Discursos 1999 169

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN UN SEMINARIO


SOBRE LOS MOVIMIENTOS ECLESIALES


EN LA SOLICITUD PASTORAL DE LOS OBISPOS




Señores cardenales;
170 venerados hermanos en el episcopado:

1. Habéis venido a Roma, desde países de todos los continentes, para reflexionar juntos en vuestra solicitud de pastores con respecto a los movimientos eclesiales y a las nuevas comunidades. Es la primera vez que el Consejo pontificio para los laicos, en colaboración con las Congregaciones para la doctrina de la fe y para los obispos, reúne a un grupo tan notable y cualificado de obispos con la finalidad de examinar juntos realidades eclesiales que no he dudado en definir «providenciales» (cf. Discurso a los movimientos eclesiales y a las nuevas comunidades, 30 de mayo de 1998, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de junio de 1998, p. 14), con motivo de las estimulantes aportaciones que han dado a la vida del pueblo de Dios.

Os agradezco vuestra presencia y vuestro empeño en este importante sector pastoral. Manifiesto, además, a los organizadores, al Consejo pontificio para los laicos, a las Congregaciones para la doctrina de la fe y para los obispos, mi viva complacencia por esta iniciativa de indudable utilidad para la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo.

En efecto, el seminario, que habéis realizado durante estos días, se inscribe felizmente en un proyecto apostólico, muy querido para mí, fruto de mi encuentro con los miembros de más de cincuenta de esos movimientos y comunidades, que tuvo lugar el 30 de mayo del año pasado en la plaza de San Pedro. Estoy seguro de que los efectos de vuestra reflexión no dejarán de notarse, contribuyendo a que ese proyecto y ese encuentro den frutos más abundantes aún para el bien de toda la Iglesia.

2. El decreto conciliar sobre el servicio pastoral de los obispos indica así el núcleo mismo del ministerio episcopal: «En el ejercicio de su función de enseñar, que sobresale entre las principales funciones del obispo, han de anunciar el Evangelio de Cristo a los hombres, invitándoles a creer por la fuerza del Espíritu o confirmándolos en la fe viva. Deben proponerles el misterio de Cristo en su integridad, es decir, aquellas verdades cuya ignorancia supone no conocer a Cristo» (Christus Dominus
CD 12). El anhelo de todo pastor de llegar a los hombres y hablar a su corazón, a su inteligencia, a su libertad y a su sed de felicidad nace de la solicitud de Cristo por el hombre y de su compasión por aquellos a quienes comparaba con un rebaño sin pastor (cf. Mt Mt 6,34 Mt 9,36), y refleja el celo apostólico de san Pablo: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Co 9,16). En nuestros tiempos los desafíos de la nueva evangelización se presentan a menudo en términos dramáticos, e impulsan a la Iglesia, y en particular a sus pastores, a buscar formas nuevas de anuncio y de acción misionera que respondan mejor a las necesidades de nuestra época.

Entre las tareas pastorales más urgentes en la actualidad, quisiera señalar, en primer lugar, la atención a las comunidades que tienen una conciencia más profunda de la gracia relacionada con los sacramentos de la iniciación cristiana, de los que brota la vocación a ser testigos del Evangelio en todos los ámbitos de la vida. El dramatismo de nuestro tiempo impulsa a los creyentes a una experiencia y a una propuesta cristianas esenciales, en los encuentros y en las amistades diarias, para realizar un camino de fe iluminado por la alegría de la comunicación. Una ulterior urgencia pastoral, que no se ha de subestimar, es la formación de comunidades cristianas que sean auténticos lugares de acogida para todos, con constante atención a las necesidades específicas de cada persona. Sin esas comunidades resulta siempre muy difícil crecer en la fe y se cae en la tentación de reducir a una experiencia fragmentaria y ocasional precisamente la fe que, por el contrario, debería vivificar toda la experiencia humana.

3. En este marco se sitúa el tema de vuestro seminario sobre los movimientos eclesiales. Si el 30 de mayo de 1998, en la plaza de San Pedro, aludiendo al florecimiento de carismas y movimientos que se ha producido en la Iglesia después del concilio Vaticano II, hablé de «un nuevo Pentecostés», con esta expresión quise reconocer en el desarrollo de los movimientos y de las nuevas comunidades un motivo de esperanza para la acción misionera de la Iglesia. En efecto, a causa de la secularización que en muchos corazones ha debilitado e incluso apagado la fe y abierto el camino a creencias irracionales, la Iglesia tiene que afrontar en muchas regiones del mundo un ambiente semejante al de sus orígenes.

