Discursos 1999 121


VIAJE PASTORAL A RUMANÍA


DURANTE EL ENCUENTRO CON EL PATRIARCA


Y LOS MIEMBROS DEL SANTO SÍNODO


: Sábado 8 de mayo de 1999



Beatitud;
venerados metropolitas y obispos
del Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa rumana,
señor presidente de Rumanía;
señoras y señores;
queridos amigos:


1. Una escena evangélica me venía a menudo a la mente mientras me preparaba para este encuentro tan anhelado: la del apóstol Andrés, vuestro primer evangelizador, que, lleno de entusiasmo, se presenta a su hermano Pedro para anunciarle la asombrosa noticia: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)» (Jn 1,41). Este descubrimiento cambió la vida de los dos hermanos: dejando sus redes, se convirtieron en «pescadores de hombres» (Mt 4,19) y, después de ser transformados interiormente por el Espíritu de Pentecostés, se pusieron en camino por las rutas del mundo para llevar a todos el anuncio de la salvación. Con ellos, otros discípulos prosiguieron la labor evangélica que ellos habían empezado, invitando a las naciones a la salvación y «bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19).

Beatitud; venerados hermanos en el episcopado, somos hijos de esta evangelización. También nosotros hemos recibido este anuncio; también nosotros hemos sido redimidos en Cristo. Si nos encontramos hoy aquí, es por un designio de amor de la santísima Trinidad que, en vísperas del gran jubileo, ha querido concedernos a nosotros, sucesores de esos Apóstoles, recordar aquel encuentro. La Iglesia ha crecido y se ha difundido por el mundo. El Evangelio ha fecundado las culturas. También aquí, en esta tierra de Rumanía, tesoros de santidad, de fidelidad cristiana, alcanzada a veces al precio de la vida, han enriquecido el templo espiritual que es la Iglesia. Hoy, juntos, damos gracias a Dios por ello.

122 2. La emoción suscitada por su visita, Beatitud, a la ciudad de los santos Pedro y Pablo, los corifeos de los Apóstoles, sigue viva en mi espíritu. Conservo un vivo recuerdo de aquel encuentro, que tuvo lugar en tiempos difíciles para su Iglesia. Ahora soy yo, peregrino de la caridad, quien rinde homenaje a esta tierra impregnada de la sangre de los mártires antiguos y recientes, que «lavaron sus vestidos y los blanquearon con la sangre del Cordero» (Ap 7,14). Vengo a visitar a un pueblo que ha acogido el Evangelio, que lo ha asimilado y lo ha defendido de repetidos ataques, considerándolo ahora como parte integrante de su patrimonio cultural.

Se trata de una cultura pacientemente elaborada, siguiendo la línea de la herencia de la Roma antigua, en una tradición de santidad que tuvo su origen en las celdas de innumerables monjes y monjas que dedicaron su tiempo a cantar las alabanzas de Dios y a mantener los brazos alzados, como Moisés, en oración, para obtener el triunfo en la pacífica batalla de la fe, en beneficio de las poblaciones de esta tierra. Así, el mensaje evangélico ha llegado también a los intelectuales, muchos de los cuales han contribuido, con su carisma, a lograr que lo asimilaran las nuevas generaciones rumanas, comprometidas en la construcción de su futuro.

Beatitud, he venido aquí como peregrino para manifestaros que, con gran afecto, toda la Iglesia católica acompaña el esfuerzo de los obispos, del clero y de los fieles de la Iglesia ortodoxa rumana, en este momento en que un milenio está a punto de concluir y otro se vislumbra ya en el horizonte. Yo me siento cercano a vosotros y con estima y admiración os apoyo en el programa de renovación eclesial que el Santo Sínodo ha emprendido en ámbitos tan fundamentales como la formación teológica y catequética, para que vuelva a florecer el alma cristiana, que se identifica con vuestra historia. En esta obra de renovación, bendecida por Dios, sepa, Beatitud, que los católicos acompañan a sus hermanos ortodoxos mediante su oración y su disponibilidad a cualquier forma de colaboración. Todos estamos llamados a anunciar juntos el único Evangelio, con amor y estima recíproca. ¡Cuántos campos se abren ante nosotros para realizar una tarea que nos compromete a todos, con respeto mutuo y con el deseo común de ser útiles a la humanidad, por la que el Hijo de Dios dio su vida! El testimonio común es un poderoso medio de evangelización. Por el contrario, la división marca la victoria de las tinieblas sobre la luz. Cristo nos ha sostenido en la prueba

