iglesia ordinariato militar, a su pastor y a cada uno de vosotros, una especial bendición apostólica.







MENSAJE DEL PAPA A LOS RUMANOS ANTES DE LA VISITA


: Jueves 6 de mayo de 1999



Amadísimos rumanos:

Con el pensamiento y con el corazón me encuentro ya entre vosotros, en la espera gozosa de poder cruzar pronto la frontera de vuestro país y visitar una tierra tan ilustre por sus tradiciones civiles y eclesiales.

Mi espíritu se llena de alegría al pensar en el encuentro con el querido y venerado hermano Su Beatitud el patriarca Teoctist, y con los obispos del Santo Sínodo, los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y todos los creyentes.

También espero con emoción el momento en que abrazaré a los queridos hijos de la Iglesia católica: a los amados pastores y a los queridos fieles tanto de la Iglesia latina como de la greco-católica.

114 Saludo, desde ahora, al señor presidente y a las autoridades del Estado, llamadas a cumplir la difícil pero apasionante tarea de introducir al pueblo en una experiencia consciente y madura del valor fundamental de la libertad.

A todos vosotros, hombres y mujeres, niños y ancianos, enfermos y jóvenes de Rumanía, os abraza el Papa de Roma.

Voy a visitaros impulsado por el deseo de volveros a proponer, juntamente con vuestros pastores, el mensaje del Evangelio, que tanta importancia ha tenido y tiene en la historia, en la civilización y en la fe del pueblo rumano. No voy a proponeros fáciles ilusiones, ni espejismos de un día, ni utopías que pasan, ni estériles polémicas sobre el poder terreno, sino a Jesucristo, nuestro Señor, muerto y resucitado para la salvación del mundo, que es la verdad de Dios. ¡Hasta pronto!







VIAJE PASTORAL A RUMANÍA


DURANTE LA CEREMONIA DE BIENVENIDA


Bucarest, viernes 7 de mayo de 1999


Señor presidente;
distinguidos representantes del Gobierno;
venerado patriarca Teoctist;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con gran alegría llego hoy a Rumanía, nación que tanto quiero y que desde hace mucho tiempo anhelaba visitar. Con profunda emoción he besado su tierra, ante todo dando gracias a Dios todopoderoso que, en su próvida benevolencia, me ha concedido ver realizado este deseo.

La expresión de mi gratitud se dirige asimismo a usted, señor presidente, por su repetida invitación y por las amables palabras con que ha manifestado los sentimientos de sus colaboradores y de todo el pueblo rumano. He apreciado mucho sus cordiales palabras de bienvenida y las conservo en mi corazón, mientras recuerdo con gratitud la visita que me hizo en el año 1993, entonces en calidad de rector de la universidad de Bucarest y presidente de la Conferencia de rectores de universidades de Rumanía. En usted, primer ciudadano de esta noble nación, veo representados a todos los ciudadanos, a los que siento viva necesidad de enviar un cordial saludo de fraternidad y paz, comenzando por la población de la capital y llegando hasta los habitantes de las aldeas más remotas.


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