Soy muy consciente de que los movimientos y las nuevas comunidades, como toda obra que, aun realizándose por moción divina, se desarrolla dentro de la historia humana, no han suscitado durante estos años únicamente consideraciones positivas. Como dije el 30 de mayo de 1998, su «novedad inesperada, a veces incluso sorprendente, (...) ha suscitado interrogantes, malestares y tensiones; algunas veces ha implicado presunciones e intemperancias, por un lado, y no pocos prejuicios y reservas, por otro» (ib., n. 6). Pero, en el testimonio común que dieron aquel día en torno al Sucesor de Pedro y a numerosos obispos, veía y veo la llegada de una «etapa nueva: la de la madurez eclesial», aunque tengo plena conciencia de que «esto no significa que todos los problemas hayan quedado resueltos», ya que esa madurez «más bien es un desafío, un camino por recorrer» (ib.).

Este itinerario exige por parte de los movimientos una comunión cada vez más sólida con los pastores que Dios ha elegido y consagrado para congregar y santificar a su pueblo mediante la luz de la fe, de la esperanza y de la caridad, puesto que «ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los pastores de la Iglesia» (Christifideles laici CL 24). Por tanto, los movimientos tienen el compromiso de compartir, en el ámbito de la comunión y la misión de las Iglesias particulares, sus riquezas carismáticas de modo humilde y generoso.

Amadísimos hermanos en el episcopado, a vosotros, a quienes corresponde la tarea de discernir la autenticidad de los carismas para disponer su correcto ejercicio en el ámbito de la Iglesia, os pido magnanimidad en la paternidad y caridad clarividente (cf. 1Co 13,4) hacia estas realidades, dado que toda obra de los hombres necesita tiempo y paciencia para su debida e indispensable purificación. Con palabras claras, el concilio Vaticano II afirma: «El juicio acerca de su [de los carismas] autenticidad y la regulación de su ejercicio pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1Th 5,12 y 19-21)» (Lumen gentium LG 12), para que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común (cf. ib., 30).

Venerados hermanos, estoy convencido de que vuestra disponibilidad atenta y cordial, también gracias a oportunos encuentros de oración, de reflexión y de amistad, no sólo hará más amable sino también más exigente vuestra autoridad, más eficaces y decisivas vuestras indicaciones, y más fecundo el ministerio que se os ha encomendado para la valorización de los carismas, con vistas a la utilidad común. En efecto, vuestra primera tarea consiste en abrir los ojos del corazón y de la mente, para reconocer las múltiples formas de la presencia del Espíritu en la Iglesia, evaluarlas y guiarlas a todas hacia la unidad en la verdad y en la caridad.

171 4. Durante los encuentros que he tenido con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, he subrayado en muchas ocasiones el nexo íntimo que existe entre su experiencia y la realidad de las Iglesias particulares y de la Iglesia universal, de la que son fruto y, al mismo tiempo, expresión misionera. El año pasado, ante los participantes en el Congreso mundial de los movimientos eclesiales, organizado por el Consejo pontificio para los laicos, constaté públicamente «su disponibilidad a poner sus energías al servicio de la Sede de Pedro y de las Iglesias particulares» (Mensaje al Congreso mundial de los movimientos eclesiales, 27 de mayo de 1998 n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de junio de 1998, p. 11). En efecto, uno de los frutos más importantes que han producido los movimientos es precisamente el haber sabido estimular en muchos fieles laicos, hombres y mujeres, adultos y jóvenes, un intenso impulso misionero, indispensable para la Iglesia que se prepara a cruzar el umbral del tercer milenio. Pero este objetivo se alcanza sólo cuando «se integran con humildad en la vida de las Iglesias locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales» (Redemptoris missio RMi 72).

¿Qué significa esto en términos concretos de apostolado y acción pastoral? Precisamente ésta ha sido una de las cuestiones clave de vuestro Seminario. ¿Cómo acoger este don particular que el Espíritu regala a la Iglesia en nuestro momento histórico? ¿Cómo acogerlo con todo su alcance, con toda su plenitud y con todo el dinamismo que entraña? Responder de modo adecuado a estos interrogantes es tarea de vuestra responsabilidad de pastores. Tenéis la gran responsabilidad de no desaprovechar el don del Espíritu; al contrario, debéis hacerlo fructificar cada vez más en el servicio a todo el pueblo cristiano.