3. Beatitud, tanto usted como yo, en nuestra historia personal, hemos visto las cadenas y hemos experimentado la opresión de una ideología que quería extirpar del alma de nuestros pueblos la fe en nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, las puertas del infierno no han prevalecido sobre la Iglesia, Esposa del Cordero. Él, el Cordero inmolado y glorioso, es quien nos ha sostenido en la prueba y que ahora nos permite entonar el canto de la libertad recuperada. Uno de vuestros teólogos contemporáneos lo ha llamado «el restaurador del hombre», el que cura al hombre enfermo y lo libera del duro yugo de la esclavitud, al que había estado sometido durante mucho tiempo. Después de tantos años de violencia, de represión de la libertad, la Iglesia puede derramar sobre las heridas del hombre el bálsamo de la gracia y curarlo en nombre de Cristo, diciéndole, como Pedro al lisiado: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ¡camina!» (Ac 3,6). La Iglesia no se cansa de exhortar, de suplicar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que se levanten, que reanuden su camino hacia el Padre, que se dejen reconciliar con Dios. El primer acto de caridad que la humanidad espera de nosotros es el anuncio evangélico y el renacimiento en los sacramentos, que se prolongan en el servicio a los hermanos.

Beatitud, he venido a contemplar el rostro de Cristo grabado en vuestra Iglesia; he venido a venerar este rostro sufriente, prenda de una nueva esperanza. Vuestra Iglesia, consciente de haber «encontrado al Mesías», se esfuerza por llevar a sus hijos y a todos los hombres que buscan a Dios con corazón sincero a encontrarse con él; lo hace mediante la celebración solemne de la divina liturgia y la acción pastoral diaria. Este compromiso coincide con vuestra tradición, tan rica en figuras que han sabido unir una profunda vida en Cristo con un generoso servicio a los necesitados, una dedicación apasionada al estudio con una incansable solicitud pastoral. Solamente quisiera recordar aquí al santo monje y obispo Callinicos de Chernica, tan cercano al corazón de los fieles de Bucarest.

4. Beatitud, queridos hermanos en el episcopado, nuestro encuentro tiene lugar en el día en que la liturgia bizantina celebra la fiesta del santo apóstol y evangelista Juan, el teólogo. ¿Quién mejor que él, que fue intensamente amado por el Maestro, puede comunicarnos esta viva experiencia de amor? En sus cartas nos ofrece la síntesis de su vida, unas palabras que, en la vejez, cuando desaparece lo superfluo, le sirvieron para definir su experiencia personal: «Dios es amor». Es lo que había contemplado al recostar su cabeza en el pecho de Jesús y al levantar su mirada hacia su costado abierto, del que brotaban el agua del bautismo y la sangre de la Eucaristía. Esta experiencia del amor de Dios no sólo nos invita; yo diría que, incluso, nos obliga dulcemente al amor, síntesis única y auténtica de la fe cristiana.

«La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1Co 13,4-7). Son las palabras que dirige el apóstol Pablo a una comunidad atormentada por conflictos y tensiones; son palabras que valen para todos los tiempos. Sabemos muy bien que estas palabras se dirigen hoy ante todo a nosotros. No sirven para reprochar al otro su error, sino para desenmascarar el nuestro, el de cada uno de nosotros. Hemos tenido enfrentamientos, recriminaciones, reticencias interiores y cerrazones recíprocas. Sin embargo, tanto vosotros como nosotros somos testigos de que, a pesar de esas divisiones, en el momento de la gran prueba, cuando nuestras Iglesias se vieron sacudidas hasta sus cimientos, también aquí, en esta tierra de Rumanía, los mártires y los confesores supieron glorificar el nombre de Dios con un solo corazón y una sola alma. Precisamente considerando la obra maravillosa del Espíritu, incomprensible para la lógica humana, nuestra debilidad encuentra su fuerza y el corazón recupera valentía y confianza en medio de las dificultades de la situación actual.

5. Me alegra que haya sido posible, concretamente aquí en Rumanía, entablar un diálogo fraterno sobre los problemas que aún nos dividen. La Iglesia greco-católica de Rumanía ha sufrido en estos últimos decenios una violenta represión, y sus derechos han sido pisoteados y violados. Sus hijos han sufrido mucho, algunos incluso hasta el testimonio supremo de la sangre. Con el fin de la persecución han recuperado la libertad, pero el problema de las propiedades eclesiales espera aún su solución definitiva. Que el diálogo sea el camino para curar las heridas todavía abiertas y para resolver las dificultades que siguen existiendo. La victoria de la caridad será un ejemplo no sólo para las Iglesias, sino también para toda la sociedad. Pido a Dios, Padre de misericordia y fuente de la paz, que el amor, recibido y dado, sea el signo por el que los cristianos sean reconocidos en su fidelidad al Señor.

Las Iglesias ortodoxas y la Iglesia católica han recorrido un largo camino de reconciliación: deseo expresar a Dios mi más profunda gratitud por todo lo que se ha logrado y quiero daros gracias a vosotros, venerados hermanos en Cristo, por los esfuerzos que habéis realizado en este camino. ¿No ha llegado ya el momento de reanudar decididamente la investigación teológica, sostenida por la oración y la buena voluntad de todos los fieles, ortodoxos y católicos?

Dios sabe cuánta necesidad tiene nuestro mundo, y también nuestra Europa, en la que esperábamos que no hubiera ya luchas fratricidas, de un testimonio de amor fraterno, que triunfe sobre el odio y las disensiones y que abra los corazones a la reconciliación. ¿Dónde están nuestras Iglesias cuando el diálogo calla y las armas hablan con su lenguaje de muerte? ¿Cómo educar a nuestros fieles en la lógica de las bienaventuranzas, tan diferente del modo de razonar de los poderosos de este mundo?

Beatitud, queridos hermanos en el episcopado, volvamos a dar una unidad visible a la Iglesia; de lo contrario, este mundo se verá privado de un testimonio que sólo los discípulos del Hijo de Dios, muerto y resucitado por amor, pueden darle para impulsarlo a abrirse a la fe (cf. Jn Jn 17,21). ¿Qué puede estimular a los hombres de hoy a creer en él, si continuamos desgarrando la túnica inconsútil de la Iglesia, si no logramos obtener de Dios el milagro de la unidad, esforzándonos por eliminar los obstáculos que impiden su plena manifestación? ¿Quién nos perdonará esta falta de testimonio? Yo he buscado la unidad con todas mis fuerzas y seguiré esforzándome hasta el fin para que sea una de las preocupaciones principales de las Iglesias y de los que las gobiernan por el ministerio apostólico.

123 6. Vuestra tierra está sembrada de monasterios, como el de san Nicodemo de Tismana, oculto entre montañas y bosques, del que se eleva una oración incesante, una invocación del santo nombre de Jesús. Gracias a Paisy Velitchkovsky y a sus discípulos, Moldavia se convirtió en el foco de una renovación monástica que se extendió a los países vecinos al final del siglo XVIII y sucesivamente. La vida monástica, que nunca ha desaparecido, ni siquiera en tiempos de persecución, ha dado y sigue dando personalidades de gran talla espiritual, en torno a las cuales se ha producido en estos últimos años un prometedor florecimiento de vocaciones.