Deseo de corazón que vuestro seminario sea fuente de estímulo e inspiración para muchos obispos en su ministerio pastoral. María, Esposa del Espíritu Santo, os ayude a escuchar lo que el Espíritu dice hoy a la Iglesia (cf. Ap Ap 2,7). Estoy cerca de vosotros con mi solidaridad fraterna y os acompaño con mi oración, a la vez que os bendigo de buen grado a vosotros y a cuantos la Providencia divina ha encomendado a vuestro cuidado pastoral.

Vaticano, 18 de junio de 1999








A UN GRUPO ECUMÉNICO DE MADAGASCAR


Sábado 19 de junio de 1999



Señor cardenal;
querido hermano en el episcopado;
queridos amigos:

Me alegra acogeros esta mañana a vosotros, miembros del Consejo de las Iglesias cristianas de Madagascar. Habéis querido venir a Roma para recordar el viaje que realicé a vuestro país hace diez años. Os agradezco cordialmente este gesto de cortesía con el Sucesor de Pedro. Vuestra visita me recuerda la acogida calurosa que me dispensó el pueblo malgache y el encuentro fraterno que congregó en Antananarivo a los representantes de las diferentes confesiones cristianas.

Sé que desde entonces habéis desarrollado la colaboración entre vuestras diferentes comunidades, para manifestar de modo más vivo y verdadero el testimonio de unidad de los discípulos de Cristo, al servicio de todos sus compatriotas. Así, dais juntos una valiosa contribución al desarrollo humano y espiritual de toda la nación.

Deseo vivamente que los cristianos de la «gran isla» sigan profundizando, con renovado ardor, los vínculos de caridad y solidaridad que los unen. Que Dios os conceda avanzar con valentía por las sendas de un amor sincero y de una colaboración cada vez más fraterna, para que entre los cristianos se realice cada vez más plenamente la oración del Señor: «Que todos sean uno» (Jn 17,21), a fin de que el mundo crea en Aquel a quien el Padre envió.

172 Sobre cada uno de vosotros, sobre vuestras familias y sobre todo el pueblo malgache, invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones de Dios.










A LOS PARTICIPANTES EN UN SIMPOSIO


ORGANIZADO POR LA COMISIÓN


PONTIFICIA PARA AMÉRICA LATINA


: 22 de junio de 1999


Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
distinguidas señoras y señores:

1. Me complace tener este encuentro con vosotros, que participáis en el simposio sobre «Los últimos cien años de la evangelización de América Latina», organizado por la Pontificia Comisión para América Latina para conmemorar el primer centenario del Concilio plenario de aquel continente. Fue una asamblea que marcó la historia de la Iglesia en Iberoamérica, abriendo para aquellos pueblos nuevas perspectivas llenas de esperanza.

En efecto, en las Actas y decretos del Concilio plenario, del que me habéis ofrecido una bella edición facsímil, se encuentran normas, orientaciones y propuestas que inspiraron la trayectoria del último siglo de la evangelización de América.

2. Desde que el mensaje de Jesucristo llegó al nuevo mundo, los Papas han tenido por el continente americano una especial solicitud apostólica, como se ha podido constatar estudiando con rigor los acontecimientos históricos. Un punto culminante de esa solicitud fue, por parte de León XIII, la convocatoria del Concilio plenario de América Latina. En la carta apostólica «Cum diuturnum» (25 de diciembre de 1898) escribe este gran Pontífice: «Nada hemos omitido, en ninguna ocasión, que pudiera servir para consolidar en esas naciones o extender el reino de Cristo; hoy, realizando lo que hace tiempo deseábamos con ansia, queremos daros una nueva y solemne prueba de nuestro amor hacia vosotros. Así, lo que juzgamos más a propósito, fue que os reunieseis a conferenciar entre vosotros con nuestra autoridad y a nuestro llamado todos los obispos de esas Repúblicas» en orden a «dictar las disposiciones más aptas para que, en esas naciones, que la identidad o por lo menos la afinidad de raza debería tener estrechamente coligadas, se mantenga incólume la unidad de la eclesiástica disciplina, resplandezca la mirada católica y florezca públicamente la Iglesia, merced a los esfuerzos unánimes de todos los hombres de buena voluntad» (Acta, pp. XXI-XXII).