Los conventos, las iglesias decoradas con frescos, los iconos, los ornamentos litúrgicos, los manuscritos, no son sólo los tesoros de vuestra cultura, sino también testimonios conmovedores de fe cristiana, de una fe cristiana vivida. Este patrimonio artístico, nacido de la oración de los monjes y las monjas, de los artesanos y los campesinos inspirados en la belleza de la liturgia bizantina, constituye una contribución particularmente significativa al diálogo entre Oriente y Occidente, así como al renacimiento de la fraternidad que el Espíritu Santo suscita en nosotros en el umbral del nuevo milenio. Vuestra tierra de Rumanía, entre la latinitas y Bizancio, puede transformarse en tierra de encuentro y comunión. Ojalá que Rumanía, atravesada por el majestuoso Danubio, que riega regiones de Oriente y de Occidente, sepa, como este río, crear relaciones de entendimiento y comunión entre pueblos diversos, contribuyendo así a que se consolide en Europa y en el mundo la civilización del amor.

7. Beatitud, queridos padres del Santo Sínodo, pocos días nos separan ya del inicio del tercer milenio de la era cristiana. Los hombres tienen la mirada fija en nosotros, en la espera. Quieren escuchar de nosotros, de nuestra vida mucho más que de nuestras palabras, el anuncio antiguo: «Hemos encontrado al Mesías». Quieren ver si también nosotros somos capaces de dejar las redes de nuestro orgullo y de nuestros temores para «proclamar el año de gracia del Señor».

Cruzaremos este umbral con nuestros mártires, con todos los que han dado su vida por la fe: ortodoxos, católicos, anglicanos y protestantes. Desde siempre la sangre de los mártires es semilla que da vida a nuevos fieles de Cristo. Sin embargo, para hacerlo, debemos morir a nosotros mismos y sepultar al hombre viejo en las aguas de la regeneración, para renacer como criaturas nuevas. No podemos desoír la llamada de Cristo y las expectativas del mundo; debemos unir nuestras voces a fin de que la palabra eterna de Cristo resuene más para las nuevas generaciones.

¡Gracias por haber querido ser la primera Iglesia ortodoxa en invitar a su país al Papa de Roma! ¡Gracias por haberme dado la alegría de este encuentro fraterno! ¡Gracias por el don de esta peregrinación, que me ha permitido confirmar mi fe en contacto con la fe de fervorosos hermanos en Cristo!

Venid, «caminemos juntos a la luz del Señor». A él honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

¡Muchas gracias! Esta visita a Rumanía es inolvidable. Aquí se ha cruzado el umbral de la esperanza. ¡Muchas gracias! Que Dios os bendiga a todos.









VIAJE PASTORAL A RUMANÍA

DECLARACIÓN COMÚN

DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


Y DEL PATRIARCA ORTODOXO TEOCTIST


SOBRE LA URGENCIA DE LA PAZ EN LOS BALCANES


Sábado 8 de mayo de 1999



Reunidos en la fraternidad y en la caridad, que tienen su fuente en Cristo resucitado, «camino, verdad y vida» (cf. Jn Jn 14,6) para toda la humanidad, nuestro afectuoso pensamiento se dirige a nuestros hermanos y hermanas de la República federal de Yugoslavia, abrumados por tantas pruebas y sufrimientos.

Padres y servidores de nuestras comunidades, unidos a todos los que tienen la misión de anunciar al mundo de hoy a Cristo, que nos «ha llamado a vivir en la paz» (1Co 7,15), y unidos especialmente a los pastores de nuestras Iglesias en la tierra de los Balcanes, queremos:

— expresar nuestra solidaridad humana y espiritual con todos los que, expulsados de sus casas y de su tierra, y separados de sus seres queridos, experimentan la cruel realidad del éxodo, así como con las víctimas de los bombardeos homicidas y con todas las poblaciones que no pueden vivir con serenidad y paz;

124 — apelar, en nombre de Dios, a todos los que, de una manera u otra, son responsables de la tragedia actual, para que tengan el valor de reanudar el diálogo y encontrar las condiciones en las que pueda lograrse una paz justa y duradera que permita el regreso de los desplazados a sus hogares, abrevie los sufrimientos de todos los que viven en la República federal de Yugoslavia, tanto serbios como albaneses y personas de otras nacionalidades, y ponga las bases de una nueva convivencia entre todos los pueblos de la Federación;

— animar a la comunidad internacional y a sus instituciones a poner en práctica todos los recursos del derecho para ayudar a las partes en conflicto a resolver sus divergencias de acuerdo con las convenciones en vigor, especialmente las que se refieren al respeto de los derechos fundamentales de la persona y a la colaboración entre Estados soberanos;

— sostener a todas las organizaciones humanitarias, en particular a las de inspiración cristiana, que se dedican a aliviar los sufrimientos actuales, pidiendo apremiantemente que no se estorbe de ninguna manera su acción mediante la cual, sin distinción de nacionalidad, lengua o religión, tratan de socorrer a todos los que atraviesan la prueba;

— hacer un llamamiento a los cristianos de todas las confesiones a comprometerse de forma concreta y a unirse en una oración unánime e incesante por la paz y el entendimiento entre los pueblos, encomendando estas intenciones a la Virgen santísima, para que ella interceda ante su Hijo, «que es nuestra paz» (cf. Ef
Ep 2,14).

En nombre de Dios, Padre de todos los hombres, pedimos apremiantemente a las partes implicadas en el conflicto que depongan definitivamente las armas y exhortamos vivamente a las partes presentes a realizar gestos proféticos, para que un nuevo arte de vivir en los Balcanes, marcado por el respeto de todos, por la fraternidad y la convivencia, sea posible en esa tierra tan amada. Eso será a los ojos del mundo un signo poderoso que mostrará que, con toda Europa, el territorio de la República federal de Yugoslavia puede convertirse en lugar de paz, libertad y concordia para todos sus habitantes.

Bucarest, 8 de mayo de 1999


JUAN PABLO II TEOCTIST






VIAJE PASTORAL A RUMANIA


EN LA CEREMONIA DE DESPEDIDA


9 de mayo de 1999

1. En el momento de dejar esta amada tierra de Rumanía, lo saludo ante todo a usted, señor presidente, y le agradezco la acogida que me ha dispensado. A través de usted, extiendo estos sentimientos a todo el querido pueblo rumano que, durante estos días, me ha rodeado con su cordialidad y entusiasmo.

Un saludo particular va a Su Beatitud, el patriarca Teoctist, a los metropolitas, a los obispos y a todo el pueblo de la venerable Iglesia ortodoxa de Rumanía. Abrazo fraternalmente a los obispos y a las comunidades católicas, tanto de rito bizantino como latino, todas presentes en mi corazón. Saludo asimismo a las otras confesiones cristianas y a los miembros de las demás religiones presentes en el país. Un don de Dios para todo el pueblo

2. Han sido días de profundas emociones, que he vivido con intensidad y que permanecerán grabadas indeleblemente en mi corazón. Recibimos como un don de la mano de Dios los acontecimientos en que hemos participado juntos, esperando que produzcan frutos de gracia no sólo para los cristianos, sino también para todo el pueblo de Rumanía. Vuestro país lleva inscrita en sus raíces una singular vocación ecuménica. Por su posición geográfica y su larga historia, por su cultura y su tradición, Rumanía es una casa en la que Oriente y Occidente entablan con naturalidad el diálogo.

También la Iglesia respira aquí, de modo particularmente evidente, con sus dos pulmones. Y durante estos días hemos podido experimentarlo. Todos juntos, como Pedro, Andrés y el resto de los Apóstoles reunidos en oración con la Madre de Dios en el primer cenáculo, hemos vivido un nuevo Pentecostés espiritual. El viento del Espíritu Santo ha soplado con fuerza sobre esta tierra, y nos ha impulsado a ser más firmes en la comunión y más audaces en el anuncio del Evangelio. Hemos practicado y gustado la dulzura y la belleza, la fuerza y la eficacia de la lengua nueva que se nos ha dado, la lengua de la comunión fraterna.

125 3. Mientras está a punto de abrirse la puerta del tercer milenio, se nos pide que salgamos de nuestros confines habituales para hacer que se sienta con mayor vigor el viento de Pentecostés en los países del viejo continente y hasta los extremos del mundo. Por desgracia, parece que el fragor amenazador de las armas prevalece sobre la voz persuasiva del amor, y la violencia desencadenada está volviendo a abrir antiguas heridas que, con esfuerzo y paciencia, se trataba de cicatrizar.