Los decretos de aquel Concilio, aunque no directamente aplicables a las circunstancias actuales, son una «memoria» que debe iluminar, estimular y ayudar en esta encrucijada de la historia. En los mismos, cuidadosamente redactados por los padres conciliares, se percibe una gran inquietud por mantener y exaltar la fe católica; configurar la fisonomía de las personas eclesiásticas; cuidar el culto divino y la celebración de los sacramentos; promover la educación de la juventud y su formación en los principios de la doctrina cristiana; favorecer la práctica de la caridad y demás virtudes.

Los padres conciliares ofrecieron un conjunto de resoluciones, normas y orientaciones, teniendo en cuenta «las necesidades de la Iglesia y la salvación de las almas», movidos por una fuerte comunión eclesial, como dice el último de los cánones (994): «con filial reverencia y corazón obedientísimo, sometemos a la Santa Sede apostólica todas y cada una de las cosas que en este Concilio plenario se han decretado y sancionado». Esa comunión, afectiva y efectiva, fue muy apreciada por el Pontífice, que en su discurso de despedida, el 10 de julio de 1899, que él mismo consideraba como «el testamento de un amante Padre», les decía: «Adiós, en fin, adiós, hermanos queridos: acercaos a recibir el ósculo de paz. Sabed, para vuestro consuelo, que Roma entera ha admirado vuestra unión, vuestra ciencia y vuestra piedad; y que consideramos vuestro Concilio como una de las joyas más preciosas de nuestra corona» (Acta, p. CLXIX).

3. Después del Concilio plenario la Iglesia en América Latina ha florecido notablemente, a veces entre no pocas tribulaciones, graves dificultades y problemas inmensos. Pero las luces se imponen a las sombras y, así, podemos congratularnos por los grandes frutos de vida cristiana que han surgido en ese continente gracias al trabajo silencioso y sacrificado de tantos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, y también seglares en parroquias y centros de apostolado, así como en el campo de la educación y la caridad. Por eso precisamente podemos decir con gozo que América Latina tiene como un signo de su identidad la fe católica.

173 Quiero recordar que, desde la celebración del Concilio, la vitalidad de la Iglesia en América ha ido creciendo. Son muestra de ello los Congresos eucarísticos y marianos, y también las cuatro Conferencias generales del Episcopado latinoamericano celebradas en Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), estas dos últimas inauguradas por mí. Quiero también recordar que Pablo VI, en su histórica peregrinación a Bogotá, abrió el camino a los viajes pastorales a América, que yo, con el favor de Dios, he podido realizar. Todo esto ha culminado con la celebración en el Vaticano del Sínodo de América, que tuve la dicha de convocar y después, al inicio de este año, clausurar en la basílica mexicana de Guadalupe, corazón mariano del continente, donde entregué la exhortación apostólica «Ecclesia in America».

4. En este documento, recogiendo las propuestas de los padres sinodales, he querido abordar la situación actual del continente, invitando a los pastores a profundizar y concretar después en cada Iglesia particular sus contenidos y centrando la atención en lo fundamental: anunciar a Jesucristo, que «es la buena nueva de la salvación comunicada a los hombres de ayer y de siempre; pero al mismo tiempo es también el primero y supremo evangelizador. La Iglesia debe centrar su atención pastoral y su acción evangelizadora en Jesucristo crucificado y resucitado. Todo lo que se proyecte en el campo eclesial ha de partir de Cristo y de su Evangelio. Por lo cual, la Iglesia en América debe hablar cada vez más de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre» (n. 67).

5. Al participar en este Simposio, como pastores e historiadores, habéis pensado en el futuro desde la perspectiva del pasado. En esta tarea se ha de proceder con objetividad, basándose en datos reales y no en ideologías o visiones parciales de los hechos. Os agradezco vuestro trabajo en este sentido para que la Iglesia, conociendo mejor su historia, pueda llevar a cabo sus programas evangelizadores adecuados a los nuevos tiempos. En esos programas, además de las estructuras pastorales, cuenta la persona del evangelizador: el obispo, el sacerdote, el catequista, el cristiano comprometido, los cuales con su fe han de dar gozoso y valiente testimonio de Jesucristo.

Agradezco a la Pontificia Comisión para América Latina el esfuerzo realizado para llevar adelante este Simposio, que se continuará en cierto modo en su reunión plenaria. También os agradezco vuestra participación en el mismo y el servicio que, animados por el espíritu eclesial, habéis prestado. Formulo mis mejores votos para que vuestro trabajo, que pronto será publicado en las Actas correspondientes, ofrezca un tesoro de sugerencias y propuestas que ayuden a la tarea apostólica que con tanta generosidad se lleva adelante en los países americanos.

Invocando sobre todos la protección de la Virgen de Guadalupe, la primera evangelizadora de América, que, con su mirada materna, en la antigua capilla del Pontificio Colegio Pío Latinoamericano guió y acompañó los pasos del Concilio, os imparto de corazón la bendición apostólica.








A LOS MIEMBROS DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS


PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)


Jueves 24 de junio de 1999


Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos miembros y amigos de la «Reunión de las Obras
para la ayuda a las Iglesias orientales»:

1.Me alegra daros una cordial bienvenida, con ocasión de la reunión para coordinar las ayudas a los cristianos de las Iglesias de Oriente.

174 Saludo con afecto al cardenal Achille Silvestrini, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales y presidente de la ROACO, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo al secretario, al subsecretario y a los colaboradores del dicasterio para las Iglesias orientales, así como a los responsables de las organizaciones y a todos vosotros.

Vuestras reuniones semestrales, que empezaron en 1968, se han estructurado cada vez más y, al aumentar el número de sus participantes y su coordinación, muestran ahora una mayor eficacia práctica. Sé que, durante estos últimos años, habéis dedicado atención especial al método para desarrollar vuestra actividad, en estrecha colaboración con las Iglesias orientales católicas, a las que queréis prestar vuestro servicio. Así, vuestra ayuda resulta valiosa para el Papa, a quien permitís ejercer, de modo más eficaz, el ministerio de presidir «en la caridad universal».

Queridos responsables de las organizaciones, os agradezco a todos la labor que realizáis bajo la guía de la Congregación para las Iglesias orientales. Con vuestro esfuerzo, aliviáis situaciones de necesidad, animáis iniciativas socio-pastorales, socorréis a países divididos por conflictos y ayudáis a muchas personas afectadas por la pobreza y por diversas formas de marginación.

2. Vosotros, en particular, sostenéis a las comunidades católicas orientales en su obra de evangelización. Ante la inminencia del gran jubileo, los creyentes están llamados a vivir de modo más intenso su fe, conscientes de ser «como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios» (Gaudium et spes
GS 40).

Además del testimonio de fe, no puede faltar el servicio de la caridad: el anuncio del evangelio de la esperanza exige el evangelio de la caridad. Entre los signos del itinerario jubilar está la «puerta santa». La indicación de la puerta es una llamada a la responsabilidad de todo creyente a cruzar el umbral de la misericordia (cf. Incarnationis mysterium, 8). «Puerta» y «umbral» son signos de la caridad que «nos abre los ojos a las necesidades de quienes viven en la pobreza y la marginación» y crea «una nueva cultura de solidaridad y cooperación (...), en la que todos (...) asuman su responsabilidad en un modelo de economía al servicio de cada persona» (ib., 12).

Gracias a vuestra entrega generosa a las necesidades de vuestros hermanos de las Iglesias orientales, toda la comunidad eclesial cumple su misión pastoral universal. La creación de una corresponsabilidad concreta contribuye a superar la tentación de particularismos egoístas y hace que se sientan unidos por un mismo y gran destino pueblos diferentes, en los que el Evangelio ha engendrado la confianza y la esperanza en una nueva humanidad.

3. Con el jubileo, estarán en el centro de la atención eclesial Jerusalén, Nazaret y Belén, y toda la Tierra santa, donde el Hijo de Dios tomó nuestra carne de la Virgen María. Sé que ya os interesáis de modo particular por los lugares santos y seguís los anhelos y preocupaciones de las comunidades cristianas locales. Os invito, sobre todo, a responder a las expectativas de los jóvenes y a ayudar a las familias cristianas a no perder la esperanza de tener una vivienda y trabajo, aun en medio de las dificultades socioeconómicas y de una situación ambiental precaria.

La Iglesia universal, también con la tradicional colecta destinada a Tierra santa, manifiesta su solicitud por los hermanos que viven en los santos lugares de la Redención. Al recomendaros vivamente ese acto de amor hacia los cristianos de aquellas regiones, estoy seguro de que los pastores y fieles de las Iglesias católicas orientales y de la comunidad latina de Tierra santa acogerán con gratitud vuestro esfuerzo por enviarles las ayudas provenientes de todo el mundo católico.