Deseo que se llegue finalmente a deponer las armas, para volver a encontrarse y comenzar un nuevo y más eficaz diálogo de comunión y paz. A este respecto, un papel importante corresponde a los cristianos, independientemente de la confesión a la que pertenezcan. Están llamados hoy a vivir y manifestar con mayor audacia su fraternidad, para que los pueblos puedan sentirse alentados, más aún, impulsados a reencontrar y consolidar lo que los une. El acontecimiento espiritual que hemos vivido, bendecido por san Demetrio y por los santos mártires de los últimos decenios, es una experiencia que hay que conservar y transmitir, con la esperanza de que el nuevo milenio que se abre ante nosotros sea un tiempo de renovada comunión entre las Iglesias cristianas y de descubrimiento de la fraternidad entre los pueblos. Éste es el sueño que llevo en mi corazón al dejar esta querida tierra.

4. Quisiera encomendaros este sueño a todos vosotros. En particular, quisiera encomendarlo a los jóvenes. Sí, a vosotros, queridos jóvenes de Rumanía. Hubiera querido encontrarme personalmente con vosotros; por desgracia, no ha sido posible. Esta tarde hago mías las palabras con que san Pedro, cuando estaba a punto de terminar el día de Pentecostés, anunció a quienes lo escuchaban el cumplimiento de la promesa de Dios: «Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños» (
Ac 2,17). Durante estos días el Espíritu os encomienda a vosotros, jóvenes, el «sueño» de Dios: que todos los hombres formen parte de su familia, que todos los cristianos sean uno. Entrad con este sueño en el nuevo milenio.

Vosotros, que os habéis liberado de la pesadilla de la dictadura comunista, no os dejéis engañar por los falsos y peligrosos sueños del consumismo. También esos sueños matan el futuro. Jesús os invita a soñar una Rumanía nueva, una tierra donde el Oriente y el Occidente puedan encontrarse de modo fraternal. Esta Rumanía está encomendada a vuestras manos. Construidla juntos, con audacia. El Señor os la confía. Vosotros encomendaos a él, sabiendo que «si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores» (Ps 127,1).

El Señor bendiga a Rumanía, bendiga a su pueblo y bendiga a Europa.









MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO


EUCARÍSTICO NACIONAL DE ESPAÑA




Al señor cardenal
Antonio María ROUCO VARELA
Arzobispo de Madrid
Presidente de la Conferencia episcopal española

1. Los pastores y los fieles de las comunidades eclesiales de España, con la mirada puesta en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, que se va a conmemorar en el gran jubileo del año 2000, han querido reunirse en Santiago de Compostela, junto al sepulcro del Apóstol, para proclamar y celebrar su fe en Jesucristo, Dios y hombre verdadero, presente en la Eucaristía. De esta manera, la "Statio Ecclesiarum Hispaniae" con la que se clausura el Congreso eucarístico nacional de Santiago prepara y anuncia la "Statio Orbis" del XLVII Congreso eucarístico internacional del próximo año en Roma. Con este gran acontecimiento he deseado subrayar que el Año jubilar debe ser un año "intensamente eucarístico" (cf. Tertio millennio adveniente TMA 55) para celebrar a Jesucristo, único Salvador del mundo, pan de vida nueva, "el mismo ayer, hoy y siempre" (He 13,8). En efecto, Cristo en la Eucaristía nos hace sentir su presencia y su compañía. Él nos invita a mirar al gran jubileo del año 2000 no como el recuerdo de un simple hecho del pasado, sino como la conmemoración de la entrada definitiva de Dios en el mundo con la encarnación del Verbo, para permanecer siempre con nosotros hasta el final de los tiempos.

Por eso, en actitud de oración y adoración, me uno a todos vosotros, pastores y fieles, congregados en Santiago, para celebrar este acontecimiento eclesial, que tiene como centro la Eucaristía, "sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual" (Sacrosanctum Concilium SC 47).

126 2. La solemne celebración de este congreso es un momento importante del trienio de preparación para el jubileo del año 2000, que ha tenido etapas tan significativas en el Congreso de pastoral evangelizadora de Madrid de 1997 -con el tema "Jesucristo, la buena noticia"-, y los congresos mariológico y mariano de Zaragoza de 1998, en torno a "María, Evangelio vivido".

La ciudad de Santiago de Compostela, lugar de esta gran asamblea eucarística, tiene sin duda un significado singular. La memoria de este Apóstol nos recuerda que él fue testigo de la institución de la Eucaristía en la última Cena, como también lo fue de la gloria de Cristo en la Transfiguración y de su angustia en el Huerto de los Olivos. Santiago, "el primero entre los apóstoles que bebió el cáliz del Señor" (Prefacio de la misa de ), no sólo transmitió a la Iglesia, como los otros apóstoles, el memorial de la cena del Señor y la fe en el misterio eucarístico, sino que celebró con su propio martirio el significado más profundo de la Eucaristía con el cuerpo entregado y la sangre derramada.

3. La Iglesia compostelana conserva la memoria de este Apóstol, el señor Santiago, amigo de Cristo y de los cristianos. El "Campo de la Estrella", que según la tradición acogió y conserva las reliquias del Apóstol, ha sido a lo largo de los siglos meta de numerosas peregrinaciones, de caminos recorridos por los fieles desde tantos puntos del orbe.

Una peregrinación que, en el tradicional camino de Santiago, florecía en frutos de verdad y de vida; marcada por la penitencia y la conversión y alimentada por la meditación de la Palabra; vivida en una ejemplar dimensión de caridad, sin fronteras de nacionalidad o de raza, por quienes ejercitaban las obras de misericordia, daban y recibían ayuda en los albergues, hospitales y monasterios. Peregrinación emprendida para alcanzar la "gran perdonanza" y la plena reconciliación con Dios, por medio de Jesucristo y con la intercesión del Apóstol.

El lema del Congreso alude a la peregrinación comunitaria que la Iglesia lleva a cabo con la fuerza de la Eucaristía, "cibus viatorum", alimento de peregrinos y viandantes. Así viven y caminan los cristianos por el mundo, con la mirada puesta en la meta final, cuando toda la humanidad será así ofrenda agradable a Dios Padre. Nos lo recuerda un hermoso texto del concilio Vaticano II: "El Señor dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un viático para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos, en la cena de la comunión fraterna y la pregustación del banquete celestial" (Gaudium et spes
GS 38).

4. La Eucaristía es también "panis filiorum", el pan de los hijos de Dios. Esta expresión de la piedad eucarística de la Iglesia nos recuerda otro aspecto fundamental, que tiene una resonancia especial en este año de gracia, en que con todo el pueblo santo volvemos los ojos al Padre que está en los cielos (cf. Tertio millennio adveniente TMA 49).

La Eucaristía es el alimento de los hijos, el pan vivo de Dios bajado del cielo y que da la vida al mundo. "Es mi Padre -dice Jesús- el que os da el verdadero pan del cielo" (Jn 6,32). Por eso la Iglesia celebra la Eucaristía con la mirada y el corazón puestos en el Padre, santo y misericordioso, fuente de toda santidad y que cada día nos alimenta con el don del cuerpo y de la sangre de su amadísimo Hijo.

La plegaria eucarística rebosa de gratitud al Padre por darnos la víctima de nuestra reconciliación y en ella recordamos que Cristo es el pan de los hijos de Dios, que nos hace partícipes de su vida divina: "Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,57). Todo en la Eucaristía viene del Padre y todo vuelve a él, por Cristo en la unidad del Espíritu Santo.

Para participar dignamente en la mesa de la Eucaristía, verdadero banquete de los hijos de Dios, es indispensable vestir el "traje de boda" (Mt 22,11). Para ello, la Iglesia nos ofrece el sacramento de la reconciliación. En él se recibe el perdón, a través del abrazo misericordioso con el que Dios nos acoge (cf. Lc Lc 15,20). Esto es fuente de verdadera paz y gozo interior, que nos permite sentarnos como hijos y hermanos, reconciliados en torno a la mesa de la Eucaristía.