El clero y los fieles manifiestan su disponibilidad a trabajar juntos y a programar intervenciones y planes pastorales, según prioridades reconocidas de evangelización, caridad y compromiso educativo. Es muy importante la formación de laicos cristianos maduros y responsables, que den un testimonio valiente de su fe. Durante la gozosa celebración jubilar, los numerosos peregrinos que visiten los santos lugares de la fe no sólo tendrán la oportunidad de compartir momentos de oración y comunión, sino también de conocer las obras que habéis promovido para contribuir a la catequesis, la animación pastoral y la acción caritativa.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, os expreso mi complacencia por la solicitud con que acogéis las peticiones que os llegan. Por mi medio os manifiestan su gratitud esas comunidades que, mediante el servicio de la Congregación para las Iglesias orientales y de la ROACO, se sienten apoyadas en sus esfuerzos por renovar su valiente compromiso apostólico.

La Madre de Dios, María santísima, que «vivió plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario al pie de la cruz» (ib., 14), os confirme en vuestros propósitos y siga «indicando a todos el camino que conduce al Hijo» (ib.).

175 Con estos deseos, os imparto de corazón una especial bendición apostólica, que extiendo con gusto a las comunidades eclesiales a las que pertenecéis, a las organizaciones que representáis y a las iniciativas por las que trabajáis incesantemente.








A LA ORDEN MILITAR DE MALTA


Jueves 24 de junio de 1999



Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con ocasión de la solemnidad de san Juan Bautista, vuestro santo patrono, habéis querido reuniros para una solemne celebración en la basílica de San Pedro. Os doy mi bienvenida a cada uno de vosotros y saludo a toda la orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, denominada Soberana Orden Militar de Malta, que durante estos días ha celebrado su capítulo general.

Saludo en particular al príncipe y gran maestre Andrew Bertie, al cardenal patrono Pio Laghi, al prelado monseñor Donato de Bonis, al gran canciller y a los dignatarios del Consejo soberano recién renovado. Os deseo a todos un buen trabajo al servicio de Dios, de la Iglesia y de la orden.

Desde hace más de novecientos años, vuestra benemérita orden da al mundo un testimonio fiel de su lema: «Tuitio fidei, obsequium pauperum», que corresponde al mandamiento evangélico de «amar a Dios y amar al prójimo».

2. Estáis plenamente convencidos de que la defensa y el testimonio de la fe constituyen la base de la evangelización, y queréis dar vuestra contribución para que el mensaje evangélico siga iluminando también el tercer milenio de la era cristiana, ya inminente. Con este fin, os sentís comprometidos a traducir en obras vuestra fidelidad a Cristo mediante el testimonio del amor, que se hace servicio a los hermanos, especialmente a los pobres: lo que llamáis con razón el «obsequium pauperum».

Vuestra presencia junto a los enfermos, a los que sufren, a los damnificados y a los prófugos testimonia eficazmente vuestro amor a los últimos. De esta forma vuestra orden religiosa y soberana constituye un organismo eficiente, que alivia el peso del sufrimiento del hombre.

Permaneced firmes en vuestra fidelidad a Cristo, a la Iglesia y a los pobres. Tened siempre presentes las palabras de Jesús: «Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12), y también: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Deseando que intensifiquéis vuestra benemérita acción, imploro sobre cada uno la protección materna de vuestra patrona celestial, la bienaventurada Virgen María del Monte Filermo, que siempre os ha acompañado en la patria y en el exilio. Os sostenga también el santo protector de la orden, san Juan Bautista, heraldo de la presencia de Cristo en la historia del mundo.

Con estos sentimientos, imparto de buen grado la bendición apostólica al gran maestre, a vosotros y a toda la Soberana Orden Militar de Malta, particularmente a los enfermos y a los que sufren, a los que asistís en todo el mundo.










A LOS PARTICIPANTES EN LA XIV ASAMBLEA PLENARIA


DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL


DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES


176

Viernes 25 de junio de 1999


Venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Constituye para mí un motivo de alegría acogeros al término de los trabajos de la reunión plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Saludo a todos con afecto y, a la vez que os agradezco vuestra visita, os expreso mi profundo aprecio por el empeño que ponéis en el servicio a la Santa Sede. Agradezco particularmente a monseñor Stephen Fumio Hamao, presidente de este Consejo pontificio, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.