5. El pueblo peregrino con la "fracción del pan" revive ola ogracia oy el compromiso ode ola ovida onueva, como la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch Ac 2, 42ss). Se intensifica la comunión entre las personas y los pueblos, más allá de las diferencias culturales, dentro de la catolicidad de la Iglesia. Por eso, la Eucaristía, desde siempre, ha sido factor de comunión en la diversidad, al compartir el mismo pan de vida que acrecienta también el don de la fraternidad. Así lo expresa un texto de la antigua tradición hispánica que precede la oración dominical en la liturgia eucarística: "Para que con el deseo de la humildad y con la profesión de la caridad, por el alimento y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad de su ocuerpo oy ocon confianza podamos decir, en la tierra, Padre nuestro" (PL 96, 759-760).

La Iglesia que cree en la Eucaristía y la celebra es una comunidad orante, que contempla y adora el misterio de la presencia real y permanente de Cristo en el sacramento y que aprende a orar con las mismas actitudes de la plegaria eucarística.

127 6. La celebración de este Congreso eucarístico nacional es una fuerte llamada a la unidad y la comunión de toda la Iglesia de España, a una vuelta a las raíces de la fe cristiana que ha hecho fecundas vuestras comunidades. Lo reconocen tantas otras Iglesias hermanas del mundo entero. Lo evidencia el testimonio de vuestros mártires, la rica espiritualidad de vuestros santos, el dinamismo emprendedor de vuestros misioneros, que llevaron el mensaje del Evangelio desde el "finis terrae" de Compostela a otros lugares del orbe.

La Eucaristía es también hoy una fuerte llamada a vivir la fe cristiana a la luz del signo expresivo y sacramental del "Dies Domini", día del Señor y pascua semanal, cuando la familia de los hijos de Dios se reúne en torno a la mesa del Pan de la Palabra y del Pan eucarístico, como un testimonio de fe en la presencia deloResucitado enoeste mundo.

La Eucaristía, por ser signo de unidad y fuente de caridad, es también una efusión del Espíritu Santo en nuestros corazones y nos empuja a promover la fraternidad en un mundo dividido, dando testimonio de la paternidad amorosa de Dios hacia todos.

¿Cómo no recordaros que fue la Eucaristía, celebrada, adorada y participada, el secreto de la vitalidad de la Iglesia de vuestra patria, en esa peregrinación histórica de los siglos pasados que ha dejado tantos monumentos de auténtica piedad? Con esta misma certeza os exhorto a confiar en el futuro, para que Cristo presente en la Eucaristía fortalezca vuestra firmeza y renueve en todos, especialmente en los jóvenes, el compromiso de la evangelización y el ansia de un testimonio público y social de vida cristiana en este fin del siglo y del milenio.

7. Que la fe en la Eucaristía acreciente la esperanza, favorezca la fraternidad y os impulse hacia la caridad, y que os acompañe con su presencia amiga el Señor Santiago, testigo de la cruz y de la gloria de nuestro Señor Jesucristo, alentando a los peregrinos con su ejemplo y ayudándolos con su intercesión.

No se puede hablar de la Eucaristía sin hacer memoria de la Virgen María, la Madre de Jesús, peregrina de la fe, signo de esperanza y del consuelo del pueblo peregrino, que nos ha dado a Cristo, Pan verdadero. En comunión con ella y con la esperanza de gozar de su compañía en la gloria, celebramos la Eucaristía que es el sacramento de nuestra fe, aclamando la presencia de Cristo, el Hijo de la Virgen María: "Ave, verum Corpus, natum de María Virgine...".

Mientras me siento unido a vosotros en estos días de gracia, os imparto de corazón a todos, pastores y fieles de la Iglesia oen oEspaña, ola obendición oapostólica.

Vaticano, 13 de mayo, solemnidad de la Ascensión del Señor, del año 1999










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