Durante estas jornadas, habéis reflexionado en el papel que desempeñan las peregrinaciones a los santuarios en la vida de la Iglesia. Estos lugares de oración, como ya he tenido oportunidad de subrayar, son «como hitos que orientan el caminar de los hijos de Dios sobre la tierra» (Homilía a los fieles de Corrientes, Argentina, 9 de abril de 1987, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de mayo de 1987, p. 12). Observando su rica realidad, es fácil constatar que representan un gran don de Dios a su Iglesia y a la humanidad entera. Intensa experiencia de fe

2. El hombre aspira a encontrar a Dios, y las peregrinaciones lo habitúan a pensar en el puerto al que puede arribar durante su búsqueda religiosa. Allí el fiel puede cantar con el salmista su sed y su hambre del Señor: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo. Mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. ¡Cómo te contemplaba en el santuario (...)! Tu gracia vale más que la vida» (Ps 62,2-4).

Estos «oasis del espíritu» ofrecen así a la comunidad eclesial un clima singularmente favorable para meditar la palabra de Dios y celebrar los sacramentos, en particular los de la penitencia y la Eucaristía. Además, en ellos es posible realizar provechosas experiencias de fe, así como manifestar el propio amor a los hermanos con obras de caridad y de servicio a los necesitados.

Desde este punto de vista, los obispos, en las diversas partes del mundo, siempre han promovido los santuarios como centros de profunda espiritualidad, en los cuales los creyentes, además de reavivar su fe, toman cada vez mayor conciencia de los deberes que derivan de ella en el campo social, y se sienten comprometidos a prestar su ayuda concreta para que el mundo se transforme progresivamente en el reino de justicia y paz que indican las palabras inspiradas del profeta Isaías: «Pues de Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la palabra del Señor. (...) De las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas. (...) Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena del conocimiento del Señor, como cubren las aguas el mar» (Is 2,3-4 Is 11,9).

Si se analizan a fondo las cosas, se descubre que la paz y la solidaridad entre los hombres nacen de la reconciliación de la persona con Dios. Por tanto, es preciso que los peregrinos tengan posibilidades concretas de oración y silencio en los santuarios, para favorecer el encuentro con Dios y la experiencia íntima de la ternura de su amor. De modo particular necesitan esta experiencia los emigrantes, los refugiados y los desplazados, probados por situaciones dolorosas e injustas; la sienten la gente de mar, el personal de la aviación civil, los nómadas y los trabajadores del circo; y proporciona consuelo espiritual a cuantos, por diferentes razones, se encuentran lejos de sus seres queridos.

3. Son diversas las actitudes interiores con que las personas acuden al santuario. Muchos fieles van para vivir momentos intensos de contemplación y oración, así como de profunda renovación espiritual. Algunos también los frecuentan de vez en cuando, con ocasión de celebraciones particulares. Otros los visitan sólo para buscar descanso, por intereses culturales o simplemente por curiosidad. Será tarea del Ordinario del lugar para los santuarios diocesanos, y de la Conferencia episcopal para los nacionales, fijar las normas pastorales oportunas a fin de dar una respuesta adecuada a las expectativas de cada uno. Es importante que se presente a todos la iniciativa misericordiosa de Dios, que quiere comunicar a sus hijos su misma vida y el don de la salvación. En el santuario resuenan las palabras de Cristo a los «pequeños» y a los «pobres» de la tierra: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Además, cuando se puede acoger a muchachos y jóvenes, esto debe impulsar a los responsables de la pastoral de los santuarios, en colaboración con toda la comunidad eclesial, a ofrecer un servicio aún mejor y adecuado a su edad.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, nos estamos acercando al gran jubileo del año 2000. En el marco del acontecimiento jubilar, la peregrinación cobra el valor de signo excelente del camino que el cristiano está llamado a recorrer y del esmero con que debéis celebrar el jubileo (cf. Incarnationis mysterium, 7). A la vez que os agradezco a cada uno de vosotros el compromiso y la solicitud pastoral que manifestáis en vuestras actividades diarias, encomiendo vuestros esfuerzos a la intercesión activa de la Virgen María, venerada e invocada en los numerosos santuarios que, en todas partes del mundo, son testigos de su presencia materna en medio de los discípulos de Cristo.


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